Read Hotel Online

Authors: Arthur Hailey

Tags: #Fiction, #Thrillers, #Suspense, #General Interest

Hotel (27 page)

BOOK: Hotel
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10
El doctor Ingram, presidente de los odontólogos, miró con cólera a su visitante, en la
suite
del séptimo piso.

–McDermott, si viene usted con idea de suavizar las cosas, le digo desde ahora que pierde el tiempo. ¿Vino para eso?

–Sí -admitió Peter-, desde luego.

–Por lo menos no miente -gruñó el viejo.

–No hay razón para que lo haga. Soy empleado del hotel, doctor Ingram. Mientras trabaje aquí, tengo la obligación de hacer lo mejor que pueda para el hotel.

–Y lo que sucedió con el doctor Nicholas, ¿era lo mejor que podía usted hacer?

–No, señor. Creo que es lo peor que podíamos hacer. La circunstancia de que no tenga autoridad para cambiar los reglamentos del hotel, no lo mejora.

–Si en realidad piensa así -le espetó el presidente de los odontólogos-, tendría el coraje de renunciar y buscar trabajo en otra parte. Quizá, donde el sueldo fuera más bajo, pero la ética más alta.

Peter se sonrojó, controlándose para no dar una respuesta airada. Recordó que aquella mañana, en el vestíbulo, había admirado al viejo dentista por su entereza. Nada había cambiado desde entonces.

–¿Y pues? – los ojos alertas e inflexibles estaban fijos en los suyos.

–Suponga que hubiera renunciado; cualquiera que tomara mi puesto podría estar muy satisfecho con la forma en que están las cosas. Por lo menos, yo no lo estoy, y trataré de hacer lo que pueda para cambiar los reglamentos del hotel.

–¡Reglamentos! ¡Racionalización! ¡Malditas excusas! – La cara rubicunda del doctor se puso más roja aún.– ¡En mi época se esgrimían todas! ¡Me asqueaban! ¡Me sentía disgustado, avergonzado, y descompuesto con la raza humana!

Se hizo un silencio entre ellos.

–¡Muy bien! – La voz del doctor Ingram bajó de tono; su cólera inmediata había cedido.– Le concedo que usted no sea tan intolerante como otros, McDermott. Usted tiene un problema personal, y supongo que regañarlo no soluciona nada. Pero, ¿no ve, hijo? La mayor parte de las veces la gente es razonable como usted y yo; pero luego se suma para que Jim Nicholas reciba el tratamiento que se le dio hoy.

–Lo comprendo, doctor. Aunque no creo que todo el asunto sea tan simple como usted lo pinta.

–Muchas cosas no son simples -gruñó el viejo-. Ya oyó lo que le dije a Nicholas. Si no se le ofrece una disculpa y una habitación sacaré a toda la convención del hotel.

–Doctor Ingram -dijo Peter con cautela-, ¿no es corriente, acaso, que en sus convenciones se produzcan acontecimientos, discusiones médicas, demostraciones, ese tipo de cosas, que benefician a muchas personas?

–Naturalmente.

–Entonces, ¿qué se ganaría? Me refiero a qué ganaría nadie si usted suprime la convención. No me refiero al doctor Nicholas… -Guardó silencio, consciente de que se renovaba la hostilidad a medida que seguía hablando.

–No me venga con esas cosas -dijo el doctor Ingram en tono cortante-. Y atribuyame alguna inteligencia, como para haber pensado ya en eso.

–Lo lamento.

–Siempre hay razones para
no
hacer algo; muchas veces, muy buenas razones. Por eso mucha gente no sostiene lo que cree o dice creer. Dentro de un par de horas, cuando algunos de mis bien intencionados colegas, oigan lo que estoy pensando, me ofrecerán ese mismo tipo de argumento, se lo aseguro. – Respirando pesadamente el viejo hizo una pausa. Miró a Peter de frente.– Déjeme preguntarle algo. Esta mañana admitió que se avergonzaba de tener que despedir a Jim Nicholas. Si usted fuera yo, ¿qué haría ahora?

–Doctor, eso es una hipótesis…

–¡No importa lo que sea! Le pregunto una cosa simple y directa.

Peter lo consideró. En cuanto concernía al hotel, suponía que cualquier cosa que dijera, no influiría ahora en los resultados. ¿Por qué, entonces, no responder con sinceridad?

–Creo que haría exactamente lo que usted piensa hacer… Cancelar la convención.

–¡Bien! – dando un paso hacia atrás, el presidente lo miró, valorándolo-. Debajo de todo ese exterior hotelero hay un hombre honrado.

–Que muy pronto puede quedar sin empleo…

–¡Aférrese a ese traje negro, hijo! Puede obtener trabajo ayudando en los funerales. – Por primera vez, el doctor Ingram rió.– A pesar de todo, McDermott, usted me gusta. ¿No tiene alguna muela que necesite arreglo?

Peter negó con la cabeza.

–Si no le importa, doctor, me gustaría conocer sus planes lo antes posible. – Habría que tomar medidas en seguida de confirmarse la cancelación. La pérdida para el hotel iba a ser desastrosa, como Royall Edwards había dicho durante el almuerzo. Pero por lo menos, podrían suspenderse algunos preparativos para los días siguientes.

–Usted ha sido franco conmigo; haré lo mismo con usted. He citado a los ejecutivos a una sesión de emergencia, a las cinco de la tarde -miró su reloj-, es decir, dentro de dos horas y media. La mayoría de nuestros principales colegas habrá llegado para entonces.

–No dude de que me mantendré en contacto.

El doctor Ingram asintió. Había vuelto a su mal humor.

–No se llame a engaño por el momento de tregua que hemos tenido, McDermott. Nada ha cambiado desde esta mañana, e intento dar un puntapié a su gente, donde más le duela.

Sorprendentemente, Warren Trent reaccionó casi con indiferencia cuando le informaron de que el Congreso de Odontólogos Americanos podría suspender la convención y marcharse del hotel como demostración de protesta.

Peter McDermott había ido, en seguida de dejar al doctor Ingram, al entresuelo principal, a la
suite
de los ejecutivos. Christine, un poco fría, le informó de que el propietario se encontraba en su despacho.

Warren Trent estaba mucho menos tenso que en las últimas ocasiones. Tranquilo, detrás de su escritorio cubierto de mármol negro, en su suntuosa oficina, no demostraba nada de la irascibilidad tan notoria los días anteriores. Hubo momentos, mientras escuchaba el informe de Peter, que una débil sonrisa jugaba por sus labios, aunque parecía tener poco que ver con los sucesos de que hablaban. Peter pensaba que era más bien como si su patrón saboreara algún placer oculto, sólo conocido por él.

Al fin, el propietario del «St. Gregory» movió la cabeza, decidido.

–No se marcharán. Hablarán, sí, pero ahí quedará todo.

–El doctor Ingram parecía muy resuelto.

–El podrá estarlo; pero los otros, no. Usted dice que hay una reunión esta tarde. Le diré lo que va a pasar: discutirán un tiempo, luego se formará una comisión para proyectar una resolución. Más tarde, tal vez mañana, la comisión informará a los ejecutivos. Estos pueden aceptar el informe o enmendarlo; en cualquiera de los dos casos, hablarán un poco más. Después, tal vez al día siguiente, la resolución se debatirá en el piso de la convención. Lo he visto antes, el gran proceso democrático. Todavía estarán hablando cuando la convención haya terminado.

–Es posible que usted tenga razón -accedió Peter-. Si bien es un punto de vista bastante cínico.

Había expresado su pensamiento con temeridad y se preparaba para una respuesta explosiva. No ocurrió.

–Tengo un criterio práctico -refunfuñó, en cambio, Warren Trent-, eso es. La gente hablará sobre los llamados principios hasta que se les seque la lengua. Pero no se pondrán inconvenientes a sí mismos, si pueden evitarlo.

–Podría ser más fácil todavía, si cambiáramos nuestra política -alegó Peter con terquedad-. No puedo creer que el doctor Nicholas, si lo admitimos, contamine el hotel.

–Podría ser que él, no. Pero lo haría la gentuza que vendría luego. Entonces tendríamos un verdadero problema.

–Tengo entendido que ya lo tenemos. – Peter sabía que estaba incurriendo en excesos verbales. Estaba especulando hasta dónde podría llegar. Y se preguntó por qué estaría hoy el propietario de tan buen humor.

Las patricias facciones de Warren Trent se plegaron con un gesto de sorna.

–Podemos haber tenido dificultades durante un tiempo. Dentro de uno o dos días, eso ya no existirá. – En forma abrupta, preguntó:- Curtis O'Keefe, ¿está todavía en el hotel?

–Creo que sí. Si se hubiera marchado, ya me habría enterado.

–¡Bien! – La sonrisa subsistía.– Tengo una información que puede interesarle. Mañana le diré a O'Keefe y a toda su cadena de hoteles que se tiren al lago Pontchartrain.

11
Desde su ventajoso lugar en el escritorio de jefe de botones, Herbie Chandler observó, sin ser visto, a los cuatro jóvenes que entraron en el «St. Gregory» desde la calle. Faltaban unos minutos para las cuatro.

Reconoció a dos del grupo: a Lyle Dumaire y a Stanley Dixon, este último protestando, mientras se dirigían hacia los ascensores. Pocos segundos después habían desaparecido.

El día anterior, Dixon le había asegurado a Herbie, por teléfono, que no se divulgaría la parte que había desempeñado el jefe de botones en el embrollo de la noche anterior. Pero Dixon, pensó Herbie intranquilo, no era más que uno de los cuatro. Era algo imprevisible cómo reaccionarían los otros, y hasta el mismo Dixon ante un interrogatorio con posibles amenazas. Lo mismo que durante las últimas veinticuatro horas, el jefe de botones seguía abrigando creciente aprensión.

En el entresuelo principal, fue otra vez Stanley Dixon quien marchaba delante, cuando salieron del ascensor. Se detuvieron frente a una puerta con paneles de vidrio, y una inscripción suavemente iluminada:
Oficinas de los ejecutivos,
mientras Dixon, de mal humor, repetía lo que advirtiera anteriormente:

–¡Recordad…, seré yo quien hable!

Flora Yates los hizo entrar en la oficina de McDermott. Este, mirándolos con frialdad, hizo un ademán para que se sentaran.

–¿Cuál de ustedes es Dixon?

–Soy yo.

–¿Dumaire?

Con menos confianza, Lyle Dumaire asintió.

–No conozco los otros dos nombres.

–¡Vaya… qué lástima! – respondió Dixon-. Si lo hubiéramos sabido, habríamos traído tarjetas de visita.

–Yo soy Gladwin -interrumpió el tercer joven-. Este es Joe Waloski -Dixon le disparó una mirada iracunda.

–Todos ustedes -declaró Peter- saben, sin duda, que tengo el informe de miss Marsha Preyscott sobre lo ocurrido el lunes por la noche. Si lo desean, estoy dispuesto a oír la versión de ustedes.

Dixon habló en seguida, para que nadie lo hiciera.

–Oiga… el venir aquí, fue idea suya y no de nosotros. No deseamos decirle nada. De manera que si tiene algo que decir, dígalo.

Los músculos del rostro de Peter se endurecieron. Con un esfuerzo se controló:

–Muy bien; sugiero que veamos los asuntos menos importantes primero. – Revisó los papeles; luego se dirigió a Dixon:- La
suite
1126-7 fue registrada a su nombre. Cuando usted huyó (puso énfasis en las dos últimas palabras) presumí que había olvidado notificarlo, de manera que lo hice por usted. Hay una cuenta pendiente de setenta y cinco dólares y algunos céntimos. Hay otra cuenta, por daños en la
suite,
de ciento diez dólares.

El que se había presentado como Gladwin, silbó por lo bajo.

–Pagaremos los setenta y cinco -dijo Dixon-. Nada más.

–Si discute la otra cuenta, es cosa suya -le informó Peter-. Pero le advierto que no pensamos dejar así el asunto. Si es necesario, lo demandaremos.

–Escucha, Stan… -Era el cuarto joven, Joe Waloski. Dixon hizo un ademán, acallándolo.

A su lado, Lyle Dumaire se movió incómodo.

–Stan -le dijo en voz baja-, puede haber mucho alboroto. Si es necesario, lo podemos dividir en cuatro partes.-Se dirigió a Peter:- Si pagamos los ciento diez, podríamos tener dificultades para conseguir toda la suma en seguida. ¿Podríamos pagarla en cuotas?

–Por supuesto. – No había razón, decidió Peter, para no otorgarles las normales gentilezas del hotel.– Uno de ustedes, o todos, pueden ver a nuestro gerente de créditos, y él hará los arreglos necesarios. – Miró al grupo.– ¿Debo considerar este aspecto solucionado?

Uno a uno, el cuarteto asintió.

–Eso deja pendiente el asunto del intento de violación… de cuatro hombres contra una muchacha. – Peter no hizo esfuerzo alguno para ocultar el desprecio en su voz.

Waloski y Gladwin se sonrojaron. Lyle Dumaire evitó los ojos de Peter. Sólo Dixon mantuvo su arrogancia.

–Esa es su versión. Podría ser que la nuestra fuera diferente.

–Ya les dije que estaba dispuesto a oírla.

–¡Tonterías!

–Entonces, no tengo más alternativa que aceptar lo que dijo miss Preyscott.

–¿Acaso, no hubiera deseado estar allí también, gran hombre? O, tal vez, ¿consiguió su tajada un poco más tarde? – espetó Dixon.

–Cálmate, Stan -susurró Waloski.

Peter apretó con fuerza los brazos del sillón. Tuvo que luchar con el impulso de correr desde detrás del escritorio y golpear el rostro astuto y afectado que tenía frente a él. Pero sabía que si lo hacía, le daría ventaja a Dixon, cosa que probablemente estaba buscando. No dejaría que le hiciera perder el control.

–Presumo -dijo en tono helado-, que todos ustedes saben que se pueden formular cargos criminales.

–Si pensaran hacerlo -argumentó Dixon-, ya alguien lo habría hecho. ¡No nos venga con esas cosas!

–¿Estarían de acuerdo en repetir esas manifestaciones ante míster Mark Preyscott, si se le hace venir de Roma, después de decirle lo que le ha pasado a su hija?

Lyle Dumaire levantó los ojos con rapidez y expresión de alarma. Por primera vez había un atisbo de intranquilidad en los ojos de Dixon.

–¿Se lo han dicho? – preguntó Gladwin, con ansiedad.

–¡Cállate! – interfirió Dixon-, es una treta. ¡No te dejes atrapar! – Pero había un matiz de menor confianza que un momento antes.

–Puede juzgar por usted mismo si es o no una treta. – Peter abrió un cajón de su escritorio y sacó una carpeta.– Aquí tengo una declaración firmada, redactada por mí, de lo que me informó miss Preyscott y de lo que yo mismo vi al llegar a la
suite
1126-7, el lunes por la noche. No ha sido certificada por miss Preyscott, pero puede serlo, junto con cualquier otro detalle que ella quiera añadir. Hay otro informe redactado y firmado por Aloysius Royce, el empleado del hotel a quien ustedes acometieron, confirmando mi informe y describiendo lo que sucedió en seguida de su llegada.

La idea de obtener un informe de Royce se le había ocurrido a Peter la tarde del día anterior. Respondiendo a su requerimiento telefónico, el negro se lo había entregado por la mañana temprano. El documento, cuidadosamente escrito a máquina, era claro y con frases bien construidas, reflejando los conocimientos legales de Royce. Al mismo tiempo Aloysius había prevenido a Peter: «Aún le digo que ningún tribunal de Luisiana tendrá en cuenta la palabra de un negro, en un caso de violación de una blanca.» Aunque irritado por la continua mordacidad de Royce, Peter le había afirmado: «Estoy seguro de que no llegará al tribunal pero necesito armas.»

También Sam Jakubiec resultó útil. A solicitud de Peter el gerente de créditos había hecho discretas averiguaciones sobre los dos jóvenes. Stanley Dixon y Lyle Dumaire. Informó: «El padre de Dumaire, como sabe, es el presidente del Banco; el de Dixon es comerciante en automóviles; un buen negocio, una casa grande. Parece que ambos jóvenes tienen mucha libertad, indulgencia paternal y, supongo, una buena cantidad de dinero, aun cuando no ilimitada. Por lo que he oído, ambos padres no estarían en completo desacuerdo en que sus hijos se acostaran con una o dos muchachas; como diciendo: "yo hice lo mismo cuando joven…" Pero una tentativa de violación es otra cosa, en particular si compromete a la muchacha Preyscott. Mark Preyscott tiene tanta influencia como el que más en la ciudad. El y los otros dos hombres se mueven en el mismo círculo, aunque Preyscott ocupa una situación social más elevada. Es seguro que si Mark Preyscott persiguiera a los viejos Dixon y Dumaire, acusando a sus hijos por violar a su hija, o de intentar hacerlo, se les caería el techo encima y los muchachos Dixon y Dumaire lo saben.» Peter le había agradecido a Jakubiec, acumulando los datos para usarlos en caso de necesidad.

–Toda esa información -dijo Dixon-, no tiene el valor que usted quiere darle. Usted no llegó sino después, de manera que no sabe más que lo que le dijeron.

–Eso quizá sea cierto -respondió Peter-. No soy abogado, de manera que no puedo decirlo. Pero tampoco lo descartaría enteramente. Pierdan o ganen no saldrán del tribunal muy airosos, e imagino que sus familias pueden mostrarse severas con ustedes. – Por la mirada que intercambiaron Dixon y Dumaire, vio que había dado en el clavo.

–¡Por Dios! – urgió Gladwin a los otros-, ¡no queremos comparecer ante ningún tribunal!

–¿Qué es lo que va usted a hacer? – preguntó ceñudo Lyle Dumaire.

–Siempre que cooperen, no intento hacer nada más. Por lo menos en cuanto se refiere a ustedes. Por otra parte, si continúan complicando las cosas, pienso telegrafiar hoy mismo a míster Preyscott a Roma y entregar esos papeles a su abogado de Nueva Orleáns.

–¿Qué es lo que significa «cooperar»? – preguntó Dixon con tono desagradable.

–Significa que ahora mismo cada uno de ustedes redactará y firmará una relación completa de lo que sucedió la noche del lunes, incluyendo lo acaecido a primera hora de la noche, y si alguien del hotel está o no complicado.

–¡Al demonio! – dijo Dixon-. No se puede hacer eso…

–¡Sí se puede, Stan! – interrumpió con impaciencia Gladwin, y le preguntó a Peter-: Suponiendo que hagamos esas declaraciones, ¿qué hará usted con ellas?

–Por mucho que desee utilizarlas de otra manera, tienen ustedes mi palabra de que nadie las verá; no saldrán del hotel.

–¿Cómo sabemos que podemos confiar en usted?

–No pueden saberlo. Tendrán que correr el riesgo.

Hubo un silencio en la habitación; no se oía más que el crujir de la silla y el apagado tecleteo de la máquina de escribir en la otra habitación.

–Yo me arriesgo -exclamó de pronto Waloski-. Déme algo con que escribir.

–Creo que yo también lo haré -era Gladwin.

Lyle Dumaire asintió con resignación.

–¿De manera que todo el mundo quiere escribir? – rezongó Dixon. Luego, se encogió de hombros-. ¿Qué puedo hacer? – Y dirigiéndose a Peter, exclamó:- Quiero un lapicero de punta fina… Sienta a mi estilo.

Media hora después Peter McDermott releyó, con mucho cuidado, las varias páginas que había hojeado deprisa, antes de que los dos jóvenes se marcharan.

Las cuatro versiones de los sucesos de la noche del lunes, si bien diferían en algunos detalles, estaban de acuerdo en los hechos esenciales. Todas ellas llenaban algunos claros en la información y las instrucciones de Peter con respecto a identificar a cualquiera del personal del hotel que estuviera comprometido, habían sido seguidas al pie de la letra.

El jefe de botones, Herbie Chandler, estaba firme e inequívocamente implicado.

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