Humo y espejos (25 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Relato, Fantástico

BOOK: Humo y espejos
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—¿Supongo que bajarían a un billete de cinco si quisiera que liquidasen a mil personas?

—Oh, no, señor —Kemble puso cara de asombro—. Si hablamos de cifras así, podemos hacerlo a una libra por persona.

—¿Una
libra
?

—Exacto. No hay un margen de beneficios muy grande, pero la alta facturación y productividad lo justifican de sobra.

Kemble se levantó.

—¿Mañana a la misma hora, señor?

Peter asintió con la cabeza.

Mil libras. Mil personas. Peter Pinter ni siquiera
conocía
a mil personas. Aun así… estaba el Parlamento. No le gustaban los políticos; se peleaban y discutían y reñían tanto.

Y en realidad…

Tuvo una idea, escandalosa por su descaro. Atrevida. Audaz. Aun así, la idea estaba allí y no quería irse. Una prima lejana suya se había casado con el hermano menor de un conde o un barón o algo parecido…

De camino a casa del trabajo aquella tarde, pasó por una tiendecita junto a la que había pasado mil veces sin entrar. Tenía un letrero grande en el escaparate —que te garantizaba que averiguaban tu linaje e incluso te dibujaban un escudo de armas si daba la casualidad de que habías perdido el tuyo—, y un mapa heráldico digno de admiración.

Fueron muy amables y le telefonearon justo después de las siete para darle la información.

Si aproximadamente catorce millones setenta y dos mil ochocientas once personas morían, él, Peter Pinter, sería
Rey de Inglaterra
.

No tenía catorce millones setenta y dos mil ochocientas once libras: pero sospechaba que cuando se hablaba de cifras así, el Sr. Kemble tendría uno de sus descuentos especiales.

El Sr. Kemble lo tenía.

Ni siquiera enarcó las cejas.

—La verdad —explicó—, es que sale bastante barato; verá, no tendríamos que hacerlos a todos individualmente. Armas nucleares a pequeña escala, unos bombardeos acertados, asfixia con gas, la peste, dejar caer radios en piscinas y, luego, reducir a los rezagados. Digamos cuatro mil libras.

—¿Cuatro mi…? ¡Eso es increíble!

El vendedor parecía satisfecho consigo mismo.

—Nuestros operarios se alegrarán del trabajo, señor —sonrió—. Nos preciamos del servicio que ofrecemos a nuestros clientes al por mayor.

El viento sopló frío cuando Peter salió del bar e hizo que el viejo letrero se balancease. No se parecía mucho a un burro sucio, pensó Peter. Se parecía más a un caballo pálido.

Peter se estaba quedando dormido aquella noche, ensayando mentalmente su discurso de coronación, cuando un pensamiento entró en su cabeza y se quedó allí. No quería irse. ¿Podría… podría estar dejando pasar un ahorro aún más grande que el que ya iba a conseguir? ¿Podría estar desperdiciando una ganga?

Peter salió de la cama y caminó hasta el teléfono. Eran casi las tres de la madrugada, pero aun así…

Sus Páginas Amarillas estaban abiertas por donde las había dejado el sábado anterior, y marcó el número.

Pareció que el teléfono sonaba una eternidad. Hubo un chasquido y una voz aburrida dijo:

—Burke Hare Ketch. ¿Qué desea?

—Espero que no esté llamando demasiado tarde… —empezó Peter.

—Por supuesto que no, señor.

—Me preguntaba si podría hablar con el Sr. Kemble.

—No cuelgue, por favor. Veré si está libre.

Peter esperó un par de minutos, escuchando los ruidos y susurros fantasmales que siempre resuenan por las líneas telefónicas vacías.

—¿Sigue ahí?

—Sí.

—Ahora le pongo —hubo un zumbido y, después—, Kemble al habla.

—Ah, Sr. Kemble. Hola. Perdone si le he hecho salir de la cama o si le he molestado. Soy, hum, Peter Pinter.

—¿Sí, Sr. Pinter?

—Bueno, siento que sea tan tarde, es sólo que me estaba preguntando… ¿Cuánto costaría matar a todo el mundo? ¿A toda la gente del mundo?

—¿A todo el mundo? ¿A toda la gente?

—Sí. ¿Cuánto? Es decir, por un pedido como éste, seguro que tendrían algún tipo de descuento grande. ¿Cuánto costaría? ¿Por todo el mundo?

—Nada en absoluto, Sr. Pinter.

—¿Quiere decir que no lo harían?

—Quiero decir que lo haríamos por nada, Sr. Pinter. Sólo tienen que pedírnoslo, sabe. Siempre tienen que pedírnoslo.

Peter estaba perplejo.

—Pero… ¿cuándo empezarían?

—¿Empezar? Enseguida. Ahora. Hace mucho tiempo que estamos preparados, pero nos lo tenían que pedir, Sr. Pinter. Buenas noches. Ha sido un
placer
trabajar con usted.

Se cortó la comunicación.

Peter se sentía extraño. Todo parecía muy lejano. Quería sentarse. ¿Qué demonios había querido decir el hombre? «Siempre tienen que pedírnoslo». En efecto, era muy extraño. Nadie hace nada por nada en este mundo; tenía ganas de volver a llamar a Kemble y olvidarse de todo el asunto. Quizá había reaccionado de forma exagerada, quizá había una razón totalmente inocente por la que Archie y Gwendolyn había entrado juntos en el almacén. Hablaría con ella; eso es lo que haría. Hablaría con Gwennie por la mañana a primera hora…

Fue entonces cuando empezaron los ruidos.

Gritos raros al otro lado de la calle. ¿Una pelea de gatos? Zorros, probablemente. Esperaba que alguien les tirara un zapato. Entonces, desde el pasillo fuera de su piso, oyó un ruido apagado de pisadas fuertes, como si alguien estuviese arrastrando algo muy pesado por el suelo. Se detuvo. Alguien llamó a su puerta, dos veces, muy bajo.

Fuera de la ventana los gritos eran cada vez más fuertes. Peter se quedó sentado en la silla, sabiendo que de algún modo, en algún sitio, se había perdido algo. Algo importante. Los golpes aumentaron. Dio gracias a Dios porque siempre cerraba la puerta con llave y cadena por la noche.

Hacía mucho tiempo que estaban preparados, pero tenían que pedírselo…

Cuando la cosa pasó por la puerta. Peter empezó a gritar, pero la verdad es que no gritó mucho tiempo.

U
NA VIDA, AMUEBLADA CON
M
OORCOCK DE LA PRIMERA ÉPOCA

E
l príncipe pálido y albino alzó su gran espada negra.

—Ésta es Tormentosa —dijo—, y se beberá tu alma.

La princesa suspiró.

—¡Muy bien! —dijo—. Si eso es lo que necesitas para conseguir la energía para luchar contra los Guerreros Dragones, entonces debes matarme y dejar que tu ancha espada se alimente de mi alma.

—No quiero hacerlo —le dijo él.

—No importa —dijo la princesa, y entonces se rasgó el vestido ligero que llevaba y le ofreció su pecho—. Aquí está mi corazón —dijo, señalando con el dedo—, y aquí es donde debes clavarla.

Nunca había pasado de aquel punto. Lo había escrito el día en que le habían dicho que le iban a poner en un curso más alto y, después de eso, ya no tenía mucho sentido. Había aprendido a no intentar continuar las historias de un año para otro. Ya tenía doce años.

Sin embargo, era una lástima.

El título del trabajo había sido «Un encuentro con mi personaje literario favorito», y él había escogido a Elric. Había pensado en Corum o Jerry Cornelius o incluso Conan el Bárbaro, pero Elric de Melniboné ganó claramente, como siempre hacía.

Richard había leído
Portadora de tormentas
por primera vez hacía tres años, a la edad de nueve años. Había ahorrado para comprarse un ejemplar de
La ciudadela cantora
(al acabarlo, decidió que era una especie de estafa: sólo había una historia de Elric), y luego le pidió dinero prestado a su padre para comprar
La hechicera dormida
, que había encontrado en un expositor giratorio cuando estaban de vacaciones en Escocia el verano anterior. En
La hechicera dormida
, Elric se encontraba con Erekosë y Corum, dos aspectos más del Campeón Eterno, y los tres se unían.

Al acabar el libro, Richard se dio cuenta de que eso significaba que los libros de Corum y los libros de Erekosë e incluso los libros de Dorian Hawkmoon eran en realidad libros de Elric, así que empezó a comprarlos y a disfrutar con ellos.

No obstante, no eran tan buenos como Elric. Él era el mejor.

A veces se sentaba y dibujaba al príncipe albino, intentando que le saliera bien. Ninguno de los dibujos de Elric de las portadas de los libros se parecía al que vivía en su cabeza. Dibujaba a los Elrics con una pluma estilográfica en los cuadernos escolares nuevos que había conseguido mediante engaños. En la portada escribía su nombre: RICHARD GREY. NO ROBAR.

A veces pensaba que debería acabar de escribir su historia de Elric. Tal vez podría incluso venderla a una revista. Pero, ¿y si Moorcock lo descubría? ¿Y si se metía en un lío?

La clase era grande y estaba llena de pupitres de madera. Cada pupitre estaba grabado y marcado y manchado de tinta por su ocupante, un proceso importante. Había una pizarra en la pared y en ella había un dibujo a tiza: una representación bastante exacta de un pene que apuntaba a un dibujo con forma de Y, que pretendía representar los genitales femeninos.

La puerta de abajo se cerró de un golpe y alguien subió las escaleras corriendo.

—Grey, tarado, ¿qué haces aquí arriba? Teníamos que estar en el Acre Bajo. Hoy te toca jugar a fútbol.

—¿Ah, sí? ¿Me toca?

—Lo anunciaron en la reunión de esta mañana. Y la lista está en el tablón de anuncios de deportes —J. B. C. MacBride tenía el pelo rubio rojizo, llevaba gafas y era sólo un poco más organizado que Richard Grey. Había dos J. MacBrides y por eso él alineaba toda la colección de iniciales.

—Ah.

Grey cogió un libro (
Tarzán en el centro de la Tierra
) y salió tras él. Las nubes eran de un gris oscuro y prometían lluvia o nieve.

La gente siempre estaba anunciando cosas de las que él no se daba cuenta. Llegaba a clases vacías, se perdía partidos organizados, llegaba al colegio en días en que los otros niños se habían ido a casa. A veces, tenía la sensación de vivir en un mundo distinto al de todos los demás.

Fue a jugar a fútbol, con
Tarzán en el centro de la Tierra
metido por detrás de sus shorts de fútbol azules y ásperos.

Odiaba las duchas y los baños. No entendía por qué tenían que ducharse y también bañarse, pero así eran las cosas.

Estaba congelado, y no se le daban bien los deportes. Empezaba a convertirse en una cuestión de orgullo perverso el que, en los años que llevaba en el colegio, no hubiera marcado un gol ni se hubiera anotado una carrera ni eliminado a nadie ni hubiera hecho casi nada excepto ser la última persona que se escogía cuando se formaban los equipos.

Elric, el orgulloso príncipe pálido de los melniboneses, nunca habría tenido que quedarse en un campo de fútbol en pleno invierno, deseando que se acabase el partido.

El cuarto de las duchas estaba lleno de vapor, y él tenía el interior de los muslos irritado y rojo. Los niños hacían cola, desnudos y temblando, esperando a meterse bajo las duchas y luego en los baños.

El Sr. Murchison, los ojos salvajes y el rostro curtido y arrugado, viejo y casi calvo, estaba en los vestuarios dirigiendo a los niños para que se metieran bajo la ducha, luego salieran y fueran a los baños.

—Eh, tú, qué niño tan tonto, Jamieson, a la ducha, Jamieson. Atkinson, no seas crío, métete debajo como es debido. Smiggings, al baño. Goring, ocupa su sitio en la ducha…

Las duchas estaban demasiado calientes. Los baños estaban helados y turbios.

Cuando el Sr. Murchison no estaba cerca, los niños se daban con las toallas, bromeaban sobre sus penes, sobre quién tenía vello púbico, quién no.

—No seas idiota —dijo entre dientes alguien que estaba cerca de Richard—. ¿Y si el Murch vuelve? Te matará —se oyeron risitas nerviosas.

Richard se giró y miró. Un chico mayor tenía una erección, se estaba frotando arriba y abajo con la mano lentamente bajo la ducha, y la exponía con orgullo a los demás niños.

Richard se apartó.

Falsificar era demasiado fácil.

Richard hacía una imitación pasable de la firma del Murch, por ejemplo, y una versión excelente de la letra y la firma del profesor encargado de su grupo. El profesor que se encargaba de su grupo era un hombre alto, calvo y seco llamado Trellis. Se tenían aversión desde hacía años.

Richard usaba las firmas para conseguir cuadernos en blanco de la papelería, donde daban papel, lápices, bolígrafos y reglas al presentar una nota firmada por un profesor.

Richard escribía cuentos y poemas y hacía dibujos en los cuadernos.

Después del baño, Richard se secó con la toalla y se vistió deprisa; tenía un libro al que volver, un mundo perdido al que regresar.

Salió del edificio despacio, la corbata torcida, el faldón de la camisa agitándose, leyendo sobre Lord Greystoke y preguntándose si de verdad había un mundo dentro del mundo donde volaban dinosaurios y nunca era de noche.

La luz del día empezaba a desaparecer, pero aún quedaban unos cuantos niños fuera del colegio, jugando con pelotas de tenis, y un par jugaban a los chinos junto al banco. Richard estaba apoyado contra la pared de ladrillo rojo y leía, el mundo exterior cerrado, las indignidades de los vestuarios olvidadas.

—Eres una vergüenza. Grey.

¿Yo?

—Mírate. Llevas la corbata completamente torcida. Eres una vergüenza para el colegio. Eso es lo que eres.

El chico se llamaba Lindfield, estaba dos cursos por encima de él, pero ya era tan alto como un adulto.

—Mírate la corbata. En serio, mírala.

Lindfield tiró de la corbata verde de Richard, tiró fuerte, dejando un nudo pequeño y apretado.

—Patético.

Lindfield y sus amigos se fueron.

Elric de Melniboné estaba de pie junto a las paredes de ladrillo rojo del edificio del colegio, mirándole. Richard tiró del nudo de la corbata, intentando aflojarlo. Le estaba lastimando la garganta.

Buscaba a tientas por el cuello.

No podía respirar; pero no era eso lo que le preocupaba, sino ponerse en pie. Richard había olvidado de repente cómo ponerse en pie. Fue un alivio descubrir lo blando que se había vuelto el camino de ladrillos donde estaba cuando éste subió lentamente para abrazarle.

Estaban de pie juntos bajo el cielo nocturno adornado de miles de estrellas enormes, cerca de las ruinas de lo que podría haber sido en otro tiempo un templo antiguo.

Los ojos de rubí de Elric le miraban. Se parecían, pensó Richard, a los ojos de un conejo blanco especialmente feroz que Richard había tenido, antes de que royera el alambre de la jaula y huyera al campo de Sussex para aterrorizar a zorros inocentes. Tenía la piel totalmente blanca; su armadura, ornamentada y elegante, cubierta de diseños intrincados, era totalmente negra. Su pelo blanco y fino revoloteaba alrededor de sus hombros como si hubiera una brisa, pero el aire estaba quieto.

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