Concupiscencia meneó la cabeza al tiempo que se alejaba tanto de sus gritos como de su puño. Él pasó a su lado y entró en el dormitorio. Si su esposa tenía alguna brizna de kreauchee, por pequeña que fuera, debía de estar allí, en su tocador, puesto que ese era el lugar donde holgazaneaba días y días mientras escuchaba los himnos y nanas que entonaba Concupiscencia. La habitación olía como un burdel del puerto: en el ambiente flotaba una docena de empalagosos perfumes, al igual que lo hacían los velos que rodeaban la cama.
—¡Quiero kreauchee! —exclamó—. ¿Dónde está?
Concupiscencia volvió a agitar la cabeza y, en esa ocasión, el movimiento estuvo acompañado de un gimoteo.
»¿Dónde? —gritó él—. ¿Dónde?
Tanto el perfume como los velos le daban náuseas y, en un ataque de ira, comenzó a rasgar las sedas y los delicados tejidos. La criatura no intervino hasta que el Autarca cogió una Biblia que yacía abierta sobre los almohadones y amenazó con romper sus delgadas páginas.
—¡No,
ze lo zuplico!
—exclamó ella con voz aguda—.
¡Ze lo zuplico!
Me dará una
zomanta
de
paloz zi ze
carga el Libro.
Quaizoir
adora
eze
Libro.
El Autarca no escuchaba el colorido y chapurreado inglés de las islas con frecuencia, y su sonido, tan deformado como aquella que lo hablaba, lo enfureció aún más. Desgarró unas cuantas páginas de la Biblia con el simple propósito de hacerla chillar otra vez. Ella le dio el gusto.
—¡Quiero kreauchee! —gritó.
—¡Ahora lo
buzco!
¡Ahora lo
buzco!
—contestó la criatura, y lo precedió desde la habitación hasta el enorme vestidor contiguo, donde comenzó a rebuscar entre las cajas doradas que había sobre el tocador de Quaisoir.
Al ver el reflejo del Autarca en el espejo, le dedicó una sonrisilla muy similar a la de un niño al que hubieran pillado con las manos en la masa, y sacó un paquete de la caja más pequeña. Él se la arrebató de las manos antes de que la criatura tuviera oportunidad de ofrecérsela. Por el olor que asaltó su nariz supo que era mercancía de primera calidad y, sin dudarlo un instante, desenvolvió el paquete y se llevó toda la cantidad a la boca.
—Buena chica —le dijo a Concupiscencia—. Buena chica. Ahora dime, ¿sabes dónde lo ha conseguido tu señora?
La criatura negó con la cabeza.
—
Ze
largó
zola
a
loz kezparatez,
como hace
muchaz nochez. A vecez ze vizte
de mendiga,
otraz
de…
—Puta.
—No, no.
Quaizoir
no
ez
puta.
—¿Eso es lo que está haciendo ahora? —preguntó el Autarca—. ¿Prostituyéndose? Un poco temprano para eso, ¿no crees? ¿O es que cobra menos por las tardes?
El kreauchee era mejor de lo que había esperado; sentía cómo comenzaba a hacerle efecto mientras hablaba, alejando su melancolía y reemplazándola con un intenso zumbido. Si bien no había penetrado a su esposa desde hacía cuatro décadas (ni tenía deseo alguno de hacerlo), las noticias de sus infidelidades todavía eran capaces de sumirlo en un estado depresivo según el humor en que se encontrara. Pero la droga se llevó todo su dolor. Quaisoir podía acostarse con cincuenta hombres al día y, aun así, no se apartaría ni un centímetro de su lado. No tenía la más mínima importancia que se odiaran o se sintieran unidos por la pasión. La historia los había hecho inseparables y los mantendría juntos hasta que el Apocalipsis los separara.
—Ella no hace de puta —protestó Concupiscencia, decidida a defender el honor de su señora—.
Ze
ha
largao
a
Zcoriae.
—¿Al kesparate Scoriae? ¿Para qué?
—Ejecuciones —contestó Concupiscencia, que había aprendido esa palabra de labios de su señora y la pronunciaba a la perfección.
—¿Ejecuciones? —repitió el Autarca, sintiendo que una leve inquietud se abría paso entre el sosiego que le proporcionaba el kreauchee—. ¿Qué ejecuciones?
Concupiscencia meneó la cabeza.
—Ni idea —contestó—. Ejecuciones y punto. Ejecuciones
permitidaz.
Ella reza.
—Seguro que sí.
—
To'z nozotroz rezamoz
por
ezaz almaz
,
azí
van al
Invizible purificaoz….
Y siguieron más frases que repetía cual loro: el mismo tipo de jerigonza cristiana que le resultaba tan nauseabunda como la decoración. Y, al igual que sucedía con la decoración, aquello era a lo que se dedicaba Quaisoir. Había abrazado la fe del Hombre de los Pesares unos cuantos meses atrás, y no había tardado mucho en afirmar que era su prometida. Otra infidelidad, no tan sifilítica como las otras tantas que la habían precedido, pero igual de patética.
El Autarca dejó que Concupiscencia siguiera con su cháchara y ordenó a su guardaespaldas que fuese en busca de Rosengarten. Había algunas preguntas que necesitaban respuestas, y rápidas, o las cabezas de los scoriae no serían las únicas en rodar.
A medida que avanzaban por la Vía Crucis, Cortés había llegado a creer que la presencia de Hurra era una bendición en lugar de una carga, como pensara en un principio. Estaba seguro de que si no hubiera estado con ellos en la Cuna, la diosa Tishalullé no habría intercedido en su favor; así como tampoco habría resultado tan fácil viajar haciendo dedo si no hubieran tenido a una niña encantadora que atrajera a los coches con su pulgar. A pesar de los meses que había pasado escondida en lo más recóndito del asilo (o tal vez gracias a ellos), Hurra estaba ansiosa por entablar conversación con todo el mundo y, gracias a las respuestas de sus inocentes preguntas, tanto él como Pai recabaron una enorme cantidad de información que Cortés dudaba mucho que hubieran podido obtener de otro modo. Mientras cruzaban la calzada que llevaba a la ciudad, se había enzarzado en una conversación con una mujer que le había proporcionado con toda despreocupación una lista de los kesparates, e incluso había señalado aquellos que resultaban visibles desde el lugar por donde caminaban. Había demasiados nombres y direcciones para que Cortés los retuviera en la memoria, pero un vistazo a Pai le confirmó que el místico estaba escuchando con atención y que sería capaz de recitarlos de memoria para cuando estuvieran al otro lado.
—Maravilloso —le dijo Pai a Hurra cuando la mujer se separó de ellos—. No estaba seguro de poder encontrar el camino que me llevara al kesparate de mi gente. Ahora ya sé cómo hacerlo.
—Subimos hasta Oke T'Noon y de allí vamos a Caramess, donde fabrican las golosinas del Autarca —dijo Hurra, repitiendo las indicaciones como si las estuviera leyendo de una pizarra—. Seguimos el muro de Caramess hasta llegar a la calle Smooke y luego subimos hasta el Viático, desde donde podremos ver las puertas.
—¿Cómo eres capaz de recordar todo eso? —preguntó Cortés, y Hurra replicó, con un tono ligeramente desdeñoso, que cómo podía haberlo olvidado él.
—No debemos perdernos —dijo la niña.
—No lo haremos —la tranquilizó Pai—. Habrá gente en mi kesparate que nos ayudará a buscar a tus abuelos.
—Si no lo hacen, no importa —respondió Hurra, mirando alternativamente a Cortés y a Pai de modo solemne—. Os acompañaré al Primer Dominio. Me da igual. Me gustaría ver al Invisible.
—¿Y cómo sabes que es allí adónde vamos? —dijo Cortés.
—Os he oído hablar de eso —le contestó la niña—. Es lo que vais a hacer, ¿no? No os preocupéis, no estoy asustada. Hemos visto a una Diosa, ¿verdad? Pues Él será igual, solo que un poco más feo.
Esa opinión tan poco halagüeña hizo mucha gracia a Cortés.
—Eres un ángel, ¿lo sabes? —le dijo al tiempo que se ponía en cuclillas y la rodeaba con sus brazos.
Hurra había cogido varios kilos de peso desde que comenzaron su viaje, por lo que cuando le devolvió el abrazo a Cortés, este notó su fuerza.
—Tengo hambre —le dijo la niña al oído.
—En ese caso, buscaremos un lugar donde comer —le contestó él—. No podemos permitir que nuestro ángel pase hambre.
Caminaron por las empinadas calles del Oke T'Noon hasta que se vieron libres de la aglomeración de viajeros procedentes de la carretera. Encontraron un buen número de establecimientos que ofrecían desayunos muy variados, desde puestecillos donde se vendía pescado a la brasa hasta cafés que bien podrían haber sido sacados de las calles de París; no obstante, la clientela que sorbía su café era mucho más extraordinaria de lo que jamás podría alardear la mencionada ciudad del exotismo. Muchos de ellos pertenecían a ciertas especies cuyas características Cortés ya daba por sentadas: oethaques y herateos; algunos parientes lejanos de mamá Espléndido y de Hammeryock; incluso unos cuantos que le recordaban a aquel crupier de un solo ojo de Hagan Juego. No obstante, por cada miembro de una tribu cuyos rasgos le resultaran familiares, había dos o tres que no reconocía. Al igual que sucediera en Vanaeph, Pai le había advertido que no les convendría demasiado que se quedara mirando a la gente más de la cuenta y, por tanto, hizo lo que pudo para disimular lo mucho que disfrutaba de la colección de cortesías, bromas, locuras, andares, pieles y gritos que llenaba las calles. Pero era difícil. Tras caminar un rato, encontraron un pequeño café cuyo aroma a comida les resultó bastante tentador y Cortés se sentó a una mesa situada junto a una de las ventanas, desde donde podía observar el desfile sin que su interés llamara la atención.
—Tenía un amigo llamado Klein en el Quinto Dominio —dijo mientras comían—. Le gustaba preguntar a la gente lo que harían si supieran que solo les quedaban tres días de vida.
—¿Y por qué tres? —preguntó Hurra.
—No lo sé. ¿Por qué no? Es un número sin más.
—«En cualquier obra de ficción solo hay espacio para tres actores» —puntualizó el místico—. «El resto debe ser…» —su voz se perdió a mitad de la cita—… «procuradores» y bla, bla, bla. Es una cita de Pluthero Quexos.
—¿Quién es?
—Da igual.
—¿Por dónde iba?
—Hablabas de Klein —contestó Hurra.
—Cuando me hizo esa pregunta, le dije: «si solo me quedaran tres días iría a Nueva York, porque allí es donde hay más oportunidades de poder vivir los sueños más salvajes». Pero ahora que he visto Yzordderrex…
—Y no has visto casi nada —señaló Hurra.
—Lo suficiente, ángel. Si me pregunta otra vez, le responderé: me encantaría morir en Yzordderrex.
—Mientras desayuno con Pai y Hurra —dijo la niña.
—Perfecto.
—Perfecto —repitió ella, imitando la entonación de Cortés.
—¿Hay algo que no se pueda encontrar aquí?
—Un poco de paz y tranquilidad —recalcó Pai.
El bullicio que llegaba desde el exterior era bastante ruidoso, aun dentro del local.
—Estoy seguro de que encontraremos algún que otro patio en el palacio —dijo Cortés.
—¿Allí vamos? —quiso saber Hurra.
—Escúchame bien —dijo Pai—. En primer lugar, el señor Zacharias no tiene ni idea de qué coño está hablando…
—Esa lengua, Pai —lo interrumpió Cortés.
—Y en segundo lugar, te hemos traído hasta aquí para buscar a tus abuelos, y esa es nuestra prioridad. ¿Está claro, señor Zacharias?
—¿Y si no los encontráis? —preguntó Hurra.
—Lo haremos —respondió Pai—. Mi gente conoce esta ciudad de cabo a rabo.
—¿Tú crees que eso es posible? —dijo Cortés—. No sé por qué, pero me parece bastante improbable.
—Cuando te hayas bebido el café —le dijo Pai— dejaré que te demuestren lo equivocado que estás.
En cuanto llenaron los estómagos se pusieron en marcha a través de las calles, siguiendo la ruta que les habían marcado: de Oke T'Noon a Caramess y, desde allí, siguieron el muro hasta que llegaron a la calle Smooke. A decir verdad, las indicaciones no demostraron ser del todo fiables. La calle Smooke, que era una carretera estrecha y estaba mucho menos transitada que las que acaban de dejar atrás, no los llevó al Viático como les habían dicho, sino a un laberinto de edificios tan sencillos que parecían barracones. Se veían niños que jugaban en la tierra y, entre ellos, unos cuantos ragemy salvajes, un desafortunado cruce entre cerdo y perro que Cortés había visto asado y servido en Mai-Ké, pero que parecía ser tratado como mascota en Yzordderrex. Ya fuese por el lodo, por los niños o por el hedor de los ragemy, había legiones de zarzis amontonadas sobre ellos.
—Nos habremos desviado en un cruce —dijo el místico—. Será mejor que…
Se detuvo a mitad de la frase al escuchar un grito, procedente de un lugar cercano, que había logrado que los niños se pusieran en pie y salieran corriendo en busca de su origen. Entre la algarabía destacaba un chillido bastante desagradable que se alzaba y decaía como el grito de un guerrero. Antes de que Pai o Cortés pudieran siquiera comentar ese detalle, Hurra echó a correr tras el resto de los niños, sorteando charcos y ragemys. Cortés miró a Pai, que se encogió de hombros. Ambos se pusieron en marcha detrás de la niña, y el rastro los guió hasta un callejón que desembocaba en una calle ancha y transitada, pero que se vaciaba a una velocidad vertiginosa a medida que transeúntes y conductores por igual buscaban refugio de aquello que se avecinaba colina abajo.
El hombre que gritaba llegó en primer lugar: un tipo el doble de alto que Cortés que iba ataviado con una armadura y que sujetaba en las manos sendas banderas escarlatas, cuyos extremos se arrastraban a su paso mientras corría. El volumen y el tono de su grito no quedaban ensombrecidos por la velocidad a la que se movía. A su espalda avanzaba un batallón de soldados engalanados con armaduras similares a la del vociferador (ninguno de ellos medía menos de dos metros y medio de altura), seguido por un vehículo que había sido diseñado sin ningún género de duda para subir y bajar las empinadas calles de la ciudad con la mínima molestia para sus pasajeros. Las ruedas eran de la misma altura que el soldado que gritaba, y el chasis del vehículo estaba dispuesto entre ellas. Su carrocería era oscura y brillante, pero aún más oscuras eran las ventanas. Una gaviota había quedado apresada entre los radios de las ruedas en el camino de descenso de la colina. El pájaro aleteaba y sangraba al compás del movimiento de las ruedas; sus gritos, si bien lastimeros, complementaban a la perfección la cacofonía provocada por las ruedas, el motor y los gritos.