Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (18 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—Si tienen miedo, serán peligrosos —dijo Jude y se dio cuenta al hablar de que esos sentimientos bien podrían haber salido de los labios de Clara Leash—. No serán muy devotos.

Concupiscencia se detuvo antes de que Quaisoir pudiera retomar de nuevo su relato y empezó a murmurar una pequeña plegaria propia.

—¿Hemos llegado? —preguntó Quaisoir.

La criatura interrumpió el ritmo de sus súplicas para decirle a su señora que así era. No había nada extraordinario en la puerta que tenían delante ni tampoco en las escaleras que serpenteaban a ambos lados hasta perderse de vista. Todas eran colosales y por tanto corrientes. Habían pasado por docenas de portales como este a medida que avanzaban por el vientre cada vez más frío de aquel lugar. Pero estaba claro que a Concupiscencia aquella puerta le inspiraba terror, o más bien lo que esperaba en el otro lado.

—¿Estamos cerca del Eje? —dijo Jude.

—La torre está justo encima de nosotros —respondió Quaisoir.

—¿No es allí a donde vamos?

—No. Lo más probable es que el Eje nos matara a las dos. Pero hay una cámara debajo de la torre, hacia allí se drenan los mensajes que recoge el Eje. He espiado allí con frecuencia aunque él nunca lo supo.

Jude soltó el brazo de Quaisoir y fue a la puerta guardándose la irritación que sentía al ver que le negaban la torre en sí. Quería ver este poder, que, según se decía, había sido formado y plantado por el propio Dios. Quaisoir había hablado de él como si fuera algo letal y quizá lo fuera pero ¿cómo lo iba a saber nadie hasta que pusieran sus fuerzas a prueba contra él? Quizá esa reputación fuera un invento del Autarca, su forma de mantener sus dones para sí. Bajo sus auspicios, él había prosperado, de eso no cabía duda. ¿Qué podrían hacer otros si el Eje les concediera su bendición? ¿Convertir la noche en día?

Giró la manilla y empujó la puerta. Un aire amargo y frío salió del espacio oscurecido que aguardaba detrás. Jude llamó a Concupiscencia a su lado, cogió la lámpara de la criatura y la levantó. Por delante aguardaba un pequeño pasillo inclinado con las paredes casi bruñidas.


¿Ezpero
aquí,
zeñora?
—preguntó Concupiscencia.

—Dame lo que hayas traído para comer —respondió Quaisoir— y quédate fuera de la puerta. Si oyes o ves a alguien, quiero que vengas a buscarnos. Sé que no te gusta entrar ahí pero tienes que ser valiente. ¿Me entiendes, querida?

—La entiendo,
zeñora
—replicó Concupiscencia mientras le entregaba a su señora el fardo y la botella que se había traído con ella.

Así cargada, Quaisoir cogió el brazo de Jude y ambas entraron en el corredor. Una de las partes de la maquinaria de la fortaleza seguía operativa, al parecer, porque tan pronto como cerraron la puerta tras ellas se cerró un circuito, interrumpido mientras la puerta permanecía abierta, y el aire empezó a vibrar contra su piel: a vibrar y a susurrar.

—Aquí están —dijo Quaisoir—. Las insinuaciones.

Esa era una palabra demasiado civilizada para este sonido, pensó Jude. El pasadizo se había llenado de una tranquila conmoción, como trozos de un millar de emisoras de radio, todas incomprensibles, que iban y venían al girar el dial una y otra vez. Judo levantó la lámpara para ver cuánto espacio les quedaba por recorrer. El pasadizo terminaba diez metros más allá pero con cada metro que cubrían el estrépito se intensificaba (no en volumen pero sí en complejidad) a medida que nuevas emisoras se sumaban a las que ya sintonizaban las paredes. Ninguna era de música. Había multitudes de voces elevadas en un único sonido y había aullidos solitarios; había sollozos y gritos y palabras pronunciadas como si las recitaran.

—¿Qué es este ruido? —preguntó Jude.

—El Eje oye cada trozo de magia de los Dominios. Cada invocación, cada confesión, cada juramento realizado en un lecho de muerte. Esa es la forma que tiene el Invisible de saber a qué Dioses están adorando además de a Él. Y a qué Diosas también.

—¿Espía los lechos de muerte? —dijo Jude, más que levemente asqueada por la idea.

—En cada uno de los lugares en los que un ser mortal le habla a su divinidad, y no importa si esa divinidad existe o no, si la plegaria es respondida o no, allí está Él.

—¿Aquí también? —dijo Jude. —No a menos que empieces a rezar —dijo Quaisoir. —No pienso hacerlo.

Se encontraban al final del pasillo y el aire estaba más cargado que nunca, más frío también. La lámpara iluminaba una habitación que tenía la forma de un colador y medía quizá seis metros, con las paredes curvadas tan pulidas como las del corredor. En el suelo había una rejilla, como el desagüe que se encuentra debajo de la mesa de un carnicero, y a través de ella los restos de las plegarias arrancadas de los corazones de los dolientes o arrastradas por lágrimas de alegría se vaciaban en el interior de la montaña sobre la que se había construido Yzordderrex. A Jude le resultaba difícil entender la noción de una plegaria como algo sólido (una especie de materia que se podía recoger, analizar y tirar por un desagüe) pero sabía que esa incomprensión era el resultado de vivir en un mundo que ya no amaba las transformaciones. No había nada tan sólido que no pudiera abstraerse, nada tan etéreo que no pudiera encontrar su lugar en el mundo material. Una plegaria quizá tuviera sustancia después de un tiempo y el pensamiento (que ella había creído atado al cráneo hasta el sueño de la piedra azul) quizá volara como un ave de ojos brillantes para ver el mundo apartado de su remitente; una pulga podría desentrañar la carne si estuviera al tanto de su código y la carne, a su vez, podría moverse entre los mundos como una imagen dibujada en la mente de la travesía. Todos estos misterios formaban parte, lo sabía, de un único sistema si al menos pudiera comprenderlo: una forma que se convierte en otra y en otra y en otra, en un tapiz glorioso de transformaciones, la suma de las cuales era el Ser mismo.

No fue casualidad que abrazara tal posibilidad aquí. Aunque los sonidos que llenaban la habitación le resultaban todavía incomprensibles, su propósito le era conocido y elevó la ambición de sus pensamientos. Soltó el brazo de Quaisoir y se encaminó al centro de la habitación tras posar la lámpara al lado de la rejilla del suelo. Habían venido aquí por una razón concreta y sabía que tenía que aferrarse a eso, de otra forma sus pensamientos se habrían dejado llevar por la oleada de sonidos.

—¿Cómo le encontramos sentido a todo esto? —le dijo a Quaisoir.

—Se necesita tiempo —respondió su hermana—. Incluso yo lo necesito. Pero he marcado los puntos cardinales en las paredes. ¿Los ves? Los veía. Toscas marcas arañadas en la superficie lustrada.

—La Mácula está al norte noroeste de aquí. Podemos restringir las posibilidades un poco volviéndonos en esa dirección. —La mujer extendió los brazos como una aparición—. ¿Quieres llevarme al medio? —dijo.

Jude la complació y las dos se volvieron hacia la Mácula. En lo que a Jude se refería, hacerlo no le sirvió de mucho. El estrépito continuaba en toda su complejidad. Pero Quaisoir dejó caer las manos y escuchó con atención al tiempo que movía la cabeza un poco de lado a lado. Pasaron varios minutos, Jude guardaba silencio por temor a que una pregunta rompiese la concentración de su hermana y su diligencia se vio recompensada por fin con unas palabras murmuradas.

—Le están rezando a la Virgen —dijo Quaisoir.

—¿Quiénes?

—Los carestes. Allí fuera, en la Mácula. Están dando gracias por haber sobrevivido y pidiendo que reciban las almas de los muertos en el paraíso.

Volvió a quedar en silencio durante un tiempo y ahora, con alguna pista sobre lo que tenía que buscar, Jude intentó examinar las insinuaciones que llenaban su cabeza. Pero aunque estaba refinando el enfoque y ya podía arrancarle palabras y frases a toda aquella confusión, no podía conservar la concentración el tiempo suficiente para encontrarle algún sentido a lo que oía. Después de un rato el cuerpo de Quaisoir se relajó y la mujer se encogió de hombros.

—Ya sólo quedan destellos —dijo—. Creo que están encontrando cadáveres. Oigo pequeños sollozos de oraciones y pequeños juramentos.

—¿Sabes lo que ha ocurrido?

—Fue ya hace algún tiempo —dijo Quaisoir—. Hace varias horas que el Eje tiene estas plegarias. Pero fue una tragedia, de eso no cabe duda —dijo la mujer—. Creo que hay muchas víctimas.

—Es como si lo que ocurrió en Yzordderrex se estuviera extendiendo —dijo Jude.

—Quizá sea así —dijo Quaisoir—. ¿Quieres sentarte a comer?

—¿Aquí dentro?

—¿Por qué no? Yo lo encuentro muy relajante. —Quaisoir estiró el brazo para que Jude la ayudara y se puso en cuclillas—. Te acostumbras después de un rato. Quizá hasta te envicias. Y hablando de eso… ¿dónde está la comida? —Jude puso el fardo en las manos extendidas de Quaisoir—. Espero que la niña haya metido kreauchee.

Tenía los dedos fuertes y tras examinar la superficie del paquete, los hundió en las profundidades y empezó a pasarle el contenido a Jude, uno por uno. Había fruta, había tres hogazas de pan negro, había un poco de carne y (el hallazgo fue suficiente para arrancarle a Quaisoir un gañido jubiloso) un paquetito que no le pasó a Jude sino que se lo llevó a la nariz.

—Chica lista —dijo Quaisoir—. Sabe bien lo que necesito.

—¿Es una especie de droga? —dijo Jude posando la comida en el suelo—. No quiero que la tomes. Te necesito aquí, no medio dormida.

—¿Estás intentando prohibirme mis placeres después del modo que soñaste sobre mis almohadas? —dijo Quaisoir—. Oh, sí, escuché tus jadeos y tus gemidos. ¿A quién te estabas imaginando?

—Eso es asunto mío.

—Esto mío —respondió Quaisoir mientras quitaba el papel con el que Concupiscencia había envuelto con meticulosidad el kreauchee. Tenía un aspecto apetitoso, como un dulce de azúcar—. Cuando no tengas adicción propia, hermana, entonces puedes moralizar —dijo Quaisoir—. Yo no pienso escuchar, pero tú puedes moralizar.

Y con eso se metió todo el kreauchee en la boca y se puso a masticar muy contenta. Jude, entre tanto, buscó sustento en algo más convencional, para lo cual eligió entre las frutas una que se parecía a una piña diminuta, la peló y descubrió que eso es lo que era, el zumo agrio pero la carne sabrosa. Una vez comida la fruta, continuó con el pan y las tajadas de carne, el hambre tan estimulada por los primeros bocados que no paró hasta devorarlo todo y para bajarlo, el agua amarga de la botella. La caída de las plegarias que le había parecido tan insistente cuando había entrado en la cámara no podía competir con las sensaciones más inmediatas de la fruta, el pan, la carne y el agua. El estrépito se convirtió en un burbujeo de fondo al que apenas le dedicó un pensamiento hasta que terminó de comer. Para entonces, estaba claro que el kreauchee empezaba a funcionar en el sistema de Quaisoir. Esta se balanceaba hacia delante y atrás como si se hallara en los brazos de una marea invisible.

—¿Me oyes? —le preguntó Jude.

A su hermana le llevó un rato responder.

—¿Por qué no te unes a mí? —dijo—. Bésame y podemos compartir el kreauchee. Boca contra boca. Mente contra mente.

—No quiero besarte.

—¿Por qué no? ¿Tanto te odias que no quieres hacer el amor? —Sonrió para sí, divertida por la perversa lógica de aquello—. ¿Alguna vez le has hecho el amor a una mujer?

—No que yo recuerde.

—Yo sí. En el Bastión. Era mejor que estar con un hombre.

Estiró el brazo hacia Jude y encontró su mano con la precisión de alguien que viese.

—Estás fría —dijo.

—No, tú estás caliente —respondió Jude mientras se movía para romper el contacto.

—¿Sabes qué aire convierte este lugar en un sitio tan frío, hermana? —dijo Quaisoir—. Es el pozo que hay bajo la ciudad, donde fue el falso Redentor.

Jude miró la rejilla y se estremeció. Allí abajo, en alguna parte, estaban los muertos.

—Estás fría como fríos están los muertos —continuó Quaisoir—. Corazón helado. —Lo dijo en un canturreo, balanceándose al mismo ritmo—. Pobre hermana. Que ya está muerta.

—No quiero oír nada más —dijo Jude. Hasta entonces había conservado la ecuanimidad pero la charla perturbada de Quaisoir estaba empezando a irritarla—. Si no paras —le dijo en voz baja—, voy a dejarte aquí.

—No lo hagas —respondió Quaisoir—. Quiero que te quedes y me hagas el amor.

—Ya te he dicho…

—Boca contra boca. Mente contra mente.

—Está dando vueltas sobre lo mismo.

—Así es como se hizo el mundo —dijo la otra—. Unidos, vuelta tras vuelta. — Se llevó la mano a la boca como si quisiera cubrirla y luego sonrió con una alegría casi feroz—. No hay forma de entrar y no hay forma de salir. Eso es lo que dice la Diosa. Cuando hacemos el amor, damos vueltas y vueltas…

Buscó a Jude una segunda vez, con la misma infalible facilidad y una segunda vez Jude retiró la mano; y al hacerlo se dio cuenta que esta repetición formaba parte del juego egocéntrico de su hermana. Un sistema sellado de carne reflejada que daba vueltas y vueltas. ¿Así era en realidad como se había hecho el mundo? Si así era, a ella le parecía una trampa y quería a su mente fuera de allí, aquí y ahora.

—No puedo quedarme aquí dentro —le dijo a Quaisoir.

—¿Volverás? —respondió su hermana.

—Sí, dentro de un rato.

La respuesta fue más repeticiones.

—Volverás.

Esta vez, Jude no se molestó en contestar sino que cruzó el pasadizo y trepó hasta la puerta. Concupiscencia seguía esperando al otro lado, ahora dormida, su forma delineada por las primeras señales del alba que entraba por la ventana en cuyo alféizar descansaba. El que el día estuviera naciendo sorprendió a Jude, había supuesto que todavía faltaban varias horas para que el cometa alzara su ardiente cabeza. Era obvio que estaba más desorientada de lo que había creído, el tiempo que había pasado en la habitación con Quaisoir (escuchando las plegarias, comiendo y discutiendo) no habían sido minutos sino horas. Se acercó a la ventana y miró abajo, a los oscuros patios. Unos pájaros empezaban a moverse en una cornisa, en algún lugar por debajo de ella y de repente se elevaron y se dirigieron al cielo cada vez más brillante llevándose su mirada con ellos, hacia la torre. Quaisoir había sido rotunda sobre los peligros de aventurarse allí. Pero a pesar de toda su charla sobre el amor entre mujeres, ¿no era todavía esclava de los mitos del hombre que la había convertido en la Reina de Yzordderrex, y por tanto estaba destinada a creer que los lugares que él le ocultaba le harían daño? No había mejor momento para poner a prueba ese mito que ahora, pensó Jude, que comienza un nuevo día y ha desaparecido el poder que había desarraigado el Eje y había levantado aquellos muros a su alrededor.

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