Frente al monasterio, en un vano sin puerta, había un monje envuelto en ropajes de color azafrán que tenía la cabeza rapada. Era un hombre bajo y consumido, aunque de expresión vivaracha, cuyos ojos, negros y brillantes, los observaban entre mil arrugas. Se sujetaba los faldones de la túnica con unas manos diminutas.
Khon hizo una reverencia, a la que el monje correspondió con otra. Empezaron a hablar, pero a Ford volvió a resultarle incomprensible el dialecto. El religioso le hizo señas de que se acercase.
—Sois bienvenidos —dijo en jemer—. Venid.
Entraron en el templo sin techumbre. El suelo era de hierba segada, tan corta y cuidada como la de un campo de golf. En un extremo había una estatua sobredorada de Buda, en la postura del loto, con los ojos semicerrados, bajo ofrendas florales que casi la cubrían. Alrededor de la estatua ardían diversos ramilletes de varillas de incienso, que perfumaban el aire con aroma de sándalo. Tras el Buda se apelotonaban casi a la defensiva una docena de monjes envueltos en túnicas, algunos de los cuales a duras penas llegaban a la adolescencia. Las paredes del templo estaban hechas con piedras recicladas de las ruinas antiguas. Ford vio que de los sillares rotos, y unidos con mortero, sobresalían pedazos de esculturas: una mano, un torso, media cara, la retorcida extremidad de una apsara danzante… Una de las paredes mostraba dos hileras desiguales de orificios de bala producidos por armas automáticas. Le pareció como si en otros tiempos hubiera sido el escenario de alguna ejecución.
—Sentaos, por favor —dijo el monje, indicando unas esteras distribuidas por la hierba.
Entrando oblicuamente por la techumbre rota, el sol del atardecer doraba la pared oriental con haces de luz entre los que flotaba el humo del incienso. Después de unos minutos de silencio, llegó un monje con una tetera vieja de hierro colado y unas tazas descascarilladas, que dejó sobre la estera. Sirvió el té, verde, fuerte. Bebieron. Al acabar, el abad se levantó.
—¿Hablas jemer? —le preguntó a Ford con una voz como de pájaro.
Él asintió con la cabeza.
—¿Qué os trae al final del mundo?
Ford metió la mano en el bolsillo y sacó la falsa piedra de miel. El abad se levantó rápidamente, conteniendo la respiración, y retrocedió con un movimiento ágil, a la vez que el resto de los monjes se apartaba.
—Saca de aquí ésta piedra del demonio.
—Es falsa —dijo Ford con calma.
—¿Sois comerciantes de piedras preciosas?
—No —respondió Ford.
—Buscamos la mina de donde salen las piedras de miel.
Por primera vez apareció una chispa de emoción en el rostro del monje, que se pasó una mano por la piel seca y afeitada de la cabeza, como si vacilase. Sus dedos hacían un ligero ruido de fricción al tocar aquellos pelos diminutos.
—¿Por qué?
—Me envía el gobierno de Estados Unidos. Queremos saber dónde está, y cerrarla.
—Allí hay muchos antiguos soldados jemeres, con fusiles, morteros y lanzacohetes tipo RPG. Gente violenta. ¿Cómo pretendéis ir hasta allí y no morir en el intento?
—¿Ustedes nos ayudarán?
El religioso contestó sin vacilar.
—Sí.
—¿Qué saben de la mina?
—Hace un mes, aproximadamente, hubo una gran explosión en la selva. Poco después llegaron y asaltaron pueblos de montaña para obligar a sus habitantes a buscar esas piedras diabólicas. Los explotan hasta la muerte, y luego salen a capturar a otros.
—¿Puede decirnos algo sobre la distribución de la mina, el número de soldados y quién lo dirige todo?
El abad hizo un gesto. Al otro lado de la sala, un monje se levantó y salió. Al cabo de un rato volvió con un niño ciego de unos diez años, vestido de monje. Su cara y su cuero cabelludo estaban surcados por cicatrices relucientes; le faltaban la nariz y una oreja, y sus dos órbitas eran una masa de tejido cicatrizado muy rojo. Bajo la túnica mostraba un cuerpo pequeño, escuálido y tullido.
—Vino huyendo de la mina —explicó el abad.
Al observar al pequeño con mayor atención, Ford cayó en la cuenta de que era una niña vestida de niño.
El monje dijo:
—Si supieran que está escondida aquí, moriríamos todos. —Se volvió hacia la niña.
—Ven, pequeña; cuéntale todo lo que sepas al norteamericano, incluso las cosas peores.
La niña habló con voz monótona y sin emoción, como si recitase algo en el colegio. Habló de una explosión en las montañas, y de la llegada de ex soldados de los jemeres rojos; explicó que habían atacado el pueblo de ella, asesinado a sus padres y obligado a los supervivientes a cruzar la selva hasta la mina. Contó cómo se había ido quedando ciega lentamente al buscar piedras preciosas entre los escombros. A continuación describió en términos claros y precisos la distribución de la mina, dónde patrullaban los soldados, dónde vivía el jefe y cómo funcionaba el lugar. Al acabar hizo una reverencia y retrocedió.
Ford dejó su cuaderno y respiró profundamente.
—Háblame de la explosión. ¿De qué tipo era?
—Como una bomba —dijo ella—. La nube subió muy arriba hacia el cielo, y durante varios días llovió agua sucia. Arrancó muchos árboles.
Ford se volvió otra vez hacia el monje.
—¿Usted vio la explosión? ¿Qué era?
El abad clavó en él una mirada penetrante.
—Un demonio de las regiones más profundas del infierno.
Abbey metió el pasador del ancla, fue a popa y se dejó caer en la cabina.
—Nos vamos —dijo al coger el timón y encender el motor para alejar la proa de Marsh Island, la isla donde acababan de buscar.
—Vaya churro —masculló Jackie, enfadada.
—Llevamos dos. Quedan tres —dijo Abbey, intentando parecer animada—. No te preocupes: lo encontraremos.
—Eso espero, porque lo de arrastrarse por las zarzas me ha sentado fatal. Tengo la sensación de haber estado en un saco lleno de gatos salvajes. ¡Mira qué arañazos!
—Heridas de guerra. Así podrás fardar con tus nietos.
Llevó el
Marea
por la punta norte de Marsh Island. Lejos, en tierra firme, se ponía el sol, de un color sangre anaranjado, y una ligera bruma se deshacía en el aire. Abbey consultó la carta digital y puso rumbo a la siguiente isla de la lista: Ripp. Ya la veía despuntar en el horizonte, a varios kilómetros del antiguo complejo de la estación terrestre de Crow Island. ¡Qué fuera de lugar parecía siempre aquel complejo, una enorme burbuja blanca que sobresalía de las islas escarpadas como una seta, un bejín gigante! En el agua flotaba un pequeño racimo de luces: era el ferry de Crow Island, que iba rumbo a Tenants Harbor.
—¿Te acuerdas de cuando fuimos de excursión? —preguntó Jackie al ver dónde miraba. —¿Te acuerdas de aquellos tres pirados que vivían en la isla y cuidaban la estación las veinticuatro horas del día?
—En esa época la usaban para mandar señales a la sonda de Saturno.
—Es alucinante que haya alguien tan loco como para aceptar un trabajo así, en una isla perdida, lejos de todo. ¿Te acuerdas del tío de los dientes torcidos, el que nos miraba como si nos desnudase? ¡Buf! ¿Tú qué crees que harán todo el día?
—Igual se pasan el rato llamando a E. T.
—¿Qué, Abbey, aún te queda hierba marciana de aquella? —preguntó Jackie.
Abbey se rió.
—Hablando de sustancias psicotrópicas, constato que el sol está debajo del peñol del barco.
Levantó una botella de Jim Beam.
—Recibido.
Bebió un trago y se la pasó a Jackie, que siguió su ejemplo. El sol se apagó parpadeando en el horizonte. Por la bahía cristalina se expandió lentamente el crepúsculo.
—¡Anda! —exclamó Abbey, mirando hacia delante. Cogió los prismáticos del tablero y los enfocó hacia la isla que tenían a proa.
—La casa de Ripp tiene las luces encendidas. Parece que el almirante ya ha vuelto de sus vacaciones en Jersey.
—Mierda.
Cuando estuvieron más cerca de la isla apareció una casa de listones de madera, con sus hastiales y sus miradores, bañada en la luz de varios focos externos.
—El cabrón del almirante no está loco ni nada —dijo Jackie.
—Dicen que estuvo en la guerra de Corea, y que mató a muchas mujeres y niños.
—Leyendas urbanas.
—Lo digo en el sentido de que quizá fuera mejor que nos saltáramos Ripp.
—Jackie, la línea corta la isla por el medio. Buscaremos de noche. Esta noche.
Jackie gimió.
—Si el meteorito hubiese aterrizado en Ripp, el almirante ya lo habría encontrado.
—No estaba en el momento del impacto. Además, la isla es grande.
—Dicen que tiene guardias de seguridad.
—Sí, ya, un par de gordinflones que se pasan el día mirando
American Idol
en la cocina.
Abbey examinó el muelle y la casa con los prismáticos. La lancha del almirante, un fueraborda Crownline, estaba amarrada en un embarcadero flotante. En la cala había un gran yate de motor. Por las ventanas de la casa se veía actividad.
—Anclaremos en el otro lado.
—Ojo con la resaca del lado oeste —advirtió Jackie—, que tiene mucho peligro. La mejor manera de llegar es por el sur-suroeste, con rumbo de veinte grados.
—Vale.
Abbey giró el timón para cambiar el rumbo y acercarse a la isla por el otro extremo. Se detuvieron a unos treinta metros de la costa, y echaron el ancla. Estaban saliendo las estrellas. Abbey apagó las luces de ancla y los instrumentos, dejando el barco a oscuras mientras Jackie metía lo básico en una pequeña mochila: Jim Beam en una petaca metálica, un cuchillo de submarinista, los prismáticos, la cantimplora, cerillas, linternas, pilas y un spray de autodefensa.
Subieron al bote. El agua era brillante, oscura. Frente a ellas se erguía la isla, devorada por la oscuridad. Cuando el bote hizo crujir la arena, saltaron a tierra. Abbey veía filtrarse vagamente la luz de la casa entre los árboles.
—¿Y ahora qué? —susurró Jackie.
—Sígueme.
Tras orientarse con la brújula, Abbey cruzó la playa y se abrió camino por una masa de rosales rugosos, hasta salir al bosque. Oía la respiración de su amiga a sus espaldas. Dentro del bosque reinaba una gran oscuridad, como en una cueva. Encendió la linterna y la cubrió con una mano mientras iban por el bosque tapizado de musgo, enfocando la luz a ambos lados para buscar el cráter. De vez en cuando se paraba a comprobar la dirección con la brújula.
Pasaron diez minutos sin que encontrasen nada. Cerca ya del otro lado de la isla, tuvieron que arrastrarse por un lodazal y cruzar un arroyo de agua fangosa que les llegaba hasta el pecho. Abbey levantó la mochila por encima de la cabeza. Después del barro encontraron un prado. Agazapada entre los árboles, Abbey lo inspeccionó con los prismáticos, mientras Jackie se quitaba los zapatos para sacar el agua enfangada.
—Me estoy helando.
El prado subía hacia un césped muy cuidado, y una pista de tenis tras la que estaba la gigantesca casa. Abbey vio moverse algo en una de las ventanas: una sombra.
—Tenemos que cruzar el prado —musitó. —Podría haber un cráter.
—Quizá sea mejor rodearlo.
—Qué va. Hay que hacer bien las cosas.
Ninguna de las dos se movió.
Abbey empujó un poco a Jackie.
—¿Tienes miedo?
—Sí, y estoy mojada.
Sacó de su mochila la petaca y se la pasó a su amiga. Bebieron las dos, empezando por Jackie.
—¿Te sientes mejor?
—No.
—Venga, vamos.
Abbey sintió que se le calentaba la barriga. Se adentró en el prado. Les bastaba con la luz de la casa. Guardó la linterna en la mochila y empezó a avanzar a gatas, lentamente. La hierba estaba seca y aplastada.
Más o menos a medio camino se oyeron ladridos lejanos. Abbey y Jackie se pegaron instintivamente al suelo. La voz de Frank Sinatra salió un momento de la casa, y luego volvió a apagarse. Alguien había abierto y cerrado una puerta. Esperaron.
Otro ladrido en la distancia. Abbey sentía correr por su espalda gotas de agua helada que le daban escalofríos.
—Abbey, por favor, vámonos.
—Chis.
Justo cuando se iba a levantar, vio irrumpir por una esquina de la casa dos sombras fugaces, que bajaron corriendo por el césped con el hocico en el suelo, haciendo eses.
—Perros —dijo.
—Oh, no.
—Tenemos que irnos pitando. A la de tres salimos para el arroyo.
Jackie gimoteó.
—Una, dos y tres.
Abbey dio un salto y corrió por el prado, seguida por Jackie. Se oyó un estruendo de ladridos furiosos a sus espaldas. Se zambulleron en el arroyo, cuya corriente, lenta pero poderosa, las arrastró entre remolinos hacia el bosque. Con el agua al cuello, Abbey intentaba respirar con los labios apretados. Los ladridos se acercaban. Vio un movimiento de linternas en lo alto de una colina, y a dos hombres que corrían hacia ellas por el prado.
En ese momento los ladridos llegaban, con la corriente, del punto en que se habían zambullido en el agua. Gritos de los hombres que se acercaban, y un disparo.
Arrastrada hacia el bosque por el agua, Abbey advirtió que los árboles se cerraban encima de ella. Intentó ver a Jackie, pero la oscuridad no se lo permitía. La corriente se iba volviendo más veloz, entre rocas pulidas y píceas de gruesas raíces, y mientras tiraba de ella cada vez más deprisa oyó algo, un fuerte ruido de agua.
Una cascada. Se lanzó hacia la orilla y se aferró a una roca, pero estaba resbaladiza por las algas y se le escapó de las manos. El ruido iba en aumento. Al mirar corriente abajo, vio una fina línea blanca en medio de la oscuridad. Se asió a otra roca, y estuvo quieta unos instantes, pero al final la corriente hizo girar su cuerpo y la arrancó de su asidero.
—¡Jackie! —borboteó, antes de verse arrastrada por la corriente. Después, sintió una pérdida de peso repentina, se vio envuelta en un fragor blanco y notó un brusco chapuzón en una oscuridad fría y voraginosa.
Durante unos instantes no pudo diferenciar arriba de abajo.
Después nadó con todas sus fuerzas, intentando recuperar el equilibrio a patadas y puñetazos, hasta que su cabeza rompió la superficie. Jadeante, agitando los brazos mientras luchaba por que las aguas impetuosas no le sumergieran la cabeza, giró sobre sí misma, se alejó de la turbulencia y no tardó en hallarse en un remanso de aguas lentas. El cielo nocturno, el mar… Estaba al borde de la playa. La corriente la empujó entre dos franjas de grava. Se impulsó hacia el terraplén, hundiendo los pies entre guijarros sueltos. Después trepó por la grava, tosiendo y escupiendo agua. Miró a su alrededor, pero no se movía nada. No había hombres ni perros a la vista.