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Authors: Rafael Marín Trechera,Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Imperio (14 page)

BOOK: Imperio
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«Y a mí —pensó Cole—. Para incriminarnos a él y a mí.»

Luego estaban los que colgaban.
Ring ring
, respuesta,
clic.
Cole suponía que tenían que ver con el trabajo clandestino del mayor Malich. Phillips y sus amigos. O eso o se estaban asegurando de que Cole seguía en la oficina.

DeeNee no le era de ninguna ayuda. Dejaba que él respondiera a las llamadas mientras ella hacía recados por todo el edificio. Cole no tenía ninguna autoridad para pedirle explicaciones, pero puesto que Rube confiaba en ella tenía que suponer que estaba haciendo cosas para el mayor Malich.

Las llamadas de los amigos del Ejército. ¿Cuál de ellos podía ser el que había pasado el informe secreto que describía el peor panorama posible de Rube a los terroristas que habían demostrado que era, en efecto, el peor panorama posible?

¿O no lo era?

Por todo el Pentágono, los televisores tenían sintonizadas la CNN, Fox News, MSNBC, C-SPAN. Un montón de noticias sobre los detalles del funeral, declaraciones de condolencia de líderes mundiales que habían vilipendiado al presidente pero que lamentaban oficialmente su muerte, artículos de interés humano sobre la familia del presidente, la esposa y los hijos del vicepresidente y las familias de los otros fallecidos.

Pero por los resquicios se colaban las verdaderas noticias. El escaso impacto que el asesinato del presidente había tenido en la Bolsa: «¿Es un signo de que quien sea presidente ya no importa en los mercados o de que la presidencia de LaMonte Nielson tranquiliza de algún modo a Wall Street?» La identidad del grupo terrorista responsable: «Todos los asesinos identificados hasta ahora entraron legalmente en el país y no tenían ninguna relación conocida con terroristas ni grupos simpatizantes con el terrorismo.»Y, de vez en cuando: «Continúan surgiendo preguntas sobre por qué los dos oficiales del Pentágono, el mayor Reuben Malich y el capitán Bartholomew Coleman, estaban casualmente en el escenario de la tragedia. Según un artículo del
Washington Post
de esta mañana, el mayor Malich elaboró un plan hipotético para asesinar al presidente extrañamente parecido al que los terroristas emplearon...»

Mal asunto. Al público no le gustan las coincidencias. La gente inventa coincidencias sin que los medios tengan que alentarla. En Europa los medios de comunicación siempre le decían a la gente lo que debía pensar, y eso pensaba. En Estados Unidos, la prensa hacía preguntas con doble sentido y enfocaba las cosas de manera que destacara lo que quería que la gente pensara... aunque nunca lo dijera a las claras.

Eso era trabajo del Congreso. Y, en efecto, el líder de la minoría apareció ante las cámaras diciendo: «El hecho de que los cadáveres encontrados en la dársena fueran todos musulmanes de naciones árabes no significa que fuera exclusivamente un plan extranjero. En una Casa Blanca poblada por extremistas de derechas, tal vez alguien no consideraba al difunto presidente lo suficientemente radical.» Ya había una chiste sin gracia que saturaba el correo electrónico. Un dibujo de la ventana del Ala Oeste que había volado por los aires con dos policías mirándola. Uno decía: «Al menos sabemos que no ha sido el vicepresidente.» «¿Ah, no? —respondía el otro—. A lo mejor se han eliminado mutuamente.»

Lo que Cole no podía dejar de ver era que tal vez tuvieran razón. No en que Rube y él fueran cómplices, sino en quiénes eran los implicados. No había izquierdistas en la Casa Blanca que pudieran señalar dónde estaba en cada momento el presidente. Y dada la estructura militar, las probabilidades de que fuera algún conservador, de un tipo u otro, quien había pasado los planes de Reuben eran muchas.

Mientras tanto, Cole no podía llamar a nadie y decir lo que pensaba, ya que suponía fundadamente que su teléfono estaba intervenido. ¿Y a quién tenía que llamar? Las únicas personas en las que podía confiar, los amigos de Reuben, no eran amigos suyos. No todavía, al menos.

Llamó a su madre, que estaba orgullosa de él por haber hecho todo lo posible por impedir el asesinato. Era un auténtico héroe, debería recibir la Medalla de Honor. No tuvo valor para romperle el corazón y decirle que probablemente tendría que presentarse ante un par de comités del Congreso y que lo acusarían de haber participado en el crimen. Ya lo descubriría ella a su debido tiempo.

Así que la dejó hablar de lo valiente y guapo que era y lo orgulloso que estaba y trató de responder con la máxima naturalidad, sabiendo que la cinta de la conversación bien podía acabar siendo reproducida una y otra vez en las noticias en alguna fecha futura: «Escuchen cómo hablaba con su madre, sin decirle nada de las sospechas que ya levantaba en los medios. Si pudo mentirle a ella de esta forma, ¿cómo vamos a creer nada de lo que diga?» Luego un hombre apareció en el despacho. Un general de dos estrellas.

Cole se puso en pie de un salto y saludó, diciéndole a su madre: «Te llamo más tarde, mamá, tengo a un general en la oficina.»

—General Alton —se presentó su visitante—. Creo que no nos conocemos, capitán Cole.

—El mayor Malich está fuera, señor.

—Lo sé —dijo Alton—. Pero he venido a verle
a usted.

Los generales no se presentan en tu oficina para escoltarte y llevarte ante un tribunal militar: eso lo hacen los PM. ¿Qué quería pues? ¿Escuchar la historia de su propia boca?

—Interesante artículo el publicado en el
Post.
Aparecía su foto, pero ni una sola palabra suya. ¿Todo es cosa de Malich?

—Fue Malich quien ideó los planes que los terroristas siguieron, señor —dijo Cole—. Estoy aquí desde hace apenas unos días.

—Y, sin embargo, van a poner su culo en el asador igual que el de Malich —dijo Alton. El general miró a Cole de arriba abajo como si estuviera contemplando el prototipo de una nueva arma—. ¿Come usted, capitán Cole?

—Sí, señor.

—¿Almuerza?

—Estaba pensando en eso, señor.

—¿Le espera alguien?

—No, señor.

—¿Tiene alguna cita ineludible esta tarde?

—No a menos que necesiten interrogarme de nuevo, señor.

—Venga conmigo, Coleman.

Media hora más tarde estaban en un restaurante tailandés en Oíd Town Alexandria, frente a Torpedo Factory. Durante el trayecto Alton le había sometido a un interrogatorio suave. ¿Dónde se educó? ¿Tiene familia? ¿Era militar su padre? Buena hoja de servicios... ¿cuál ha sido su mejor misión hasta ahora? Era lo que podía pasar por una charla intrascendente entre un general que superaba en rango a casi todo el mundo menos a Dios y un simple capitán que todavía no tenía ni idea de cuál era de momento su misión.

Sólo después de pedir la comida empezó Alton a hablar de un modo que dejó de parecer intrascendente.

—¿Cómo cree que va a venirse abajo todo esto, Coleman?

—¿Abajo, señor? —preguntó Cole. No se estaba haciendo el tonto, pero no estaba seguro de lo que preguntaba el general.

—La crucifixión del mayor Malich, capitán Coleman, y del Ejército estadounidense.

—Oh, eso —dijo Cole—. Bueno, diría que va según lo previsto, señor. Ahora mismo estamos en la fase de las insinuaciones. Como mucho mañana empezarán a salir a la superficie las primeras peticiones para que se nombre un comité de investigación del Congreso.

—Ya lo están pidiendo —dijo Alton.

—Me refiero a un comité que nos investigue al mayor Malich y a mí, señor. En concreto.

—Y que investigue al Ejército entero —dijo Alton—. Que usted y Malich estuvieran allí ayer va a crearle al Ejército un montón de problemas.

—Sí, señor.

—Si ustedes dos no hubieran sido unos héroes, si hubieran pasado de largo, sus caras no estarían en todas las noticias y no se sospecharía de todo.

—No me pareció una opción en aquel momento, señor —dijo Cole.

—Pues claro. No era una opción. Uno no se queda mirando sin hacer nada mientras atacan a tu país y matan a gente inocente. Bueno, gente más o menos inocente.

Cole no sabía adónde quería ir a parar.

—Para serle sincero, no me gustaba mucho nuestro presidente, Coleman. No me fiaba de él. Me parecía un payaso. Una marioneta del secretario de Defensa, que Dios lo tenga en su gloria. Un secretario de Defensa que pensaba que podía transformar la tradición castrense. Los dos pensaban que se podía librar la guerra como en Vietnam, con una mano atada a la espalda. ¡El cinturón bien puesto, echar puertas abajo, eso es lo que habría saneado las cosas en un tiempo récord! ¡No se puede someter a un ejército que no te considera capaz de derrotarlo! Y todas estas tonterías de ir y hacerse los simpáticos con los lugareños.

Cole no supo qué responder. Estaba claro que Alton pertenecía a la vieja escuela y era uno de los tipos que no comulgaban en absoluto con la nueva doctrina. Pero toda la carrera militar de Cole se había construido sobre las nuevas doctrinas: fuerzas pequeñas que tienen que conocer no sólo la zona, sino a sus habitantes, para que empiecen a ayudarte. Y Cole creía en ello: en la idea de que se podía derrocar al régimen enemigo sin ganarse la antipatía de la población. Conseguir que vieran a los soldados como libertadores y protectores, no como conquistadores y ocupantes. Pero a Alton le gustaba el viejo estilo. Y Cole no veía qué iba ganar discutiendo con él.

—Es útil conocer el idioma local —dijo.

—Lo único que hace falta es saber decir: «Levanta las manos o envío tu culo al infierno.»Cole intentó quitarle hierro al asunto.

—Puedo decirlo en cuatro lenguas de Oriente Medio, señor.

Alton cabeceó.

—El Ejército de nuevo cuño. Una completa chorrada. ¡Pero seguí la corriente! ¡El control civil del Ejército! ¡La Constitución! Creo en ella, que Dios me ayude pero creo. Si el secretario de Defensa quiere lisiar a nuestro Ejército y el presidente dice que adelante, pues entonces mi trabajo es realizar la emasculación. El capado.

—Hicimos algunas cosas para las que hacía falta tener pelotas —dijo Cole en voz baja.

—¡No estoy hablando de usted! ¡Ni de Malich! Hicieron aquello para lo que fueron entrenados y lo hicieron de manera brillante. Ustedes son auténticos. Alvin York, Audie Murphy. Los tipos que hacen lo que hay que hacer. El cinco por ciento que mata y vence.

Cole no podía decir lo que estaba pensando: «¿De qué va todo esto? ¿Me ha traído a almorzar para tener público para una diatriba absurda sobre nuestro presidente muerto?»

—Ahora mismo trabajo en el Pentágono, señor —dijo Cole—. No llevo armas.

—Ese es el problema. No son los chicos que luchan en el campo de batalla, ni los que comen arena y duermen entre camellos y disparan sus armas y vuelan por los aires por las bombas en las carreteras. Somos nosotros los del Pentágono los que estamos aquí jodidos y ni siquiera lo sabemos. Disparando cartuchos de fogueo, eso es lo que estamos haciendo. Nos alistamos para defender la Constitución y ahora están acabando con ella y nos echan la culpa a nosotros. En concreto a usted y a Malich, pero es a todos nosotros a quienes van a crucificar, no lo dude.

—La Constitución funciona bastante bien, señor —dijo Cole—. El presidente Nielson juró su cargo antes de que se hubiera disipado el humo.

—Presidente —dijo Alton con desdén—. Si no tuviera váter no mearía en la garganta de ese hombre. Es un capullo y todo el mundo lo sabe. ¿
Ese
es nuestro comandante supremo?

—Es lo que dice la Constitución, señor.

—Sí, bueno, está bien, lo que digo es que es un mal tipo, lo que digo es que es débil, y eso es lo que ellos quieren.

—¿Quiénes, señor?

—La gente que les puso la trampa a Malich y a usted —respondió Alton—. La gente que se aseguró de que Malich estuviera en el escenario de la masacre... Casi la cagaron, ¿verdad?, porque Malich y usted estuvieron a punto de cargarse su plan. No sabían lo que puede hacer un soldado, ¿eh? ¡No sabían que interceptar móviles y cortar líneas de tierra no los detendría! ¡No sabían que nuestros muchachos saben
improvisar!

—¿Quiénes son esa gente, señor? —preguntó Cole.

—La izquierda, Coleman, y usted lo sabe. Los del estado azul. ¡Los pijos gilipollas que se han hecho con este país tomando las facultades de derecho! ¡Han lavado el cerebro a todos los tribunales para que piensen que la Constitución
escrita
no es más que barro de modelar, que se le puede dar la forma que uno quiera! ¡Y lo que quieren es una nación donde el matrimonio entre maricones y lesbianas es sagrado y se puede matar a bebés hasta el momento en que nacen y a quién le importa una mierda si la gente vota a favor de eso o se aprueba una enmienda constitucional! Lo aprendieron con la EID (usted es demasiado joven para recordarlo, pero yo me acuerdo). No lograron que se aprobara la Enmienda de Igualdad de Derechos a través de las legislaturas estatales, así que aprendieron la lección. ¡No más enmiendas! Les hasta con convertir a los jueces en dictadores. ¡Con hacer que nos dirán que la Constitución dice lo
contrario
de lo que pone sobre el papel v que hace falta una enmienda constitucional para volver a enderezar las cosas!

Cole odiaba que la gente hablara así. Porque, claro, sentía lo mismo muchas veces, pero no le gustaba que lo dijeran de esa forma. Con amargura, abusivamente. Tal vez Cole odiara la manera en que los tribunales decidían cosas que se suponía que tenían que ser decididas por una aplastante mayoría de ciudadanos, pero quería que se discutiera el asunto y se corrigiera la situación razonablemente.

El problema de Alton era que tenía generalitis: la inflamación del ego que se produce cuando todo el mundo te saluda y te dice «sí, señor» todo el tiempo. Empiezas a pensar que es a ti a quien saludan, no i las estrellas. Empiezas a creer que eres listo.

Y tal vez Alton lo era.

—Veo su cara, Coleman —dijo Alton—. Sé lo que está pensando. No le gusta que hable a las claras. Se supone que no puedo decir «maricón». Se supone que tengo que llamarlos «fetos», no «bebés». Se supone que tengo que parecer razonable, no un extremista. Pero
ellos
no se aplican las mismas reglas, ¿verdad? Ellos pueden decir cualquier chorrada escandalosa, ofensiva e insultante que se les ocurra. Pueden etiquetar a todo el mundo que no se levante las faldas o abra la boca para ellos y llamarlo loco extremista. Pero si tú los calificas a ellos por lo que son, entonces eres un loco extremista. Es una trampa sin salida, ¿eh, Coleman? Si discutes con ellos un poco apasionadamente, entonces no merece la pena escucharte. ¡Pero si no discutes apasionadamente nadie te escucha! Así es como se salen con la suya. ¡Nadie les replica!

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