Unos minutos más tarde, usando rutas que habían planeado el primer día, antes incluso de entrar en la aldea, subieron a la colina por cuatro puntos de observación diferentes y divisaron a los hombres que acababan de entrar en la aldea y estaban tomando muchas de las posiciones que la rodeaban y que los americanos habían deducido que emplearían.
El plan de los americanos, en caso de darse semejante emboscada, era abordar esas posiciones con sigilo y matar al enemigo uno a uno, en silencio.
Pero el capitán Malich vio desarrollarse en el centro de la aldea una escena que no podía permitir. Habían sacado al anciano al centro de la polvorienta plaza caldeada por el sol, y un hombre con una espada se disponía a decapitarlo.
El capitán Malich hizo los cálculos mentalmente. Proteger a tus propias fuerzas: ésa era la principal prioridad. Pero si todo fuera cuestión de prioridades, o de la prioridad principal, las naciones mantendrían a sus ejércitos en casa y nunca los llevarían a la batalla.
Allí la principal prioridad era la misión. Si la aldea sufría alguna baja, ya no les importaría que los americanos los salvaran de otras, sólo lamentarían que hubieran traído consigo semejante tragedia. Les suplicarían que se marchasen y los odiarían si no lo hacían.
Allí estaban los terroristas, lo que demostraba que, como se sospechaba, actuaban en la zona. Esa aldea había sido una buena elección. Lo que significaba que sería un terrible desperdicio perder la confianza que habían conseguido.
El capitán Malich empuñó su arma y, tras calcular la fuerza y la dirección del viento y la distancia, apuntó con cuidado y mató al hombre de la espada de un solo disparo.
Los otros tres americanos comprendieron de inmediato el cambio de planes. Apuntaron a los enemigos que podían ponerse a cubierto con mayor facilidad y los mataron. Luego se dispusieron a matar a los otros uno a uno.
Naturalmente, el enemigo respondió al fuego. El propio capitán Malich fue alcanzado, pero su chaleco antibalas contrarrestó el impacto de un arma disparada desde tan lejos. Y mientras el fuego enemigo se volvía más esporádico, Malich contó los enemigos muertos y comparó la suma con el número que había visto en la aldea yendo de edificio en edificio. Hizo la señal con la mano que indicaba al resto del equipo que iba a avanzar, y sus compañeros dispararon a todo el que parecía estar situándose en posición para matarlo mientras bajaba la cuesta.
En sólo unos minutos ya estaba entre los pequeños edificios de la aldea. Aquellas paredes no detendrían las balas y había gente agazapada dentro de las casas. Así que no esperaba tener que disparar mucho. Sería un trabajo para el cuchillo.
Era bueno con el cuchillo. No supo hasta entonces lo fácil que era matar a otro hombre. La adrenalina que corría por sus venas embotó la parte de su mente que podría haber tenido reparos en matar. En lo único que pensó en ese momento fue en lo que había que hacer, y en lo que el enemigo podía hacer para detenerlo, y simplemente relajó la tensión del cuchillo un momento mientras empezaba a buscar otro blanco.
A esas alturas sus hombres estaban ya en la aldea, haciendo sus propias versiones del mismo trabajo. Uno de los soldados encontró a un terrorista que había tomado a un niño como rehén. No hubo ningún intento de negociación. El americano apuntó al instante, disparó, y el terrorista cayó al suelo muerto con una bala en el ojo.
Al final, el único terrorista superviviente se dejó llevar por el pánico. Corrió hasta el centro de la plaza, donde muchos de los aldeanos estaban aún acurrucados, y apuntó con su arma automática para eliminarlos.
Al anciano todavía le quedaba algo de fuerza en sus viejas piernas y se abalanzó hacia el arma automática cuando ésta empezaba a disparar.
El capitán Malich era quien estaba más cerca del terrorista y lo abatió de un disparo. Pero el anciano había recibido una herida mortal. Cuando Malich llegó a su lado, se estremeció una última vez y murió en un charco de sangre que manaba de los dos balazos de su abdomen.
Reuben Malich se arrodilló junto al cadáver y dejó escapar un agudo alarido de profundo pesar, la angustia de un alma atormentada. Se abrió la camisa del uniforme y se golpeó repetidamente en el pecho. Aquello no formaba parte del entrenamiento. Nunca había visto a nadie hacer algo así, en ninguna cultura. Que se golpeara de aquel modo les pareció a sus compañeros una especie de locura. Pero los aldeanos supervivientes se unieron a él en su pena o lo observaron llenos de asombro.
Momentos después volvió al trabajo y se puso a interrogar al abyecto joven traidor mientras los otros soldados explicaban a los aldeanos que aquel muchacho no era el enemigo sino sólo un niño asustado a quien habían coaccionado y mentido y que no merecía la muerte.
Seis horas más tarde, el campamento base terrorista fue barrido por las bombas americanas; al mediodía siguiente, había sido despejada hasta la última cueva por soldados americanos traídos en helicóptero.
Luego todos se marcharon. La operación había sido un éxito. Los americanos informaron de que no habían sufrido ninguna baja.
—Por lo que nos contó uno de sus hombres —dijo el coronel—, nos preguntamos si es posible que decidiera poner a sus soldados en peligro al disparar inmediatamente debido a un lazo emocional con los aldeanos.
—Eso es lo que pretendí que pareciera —respondió el capitán Malich—. Si permitíamos que en la aldea hubiese bajas antes de que llegáramos, creo que habríamos perdido su confianza.
—Y cuando lloró junto al cadáver del líder de la aldea...
—Señor, tenía que honrarlo de un modo que lo entendieran, para que su heroica muerte se convirtiera en un activo para nosotros en vez de en un inconveniente.
—¿Todo fue fingido?
—Nada fue fingido —dijo el capitán Malich—. Todo lo que hice fue permitir que se viera.
El coronel se volvió hacia su ayudante.
—Muy bien, apague la cinta. —Se volvió entonces hacia Malich—. Buen trabajo, mayor. Póngase en camino hacia Nueva Jersey.
Así se enteró Reuben Malich de que ya no era capitán. En cuanto a Nueva Jersey, no tenía ni idea de lo que iba a hacer allí, pero al menos se hablaba el mismo idioma, y habría menos gente que quisiera matarlo.
¿Cuándo se pone el primer pie en la escalera hacia la grandeza o en la resbaladiza pendiente de la traición? ¿Lo sabes en ese momento o lo descubres al mirar atrás?
—Todo el mundo compara Estados Unidos con Roma —dijo Averell Torrent a los estudiantes graduados sentados alrededor de la mesa—. Pero la comparación no es acertada. Siempre se dice: «Estados Unidos caerá, como hizo Roma.» ¡Ojalá que tengamos tanta suerte! Caigamos igual que lo hizo Roma: ¡después de quinientos años de dominio mundial!
Torrent sonrió maliciosamente.
El mayor Reuben Malich hizo una anotación... en persa, como solía hacer, para que nadie de la mesa entendiera lo que escribía, que era: el propósito de Estados Unidos no es dominar nada. No queremos ser Roma.
Torrent no esperó a que terminara de tomar nota.
—La verdadera pregunta es: ¿qué puede hacer Estados Unidos para
durar
como lo hizo Roma?
Torrent contempló la mesa. Estaba rodeado de estudiantes sólo un poco más jóvenes que él, pero nadie ponía en duda su autoridad. No todo el mundo escribe una tesis doctoral que se convierte en portada de todas las revistas políticas e internacionales. Sólo Malich era mayor que Torrent; sólo Malich no confundía la diferencia entre Torrent y Dios. Pero claro, sólo Malich creía en Dios, así que a los otros podía perdonárseles la confusión.
—El único motivo por el que nos preocupa la caula de Roma —dijo Torrent— es porque esa aldea que hablaba latín en el corazón de la península italiana impuso su cultura y su lengua en la Galia e Iberia y Tracia y Britania, e incluso después de que cayera, las tierras que conquistaron se aferraron cuanto les fue posible a esa cultura. ¿Por qué? ¿Por qué tuvo Roma tanto
éxito?
Nadie se aventuró a hablar. Así que, como de costumbre, Torrent se centró en Malich.
—Preguntémoselo al Soldadito. Usted forma parte de las legiones de Estados Unidos.
Reuben se negó a permitir que la burla lo afectara. No había que perder la calma frente al enemigo. Si él era el enemigo.
—Esperaba que usted respondiera a eso, señor —dijo Malich—. Ya que es el tema general del curso.
—Tanto más motivo para que ya hayan pensado algunas de las posibles respuestas. ¿Me está diciendo que no se le ha ocurrido ninguna?
Reuben había estado pensando en respuestas a esa pregunta, y a otras similares, desde que le había echado el ojo a la carrera militar, en séptimo grado. Pero no dijo nada y se limitó a dirigir a Torrent una mirada firme que no traslucía nada, ni siquiera desafío, y desde luego ninguna hostilidad. En el aula americana moderna, el rostro de batalla de un soldado era una expresión de perfecta tranquilidad.
Torrent lo pinchó.
—Roma conquistó implacablemente a docenas, a cientos de naciones y tribus. ¿Por qué entonces, cuando Roma cayó, esos antiguos enemigos se aferraron a la cultura
romana
y consideraron propia la cultura
romana
durante mil años y más?
—Por el tiempo —dijo Reuben—. La gente se acostumbró a estar bajo dominio romano.
—¿De verdad cree que el tiempo lo explica? —preguntó Torrent, despectivo.
—Por supuesto —dijo Reuben—. Mire China. Después de unos cuantos siglos, la mayoría llegaron a identificarse tanto con sus conquistadores que se consideraron chinos también. Lo mismo sucedió con el islam. Con tiempo suficiente y ninguna esperanza de liberación o de revuelta, acabaron por convertirse al islam. Incluso llegaron a considerarse
árabes.
Como de costumbre, cuando Reuben respondía Torrent desistía, no de un modo obvio y respetuoso que diera a entender que Reuben pudiera estar en lo cierto en un par de puntos, sino simplemente volviéndose hacia otro para formular una nueva pregunta.
La discusión pasó luego a centrarse en la Unión Soviética y lo ansiosamente que sus pueblos se habían librado del yugo ruso a la primera oportunidad. Pero al cabo de un rato Torrent insistió nuevamente en Roma... y en preguntar al mayor Reuben Malich.
—Si Estados Unidos cayera hoy, ¿cuánto quedaría de nuestra cultura? La mayoría de los países de habla inglesa lo son gracias al Imperio británico, no por mérito estadounidense. ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Las camisetas? ¿La Coca-Cola?
—La Pepsi —bromeó uno de los estudiantes.
—McDonald's.
—Los iPods.
—Divertido, pero trivial —dijo Torrent—. Soldadito, díganoslo usted. ¿Qué quedaría?
—Nada —dijo Reuben inmediatamente—. Nos respetan porque tenemos un ejército peligroso. Adoptan nuestra cultura porque somos ricos. Si fuéramos pobres y estuviéramos desarmados, se desprenderían de la cultura americana como una serpiente de su piel.
—¡Sí! —dijo Torrent. Los otros estudiantes se sorprendieron tanto como Reuben, aunque Reuben no dejó que se le notara. ¿Torrent estaba
de acuerdo
con el soldado?
—Por eso no hay comparación posible entre Estados Unidos y Roma —dijo Torrent—. Nuestro imperio no puede caer porque nosotros no somos un imperio. Nunca hemos pasado de la etapa republicana a la imperial. Actualmente compramos y vendemos y, de vez en cuando, nos metemos a empujones en otros países, pero cuando nos tocan las narices los tratamos como si tuvieran derecho a hacerlo, como si nuestra nación y su penosa debilidad fueran equivalentes. ¿Imaginan lo que hubiera hecho Roma si un «aliado» la hubiese tratado como Francia y Alemania han estado tratando a Estados Unidos?
La clase se echó a reír.
Reuben Malich no se rio.
—El hecho de que no actuemos como Roma es una de las mejores cosas que tiene Estados Unidos —dijo.
—¿No es irónico entonces que nos vilipendien por ser como Roma precisamente porque no lo somos cuando, si actuáramos como lo hacía Roma,
entonces
nos tratarían con el respeto que merecemos? —repuso Torrent.
—¡El coco me va a estallar! —dijo uno de los estudiantes más agudos, y todos volvieron a reírse. Pero Torrent continuó con su argumentación.
—Estados Unidos está viviendo la etapa final de su república. Igual que el Senado romano y los cónsules fueron incapaces de gobernar sus extensos dominios y combatir a sus enemigos, la anticuada Constitución estadounidense es un chiste. Los burócratas y los tribunales toman la mayoría de las decisiones; la prensa decide qué presidente tendrá suficiente apoyo público para gobernar. Funcionamos sólo por inercia, pero si Estados Unidos quiere una política a largo plazo, no podemos continuar así.
Aunque los argumentos de Torrent coincidían mucho con lo que Reuben opinaba que iba mal en Estados Unidos, tenía que rebatir el argumento histórico: las dos situaciones no podían compararse.
—La República romana terminó porque el pueblo se hartó de las interminables guerras civiles entre señores de la guerra rivales. Agradecieron que un hombre fuerte como Octavio eliminara a todos los rivales y restaurara la paz. Por eso se animaron a hacerle llevar la púrpura y tomar el nombre de Augusto.
—Exactamente —dijo Torrent, apoyándose en la mesa y señalándolo con un dedo—. Naturalmente, un soldado va directamente al meollo del asunto. Sólo un necio cree que los giros de la historia se miden por otra cosa que no sean las guerras que se libraron y quién las ganó. La supervivencia del mejor adaptado: ésa es la medida de la civilización. Y la supervivencia se determina en el campo de batalla. Donde un hombre mata a otro, o muere, o huye. La sociedad cuyos ciudadanos aguantan y luchan es la que tiene más posibilidades de sobrevivir lo suficiente para que la historia repare en ella.
Uno de los estudiantes hizo el obligatorio comentario sobre el hecho de que concentrarse en la guerra es omitir la mayor parte de la historia. Torrent sonrió y le indicó a Reuben que contestara.
—Quienes ganan las guerras escriben la historia —dijo Reuben diligentemente, preguntándose por qué de pronto recibía aquella demostración de respeto por parte de Torrent.
—Augusto mantuvo la mayoría de las formas del antiguo sistema —continuó Torrent—. Rechazó proclamarse rey, fingió que el Senado todavía significaba algo. Así que el pueblo lo amaba porque protegía sus ilusiones republicanas. Pero lo que en realidad fundó fue un imperio tan fuerte que pudo sobrevivir a incompetentes y locos como Calígula y Nerón. Fue el imperio, no la república, lo que dio a Roma el gobierno más fuerte y duradero de la historia.