Authors: Dominique Lapierre
Un día, otro joven protegido de Gaston nos lleva hasta el escenario de sus hazañas cotidianas: el vertedero de Calcuta. Nissar es trapero. Bajo un sol abrasador, entre un hedor inaguantable, este niño de nueve años, que nunca ha ido a la escuela, hurga con las manos desnudas, junto a varias decenas de niños y niñas, en los montones de basuras que traen hasta aquí unos camiones amarillos del municipio, con la esperanza de encontrar desechos susceptibles de venderse. Nissar y sus compañeros no dudan en trepar sobre las basuras para deslizarse tras las palas de los buldócers, a fin de ser los primeros en explorar el maná que vierten. Cada uno tiene su especialidad. Nissar recoge trozos de plástico, otros hacen lo propio con vidrio, madera, papel, metal, trapos, viejos tubos de pasta dentífrica, pilas gastadas, goma. Al final del día llevan los cestos a los revendedores instalados en el vertedero, que les compran su mísera cosecha por unas pocas rupias.
Entre todos los que saludan alegremente a Gaston mientras vamos caminando, el más elocuente es un gnomo con perilla. Apodado Gunga
el Mudo
, es un ser desbordante de vitalidad y de alegría. Llegó al barrio de chabolas tras una terrible inundación en la que estuvo a punto de ahogarse. Nadie sabe de dónde viene, pero, aquí, a Gunga no se le abandona. Cada noche, una familia le ofrece un plato de arroz, y le procura un rincón en el que puede dormir bajo techo. Gunga se hace amigo nuestro en seguida. Sus gritos de gozo cuando nos ve nos unen cada día más a la desgarradora humanidad de este barrio.
Con ocasión de mis visitas cotidianas a este infierno, me topo con más coraje, más generosidad, más sonrisas, y finalmente tal vez más felicidad que en nuestro rico Occidente. Gaston nos cuenta que, un tiempo después de llegar aquí, unos vecinos fueron a verle:
—Hermano —declaró uno de ellos—, nos gustaría reflexionar contigo sobre la posibilidad de hacer algo útil por nuestros hermanos del barrio.
¿Algo útil? En este lugar donde reinan la tuberculosis, la lepra, la disentería; donde todas las enfermedades carenciales reducen la esperanza de vida a uno de los niveles más bajos del mundo, todo estaba por hacer. Se necesitaba un dispensario y una leprosería. Era preciso distribuir leche a los niños raquíticos, instalar fuentes de agua potable, multiplicar las letrinas, expulsar a las vacas y a las búfalas, propagadoras de la tuberculosis…
—Os sugiero que preguntéis a la gente del barrio, a fin de saber qué desean prioritariamente —les contestó el enfermero suizo.
Los resultados llegaron tres días más tarde. Lo que querían en primer lugar los habitantes del barrio no era una mejora de sus condiciones de vida. Estaban hambrientos de otra comida, la espiritual. Lo que deseaban sobre todo era una escuela de noche para que los niños que trabajaban todo el día en los talleres y en los
tea shops
aprendieran a leer y a escribir.
Gaston invitó a las familias interesadas a que buscaran un local que pudiera servirles de aula. Propuso dedicar la donación que le habían hecho unos amigos que habían acudido a visitarle para remunerar a dos maestros. Sin duda era la única escuela de este tipo que existía en el mundo. Era demasiado exigua para acoger a más de veinte niños a la vez, y permanecía abierta desde el atardecer hasta el alba.
Las peripecias de esta escuela me llegan tan adentro que en seguida ofrecemos a Gaston los medios para ampliarla, con el deseo de que pueda abrir otras más.
Como recompensa, el suizo me invita a sumergirme todavía más en las realidades de su barrio. Todo comienza con una cena en el restaurante «de lujo» de la esquina, una tabernucha llena de humo ocupada por una decena de obreros y de
coolies
. Un ventilador medio averiado remueve un aire tórrido cargado de aromas de fritanga. Señoreando sobre un taburete de madera en un extremo de la sala, el barrigudo dueño, con camiseta de tirantes, remueve el contenido de una enorme palangana donde se cuece el plato del día, un guiso de piel de búfalo.
—Por una rupia, ahí tienes todas las proteínas del mundo —comenta el suizo, quemándose los dedos para confeccionar una bolita lo más consistente posible.
Es difícil saber con precisión lo que comemos, pero Gaston no repara en elogios acerca de las virtudes de esta gelatina picante que me abrasa el paladar y la garganta.
Gaston me lleva a continuación a través del barrio hasta la habitación donde vive. Es un paseo triunfal. Mujeres y niños se precipitan para saludar con un alegre
Namaskar, Dada!
al Hermano Mayor de Occidente que comparte su vida. Esa frágil silueta de piel blanca, pies desnudos enfundados en sandalias de tres rupias, con la cintura apretada por un paño de algodón, es el brujo que los puede calmar, aliviar, curar. Muchos se contentan con tocar su vestido.
La habitación de Gaston luce como en un día de fiesta. En honor a mi llegada, Nirmala, la hija mayor del hindú Krishna, el vecino tuberculoso, ha dibujado con tiza, sobre el suelo de tierra, una gran flor de loto y ha decorado con una guirnalda de pétalos de jazmín el icono de una Virgen de la Ternura, posada sobre el pequeño oratorio. También ha encendido una vela al lado de los Evangelios, que están abiertos. Esta atención es habitual. En ninguna parte observaré tanto respeto por las manifestaciones de Dios como en los lugares míseros en los que, sin embargo, Dios parece haber olvidado a sus hijos. Aquí, todo aparece empapado de una sorprendente espiritualidad. Observo que a cada llamada que el muecín lanza desde el minarete de la pequeña mezquita situada en el corazón del barrio, las mujeres recitan, desde el umbral de sus hogares, suras del Corán. En todas partes, en las callejas y en los patios interiores, se oye salmodiar los
om… om… om…
hindúes, esas invocaciones místicas que permiten entrar en contacto con Dios, y que al mismo tiempo aportan paz interior. El propio Gaston me revela que regularmente pronuncia estos
om
, acompañándolos de vez en cuando del nombre de Jesús. «Para mí es una manera de unirme a la plegaria de los pobres, que continuamente se acercan a Dios y viven en él», me explica.
Gaston no tiene cama. Duerme sobre una estera que cada noche desenrolla sobre el suelo de tierra. Conserva algunas posesiones —un poco de ropa, su brocha y su navaja de afeitar, la Biblia de Jerusalén—, en una caja de hojalata en la que las cucarachas han logrado penetrar. En verano, las riadas que provoca el monzón hacen desbordar las letrinas y las cloacas, que sumergen al barrio en un lago de excrementos, y obligan a refugiarse sobre un andamiaje de tablones dispuestos sobre ladrillos. Como no existe ventana, hay que dejar la puerta abierta permanentemente. Durante nueve meses del año, la temperatura en la pieza supera los cuarenta grados centígrados, con un índice de humedad que puede alcanzar el cien por cien.
He tenido suerte: estamos en invierno. Un invierno que Gaston y los otros habitantes consideran glacial: de noche, el termómetro baja, al parecer, hasta los diez grados. Una temperatura polar para esta población de pies descalzos, sin vestidos cálidos, que duerme en el suelo en casas húmedas. En la esquina de las callejas, hay vecinos que queman desperdicios para intentar calentarse. Pero lo peor es la contaminación que la capa de aire frío hace que se cierna sobre el
slum
[3]
. El espeso humo que desprenden los trozos de excrementos de vaca que sirven de combustible encierra el barrio en un velo acre que quema los ojos y las gargantas. Lo cual permite percibir un ruido dominante, el de los ataques de tos que desgarran los pulmones. Es impresionante.
Gaston me invita a sentarme directamente en el suelo.
Nos llegan voces masculinas de la habitación contigua. Intrigado, decido ir a ver. Sentadas en corro, cuatro personas vestidas con saris de mucho colorido juegan a los naipes a la luz de una lámpara de petróleo. Sus rostros están maquillados con un polvo de color escarlata y, al menor gesto, sus brazos tintinean con el ruidito de innumerables brazaletes.
—No tenías ni idea de que pasarías la noche en compañía de eunucos —comenta Gaston con malicia.
Pienso en los eunucos que me encontré en el tren de Delhi a Calcuta.
—¿Eunucos aquí?
—¿Por qué no? Ni siquiera en tu extravagante paraíso de Saint-Tropez has tenido esta suerte.
—¿Por qué «esta suerte»?
—Porque los
hijra
—que es el nombre que se les da— desempeñan un papel muy importante en la vida de este barrio. Los hindúes les atribuyen poderes purificadores, entre otros el de borrar en los recién nacidos las faltas acumuladas en sus encarnaciones anteriores. Las familias nunca dejan de apelar a sus servicios cuando nace un niño. Y cada vez les tienen que pagar una pequeña fortuna.
Mi presencia ha atraído la curiosidad de estos insólitos vecinos. Uno de ellos, una belleza escultural, con los ojos maquillados con
khol
, vestida con un sari de color malva, se ha levantado para llevar a Gaston unos bastoncillos de incienso encendidos que coloca delante del icono de la Virgen. Un olor suave, algo empalagoso, se difunde por la habitación. Mediante este gesto, los eunucos han rendido homenaje al hombre santo que comparte su existencia.
Con la cabeza y los hombros envueltos en un chal de lana marrón, los ojos cerrados y el rostro orientado hacia la imagen de Cristo que hay en la pared, voluntariamente sordo a los ruidos del mundo, Gaston me ofrece entonces que me una a su oración de gracias «por la alegría que nos ha brindado el hecho de encontrarnos».
—Jesús, gracias por acoger a Dominique en este lugar de miseria donde los niños sufren —comienza en voz baja—. Gracias por hacer que desee contar lo que habrá visto y sentido en medio de todos los inocentes martirizados de este barrio de chabolas que, cada día, conmemoran aquí tu sacrificio en la cruz. —En este momento de la invocación, una enorme rata de cola desmesurada hace su aparición en el rincón del pequeño oratorio, justo delante de los bastoncillos de incienso que ha traído el eunuco. La tranquilidad del roedor me sorprende. Se diría que ha venido para participar en la plegaria. Gaston, que ni siquiera se ha dado cuenta de su presencia, prosigue—: Jesús de este barrio de chabolas, tú, que eres la voz de los hombres sin voz; tú, que sufres a través de ellos, permítenos decirte esta noche, a Dominique y a mí, junto con todos los que nos rodean, que te amamos.
Son las doce de la noche. Las palabras y las peleas de los vecinos se han calmado, así como la mayor parte de los llantos de los niños, los ataques de tos, los ladridos de los perros, los silbidos de las locomotoras. Un silencio frágil envuelve de golpe todo el
slum
dormido. Embotados por la fatiga y la emoción, Gaston y yo también sentimos la necesidad de dormir. Doblo mi camisa y mis vaqueros a guisa de almohada y me acuesto en la esterilla que mi anfitrión ha pedido prestada para que me proteja de la humedad del suelo. Constato que su habitación mide exactamente mi tamaño, un metro ochenta y dos de longitud. Tras una última mirada hacia la imagen del Santo Sudario, Gaston sopla en la vela y me lanza un
good night, brother!
, con el tono de un veterano que se dirige a un joven recluta que pasa su primera noche en una trinchera en el frente.
Que me llame
«brother»
me conmueve doblemente. En primer lugar porque viene de alguien que ha convertido la fraternidad en su ideal de vida. Luego, por la solidaridad que expresa para la aventura de esta noche que comienza. Ya que esta noche será, verdaderamente, una aventura. Había dormido ya en lugares extraños, o incluso peligrosos —al aire libre en una jungla africana llena de leones y elefantes, en un arrozal en Corea, frente a las ametralladoras chinas, en océanos desencadenados—, pero nunca en el gulag de sufrimiento de un barrio de chabolas del Tercer Mundo. ¿Tengo derecho a compartir el sueño de estas personas condenadas a vivir aquí hasta su último día, yo, que al día siguiente pasaré la noche en la confortable casa de un barrio residencial? De repente, mi experiencia adquiere tintes algo indecentes.
Un incidente pone fin a mis debates interiores. Mientras Gaston ya duerme, un jaleo endiablado estalla sobre nuestras cabezas. Rasco una cerilla y descubro que un grupo de ratas se persiguen sobre los bambúes que sirven de vigas y descienden a lo largo de los muros emitiendo gritos penetrantes. Enciendo una vela, me pongo de pie y, a pesar de mi deseo de no alterar el sueño de mi compañero, me pongo a perseguir a las intrusas a golpes de zapato. A medida que unas se escapan, llegan otras por los agujeros del tejado. ¿Qué puedo hacer ante tal invasión? Termino renunciando. Por repugnante que sea, esta convivencia forma parte del orden de las cosas que impera aquí. No soy más que un visitante: no tengo derecho a sublevarme. Me vuelvo a acostar. Gaston sigue durmiendo como un bendito.
Casi inmediatamente siento que algo se mueve levemente en mi cabello. Vuelvo a encender una cerilla, sacudo la cabeza y veo como cae un enorme ciempiés totalmente peludo. Aunque soy un ferviente admirador del Mahatma Gandhi y de sus principios de no violencia, lo aplasto sin piedad. Al día siguiente me enteraré de la naturaleza de este bicho: una escolopendra, un animal de veintiún pares de patas cuya picada puede ser tan venenosa como la de un escorpión. Me vuelvo a acostar por segunda vez. Con la esperanza de encontrar un poco de serenidad, recito interiormente un rosario de
om… om
… Pero parece que el barrio me va a ofrecer más sorpresas. Además de los mosquitos, que tienen la particularidad de hacer poco ruido y burlarse de mí indefinidamente antes de picarme, siento un curioso cosquilleo en las piernas. Una tercera cerilla revela que se trata de una invasión de cucarachas. Las hay por todas partes, en las paredes, en las vigas, en torno al icono de la Virgen, en las páginas de los Evangelios, en la ropa que me sirve de almohada. Las sacudo, caen incluso de mis bolsillos. ¿Qué puedo hacer? Vuelvo a encender la vela, dispuesto a matar unas cuantas a base de pisotones. Pero ¿para qué? Siguen llegando más y más. Me vuelvo a acostar. A la luz vacilante, casi fantasmagórica de la llama, vislumbro, sobre una viga de bambú, un espectáculo digno de las mejores carreras hípicas. Un lagarto está persiguiendo a una enorme cucaracha que huye a toda velocidad. Animo al lagarto con toda mi alma. Cuando está a punto de caer atrapado, el insecto comete una imprudencia fatal. Se refugia bajo el vientre de una gran tarántula cuyo cuerpo velloso constituye un magnífico escudo. Feliz al ver como se le ofrece esta presa inesperada, la araña atrapa al intruso entre sus patas y le planta en el cuerpo los dos garfios que arman su abdomen. Luego lo absorbe como si fuera un huevo. Unos minutos más tarde, el caparazón de la cucaracha me cae encima. Por la mañana veo por el suelo varias cucarachas vaciadas de sus entrañas.