Read Indias Blancas - La vuelta del Ranquel Online
Authors: Florencia Bonelli
Tags: #novela histórica
—Yo lo creo una virtud —dijo Roca.
—No lo estimo ni una virtud ni un defecto. Simplemente, soy así. De todos modos, no quisiera que esos comentarios perjudicaran tus propósitos.
—Los comentarios acerca de nuestra relación no perjudicarían en un ápice algo que ya está demasiado complicado de por sí. Es más, para la opinión pública podría significar una práctica de baja calaña utilizar un chisme del cual no existen pruebas fehacientes para manchar mi buen nombre y dañar la moral de mi familia. La gente no se ha encariñado conmigo, pero lo ha hecho con mi mujer y los chicos. Esta triquiñuela terminará por volverse en contra de quienes la urden
Laura no estaba de acuerdo. Conociendo a los porteños, ella sí consideraba que la mención del amorío podía perjudicarlo.
—Creo que será la postura fanática de Tejedor lo que terminará por volvérsele en contra.
—No estoy tan seguro —objetó Roca—. Los porteños han recibido el fanatismo de Tejedor con los brazos abiertos. Es más, parecen dispuestos a la lucha armada.
—Ni falta que hace que lo aclares. Antes de que saliera para aquí, Ciro Alfano, un empleado de la Editora del Plata, llegó sin aliento a casa para avisarme que los rifleros habían atacado a pedradas la fachada de la editorial. Las consecuencias se limitan a un escándalo de vidrios rotos y manipostería dañada. No es eso lo que me fastidia, sino la farsa en la que decimos vivir ¿Adonde está la mentada libertad de expresión que tanto pregonan los constitucionalistas? ¿Por qué
El Mosquito
puede decir de mí lo que se le antoja y cuando
La Aurora,
con respeto y decoro, da su opinión sólo consigue que un grupo de salvajes lo ataquen? ¡Después dicen que los indios son bárbaros!
—Mandaré poner una guardia a la puerta de la editorial
—No, Julio. Esa medida sólo conseguirá empeorar las cosas. Esta vez he decidido hacer la vista gorda.
—¡Pero no dejarás que esos cerdos se salgan con la suya! Es sabido que la Editora del Plata es tu propiedad. ¿Qué harán la próxima vez, lapidarte en plena calle Florida?
Roca estaba sinceramente contrariado y Laura se arrepintió de haberle hecho el comentario. Pero esa sensación insoslayable que experimentaba junto a él, esa seguridad y protección que Julio Roca le inspiraba, la habían llevado a hablar. A veces, cuando el peso de las responsabilidades se tornaba agobiante, la asaltaba la necesidad de compartir la carga con él.
—Dejemos de lado ese tema. No merece nuestro tiempo ni consideración. He venido a molestarte por otra cosa. He venido a pedirte un favor.
—Lo que quieras.
—No te apresures Quizás no te encuentres tan dispuesto cuando escuches qué tengo que pedirte. Hasta podrías ofenderte y enojarte conmigo, echarme de tu despacho y no querer volver a verme nunca más.
—Eso sería imposible. Siempre deseo verte.
Laura sonrió complacida, mientras buscaba las palabras para comenzar su petitorio. Desde que tomó la decisión de usar su amistad con Julio para conseguir el permiso para que Nahueltruz visitara a su tío Epumer, había ensayado varios discursos. En ese momento, frente a quien había sido su amante, nada de lo bosquejado parecía apto.
—Se trata del indio, ¿verdad?
Laura asintió y no lo miró al decir:
—Es por eso que me resulta tan difícil exponerte mi pedido. Temo abusar de nuestra amistad. Temo lastimarte.
—Vamos, dímelo. Me halaga que recurras a mí.
—Se trata del cacique Epumer Guor, tío de Nahueltruz, que se encuentra prisionero en Martín García. Es un permiso de visita al presidio de la isla lo que he venido a pedirte.
Roca asintió gravemente y, con un movimiento de mano, le indicó que prosiguiese. Laura le contó acerca de la estrecha relación que, desde niño, Nahueltruz había mantenido con el menor de los hijos de Parné y de Mariana, heredero al trono a la muerte de Mariano Rosas. Si bien no se había destacado como líder ranquel, en nada comparable a Parné o a Mariano, Epumer era el último varón de la dinastía y el más querido por Nahueltruz Guor. Debía reconocerse que, al igual que Mariano Rosas, Epumer siempre había bregado por la paz. No se trataba de un hombre de gran discernimiento, pero en absoluto inútil. Su habilidad para trabajar la madera era reconocida, como también su manejo del ganado vacuno y equino. Por último, le dijo que desperdiciar a un hombre aún joven y provechoso resultaba imperdonable.
—Es sabido que en Martín García las condiciones son paupérrimas —prosiguió Laura— Supe que el año pasado debieron traer a varios presos a Buenos Aires para que fueran tratados de fiebre bubónica. Ninguno sobrevivió. En el caso de Epumer, sería un crimen dejarlo morir cuando podría resultar útil en cualquier estancia o chacra.
—Me parece que bregas por algo más que por un permiso de visita. En realidad, estás bregando por su liberación —Laura no comentó al respecto y se limitó a contemplarlo de manera significativa—. Supongo —retomó el general— que, al acudir a mí, estás utilizando tu último recurso.
—Eres el primero a quien acudo —manifestó Laura, y Roca levantó las comisuras con aire irónico—. Aunque debo ser honesta e informarte que las primeras gestiones las realizó el senador Cambaceres a pedido de mi hermano Agustín.
—Y no consiguió nada.
—Nada —ratificó Laura—. No sé exactamente qué oficios inició ni a quién recurrió para solicitar el permiso. Creo que Agustín mencionó que el senador visitaría al ministro del Interior.
—A Laspiur —añadió Roca—, mi enemigo mortal por estos días.
—Oh.
—Laspiur apoya incondicionalmente la candidatura de Tejedor porque él mismo ya se ve como vicepresidente.
—Entiendo —musitó Laura.
—Querida, no te desanimes. Laspiur no es el único con poder para extender la autorización. No olvides que la isla Martín García es predominantemente un asentamiento militar. Y yo soy el ministro de Guerra y Marina. Si Cambaceres hubiera recurrido a mí, el permiso ya habría sido concedido.
—Como no deseaba que mi nombre figurase en esta gestión (no deseaba que figurase
en absoluto,
Julio) —Roca asintió—. Bien, pues yo había pensado que hablases directamente con el senador. Pero como no sé en qué términos están tus relaciones con él, en fin.
—Por estos días es difícil saber con quién se cuenta, querida. Pocos son los enemigos que muestran sus verdaderos rostros. Pero deja de mirarme con esos ojos de cordero inmolado y quita ese mohín de tus hermosos labios. Bien sabes que apenas traspusiste esa puerta ya habías conseguido lo que venías a pedir.
—No, no lo sabía. Más bien, me asaltaban toda clase de dudas acerca de tu disposición para colaborar en un tema tan rispido entre tú y yo.
—Ya ves que mi cariño va más allá de todo tema rispido.
Laura sonrió, y Roca notó que se le coloreaban las mejillas.
—Sin embargo, hay un aspecto que aún me preocupa —continuó Laura—. ¿Cómo harás para explicar al senador Cambaceres tu repentina piedad para con el indio Epumer, es decir, tu repentino interés en otorgar el permiso para la visita?
—Me dijiste que es tu hermano, el padre Agustín Escalante, quien pidió a Cambaceres que obtuviera la autorización, ¿verdad?
—Sí
—¿Y no es acaso cierto que el padre Agustín y yo somos amigos de mis tiempos en el Fuerte Sarmiento en Río Cuarto? Pues bien, diremos que
alguien
me comentó acerca del gran ahínco con que el padre Agustín busca concertar ese encuentro con el cacique Epumer y diremos también que
alguien
me contó que era el senador Cambaceres quien lo ayudaba en las gestiones. Nadie sospechará de mi repentino interés por el bienestar y el destino de un bárbaro que hasta hace veinte minutos atrás me importaba un comino. Ahora bien —retomó el general—, lo que sí podría resultar extraño es que un hombre como Lorenzo Rosas, un hombre más bien extraño a la realidad argentina, que ha vivido los últimos años en París, vaya a visitar a un hombre como el cacique Epumer. Levantaría sospechas.
—Supongo que ése es un riesgo que Rosas ha decidido correr. De todos modos, al igual que tú, él podría invocar su amistad con mi hermano Agustín y decir que la gestión la realiza por orden y cuenta de su gran amigo el padre Escalante. Además, nadie tiene por qué enterarse de que Rosas visitará Martín García.
—Por supuesto —acordó Roca—, nadie tiene que saberlo. A excepción, claro está, del senador Cambaceres.
Laura se puso de pie Roca la imitó con presteza.
—¿Ya te vas?
—Sí, Julio. Te he entretenido demasiado con mis asuntos. Además, debo ir a prepararme. La función en el Colón será en pocas horas. ¿Irás?
—Clara no me perdonaría si no lo hiciera. Tiene gran interés en ver
La traviata.
—¿Estarás en el palco oficial?
—Así es, junto a Avellaneda y su mujer.
—Nos encontraremos allí, entonces. Y podremos mirarnos frente a frente, ya que el palco oficial se opone al mío —dijo Laura.
—Y dejaremos que los demás nos miren como si fuéramos fenómenos de feria —acotó el general—. En especial en un día como hoy en el que
El Mosquito
se ha atrevido a mencionar tu nombre tan abiertamente relacionado al mío. Y hasta quizás podríamos escandalizarlos un poco si tú me arrojases un beso y yo te lo devolviera.
Laurá se rió y el general, en un impulso, la besó ligeramente en los labios.
—Será divertido —dijo Laura— convertirse en el blanco de todos los binoculares del teatro.
Cruzaron el despacho en silencio, uno al lado del otro. Cerca de la puerta, Julio Roca la obligó a detenerse y le confesó al oído.
—No me acostumbro a este trato tan civilizado y amistoso cuando no hace tanto eras mía en la casa de Chavango.
Laura le apoyó la mano sobre la mejilla y lo acarició.
—De una u otra forma, siempre voy a ser tuya, Julio. Ocupas un lugar preponderante en mi corazón. No creas que para mí es fácil dejar de lado nuestros encuentros. Te extraño tanto. Extraño la pasión que compartíamos y también echo de menos tu compañía y nuestras pláticas.
—Pero no volverás a la casa de Chavango, ¿verdad?
—No
—Aquel asunto —dijo Roca—, el que tocamos en nuestro último encuentro —Laura asintió, y resultó fácil entrever su ansiedad reprimida—. Pues bien, ese asunto está finiquitado.
—Gracias, Julio —y lo besó en la mejilla, cerca de la comisura de la boca.
Y como si él hubiese estado agazapado esperando esa pequeña debilidad de ella, le envolvió la cintura con un brazo y, aferrándole la nuca con la mano, se apoderó de su boca con intemperancia. Laura soltó un quejido ahogado, pero no intentó resistirlo. Cedió casi de inmediato, abandonándose al placer que le prodigaba la intimidad con ese hombre. La rudeza del primer momento desapareció, y la pasión de meses atrás tomó su lugar. Cuando se separaron, Roca la miró con provocación, como desafiándola a quejarse. Pero ella no dijo nada. Se mesó el cabello y se alisó la falda, y caminó los últimos pasos hasta la puerta.
—Laura —dijo Roca—, no quiero que
La Aurora
siga mostrando su inclinación por mi candidatura. La situación es tensa y más grave de lo que muchos quieren aceptar. Lo que los rifleros hicieron hoy en la fachada de la Editora del Plata es sólo una pequeña muestra de lo que son capaces si se les da la excusa. No deseo que te expongas. No lo permitiré.
—No tengo miedo, Julio.
La Aurora
seguirá manifestando su opinión como siempre lo ha hecho, como, se supone, tiene derecho a hacerlo en una nación que se reputa de civilizada.
—¡Laura, por amor de Dios! No seas incrédula. Los civilizados de días atrás se convertirán en salvajes para defender lo que tanto codician. Lo que sucede es que no eres consciente de lo que podría sucederte.
El general repasó las distintas alternativas, pero se abstuvo de expresarlas a viva voz. Aunque Laura se mostrara intrépida, él sabía que su naturaleza era sensible y frágil.
—¿Tanto te importa ese indio que por agradecimiento eres capaz de arriesgarte de esta forma? Porque lo haces por agradecimiento, ¿verdad? Sólo eso te mueve —agregó, sin ocultar el reproche y la decepción.
—En parte —replicó Laura, muy serena—. Pero si me conocieras profundamente, sabrías que no lo hago
sólo
por eso. Lo hago también porque estoy convencida de que eres el presidente que la Argentina necesita en este momento. Harás grandes cosas por este país, lo sé, te conozco. Una vez te dije que, aunque discrepáramos en ciertas cuestiones, yo te admiraba y respetaba. Nunca habría sido tuya en caso contrario. Te dije también que me parecía una cualidad inapreciable de tu persona que llevaras a cabo tus propósitos guiado por principios y convicciones claros y firmes. No me cabe duda de que lucharás por la presidencia movido, en parte, por el orgullo y el afán de poder que todos los hombres con ambiciones y horizontes amplios tienen derecho a tener, pero también sé que lucharás por la presidencia porque estas enamorado de tu patria. Eres un hombre sensato, práctico e inteligente, llegarás a donde te has propuesto. Conseguiste tenerme en tu cama, terminaste con el problema del indio, y ahora serás presidente no importa a quién tengas que enfrentar. Además —agregó, dejando de lado el tono circunspecto—, sólo me gusta apostar a los que sé que ganarán.
Roca le tomó el rostro con ambas manos y volvió a besarla, esta vez con delicadeza, sin visos de celos ni pasión. Por fin, abrió la puerta. El amanuense, que escribía en un escritorio apartado, se puso de pie y estudió a Laura con admiración.
—Y espero, general —habló ella, con gesto iracundo—, que, de acuerdo a lo que me ha prometido, tome cartas en el asunto. Resulta inadmisible que un pasquín como lo es
El Mosquito
deshonre el apellido de mi esposo, que fue un hombre honorabilísimo, y arroje mi reputación a los perros con la única finalidad de perjudicarlo a usted en las próximas elecciones. Las artimañas de estas personas son tan infames como ellos.
Ante la inesperada representación de Laura, Roca sufrió un momento de desconcierto. Enseguida se repuso y aseguró vehementemente que se encargaría de interponer una demanda por calumnias e injurias en contra del mencionado periódico. Antes de abandonar el recinto, Laura se dio vuelta y, aprovechando la distracción del amanuense, guiñó un ojo al general, que tosió para ocultar la risa.
Roca volvió a su despacho y le ordenó al empleado que lo siguiera. El muchacho entró con un lápiz y un anotador en la mano.