Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (9 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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De regreso en su despacho, Roca convocó a Gramajo y le ordenó que consiguiera la hoja de servicio del coronel Hilario Racedo. Gramajo la mandó pedir al Fuerte Sarmiento, en Río Cuarto, y días más tarde, llegó por tren en las sacas del correo. Roca la hojeó en su escritorio con ávido interés. Pasó por alto los hitos en la carrera del militar, a quien había considerado un mediocre, y se limitó a la parte donde se detallaban los hechos relacionados con su muerte. Se aseguraba que «el indio Nahueltruz Guor, hijo del cacique general de las tribus ranquelinas, Mariano Rosas, intentando propasarse vilmente con la señorita Laura Escalante, hija del general de la Nación don José Vicente Escalante, en el establo contiguo al hospedaje de la señora doña Sabrina Chávez sito en el número 10 de la calle La Principal, y que, apersonándose en ese momento el coronel Hilario Racedo —a cargo del Fuerte Sarmiento por ausencia del coronel Julio Argentino Roca— junto al que suscribe, pudieron evitar el atroz delito con el lamentable saldo de la muerte del coronel Racedo a causa de un puntazo en el vientre infligido por el susodicho cacique Guor, que logró escapar ayudado por un cómplice, de quien hasta el momento se desconoce la identidad por haber atacado al que suscribe por la espalda». Firmaba el teniente Carpio. El informe también se explayaba en las características físicas del indio, y a Roca le pareció que se asemejaba más a la descripción de un héroe de novela romántica que a la de un reo prófugo de la Justicia. De todo, lo que más lo fastidió fue lo de «muy alto, alrededor del metro noventa».

Guardó bajo llave el expediente y regresó a su escritorio. A un costado, la parva de papeles nunca disminuía. No importaba cuánto se empeñase en responder a los pedidos y resolver los problemas, se multiplicaban sin ton ni son. Debía analizar el presupuesto de uno de los proveedores que los supliría de víveres durante la campaña, firmar el convenio de compra de vacas que se carnearían durante la marcha y concretar la última adquisición de Remington. A pesar de estas urgencias, se puso a hurgar en los cajones en busca de una carta que el coronel Manuel Baigorria, quizás el cristiano que más sabía de salvaba, le había escrito desde San Luis poco antes de morir en el 75. En esa masiva Baigorria le contaba sobre sus vivencias entre los ranqueles. Había leído por última vez esa carta años atrás, pero podía jurar que el viejo coronel unitario mencionaba al primogénito de Mariano Rosas.

A finales de marzo, Roca comenzó a impacientarse. Los preparativos de la compaña se encontraban prácticamente listos. A veces, circundado por las cuatro paredes de su despacho, atosigado de pedidos y recomendaciones, se sentía como un toro embravecido antes de salir a la arena. Ya quería ponerse en marcha, ya ver a sus columnas avanzar como un rodillo sobre los salvajes, ya cruzar el Río Negro (que algunos llamaban su Rubicón), ya poner pie en la isla de Choele-Choel. Pero en su vida había aprendido que el cultivo de la paciencia y el control de las pasiones dan frutos inestimables. Con esas máximas había recorrido su vida militar, vencido a sus enemigos más importantes y conquistado el grado de general con sólo treinta y un años. Así había sido en el 71, cuando aplastó a las fuerzas de López Jordán en Ñaembé, también en el 74, cuando puso fin a los intentos de rebelión del general Arredondo y lo desbarató en un ataque estratégicamente perfecto en Santa Rosa Sofrenaría, entonces, las ansias por apresurar la campaña al desierto, se ajustaría al programa, respetaría los tiempos, repasaría las fases, verificaría los recorridos, las fechas, los lugares, nada quedaría librado al azar, ni el detalle más insignificante. Con voluntad de hierro, volvía a su silla y proseguía con la interminable retahíla de correspondencia, documentos y expedientes.

Con Laura Escalante, en cambio, Roca admitía su fracaso, experiencia inesperada para él, siempre conquistador y nunca conquistado. Unidos por esa lábil relación que lo tenía a mal traer, gustoso se sometía a la excitación que ella le despertaba y se permitía olvidar que algún día lo dejaría solo y deshecho. Lo cierto era que la voluntad de hierro, el cultivo de la paciencia y el control de las pasiones se iban al demonio cuando la tenía cerca, como en ese momento en que ella, frente al tocador, sólo cubierta por la bata de cendal que él le había regalado, se trenzaba el cabello. Probablemente, ésa era la última vez que se verían antes de la campaña y, aunque se lo había mencionado, ella lucía indiferente

Roca abandonó la cama y se colocó detrás de Laura. Le detuvo las manos y le deshizo la trenza. Ella, confundida, le buscó la mirada en el espejo.

—¡Hermoso pelo! —pronunció, mientras estrujaba un puñado entre sus dedos gruesos y oscuros—. Jamás había visto un rubio como éste.

La turbación de Laura y la censura en sus ojos lo desorientaron, lo hicieron sentir como un niño atrapado en la consecución de una fechoría. Laura le quitó el mechón y terminó de trenzarlo hábilmente.

—Llevo prisa, Julio —esgrimió.

Roca no era alto, pero sus ojos celados y su entrecejo permanentemente fruncido conferían la idea de poder y fortaleza. Laura evitó mirarlo para quedar al margen de la ira que su desprecio le había provocado. Ciertamente, debería haberse sentido halagada: el general Roca raramente confería cumplidos. Pero él no podía entender —y ella no podía explicar— que la admiración que su cabello rubio despertaba pertenecía a otro lugar, a otro tiempo. A otro hombre.

—¿Por qué será —se preguntó Roca, sin esconder su mal genio— que siempre eres la primera en marcharse? ¿Ese es tu secreto, dejarme con ganas? Eres un plato exquisito y exótico, Laura, pero con gusto a poco.

—Quizás me voy antes porque soy la más ocupada de los dos.

—¿Más ocupada que el ministro de Guerra y Marina, que anda con el dogal al cuello y que saca tiempo de la nada para verte?

Laura terminó de vestirse y Roca le colocó el dominó sobre los hombros. Repentinamente la había asaltado la necesidad de abandonar esa casa y al hombre que tanto había significado para ella a lo largo de esos meses. De pronto, la situación se mostró cruda y lapidaria, y el remordimiento que la agobió la hizo caminar hasta el vestíbulo con un nudo en la garganta.

El general se acercó para besarla en los labios, pero Laura le ofreció la mejilla. Iba a trasponer la puerta cuando la aferró por la muñeca y le dijo:

—Sé que algún día dejarás de venir. No creas que desconozco las luchas internas que te causan nuestros encuentros.

—Julio —suplicó ella.

—Prométeme que volverás a esta casa cuando yo regrese, que estarás aquí cuando aquel asunto haya terminado.

Laura levantó la vista y lo contempló fijamente.

—¡Prométeme!

No se trataba de una súplica sino de la orden de un general, pero Laura no podía hablar, no quería contestar. Se echó al cuello de Roca y buscó la familiaridad del perfume de su piel. Lo abrazó con fervor y se largo a llorar.

—No lloras por mí —expresó Roca, tristemente.

—Lloro por ti, lloro por mí, lloro por aquellas gentes.

—Lloras por él.

Laura intentó abrir la puerta, pero Roca volvió a detenerla.

—Todavía no —dijo, sin autoridad—. No quiero que te vayas pensando de mí lo peor. Es importante para mí saber que no dejas esta casa odiándome.

La confesión fue desconcertante; Roca, que hacía de la simulación y de la ocultación un arte, la había acostumbrado al ejercicio del sarcasmo y de la intriga. Aunque afectada, pronunció:

—Si buscas mi aquiescencia, no la tendrás.

—Esto es algo que tengo que hacer —se justificó.

—Te conviene hacerlo, que es muy distinto.

—Le conviene a la Patria —retrucó él, ofendido.

Laura se preguntó el objeto de aquel intercambio. Agotada luego de un día intenso en actividades y emociones, sólo quería terminar con la entrevista y volver a su casa. De todos modos, manifestó:

—Alguien una vez me dijo: «Esta es una guerra que sólo terminará el día en que uno de los dos bandos quede destruido y aplastado en el campo de batalla». Creo que ha llegado ese día. Nadie puede detener la fuerza de los acontecimientos. Y en esos acontecimientos, a ti te tocará el papel protagónico. Julio, no creas que me enceguecen mis sentimientos, que conoces tan bien. No seré tan obtusa para culparte del exterminio de los indios del sur cuando sé que se ha tratado de un proceso que ha llevado décadas y en el cual se barajan muchos nombres además del tuyo. Estoy segura de que conseguirás la gloria y los laureles sin demasiado esfuerzo, porque mucho se ha hecho ya para echarlos de su tierra.

Claramente, sus palabras lo habían herido. Bien sabía ella que la sinceridad requería de un tiempo y un lugar, de un estado de ánimo también. Sintió pena, una emoción que jamás creyó experimentar con relación al general Julio Roca.

El malestar de él, sin embargo, no tenía que ver con el sarcasmo y el rencor de Laura, sino con los celos que lo atormentaban cuando se la imaginaba con el indio. Se dio cuenta de que hacía el papel de pelele. Ahora él quería salir de allí, alejarse de ella, terminar con esa fantochada sentimental tan ajena a su carácter seguro y huraño. Aferró el picaporte, y esta vez fue Laura quien lo detuvo.

—Que Dios te acompañe, Julio.

Tomó la mano del general entre las suyas y la besó. Roca la abrazó y le buscó los labios con desesperación.

—Oh, Laura, Laura.

Pero ella se apartó. En ese momento, no sentía deseos de él.

CAPÍTULO VI.

Tía Laura

La gran diversión de Pura Lynch consistía en pasar el día con su tía Laura. A diferencia de su madre, su tía hablaba de cualquier tema. No había tópico que no estuviera dispuesta a abordar y lo hacía sin nudas caras, carraspeos nerviosos o admoniciones. Con su tía Laura, Pura Lynch era libre.

Regresó del campo en Carmen de Areco y al día siguiente envió una esquela a la casa de la Santísima Trinidad que volvió con la respuesta «Mañana a las 10:00 hs te paso a buscar. Tía Laura». Había tanto de qué conversar, hacía tiempo que no se veían, y, si bien en “La Armonía” no había ocurrido nada extraordinario, los últimos meses habían sido intensos en ideas y pensamientos. Quería compartirlos con su tía.

El landó de los Montes se detuvo frente a lo de los Lynch, y José Pedro bajó para llamar a la puerta. Le abrió la misma Purita, que lo saludó con algarabía y corrió hasta el coche, y, sin darle tiempo, abrió la portezuela y saltó dentro. Laura la recibió en un abrazo, mientras Purita le aseguraba que la había extrañado hasta las lágrimas.

—Estás exagerando —dijo Laura, mientras la estudiaba, su sobrina parecía haber cambiado durante el verano, lucía más bonita y desarrollada.

—No exagero, tía. Te extrañé tanto que a veces se me llenaban los ojos de lágrimas. Es que no tenía con quien conversar ni pasar un momento agradable. Mamá nunca tiene tiempo para mí. Tengo la impresión de que siempre está amamantando a Benjamín.

Laura rió y pensó que lo mejor que podía haberle sucedido era que su sobrina regresara a Buenos Aires. La última vez con el general le había dejado un sabor amargo en el alma. Se habían despedido penosamente, ella con ojos arrasados y él con el entrecejo más apretado que nunca. Hacía tres días de eso, y Laura no había vuelto a saber de él. Conocía sus movimientos porque la prensa sólo parecía interesarse en su campaña al sur, además, adonde fuera, se comentaba acerca de la inminencia de su partida, que se estimaba en los primeros días de abril. Laura terminó por aceptar que ya lo echaba de menos.

—Iremos de compras —expresó.

El brillo en los ojos celestes de Pura y la sonrisa que le dedicó empezaron a obrar maravillas en su pena.

—Te compraré tantas cosas que no tendrás sitio donde guardarlas —remarcó.

—¡Oh, tía Laura! No quiero que me compres nada, sólo deseo estar a tu lado.

Laura le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia ella.

—Estarás a mi lado —concedió—, pero llena de cosas lindas. Además, quiero que elijas tu regalo de cumpleaños.

Como había prometido, Laura la llevó a las mejores tiendas de Buenos Aires y la proveyó de un guardarropa nuevo para el invierno, además de toda clase de accesorios. A lo largo de la mañana, exploraron la Recova Nueva y la calle de Florida con José Pedro en reata haciendo malabarismos con los paquetes. Terminaron en la tienda más prestigiosa,
Le Bon Marché,
que, con sus escaparates repletos de artículos del Viejo Mundo y de Oriente Medio, atraía a las señoras adineradas como moscas al dulce. Más se quejaba Purita, más gastaba su tía. En opinión de Laura, una vez comenzada la temporada de fiestas y bailes, nunca contaría con suficientes trajes, vestidos, zapatos, sombreros, guantes y abanicos. Purita se reprimía de mirar dos veces un artículo por miedo a que su tía la obligara a comprarlo.

Cerca del mediodía, Laura le indicó al cochero que llevase los paquetes a lo de Lynch y condujo a Pura a la joyería donde acostumbraba comprar sus alhajas. Tenía
in mente
un juego de pendientes y gargantilla de brillantes y rubíes cabujones. El joyero expuso el conjunto sobre una base de terciopelo y Purita lo contempló largamente.

—Por lo que me comentó madame Du Mourier acerca del vestido para tu fiesta de quince años, creo que la combinación con estas gemas será perfecta ¿No te gustan? —se desanimó, pues Purita seguía callada—. El señor Mazzini puede mostrarnos otras joyas si éstas no son de tu agrado. A mí me gustaron tanto cuando las vi.

—Es lo más lindo que he visto en mi vida —manifestó Pura, con esa exageración y espontaneidad tan características de su personalidad—. ¡Oh, tía Laura —pareció reaccionar—, es demasiado, no puedo, no debo aceptar, es demasiado! ¡Deben de costar una fortuna!

Laura desestimó el comentario y, en breves minutos, finiquitó la compra con el señor Mazzim, que sin chistar aceptó el giro de la señora Riglos y prometió enviar las joyas a primera hora de la mañana siguiente a lo de la familia Lynch. Por un buen rato, Pura se mantuvo ensimismada, sobrecogida ante la largueza de su tía.

—Iremos a lo de Climaco Lezica —comentó Laura.

—No, por favor, no a lo de Lezica —protestó Pura.

—No compraremos nada allí. Sólo quiero saldar una deuda. Serán pocos minutos.

Un empleado fue a llamar a Climaco Lezica, que se encontraba reunido con su tenedor de libros en la parte trasera del negocio. El semblante normalmente ceniciento de Lezica se iluminó al verlas, y Laura intuyó que no era ella el motivo de su alegría. Climaco corrió unas coronas de terciopelo rojo y les indicó que entrasen en una salita primorosamente decorada con confidentes mullidos, una otomana en damasco rojo bermellón, mesas de café y varios espejos de caballete. Tomó dos rosas de un jarrón y las entregó a «tan distinguidas damas» con una leve inclinación.

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