Claire le sigue mirando la espalda, sin saber qué hacer. Por un instante se plantea hacer algún ruido para provocar una reacción en él, aunque sea de horror. Sería muy fácil: una palabra, un sonido, un portazo. Se desvelaría todo. Así de fácil. Pero no lo hace.
En su lugar se queda escuchando sus intimidades domésticas, la espalda apoyada en la almohada, decidiendo si tirar de la sábana para taparse o no. Se mira los dedos de los pies, mira el reloj y el libro, ahora olvidado, que tanto prometía hacía tan sólo un momento.
—Vuelvo el viernes, sí —asegura—. Sí, sí. Yo también te quiero. Y te echo de menos. Dale un beso enorme de mi parte a Johnny.
Ciao, bellissima
. —Una pequeña gracia.
Cuelga el teléfono, pero permanece sentado inmóvil, de cara a la pared.
Claire no puede esperar más. Se ha traspasado una línea, se ha hecho pedazos un momento. No dice nada, sale de la cama de prisa y va al cuarto de baño, cierra la puerta. Sale poco después, vestida, con el pelo peinado precipitadamente. Para, se detiene como si fuera a decir algo, pero no dice nada. Tiene el corazón desbocado.
Finalmente él se vuelve.
—¿Qué haces?
—Necesito que me dé el aire. Vuelvo dentro de un rato —dice. Coge el abrigo y sale corriendo de la habitación. Las puertas, grandes y pesadas, están demasiado bien equilibradas para pegar portazos.
—Espera. ¡Ven! —exclama él, pero es demasiado tarde.
Claire no oye el resto, si es que dice algo más. ¿Irá tras ella? Se lo imagina poniéndose los pantalones de prisa y corriendo, buscando los calcetines. Aprieta el paso.
Atraviesa el vestíbulo del hotel y se ve en la calle, sumergiéndose en la vida de la calle. Hay algo familiar, reconfortante incluso, en los letreros de los escaparates, las palabras de los periódicos, los retazos de conversaciones de los transeúntes. No le resulta ajeno. Como una sirena, es capaz de vivir en el mar y en la tierra.
Chispea. Ya está oscureciendo. La lluvia se mezcla con sus lágrimas. Está furiosa con Harry. Furiosa porque ha cogido el teléfono cuando estaban a punto de hacer el amor, furiosa porque no le ha hecho el menor caso, furiosa porque ha hablado tan tranquilo y natural con Maddy, furiosa consigo misma por traicionar a Maddy y furiosa por la situación en la que se encuentra ahora.
Se abre camino entre el tráfico hasta las Tullerías. Los bancos están vacíos, la gravilla cruje bajo sus pies. El mundo se está yendo a casa. A lo lejos, sumido en la luz crepuscular, la elegante mole del Louvre, con las luces encendidas en la miríada de sus ventanas. «Soy una idiota —piensa—. Éste es un coche que va directo al precipicio. ¿Salto ahora o me quedo?»
Vuelve al cabo de una hora, el pelo empapado. El portero la saluda con una sonrisa.
—
Mademoiselle
—la llama el recepcionista.
—
Oui?
—
Monsieur
Winslow le dejó un mensaje por si llegaba antes que él.
Le da un sobre con el emblema del hotel impreso al dorso, y ella lo abre. La nota dice: «He salido a buscarte. Si vuelves antes que yo, espérame en la habitación, por favor. Lo siento. Un beso, Harry.»
Sube a la habitación. Al igual que la escena de un crimen, está exactamente como la dejó, las sábanas arrugadas, las almohadas deformadas. El
Kamasutra
en el mismo sitio en el que cayó.
Un cuarto de hora después llega Harry.
—Gracias a Dios —dice al tiempo que se acerca a ella y la abraza, los brazos y la cara mojados por la lluvia—. Estaba preocupado. ¿Por qué demonios hiciste eso?
—Lo siento. La llamada de Maddy me descolocó.
—También me descolocó a mí —responde él entre risas, quitándose el abrigo.
Ella esboza una sonrisilla.
—Eso no lo pensé. Normal que te preocupara. Es sólo que estábamos en medio de un momento especial y de pronto tú desconectas y te pones a hablar con Maddy, y fue como si te hubieras olvidado de mí por completo. No me he sentido más sola en toda mi vida.
—Lo comprendo. Pero Maddy es mi mujer, y la quiero.
Ella baja la cabeza.
—Lo sé.
—Y resultaría de lo más extraño que me fuese de viaje y no hablara con ella. Lo suyo es que no sospeche nada, eso lo estropearía todo.
Ella asiente.
—Lo sé.
La besa, y ella le deja hacer. El enfado se le ha pasado, pero no el miedo.
—Tienes las manos heladas —observa Harry—. ¿Quieres que pida un té al servicio de habitaciones?
Ella le sonríe. Nunca lo ha deseado ni lo ha necesitado más.
—No, tengo una idea mejor —contesta, y tira de él hacia la cama—. Y esta vez no cojas el teléfono.
Esa tarde, alrededor de las ocho, van en taxi camino de Le Marais, dejando atrás las luces rutilantes y las calles privilegiadas del Premier Arrondissement. Es un barrio que no está de moda, con calles estrechas. Es el París de los hoteles baratos y los carteles medio despegados. El taxi se detiene delante de un restaurante anodino, la sencilla fachada revestida de madera oscura, el interior oculto por cortinas de cuadros rojos y blancos. En el escaparate las palabras: RESTAURANT À LA CARTE. FOIE GRAS À LA MODE DES LANDES.
—Que no te engañe la pinta del sitio —advierte él mientras le abre la puerta.
Entran. El comedor está iluminado, pero resulta sombrío. Sólo hay unas veinte mesas, todas están ocupadas. En un rincón Claire cree ver a una famosa estrella de cine. Mira de nuevo y ve que no se equivocaba.
Se sientan, y el camarero les lleva la carta.
—Es casi imposible reservar mesa aquí —cuenta Harry. Y pide champán.
—¿Qué sitio es éste? —musita ella.
—El mejor restaurante de París. Puede que del mundo.
—Venga ya.
—Sí.
—¿Por qué contigo todo es lo mejor?
Él bebe un sorbo de champán.
—Como dijo Oscar Wilde: «Soy de gustos sencillos: sólo me satisface lo mejor.» De verdad creo que es el mejor, igual que un montón de gente. Pero también hay otros tantos a los que les horroriza. Lo que sí te puedo decir es que no lo encontrarás en la Guía Michelin. Como ves, no gastan mucho en decoración, pero la comida es increíble.
—Y ¿qué hace que sea tan buena?
—El secreto es la grasa, si quieres que te diga la verdad. Y la materia prima.
—¿Qué quieres decir?
—De un tiempo a esta parte la mayoría de los restaurantes de París tiene en cuenta que a su clientela le preocupa engordar, pero este sitio no. Es de los que garantizan el ataque al corazón.
—Y ¿eso es bueno?
—Lo es cuando pruebas la comida. En Francia hay muchas cocinas distintas, unas basadas en el aceite, otras en la mantequilla. Aquí se apuesta por la grasa. En este sitio hacen el mejor pollo asado del mundo, que vamos a pedir, por cierto. La piel está cubierta de grasa caliente chisporroteante, y el pollo es un
coucou
de Rennes, que son los mejores del mundo. También tienen el mejor foie gras que he comido en mi vida. Llega directo de Aquitania. No sé si te has fijado, pero en el escaparate pone: FOIE-GRAS ÀLAMODE DES LANDES.
—Sí.
—Bueno, pues
«des Landes»
significa que procede de las Landas, de Aquitania. Y sí, es el mejor. Ni punto de comparación con los demás foie gras de París. Así que, como ves, el secreto es la materia prima.
—Así que vamos a pedir foie gras, ¿no?
—Ajá.
El camarero vuelve, y piden foie gras y pollo, además de patatas al horno. De la carta de vinos Harry escoge un Gevrey-Chambertin.
—Prepárate para el festín —anuncia—. Las patatas sobran, pero están tan ricas que no puedo dejar de pedirlas.
Beben champán. El
foie-gras
llega: tres tajadas rosáceas veteadas de grasa amarilla, rebanadas de
baguette
tostadas, mantequilla.
—Me voy a poner como una foca por tu culpa. —Claire unta generosamente el pan caliente con foie gras y mantequilla, que se derriten, se funden. Lanza un suspiro—. Probablemente sea la cosa más rica que he comido en mi vida.
—¿A que sí? —contesta él, sonriendo al ver el placer mutuo—. A Estados Unidos nunca llega un
foie
rico de verdad. Lo que nos mandan está lleno de conservantes. Lo bueno es esto.
Terminan el foie gras. Claire, voraz, coge el último trozo de pan y rebaña el plato.
—Deja algo de sitio —le aconseja él.
—Lo siento, no puedo evitarlo.
Sale el pollo, dorado y reluciente, la grasa escurriendo de la piel. Al lado, las patatas, capas de finas rodajas cocidas y fritas antes de ser horneadas en grasa de pato con ajo.
—Esto está de miedo —aprueba ella, probando un bocado.
—Lo sé, pero no podrías cenar aquí todas las noches.
—Ahora entiendo por qué la gente engorda: por necesidad. Una persona delgada no podría comerse todo esto aunque quisiera. Si estuviera gorda, me cabría más.
—Se me había olvidado lo grandes que son los pollos aquí.
—Ya. De éste podrían comer cuatro personas.
—No creo que me lo pueda terminar.
—Qué va, ni yo tampoco. Si tomo un bocado más, reviento.
—Le diré que nos lo ponga para llevar. Sé que se considera de mala educación, pero no lo puedo dejar aquí. Está demasiado bueno.
Salen del restaurante cogidos de la mano. En la calle hace frío, el viento levanta papeles por el aire. Los escaparates tienen las persianas echadas. Dejan atrás un café casi desierto. Pasan unos coches, una moto. No hay taxis. Caminan hacia el oeste, hacia su hotel. Al otro lado de ventanas con cortinas, televisores a todo volumen.
—Está demasiado lejos para ir andando —dice él—. Pero no te preocupes, ya pasará un taxi.
—No me importa. Necesito bajar la cena. Gracias, por cierto.
—¿Por qué?
—Por esto, por todo. Por los mejores días de mi vida y la mejor comida. Dios mío, ya me has pegado esa palabra.
Los adelantan otras parejas por la acera. Se acerca un taxi. Harry casi ni lo ve. Silba y grita, y el vehículo se detiene bruscamente. Se suben a él y le dan la dirección del hotel. Las luces de París brillan sólo para ellos. No hay otra realidad. Están allí, en ese momento. Amantes en París. Son como dioses viviendo en secreto entre los mortales. Sólo importan ellos dos. El mundo exterior no existe. Para ellos el mundo es esa Francia, ese París, esa habitación, esa cama.
Su último día. Los bulevares están resbaladizos debido a la lluvia. Sentada en la cama, en bragas, Claire lee el periódico y se come una naranja, amontonando cuidadosamente las mondas. Harry teclea en el escritorio.
En la habitación se respira paz, un simulacro de domesticidad. En la mesa, una bandeja con tazas de café vacías, los restos del desayuno. El avión de ella sale a primera hora de la tarde. El de él, después.
Claire suspira.
—¿Estás bien?
—Es sólo que no quiero que esto termine, ¿sabes? Volver a la realidad. No me refiero a quedarnos en el Ritz, me refiero a estar juntos. No sé cuándo te volveré a ver.
—Lo sé. —Harry va a la cama y se sienta a su lado. Ella le da un gajo de naranja—. No tiene por qué acabar —la tranquiliza, poniéndole la mano en el muslo.
—¿Me lo puedes prometer? —Lo dice con los ojos muy abiertos, buscando los suyos—. Quiero creerte.
—Te lo prometo, sí.
Ella asiente.
—Es pedir demasiado.
—¿No podemos probar a seguir así un poco más? ¿Y si te cansas de mí? ¿Y si conoces a alguien más joven? No es que sea el más indicado para quejarme.
—No quiero a nadie más.
—Eso lo dices ahora, pero es posible que lo pienses cuando se me caigan el pelo y los dientes —contesta él riendo—. Soy mucho mayor que tú, Claire. No creo que haga mucha gracia tener que cambiarme la bolsa de la colostomía en las cenas.
—Bobadas. Serás uno de esos hombres mayores tremendamente atractivos.
—Es verdad… podría tener incontinencia. Eso es bastante tremendo.
—Anda, calla —le espeta ella, dándole con una almohada—. Me estás haciendo reír otra vez, y no tengo ganas de reírme.
—Eso es ridículo. ¿Cómo no vas a tener ganas de reírte? Recuerda que la risa es la mejor medicina. ¿Alguna vez has ido a un funeral? No hay nada que le guste más a la gente que, de pronto, un viejo amigo del fallecido se ponga a contar anécdotas fuera de lugar.
Son como niños en un crucero. Al otro lado del horizonte, en alguna parte, se encuentra el puerto donde tendrán que bajarse. Por el momento están fingiendo.
A menudo me he preguntado qué se le pasaría a Harry por la cabeza esos días. ¿Alguna vez se sintió culpable o le remordió la conciencia? Era como si no tuviese esposa y un hijo. ¿Olvidó los años que habían pasado juntos, las risas compartidas, el dolor compartido, las personas en cuyas vidas influyeron, cuyas vidas podían destrozar él y Claire? ¿Hacia dónde se encaminaba? ¿Creía que podía seguir con esa aventura sin que Maddy se enterase? ¿Lo quería incluso?
Lo que más me desconcierta del comportamiento de Harry es la naturalidad con que lo llevaba. Era como si fuese un adúltero nato. Cabe la posibilidad de que esa clase de cosas les resulte más fácil a algunos hombres, sobre todo a escritores, actores o espías, a aquellos que están tan acostumbrados a meterse en la piel de otras personas, a suplantar otras vidas, que pierden el contacto con la vida que de verdad importa.
Algunos hombres, me figuro, se habrían sentido culpables o al menos inquietos. Habrían tenido miedo de que los pillaran, de que su engaño saliera a la luz, de que su vida doméstica se viera destrozada.
No obstante a Harry le resultaba sencillo. Puede que no pensara que en la vida había verdadero dolor o verdaderas pruebas. Las cosas le sucedían sin más. Imagino que se estaba peleando con el libro nuevo pero, después de todo, ¿no forma eso parte del proceso creativo? ¿No se supone que los artistas tienen que sufrir? En algunos sentidos parecía injusto. Él, que ya tenía tanto, no estaba satisfecho. Con muchas cosas sólo tenía que extender la mano y ahí estaba lo que quería. Cierto que nunca había tenido mucho dinero, pero al parecer eso nunca revistió importancia. Tenía algo más importante, concretamente la capacidad de inspirar amor. Visto así, ¿tanto le sorprendió que se lo inspirara a Claire? Al fin y al cabo, ¿quién no lo había querido? Perros, compañeros de estudios, amigos, lectores, desconocidos en bares. Había acaparado amor como un coche acumula kilómetros. Lo que sí fue una sorpresa es que después de inspirar amor quisiera recuperarlo.