Inés del alma mía (23 page)

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Authors: Isabel Allende

Tags: #Biografía, histórico, romántico.

BOOK: Inés del alma mía
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Valdivia y Monroy regresaron exultantes con la noticia de que sus avances diplomáticos habían tenido éxito: Vitacura nos haría una visita. Don Benito advirtió que ese mismo curaca había traicionado a Almagro y convenía estar preparados para alguna barrabasada. Pero eso no amilanó el ánimo de la gente. Estábamos hartos de batallar. Los hombres sacaron brillo a yelmos y armaduras, decoramos la plaza con estandartes, distribuimos en círculo los caballos, que causaban mucha impresión entre los indios, y preparamos música con los instrumentos disponibles. Como precaución, Valdivia hizo cargar los arcabuces y puso a Quiroga con un grupo de tiradores ocultos y prontos a actuar en una emergencia. Vitacura se presentó con tres horas de retraso, de acuerdo con el protocolo de los incas, como nos explicó Cecilia. Iba adornado con plumas de muchos colores, portaba una pequeña hacha de plata en la mano, signo de su mando, e iba rodeado de su familia y de varios personajes de su corte, al estilo de los nobles del Perú. Venían sin armas. Dio un discurso eterno y muy enredado en quechua y Valdivia respondió con otra media hora de zalamerías en castellano, mientras los lenguas se hallaban en duros aprietos para traducir ambos idiomas. El curaca trajo de regalo unas pepitas de oro, que según él provenían del Perú, pequeños objetos de plata y unas mantas de lana de alpaca; ofreció también cierto número de hombres para que nos ayudaran a levantar la ciudad. A cambio, nuestro capitán general le dio unas baratijas traídas de España y sombreros, muy apreciados entre los quechuas. Hice servir una comida abundante y bien regada con chicha de tuna y
muday
, un licor fuerte de maíz fermentado.

—¿Hay oro en la región? —preguntó Alonso de Monroy, hablando en nombre del resto de los hombres, que no estaban interesados en otra cosa.

—Oro no hay, pero en los montes hay una mina de plata —replicó Vitacura.

La noticia entusiasmó mucho a los soldados, pero ensombreció el ánimo de Valdivia. Esa noche, mientras los demás hacían planes con la plata que aún no tenían, Pedro se lamentaba. Estábamos en nuestro solar, instalados en la tienda de Pizarro —aún no habíamos levantado los muros ni el techo de la casa—, remojándonos en la batea con agua fría para pasar el calor bochornoso del día.

—¡Qué lástima lo de la plata, Inés! Preferiría que Chile fuese tan mísero como decían. Vine a fundar un pueblo trabajador y de buenos principios. No quiero que se corrompa con riqueza fácil.

—Todavía está por verse si la mina existe, Pedro.

—Espero que no, pero en cualquier caso será imposible impedir que los hombres vayan tras ella.

Y así fue. Al día siguiente ya se habían organizado varias partidas de soldados para explorar la región en busca de la maldita mina. Eso era justamente lo más conveniente para nuestros enemigos: que nos separásemos en pequeños grupos.

El capitán general designó el primer cabildo, nombrando alcaldes a sus más fieles compañeros, y se dispuso a repartir sesenta mercedes de tierra, con los indios para trabajarlas, entre los hombres más valiosos de la expedición. Me pareció precipitado repartir tierra y encomiendas que no teníamos, sobre todo sin conocer la verdadera extensión y riqueza de Chile, pero así se hace siempre: se planta una bandera, se toma posesión con tinta y papel, y después viene el problema de convertir la letra en bienes, para lo cual hay que despojar a los indígenas, y además obligarlos a trabajar para los nuevos dueños. Sin embargo, me sentí muy honrada, porque Pedro me consideró como el principal de sus capitanes y me otorgó la mayor merced de tierra, con sus encomendados, arguyendo que yo había enfrentado tantos peligros como el más valiente de los soldados, había salvado a la expedición en repetidas ocasiones y que si arduos eran los trabajos para un hombre, mucho más lo eran para una frágil mujer. De frágil, nada, por supuesto, pero ninguno objetó su decisión en voz alta. Sin embargo, Sancho de la Hoz se valió de esto para atizar el fuego del rencor entre los sediciosos. Pensé que si algún día esas fantásticas haciendas se convertían en realidad, yo, una modesta extremeña, sería uno de los propietarios más ricos de Chile. ¡Cómo se alegraría mi madre con esa noticia!

En los meses siguientes la ciudad surgió del suelo como un milagro. A finales del verano ya había muchas casas de buen parecer, habíamos plantado hileras de árboles para tener sombra y pájaros en las calles, la gente estaba cosechando las primeras verduras de sus huertos, los animales parecían sanos, y habíamos almacenado provisiones para el invierno. Esta prosperidad irritaba a los indios del valle, que se daban cuenta cabal de que no estábamos allí de paso. Suponían, y con razón, que llegarían más
huincas
a arrebatarles sus tierras y convertirlos en siervos. Mientras nosotros nos preparábamos para quedarnos, ellos se preparaban para echarnos. Se mantenían invisibles, pero empezamos a oír el llamado lúgubre de la trutuca y de los
pilloi
, una flauta que hacen con huesos de las piernas de sus enemigos. Los guerreros se cuidaban de evitarnos; cerca de Santiago sólo rondaban viejos, mujeres y niños, pero de todos modos nos manteníamos alertas. Según don Benito, la visita de Vitacura tuvo por única finalidad averiguar nuestra capacidad militar, y seguramente el curaca no quedó impresionado, a pesar del despliegue teatral que hicimos en esa ocasión. Debió de irse muerto de risa al comparar nuestro escaso contingente con los millares de chilenos que espiaban en los bosques aledaños. Él era quechua del Perú, representante de los incas, no pensaba involucrarse en la pelotera entre
huincas
y
promaucaes
de Chile. Calculó que si estallaba la guerra, él podría salir ganando. A río revuelto, ganancia de pescadores, como dicen en Plasencia.

Catalina y yo, valiéndonos de señas y palabras en quechua, salíamos a comerciar por los alrededores. Así conseguimos aves y guanacos, unos animales parecidos a las llamas, que dan buena lana, a cambio de chucherías sacadas del fondo de mis baúles, o de nuestros servicios de sanadoras. Teníamos buena mano para componer huesos rotos, cauterizar heridas y atender partos; eso nos sirvió. En los rancheríos de los indígenas conocí a dos
machis
o curanderas que intercambiaron yerbas y encantamientos con Catalina y nos enseñaron las propiedades de las plantas chilenas, diferentes a las del Perú.

El resto de los «médicos» del valle eran hechiceros que extraían con gran escándalo sabandijas del vientre de los enfermos; ofrecían pequeños sacrificios y aterraban a la gente con sus pantomimas, método que a veces daba excelente resultado, como yo misma pude comprobar. Catalina, quien había trabajado en el Cuzco con uno de estos
camascas
, «operó» a don Benito cuando todos los demás recursos nos fallaron. Con mucha discreción, ayudadas por un par de indias sigilosas del séquito de Cecilia, llevamos al viejo al bosque, donde Catalina condujo la ceremonia. Lo atontó con una poción de yerbas, lo sofocó con humo y procedió a masajear su herida en el muslo, que no había cicatrizado bien. Durante el resto de su vida don Benito habría de contar a quien quisiera oírle cómo él vio con sus propios ojos sacar de su herida lagartijas y culebras que le emponzoñaban la pierna, y cómo después de eso sanó completamente. Quedó cojo, es cierto, pero no se murió de podredumbre, como temíamos. No me pareció necesario explicarle que Catalina llevaba los reptiles muertos escondidos en las mangas. «Si con magia va curando, síganle dando», dijo Cecilia.

Por su parte, esta princesa, quien servía de puente entre la cultura quechua y la nuestra, estableció una red de información valiéndose de sus siervas. Incluso fue a visitar al curaca Vitacura, quien cayó de rodillas y golpeó el suelo con la frente cuando supo que ella era la hermana menor del inca Atahualpa. Cecilia averiguó que en el Perú las cosas estaban muy revueltas, incluso había rumores de que Pizarro había muerto. Me apresuré a contárselo a Pedro, dentro del mayor secreto.

—¿Cómo sabes si es verdad, Inés?

—Eso dicen los chasquis. No puedo asegurar que sea cierto, pero conviene tomar precauciones, ¿no te parece?

—Por suerte, estamos lejos del Perú.

—Sí, pero ¿qué pasa con tu titulo si muere Pizarro? Tú eres su teniente gobernador.

—Si Pizarro muere, estoy seguro de que Sancho de la Hoz y otros volverán a cuestionar mi legitimidad.

—Distinto sería si tú fueras gobernador, ¿verdad? —sugerí.

—No lo soy, Inés.

La idea quedó suspendida en el aire, ya que Pedro sabía muy bien que yo no me quedaría impávida. Aproveché mi amistad con Rodrigo de Quiroga y Juan Gómez para echar a correr la idea de que Valdivia debía ser nombrado gobernador. A los pocos días ya no se hablaba de otra cosa en Santiago, tal como yo calculaba. En eso se desataron las primeras lluvias del invierno, subió el cauce del Mapocho, se desbordaron sus aguas y la naciente ciudad quedó convertida en un barrizal, pero eso no impidió que se reuniera el cabildo, con gran solemnidad, en una de las chozas. El lodo llegaba a los tobillos de los capitanes que se juntaron para designar gobernador a Valdivia. Cuando vinieron a nuestra casa a anunciar la decisión, él pareció tan sorprendido que me asusté. Tal vez se me había pasado la mano en el afán de adivinarle el pensamiento.

—Me emociona la confianza que vuestras mercedes depositáis en mí, pero ésta es una resolución precipitada. No estamos seguros de la muerte del marqués Pizarro, a quien yo tanto debo. De ninguna manera puedo pasar sobre su autoridad. Lo lamento, mis buenos amigos, pero no puedo aceptar el alto honor que me hacéis.

Apenas los capitanes se fueron, Pedro me explicó que la suya era una astuta maniobra para protegerse, ya que en el futuro podían acusarlo de haber traicionado al marqués, pero estaba seguro de que sus amigos volverían a la carga. En efecto, los miembros del cabildo regresaron con una petición escrita y firmada por todos los vecinos de Santiago. Alegaron que estábamos muy lejos del Perú y mucho más lejos aún de España, sin comunicación, aislados en el fin del mundo, por eso le suplicaban a Valdivia que fuera nuestro gobernador. Muerto o no Pizarro, igual querían que él ocupara ese cargo. Tres veces debieron insistir, hasta que le soplé a Pedro que bastaba de hacerse de rogar, porque sus amigos podían fastidiarse y acabar nombrando a otro; había varios honorables capitanes que estarían felices de ser gobernadores, como me constaba por los chismes de las indias. Entonces se dignó aceptar: ya que todos lo pedían, él no podía oponerse, la voz del pueblo es la voz de Dios, acataba humildemente la voluntad general para servir mejor a su majestad, etcétera. Se extendió el documento pertinente, que lo ponía a salvo de cualquier acusación en el futuro, y así fue como se nombró al primer gobernador de Chile por decisión popular y no por cédula real. Valdivia designó a Monroy su teniente gobernador y yo pasé a ser la Gobernadora, así con mayúscula, porque es el cargo que la gente me ha dado durante cuarenta años. Para los efectos prácticos, más que un honor esto ha sido una grave responsabilidad. Me convertí en madre de nuestro pequeño poblado, debía velar por el bienestar de cada uno de sus habitantes, desde Pedro de Valdivia hasta la última gallina del corral. No había descanso para mí, vivía pendiente de los detalles cotidianos: comida, ropa, siembras, animales. Por suerte, nunca he necesitado más de tres o cuatro horas de sueño, de modo que disponía de más tiempo que otros para hacer mi trabajo. Me propuse conocer a cada soldado y yanacona por su nombre y les hice saber que mi puerta siempre estaba abierta para recibirles y escuchar sus cuitas. Me ocupé de que no hubiese castigos injustos ni desproporcionados, en especial a los indios; Pedro confiaba en mi buen criterio y por lo general me escuchaba antes de decidir una sentencia. Creo que para entonces la mayoría de los soldados me había perdonado el trágico episodio de Escobar y me tenía respeto, porque había curado a muchos de sus heridas y fiebres, les había alimentado en la mesa común y ayudado a acomodar sus viviendas.

La noticia de que Pizarro había muerto no resultó cierta, pero fue profética. En ese momento el Perú estaba en calma, pero un mes más tarde un pequeño grupo de «rotos chilenos», es decir, antiguos soldados de la expedición de Almagro, irrumpieron en el palacio del marqués gobernador y le dieron muerte a cuchilladas. Un par de criados salieron en su defensa, mientras sus cortesanos y centinelas escapaban por los balcones. La población de la Ciudad de los Reyes no lamentó lo ocurrido, estaba hasta la coronilla de los excesos de los hermanos Pizarro, y en menos de dos horas el marqués gobernador fue reemplazado por el hijo de Diego de Almagro, un mozo inexperto, quien el día anterior no tenía un maravedí para comer y de la noche a la mañana era dueño de un imperio fabuloso. Cuando la noticia se confirmó en Chile, meses más tarde, Valdivia ya tenía seguro su cargo de gobernador.

—En verdad eres bruja, Inés... —murmuró Pedro, asustado, cuando lo supo.

Durante el invierno fue evidente la hostilidad de los indios del valle. Pedro dio orden de que nadie abandonara la ciudad sin un motivo justificado y sin protección. Se terminaron mis visitas a las machis y a los mercados, pero creo que Catalina mantuvo contacto con las aldeas, porque continuaron sus sigilosas desapariciones nocturnas. Cecilia averiguó que Michimalonko estaba preparándose para atacamos y que para incentivar a sus guerreros les había ofrecido los caballos y las mujeres de Santiago. Sus huestes se iban engrosando y ya había seis toquis con sus gentes acampados en uno de sus fuertes o pucara esperando el momento propicio para iniciar la guerra.

Valdivia escuchó de labios de Cecilia los detalles, conferenció con sus capitanes y decidió tomar la iniciativa. Dejó el grueso de sus soldados para proteger Santiago y partió con Alderete, Quiroga y un destacamento de sus mejores soldados a enfrentarse con Michimalonko en su propio terreno. La pucara era una construcción de barro, piedra y madera, rodeada de una empalizada de troncos, que daba la impresión de haber sido levantada a la rápida, como protección temporal. Además, estaba ubicada en un punto vulnerable y mal defendida, de modo que los soldados españoles no tuvieron gran dificultad en aproximarse de noche y prenderle fuego. Esperaron afuera a que los guerreros fueran saliendo, ahogados por el humo, y mataron a un número impresionante de ellos. La derrota de los indígenas fue rápida, y los nuestros capturaron a varios caciques, entre ellos a Michimalonko. Los vimos llegar a pie, atados a las monturas de los capitanes que los arrastraban; magullados y ofendidos, pero soberbios. Corrían al lado de los caballos sin dar muestras de temor ni cansancio. Eran hombres bajos de estatura pero bien formados, delicados de pies y manos, fornidos de espaldas y miembros, levantados de pecho. Llevaban el negro cabello largo y trenzado con tiras de colores y los rostros pintados de amarillo y azul. Supe que el toqui Michimalonko tenía más de setenta años, pero costaba creerlo, porque no le faltaban dientes y era alentado como un muchacho. Los mapuche que no mueren en accidentes o en la guerra pueden vivir en espléndidas condiciones hasta pasados los cien años. Son muy fuertes, valientes y atrevidos, resisten los fríos mortales, el hambre y los calores. El gobernador ordenó dejar a los toquis engrillados en la choza destinada a prisión; sus capitanes planeaban darles tormento para averiguar si había minas de oro en la región, por si el curaca Vitacura hubiese mentido.

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