Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? (6 page)

BOOK: Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos?
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En cualquier caso, es posible ahondar en este análisis. La psicóloga Nalini Ambady escuchó las cintas de Levinson y se concentró en las conversaciones grabadas sólo entre cirujanos y pacientes. Seleccionó dos conversaciones por cirujano. Después, de cada una de ellas extrajo dos segmentos de diez segundos en los que estuviera hablando el médico, de forma que su selección constaba de cuarenta segundos en total. Por último, «filtró» el contenido, es decir, eliminó los sonidos de alta frecuencia del habla que nos permiten reconocer palabras sueltas. Lo que queda tras hacer un filtrado de contenido es una especie de embrollo en el que permanecen la entonación, el tono y el ritmo, aunque desaparece el contenido. Utilizando esos datos, y sólo ésos, Ambady efectuó un análisis parecido al de Gottman. Formó un tribunal con varias personas para que puntuaran esos fragmentos de sonido «embrollado» según ciertas cualidades como el afecto, la hostilidad, la dominación y la ansiedad, y descubrió que, sólo con el uso de esas categorías, podía adivinar a qué cirujanos demandaron y a cuáles no.

Ambady sostiene que tanto ella como sus colegas se quedaron «totalmente atónitos con los resultados», y no es de extrañar. Los miembros del tribunal no sabían nada del grado de destreza de los cirujanos. No sabían si eran muy expertos, qué tipo de formación habían recibido o la clase de procedimientos que solían aplicar. Ni siquiera sabían qué les estaban diciendo los doctores a sus pacientes. De lo único que se valieron para hacer sus predicciones fue del tono de voz de los cirujanos. De hecho, era incluso algo más básico: si la voz del médico sonaba dominante, éste solía pertenecer al grupo de los demandados. Si la voz no era tan dominante y reflejaba más preocupación por el paciente, solía estar incluido en el otro grupo. ¿Es posible extraer conclusiones con menos datos? La negligencia parece ser uno de esos problemas infinitamente complicados y con múltiples dimensiones. Al final todo se reduce a una cuestión de respeto, y la manera más sencilla de mostrar respeto es con el tono de voz: el más corrosivo que puede adoptar un médico es el dominante. ¿Necesitaba Ambady someter a prueba toda la historia de un paciente con un doctor para descubrir ese tono? No, puesto que una consulta médica se parece bastante a una de las discusiones de pareja de Gottman o al dormitorio de un estudiante. Es una de esas situaciones en las que la firma se aprecia con toda claridad.

La próxima vez que esté sentado en la consulta del médico, si tiene la sensación de que éste no le escucha, de que se dirige a usted en un tono condescendiente y de que no le trata con respeto, preste oídos a esa sensación. Lo que ha hecho es, a partir de una pequeña selección de datos extraídos de la actitud del médico, sacar sus propias conclusiones, y se ha dado cuenta de que ese doctor deja mucho que desear.

El golpe de vista

La capacidad para extraer conclusiones a partir de una pequeña selección de datos significativos no es un don exótico. Es una parte central de lo que significa ser humano. Lo hacemos siempre que conocemos a una persona o tenemos que entender algo con rapidez o nos encontramos ante una situación nueva. Lo hacemos porque tenemos que hacerlo, y llegamos a depender de esa capacidad porque hay muchos «puños» de Morse por ahí escondidos, muchas situaciones en las que prestar una atención minuciosa a unos pocos datos reveladores, aunque no sea más que durante uno o dos segundos, puede darnos muchísima información.

Resulta asombrosa, por ejemplo, la cantidad de profesiones y disciplinas que tienen un término para referirse al don de leer en lo más hondo de las esquirlas diminutas de experiencia. En baloncesto, cuando un jugador puede percibir y comprender todo lo que pasa a su alrededor, se dice que tiene «sentido de la pista». En el ejército, de los generales más brillantes se dice que tienen
coup d'oeil
—lo que, traducido del francés, significa «golpe de vista», es decir, capacidad para ver e interpretar de inmediato el campo de batalla—. Napoleón tenía esa facultad. Y Patton, también. El ornitólogo David Sibley afirma que en una ocasión, en Cape May, Nueva Jersey, divisó un pájaro que volaba a casi doscientos metros y reconoció al instante que era un combatiente,
philomachus pugnax
. En su vida había visto un combatiente en vuelo, ni en ese momento había tenido el tiempo suficiente para poder identificarlo con precisión. Pero fue capaz de captar lo que las personas que observan a los pájaros denominan «la esencia» del pájaro, y eso le bastó.

«La identificación de aves se basa, en la mayoría de los casos, en una especie de impresión subjetiva causada por la forma en que el pájaro se mueve, así como por la sucesión de apariciones instantáneas desde distintos ángulos; y conforme el ave va moviendo la cabeza, volando y girando, te permite ver secuencias de formas y ángulos distintos», afirma Sibley. «Todo eso se combina y crea una impresión única de un pájaro que en realidad no se puede separar del conjunto y explicar con palabras. Cuando estás en el campo observando un pájaro, no te detienes a analizarlo diciendo: "tiene esto, eso y aquello, así que debe de ser un ejemplar de tal especie". Es algo más natural e instintivo. Tras mucha práctica, uno mira al pájaro y siente como si en el cerebro se activaran pequeños interruptores. Es lo que parece. Sabes lo que es a primera vista».

Brian Grazer, productor de muchas de las películas más famosas de Hollywood de los últimos veinte años, usa casi exactamente las mismas palabras para describir su primer encuentro con el actor Tom Hanks. Fue en 1983. Hanks era por entonces casi un desconocido. Lo único que había hecho era la serie de televisión ahora olvidada, y con toda justicia,
Bosom Buddies
[Amigos del alma]. «Entró e hizo una prueba para la película
Un, dos, tres… Splash
, y allí mismo, en ese momento, puedo decirle lo que vi», dice Grazer. En ese primer instante supo que Hanks era especial. «Cientos de personas hicieron la prueba para esa parte, algunas más graciosas que él. Pero no resultaban tan simpáticas como Hanks. Sentí como si pudiera vivir en su interior. Sentí que podía identificarme con los problemas que tuviera. Mire, para hacer reír a alguien, hay que ser interesante, y para ser interesante hay que tener un poco de malicia. Lo cómico proviene del enfado y lo interesante proviene del enfado; si no, no hay conflicto. Pero Hanks era capaz de ser malo y tú le perdonabas, y tienes que ser capaz de perdonar a alguien, porque al fin y al cabo, todavía tienes que estar con él, aunque haya plantado a la chica o tomado algunas decisiones con las que no estás de acuerdo. En aquel momento, todo esto no llegó a ser un pensamiento que pudiera verbalizar. Fue una conclusión intuitiva que no pude descifrar hasta más tarde».

Supongo que a muchos de ustedes Tom Hanks les causa la misma impresión. Si les preguntara qué les parece, dirían que es decente, digno de confianza, realista y divertido. Aunque no le conocen. No son amigos suyos. Sólo le han visto en el cine, interpretando una amplia variedad de personajes. En cualquier caso, se las han arreglado para extraer algo muy significativo de él a partir de unos pocos datos de su experiencia, y tal impresión ejerce un poderoso efecto en el modo en que viven las películas de Tom Hanks. «Todo el mundo dijo que no veía a Tom Hanks de astronauta», comenta Grazer en referencia a su decisión de incluir a Hanks en el reparto de la película
Apolo XIII
, que tanto éxito tuvo. «Pues bien, yo no sabía si Tom Hanks era astronauta o no, pero tenía la idea de hacer una película acerca de una nave espacial en peligro. ¿Y quién quiere todo el mundo que regrese por encima de todo? ¿A quién quiere salvar Estados Unidos? A Tom Hanks. No queremos verle morir. Nos gusta demasiado».

Si no pudiéramos extraer conclusiones a partir de unos cuantos datos clave, si fuera de verdad necesario pasar con alguien meses y meses para llegar a conocer su auténtica personalidad,
Apolo XIII
carecería de dramatismo y
Un, dos, tres… Splash
no sería divertida. Y si no pudiéramos entender situaciones complicadas en fracciones de segundo, el baloncesto sería algo caótico y los observadores de aves serían inútiles. No hace mucho, un grupo de psicólogos adaptó la prueba de predicción del divorcio cuyos resultados me parecieron tan abrumadores. Tomaron algunos de los vídeos de parejas de Gottman y se los enseñaron a personas no expertas, aunque en esta ocasión ofrecieron una ayudita a los evaluadores: les dieron una lista de emociones para que intentaran detectarlas. Dividieron las cintas en segmentos de treinta segundos y dejaron que todos los participantes vieran dos veces cada segmento, una para concentrarse en el hombre, y otra, en la mujer. ¿Y qué pasó? Esta vez, las clasificaciones de los evaluadores fueron predicciones con más del 80 por ciento de exactitud acerca de qué matrimonios iban a conseguir salvarse. Aunque el resultado es peor que el de Gottman, no deja de ser bastante impresionante. Y no es de extrañar: somos veteranos en el arte de extraer conclusiones a partir de unos cuantos datos significativos.

2
La puerta cerrada:
vida secreta de las decisiones instantáneas

No hace mucho, Vic Braden, uno de los mejores entrenadores de tenis del mundo, empezó a darse cuenta de que algo raro le pasaba cada vez que veía un partido de tenis. Los jugadores tienen dos oportunidades de sacar, y si fallan el segundo servicio se dice que han cometido doble falta. Braden se dio cuenta de que siempre sabía cuándo un jugador iba a cometer doble falta. El jugador lanza la pelota al aire, echa la raqueta hacia atrás y, justo cuando está a punto de golpear, Braden piensa «¡No! ¡Doble falta!», y la pelota sale infaliblemente abierta o larga o da contra la red. Da igual quién sea el jugador, que sea hombre o mujer, que Braden esté viendo el partido en la pista o por televisión, o que conozca o no a quien tiene el saque. «Me sorprendí anticipando dobles faltas a chicas rusas a las que no había visto jamás», afirma Braden. Pero no se trataba de suerte. Se habla de suerte cuando se lanza una moneda y se acierta. La doble falta es rara. En un torneo, un jugador profesional puede hacer cientos de saques y sólo tres o cuatro dobles faltas. Cierto año, Braden decidió anotar las dobles faltas en el importante torneo profesional Indian Wells, que se jugaba cerca de su casa, en el sur de California, y acertó dieciséis de diecisiete en los partidos que vio. «Al principio me asustó», comenta Braden. «Literalmente me asustó. Estaba acertando veinte casos de veinte, y hablo de tipos que casi nunca hacen doble falta».

Ahora, Braden es septuagenario. De joven fue un tenista de categoría internacional, y durante los últimos cincuenta años ha entrenado, asesorado y conocido a muchos de los mejores jugadores de la historia de este deporte. Es un hombre pequeño e irrefrenable, con la energía de quien tiene la mitad de sus años, y cualquiera que se mueva en el mundillo del tenis les diría que Vic Braden sabe de las sutilezas y matices del juego tanto como el que más. Así que no es sorprendente que sea muy capaz de interpretar un saque en un abrir y cerrar de ojos. Se trata de algo no muy distinto de la habilidad con que un experto en arte puede afirmar que el kurós del Museo Getty es falso casi nada más verlo. Algo en la postura del jugador, en la forma de lanzar la pelota o en la fluidez de su movimiento dispara el inconsciente del entrenador que, instintivamente, capta la huella de la doble falta. Selecciona datos reveladores de alguna parte del movimiento de saque y… ¡zas!: lo sabe. Aunque, con gran frustración, Braden es incapaz de imaginar cómo lo sabe.

«¿Qué es lo que he visto?», se pregunta. «Estoy en la cama y pienso: ¿cómo lo he hecho? No lo sé. Me vuelve loco. Me tortura. Repaso el saque mentalmente y trato de averiguarlo. ¿Se ha tambaleado, ha dado otro paso, ha añadido un bote a la pelota, ha cambiado algo en su programa de movimientos?». Los datos en los que se basan sus conclusiones parecen enterrados en algún lugar de su inconsciente del que es incapaz de sacarlos.

Éste es el segundo aspecto crucial de los pensamientos y las decisiones que afloran desde nuestro inconsciente. Los juicios instantáneos son, ante todo, extraordinariamente rápidos: se basan en una cantidad mínima de información que nos proporciona la experiencia. Pero son también inconscientes. En el experimento del juego de Iowa, los jugadores empezaban a evitar las peligrosas cartas rojas mucho antes de que fuesen conscientes de que las estaban evitando. Necesitaron sacar setenta cartas más para que el cerebro consciente se diese cuenta de lo que estaba pasando. Cuando Harrison, Hoving y los demás expertos en arte griego se enfrentaron por primera vez al kurós, sintieron una oleada de repulsa y a su mente acudieron determinadas palabras, y Harrison llegó a decir: «Pues lo lamento». Pero en ese momento de duda inicial, distaban mucho de ser capaces de decir con exactitud por qué sintieron lo que sintieron. Hoving llama «rompefalsificaciones» a muchos expertos en arte con los que habla, y todos describen el acto de captar la autenticidad de una obra de arte como un proceso extraordinariamente impreciso. Hoving afirma que se siente «una especie de exaltación mental, una oleada de hechos visuales que inundan la mente cuando se mira una obra de arte. Un rompefalsificaciones describió la experiencia como si los ojos y los sentidos fuesen una bandada de colibríes que explorasen docenas de estaciones de paso. En unos minutos, quizá en unos segundos, este experto registraba montones de detalles que parecían gritarle «¡Atención!».

Así habla Hoving del historiador del arte Bernard Berenson: «A veces irrita a sus colegas por su incapacidad para exponer de forma articulada cómo ha sabido ver con tanta claridad defectos e incoherencias diminutos de una obra que revelan una restauración poco inteligente o una falsificación. En un caso que se vio en los tribunales, todo lo que Berenson pudo decir es que sintió malestar de estómago. Los oídos le zumbaron de una forma peculiar. Le sobrevino una depresión momentánea. O se sintió mareado y desequilibrado. Descripciones nada científicas de la forma en que supo que estaba en presencia de algo manipulado o falsificado. No obstante, era todo lo que podía decir».

Los juicios instantáneos y la cognición rápida ocurren detrás de una puerta cerrada. Vic Braden intentó mirar en el interior de la habitación. Pasaba la noche en vela tratando de imaginar qué detalle del saque predisponía su juicio. Pero no pudo.

Creo que no se nos da demasiado bien afrontar el hecho de esa puerta cerrada. Una cosa es reconocer el enorme poder de los juicios instantáneos y la selección de datos relevantes, y otra confiar en algo tan aparentemente misterioso. «Mi padre se sentará y le dará toda clase de teorías para explicar por qué hace esto o aquello», afirma el hijo del inversor multimillonario George Soros. «Pero me acuerdo de que cuando se lo oía de pequeño pensaba: "La mitad son tonterías". Quiero decir que yo sabía que lo que le impulsa a cambiar su posición en el mercado o a hacer otras cosas es el dolor de espalda, que le empieza a torturar. Literalmente, sufre un espasmo, y ése es el primer signo de advertencia».

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