Juegos de ingenio (44 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

BOOK: Juegos de ingenio
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—Sí.

—Hizo algunas bromas, primero sobre la lotería estatal, luego sobre la policía. Al parecer no tenía un gran concepto de ella. ¿Sabe, señor Clayton, que su padre mostraba por lo general una actitud indiferente y despreocupada? Escondía mucho de sí mismo tras esa fachada desenvuelta. Desde luego, lograba disimular su sentido de la precisión y la exactitud. Más bien como un científico, supongo. Podía mostrarse divertido o tímido, pero en el fondo era frío y calculador. ¿Es usted así, señor Clayton?

Jeffrey no respondió.

—Era un hombre que daba mucho miedo. Tenía un aire disoluto, lascivo. Como un tiburón. Recuerdo que la conversación que mantuvimos aquella tarde me heló la sangre. Fue como hablar con un zorro hambriento frente a la puerta de un gallinero y que alguien me asegurase que no había por qué preocuparse. Luego, una semana después, se presentó de improviso en mi despacho. Fue algo de lo más inesperado. Sin apenas saludarme, anunció que se marcharía la semana siguiente. No me dio realmente una explicación, aparte de que había heredado un dinero. Le pregunté por la policía, pero él simplemente se rio y dijo que dudaba que hubiera que preocuparse por ellos. Cuando lo interrogué sobre sus planes, me dijo… y esto lo recuerdo con toda claridad… dijo que tenía que buscar a unas personas. «Buscar a unas personas.» Tenía mirada de cazador. Empecé a pedirle más detalles, pero giró sobre sus talones y salió de mi despacho. Cuando, más tarde, fui al suyo, ya se había ido. Había vaciado sus armarios y estanterías. Telefoneé a su domicilio, pero ya le habían desconectado la línea. Creo que al día siguiente, fui en coche a su casa, que estaba vacía, con un letrero de SE VENDE delante. En pocas palabras, se había marchado. Yo apenas había tenido tiempo de asimilar su desaparición cuando nos llegó la noticia de su muerte.

—¿Cuándo ocurrió?

—Bueno, recuerdo que fue una suerte para nosotros, porque faltaba sólo una semana para las vacaciones de Navidad, de modo que sólo tuvimos que dar unas pocas clases en su lugar. Estábamos entrevistando a posibles sustitutos suyos cuando nos informaron de la colisión. Nochevieja. Alcohol y exceso de velocidad. Por desgracia, nada excesivamente fuera de lo normal. Esa noche cayó una lluvia desagradable y gélida en toda la Costa Este que dio lugar a muchos accidentes, entre ellos el de su padre. Al menos eso se nos hizo creer.

—¿Por casualidad se acuerda de cómo se enteró del accidente?

—Ah, excelente pregunta. ¿Un abogado, tal vez? Mi memoria no es tan precisa respecto a ese punto como quisiera.

Jeffrey movió la cabeza afirmativamente. Eso tenía sentido para él. Sabía qué abogado había hecho esa llamada.

—¿Y su entierro?

—Eso fue curioso. A ningún conocido mío se le dio la menor indicación sobre la hora, el lugar o lo que fuera, por lo que nadie asistió. Podría usted ir al archivo de microfilmes del
Times
de Trenton a comprobarlo.

—Eso haré. ¿Se acuerda de cualquier otra cosa que pueda serme de ayuda?

El viejo historiador desplegó una sonrisa irónica.

—Pero, mi pobre señor Clayton, dudo haberle dicho nada que pueda serle de ayuda, y sí muchas cosas que pueden perturbarlo. Algunas que pueden provocarle pesadillas. Y, desde luego, unas cuantas que le inquietarán hoy, y mañana, y seguramente durante mucho tiempo. Pero ¿algo que le ayude? No, no creo que esta clase de conocimientos ayude a nadie, y menos aún a un hijo. No, habría sido usted mucho más sensato y afortunado si nunca hubiera hecho estas preguntas. Es raro, pero a veces esas terribles lagunas de ignorancia son preferibles a la verdad.

—Tal vez tenga razón —respondió Jeffrey con frialdad—, pero yo no tenía esa opción.

Jeffrey percibió el olor denso del humo, pero no pudo determinar de dónde provenía. El cielo del mediodía era un manto marrón de bruma y contaminación, y lo que se quemaba, fuera lo que fuese, contribuía a hacer más deprimente el mundo.

Se detuvo a unas manzanas de la casa donde había vivido sus primeros nueve años, en la calle principal de la pequeña ciudad, célebre por un crimen cometido muchos años atrás. Cuando estudiaba, había pasado un tiempo en una biblioteca de la universidad, hojeando decenas de libros sobre el secuestro, buscando fotografías de su ciudad natal en aquella época anterior. Hacía décadas había sido un lugar pertinazmente tranquilo, una zona rural dedicada a la agricultura y la privacidad, un microcosmos del mundo benévolo y tradicional de la América de pueblo, que con toda seguridad era lo que había atraído al mundialmente conocido aviador a Hopewell en un principio. Era un sitio que le daba la sensación ilusoria de estar en un refugio, sin alejarlo de la corriente política en que se hallaba inmerso. El aviador era un hombre poco corriente, a quien parecía alterarle y atraerle a la vez la fama que le había valido su proeza transatlántica. Como es natural, el revuelo que causó el secuestro cambió todo eso. Lo cambió de un día para otro, debido a la invasión de la prensa que cubrió el caso y el circo mediático que se armó en torno al juicio contra el acusado, celebrado en la misma calle, en Flemington; lo cambió de manera más sutil en los años siguientes al dar a Hopewell una reputación extraña basada en una sola acción perversa. Fue como un tinte insoluble en el agua, algo de lo que la ciudad ya no podría librarse, por muy idílica que fuera. Y, con el paso de los años, el carácter del pueblo también había cambiado. Los granjeros vendieron sus tierras a los promotores inmobiliarios, las parcelaron y construyeron viviendas de lujo para los ejecutivos de Filadelfia y Nueva York que creían poder escapar de la vida urbana al mudarse a otro sitio, pero no muy lejos. La localidad sufría las consecuencias de su proximidad a las dos ciudades. Pocas cosas había en el mundo, pensó Jeffrey, más potencialmente devastadoras para un territorio que el quedar a mano.

Su propia casa había sido más antigua, una reliquia reformada que databa de la época del secuestro, aunque estaba situada en una calle lateral cerca del centro de la ciudad, y la finca del aviador, de hecho, estaba a varios kilómetros de allí, en plena campiña. Jeffrey recordó que su casa era grande, espaciosa, llena de rincones oscuros y zonas de luz inesperadas. El dormía en una habitación frontal de la primera planta, que tenía una forma semicircular, victoriana. Intentó visualizar el dormitorio, y lo que le vino a la memoria fue su cama, una librería y el fósil de algún antiguo crustáceo prehistórico que había encontrado en el lecho de un río cercano y que, en la precipitación con que se marcharon, olvidó meter en la maleta y lamentó durante años haber dejado. La piedra tenía un tacto fresco que lo fascinaba. Le había gustado deslizar los dedos sobre el relieve del fósil, casi esperando que cobrara vida bajo su mano.

Ahora, arrancó el coche, diciéndose que sólo estaba allí para obtener información. Este viaje a la casa de la que habían huido no era más que una búsqueda a ciegas.

Avanzó en el coche por su calle, luchando en todo momento por desterrar sus recuerdos.

Cuando se detuvo, y antes de alzar la vista, se recordó a sí mismo: «No hiciste nada malo», lo que se le antojó un mensaje más bien extraño. Luego se volvió hacia la casa.

Veinticinco años constituyen un filtro incómodo, al igual que la distinción entre tener nueve años y tener treinta y cuatro. La casa le parecía más pequeña y, a pesar del tenue sol que batallaba contra el cielo gris, más luminosa. Más radiante de lo que esperaba. La habían pintado. El tono gris pizarra que recordaba en el revestimiento de tablas y el negro de los postigos habían cedido el paso a un blanco con adornos verde oscuro. El gran roble que antes se erguía en el patio y proyectaba su sombra sobre la fachada frontal había desaparecido.

Bajó del coche y vio a un hombre agachado, ocupándose de unos arbustos junto a los escalones de la puerta principal con un rastrillo en las manos. No muy lejos de él había un letrero de SE VENDE. El hombre volvió la cabeza al oír cerrarse la portezuela de Jeffrey y alargó el brazo para coger algo que el profesor supuso que sería un arma, aunque no alcanzó a ver nada. Se acercó al hombre despacio.

El hombre, de unos cuarenta y tantos años, era fornido y tenía un poco de barriga. Llevaba unos téjanos con la raya bien planchada y una anticuada chaqueta de piloto con el cuello forrado de piel.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó cuando el profesor se aproximó.

—Probablemente no —respondió Jeffrey—. Yo viví aquí durante poco tiempo, cuando era niño, y casualmente pasaba por aquí, de modo que he decidido echar un vistazo a mi viejo hogar.

El hombre asintió, más tranquilo al ver que Clayton no representaba una amenaza.

—¿Quiere comprarla? Se la vendo a buen precio.

Jeffrey negó con la cabeza.

—¿Vivió usted aquí? ¿Cuándo?

—Hace unos veinticinco años. ¿Y usted?

—Nah, no llevo tanto tiempo. Nos la vendió hace tres años una pareja que solo llevaba aquí dos, tal vez tres. Ellos se la habían comprado a otra gente que sólo estaba de paso. Este sitio ha tenido muchos propietarios.

—¿De veras? ¿Y cómo se lo explica usted?

El hombre se encogió de hombros.

—No lo sé. Mala suerte, supongo.

Jeffrey le dirigió una mirada inquisitiva.

El hombre volvió a encogerse de hombros.

—Lo cierto es que nadie que yo haya conocido ha tenido suerte aquí. A mí acaban de trasladarme. Al puto Omaha. Dios santo. Tendré que sacar de su ambiente a los niños, a la mujer y hasta al perro y el gato de los cojones para mudarme a ese sitio donde sabe Dios qué hay.

—Lo siento.

—El tipo que estaba antes tuvo cáncer. Antes de eso, había una familia con un chico al que atropello un coche en esta misma calle. Oí a alguien decir que le parecía recordar que se había cometido un asesinato en la casa, pero bueno, nadie sabía nada, e incluso yo consulté los periódicos viejos pero no encontré nada. Esta casa está gafada. Al menos no me han dado la patada en el curro. Eso sí que habría sido mala suerte.

Jeffrey clavó la vista en el hombre.

—¿Un asesinato?

—O algo así. Yo qué sé. Como ya le he dicho, nadie sabía nada. ¿Quiere echar una ojeada?

—Tal vez sólo un rato.

—Deben de haber remodelado el lugar tres veces o quizá cuatro desde que usted vivió aquí.

—Seguramente tiene razón.

El hombre guió a Jeffrey por la puerta principal hasta un pequeño recibidor y luego lo llevó en una visita rápida por la planta baja: la cocina, una habitación que se había añadido más recientemente, la sala de estar y un cuarto reducido que Jeffrey recordaba como el estudio de su padre y en el que ahora había una cadena de música y un televisor que ocupaba toda una pared. La mente de Jeffrey se puso a trabajar a todo tren, intentando resolver matemáticamente una ecuación que había permanecido latente en lo más profundo de su ser. Todo le parecía más limpio de lo que recordaba. Más iluminado.

—Mi mujer —comentó el hombre—, ella es la única a quien le gusta tener arte moderno y dibujos al pastel en las paredes. ¿En qué habitación dormía usted?

—En la primera planta, a la derecha. Una de las paredes era circular.

—Ya. Mi despacho en casa. Instalé unos cuantos estantes para libros y mi ordenador. ¿Quiere verlo?

A Jeffrey lo asaltó un recuerdo: él estaba escondido en su alcoba, con la cabeza sobre la almohada. Hizo un gesto de negación.

—No —respondió—. No hace falta. No es tan importante.

—Como quiera —dijo el propietario—. Joder, me he acostumbrado a enseñar la casa a agentes inmobiliarios y a sus clientes, así que se me da bastante bien hacer de vendedor. —El hombre sonrió y se dispuso a acompañar a Jeffrey a la puerta—. Le debe de dar una sensación algo extraña, después de tantos años, ahora que tiene un aspecto tan diferente y todo eso.

—Una sensación un poco extraña, sí. La veo más pequeña de lo que la recordaba.

—Es lógico. Usted era más pequeño entonces.

Jeffrey asintió con la cabeza.

—De hecho, yo diría que la única habitación que está igual es el sótano. Nadie se explica por qué.

—Perdón, ¿cómo dice?

—Ese cuartito tan raro que está en el sótano, pasada la caldera. Joder, apuesto a que la mitad de la gente que vivió en este lugar ni siquiera sabía de su existencia. Nosotros lo descubrimos porque vino un técnico del control de termitas y cayó en la cuenta cuando estaba dando golpes a las paredes. Apenas se ve la puerta. De hecho, ni siquiera había una maldita puerta cuando él lo encontró. El sitio estaba tapiado con Pladur y yeso, pero cuando el tipo de los bichos le arreó un porrazo, sonó a hueco, así que a él y a mí nos entró la curiosidad y echamos abajo el tabique.

Jeffrey se quedó de piedra.

—¿Una especie de habitación secreta? —preguntó.

El hombre extendió las manos a los lados.

—No lo sé. Tal vez lo fue en otro tiempo. ¿Algo así como un zulo, tal vez? Hace mucho que no bajo a echarle un vistazo. ¿Quiere verlo?

Jeffrey movió la cabeza afirmativamente.

—Vale —dijo el hombre—. No está muy limpio eso de ahí abajo. Espero que no le importe.

—Enséñemelo, por favor.

Detrás de las escaleras había una puerta pequeña que, si la memoria no le fallaba a Jeffrey, comunicaba con el sótano. No recordaba haber pasado mucho tiempo allí abajo. Era un sitio polvoriento, oscuro, intimidador para un niño de nueve años. Se detuvo en lo alto de las escaleras mientras el propietario bajaba con ruidosas pisadas. «Algo más», pensó. ¿Otra razón? Un cerrojo en la puerta. Un recuerdo caprichoso le vino a la cabeza; notas apagadas de violín, ocultas. Secretas, como la habitación.

—¿Sólo se puede bajar por aquí? —preguntó.

—No, hay una entrada fuera, también, en un costado. Una trampilla y un hueco, donde antiguamente había una carbonera. Hace mucho que ya no la hay, claro está. —El hombre accionó un interruptor, y Jeffrey vio cajas apiladas y un caballito de balancín—. No uso este sitio más que para guardar trastos —añadió el hombre.

—¿Dónde está la puerta?

—Por aquí, detrás del quemador de fuel, nada menos.

Jeffrey tuvo que apretujarse para pasar junto al calentador, que se encendió con un golpe sordo justo en ese momento. La puerta a la que se refería el hombre era una lámina de aglomerado que tapaba un pequeño agujero cuadrado en la pared que llegaba desde el suelo hasta la altura de los ojos de Jeffrey.

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