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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (54 page)

BOOK: Juegos de ingenio
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—Puta tierra —espetó—. Malditas piedras. Asqueroso camino de mierda.

Sonrió mientras avanzaba trabajosamente, siempre ascendiendo. Diana Clayton empleaba rara vez estas palabras, de modo que dejarlas escapar de sus labios era para ella como hacer algo exótico, algo prohibido. Tropezó de nuevo, aunque de forma más leve que antes.

—¡Hostia puta! —Se rio para sus adentros. Alargaba cada palabra, dando un paso adelante con cada sílaba de cada imprecación.

El camino torcía a la izquierda y bajaba de pronto, perdiéndose de vista como un niño travieso.

—Ya no debe de faltar mucho —dijo en alto—. El dijo un kilómetro. Ya no puede quedar lejos.

Continuó andando por el sendero, e intuyó que ya se encontraba muy por encima de la tranquila calle residencial de la que había salido. Por un instante se acordó de su casa en los Cayos y pensó que no era tan distinto aquel lugar, donde una urbanización chabacana y pintada de rosa construida al borde de la carretera con centros comerciales y tiendas de camisetas de repente cedía el paso al mar, que imponía su presencia y le recordaba que la naturaleza salvaje, pese a los esfuerzos apresurados y decididos del hombre por evitarlo, se hallaba a sólo unos segundos de distancia. Aquí ocurría algo similar. Infundía en ella una sensación de soledad que la reconfortaba. Le gustaba estar sola, y creía que ésta era una de las pocas cualidades realmente efectivas que le había transmitido a su hija.

Inspiró profundamente y cantó unos compases de una vieja canción.

—Marchamos hacia Pretoria, Pretoria…

El sonido de su voz, rasgada por el cansancio, pero aun así más o menos afinada, repercutía ligeramente entre las rocas, que lo lanzaban al aire muy por encima de su cabeza.


Cuando Johnny vuelva marchando a casa, lo recibiremos con gritos de alegría y celebraremos cuando Johnny vuelva a casa
… —Avivó el paso y comenzó a balancear los brazos—.
Despegamos, hacia el inmenso e inexplorado azul. Subimos muy alto, por el cielo
… —Echó la cabeza hacia atrás y se puso derecha—. ¡De frente, marchen! —bramó—. Marcando el paso: uno-dos-tres-cuatro. Uno-dos. Tres-cuatro… —Al llegar al final de la curva, se detuvo—. Uno-dos… —susurró.

El coche estaba aparcado a un lado del camino, unos cincuenta metros más adelante.

Era un sedán oficial blanco, de cuatro puertas, el mismo en que el agente Martin había ido a recogerlas a Susan y a ella al aeropuerto. Ella vio la pegatina roja que le daba acceso ilimitado.

¿Por qué había conducido por ese sendero para encontrarse con ella? Se quedó de pie donde estaba, mientras las preguntas se le agolpaban en la cabeza. Luego, al darse cuenta de que no averiguaría las respuestas sin acercarse, las dudas fueron reemplazadas por el miedo.

Despacio, introdujo la mano en la mochila y sacó la pistola.

Quitó el seguro con el pulgar.

Después, tras mirar en torno a sí y reconocer lo mejor que pudo el terreno desde donde se encontraba, aguzando el oído para comprobar si había alguien más allí, pero sin oír otra cosa que sus propios y roncos jadeos, retrocedió muy lentamente y con mucho cuidado, como si de pronto estuviera caminando en un reborde muy estrecho y resbaladizo junto a un precipicio.

—De acuerdo —dijo Hart—, primero hábleme un poco del hombre a quien busca. ¿Qué sabe de él?

—Es mayor que usted —respondió Jeffrey—, es sexagenario y lleva muchos años haciendo esto.

El asesino asintió con la cabeza.

—Ya de entrada esto resulta interesante.

Susan alzó la vista. Estaba tomando apuntes, intentando transcribir no sólo las palabras del asesino, sino también las inflexiones y el énfasis en su voz, pues pensaba que quizás eso acabaría por resultar más revelador. Una cámara de vídeo instalada en una de las paredes estaba grabando la sesión, pero ella no confiaba en que la tecnología captase lo que ella podía oír, sentada a sólo unos metros del hombre.

—¿Por qué te parece interesante? —preguntó.

Hart le dedicó una de sus sonrisas torcidas.

—Tu hermano lo sabe. Sabe que el perfil medio del asesino en serie, el que los científicos como él llevan décadas retocando, se aleja bastante de los hombres mayores. Encajamos mejor los jóvenes, como yo. Somos fuertes, con espíritu de entrega. Hombres de acción. Los mayores tienden a ser más contemplativos, Susan. Prefieren pensar en matar. Fantasear sobre el asesinato. No tienen tanta energía para hacerlo en la vida real. Así que, desde el principio, el hombre a quien buscáis debe de estar impulsado por fuerzas poderosas, deseos profundos. Porque, de lo contrario, probablemente ya estaría retirado de la circulación desde hace diez años, quizá quince. Lo habría capturado y aniquilado el asesino en serie más grande de todos… —Hart lanzó una mirada rápida al espejo unidireccional—, o tal vez se habría suicidado, o simplemente se habría cansado y optado por jubilarse. Permanecer activo mientras otros hombres cobran su pensión, ah, eso sólo lo haría un hombre con recursos. —El asesino extendió las manos esposadas y sacó otro cigarrillo del paquete que tenía ante sí, sobre la mesa—. Pero eso ya lo sabe, profesor… —Hart se inclinó hacia delante, se puso el cigarrillo entre los labios y encendió una cerilla—. Un vicio asqueroso —comentó—. Me gustan los vicios asquerosos.

Jeffrey habló con voz fría y clara. Tenía la distante sensación de estar en un zoológico, contemplando a través de un cristal los ojos de una mamba negra africana. Encontrarse tan cerca de un ser tan letal le infundía una extraña paz interior.

—Sus víctimas han sido jóvenes.

—Frescas —dijo el asesino.

—Secuestradas sin testigos…

—Un hombre muy cuidadoso y con un gran control de la situación.

—Fueron encontradas en sitios aislados, pero no ocultos. Colocadas de forma especial.

—Ah, un hombre con un mensaje. Quiere que su obra esté a la vista.

—Sin dejar la menor pista sobre los escenarios de los crímenes.

El asesino resopló.

—Claro que no. Es un juego, ¿verdad, Susan? La muerte siempre es un juego. Si estamos enfermos, ¿no nos medicamos para vencer a la Parca? ¿Acaso no instalamos airbags en nuestros coches y nos ponemos el cinturón de seguridad, intentando prever cómo ella puede acercarse sigilosamente y pillarnos desprevenidos?

Susan asintió.

—Yo soy la muerte —aseveró Hart en voz baja—. Vuestra presa es la muerte. Jugad a ese juego. Por eso te ha traído aquí tu hermano, supongo. Debes presenciar el juego, y tomar parte en él. —El asesino devolvió su atención a Jeffrey—. Consiguió usted atraparme de manera muy astuta. Me quito el sombrero, profesor. Yo ya me esperaba operaciones de vigilancia, señuelos, toda clase de trampas de las que suele tender la policía. Jamás se me ocurrió que simplemente utilizarían a esas mujeres con localizadores ocultos como carnaza. Fue un toque de genialidad, profesor. Y tan cruel… vaya, casi tan cruel como yo. No podía usted suponer que la primera activase el dispositivo de forma tan eficaz. Tal vez ni siquiera la tercera. Ni la quinta. Esto siempre me ha intrigado, profesor. ¿Cuántas mujeres exactamente estaba usted dispuesto a sacrificar antes de acudir a detenerme?

Jeffrey titubeó y al final respondió:

—Las que hiciera falta.

El asesino sonrió de oreja a oreja.

—¿Cien?

—En caso necesario.

—No le dejé otra alternativa, ¿verdad?

—Ninguna que yo pudiera determinar.

David Hart soltó otra risita.

—Disfrutaba usted matándolas tanto como yo, ¿no, profesor?

—No.

Hart sacudió la cabeza.

—De acuerdo, profesor. Claro que no.

Se impuso un breve silencio en la sala. Susan tenía ganas de mirar a su hermano, de intentar adivinar qué le pasaba por la cabeza exactamente, pero no quería apartar la mirada del asesino que tenía delante, pues temía que de alguna manera el torrente de palabras se agrietara y se partiera, como una roca expuesta a un calor excesivo. «Nos dirá lo que queremos saber», pensó.

El asesino irguió el cuello.

—Verá, en primer lugar, tiene que haber un vehículo.

—¿De qué tipo? —inquirió Susan.

—Un vehículo de carga. Debe ser lo bastante grande para transportar a la víctima, y de aspecto común y corriente para pasar inadvertido. Debe ser fiable, para poder llegar hasta esos lugares dejados de la mano de Dios. ¿Con tracción a las cuatro ruedas?

—Sí, es muy probable —contestó Jeffrey.

—Debe estar acondicionado para usos especiales, con ventanillas de vidrio ahumado.

Jeffrey movió afirmativamente la cabeza. No era un camión, pensó, porque llamaría la atención en una zona residencial de las afueras. Tampoco un elegante cuatro por cuatro familiar, porque tendría que apretujar el cadáver en el asiento trasero, o levantarlo bastante alto para meterlo en el maletero. ¿Qué se adaptaba mejor a sus necesidades? Sabía la respuesta a su propia pregunta interior. Había varios tipos de minifurgonetas fabricadas con tracción integral. Eran automóviles ideales para vivir en los barrios periféricos, muy habituales en comunidades donde los padres solían llevar a equipos de niños a partidos de béisbol de la liga infantil.

—Continúe —lo animó Jeffrey.

—¿Encontró la policía huellas de neumáticos?

—Se identificaron varios, pero no dos o más que coincidieran entre sí.

—Ah, eso me dice algo.

—¿Qué?

—¿No se le ha ocurrido, profesor, que tal vez el hombre cambia los neumáticos de su vehículo con cada aventura, porque sabe que el dibujo de la superficie se puede rastrear?

—Sí, se me ha ocurrido.

El asesino sonrió.

—Ése es el primer problema. El transporte. El siguiente es el aislamiento. ¿Su presa es un hombre rico?

—Sí.

—Ah, eso ayuda. Enormemente. —Hart se volvió una vez más hacia Susan—. Yo no contaba con el lujo de sumas ilimitadas de dinero, así que me vi obligado a elegir un sitio abandonado.

—Hábleme de esa elección —pidió Jeffrey.

—Hay que andarse con cuidado, tener la seguridad de que nadie lo verá ni lo oirá. De que uno pasará desapercibido. De que sus idas y venidas no atraerán la atención de nadie. Hay muchos requisitos. Me pasé varias semanas buscando antes de encontrar el lugar ideal.

—¿Y luego?

—Un hombre cauteloso conoce bien su territorio. Medí y memoricé. Estudié cada centímetro del almacén antes de llevar ahí mi… esto… mi equipo.

—¿Y la seguridad?

—El sitio debe ser seguro por sí mismo, pero yo instalé varias trampas y sistemas de alarma caseros… un alambre a la altura de los tobillos aquí y allá, latas con clavos, ese tipo de cosas. Por supuesto, yo sabía cómo evitarlas. Pero un profesor torpón y dos agentes que tropezaban a cada paso armaron un alboroto tremendo cuando entraron. Ese ruido les costó muy caro, Susan.

—Eso tenía entendido.

Hart soltó otra carcajada.

—Me caes bien, Susan. ¿Sabes? Que tenga ganas de abrirte en canal no significa que quiera dejarle ese placer único y delicioso a otro. Bien, Susan, he aquí una pequeña advertencia de tu admirador. Cuando encontréis a vuestro hombre, no hagas ruido. No hagas el menor ruido, y sé muy cautelosa. Y da por sentado siempre, siempre, Susie-Q, que estará esperándote en la sombra más próxima. —El asesino bajó la voz ligeramente, de modo que su timbre infantil y chillón dio paso a una frialdad que la sorprendió—. Y tu hermano podrá decirte, por experiencia, que no debes dudar. Ni por un segundo. Si se te presenta una oportunidad, aprovéchala, Susan, porque nosotros somos muy rápidos cuando llega el momento de matar. Te acordarás de lo que te he dicho, ¿verdad?

—Sí —contestó ella, y la voz se le quebró casi imperceptiblemente.

Hart asintió.

—Bien. Ahora te he dado una pequeña posibilidad de sobrevivir. —Se volvió de nuevo hacia Jeffrey—. Pero usted, profesor, aunque ya sabe estas cosas, confío en que vacile y eso le cueste la vida. Usted también está interesado en ver. Eso es lo que le mueve, ¿verdad? Quiere mirar, contemplar cómo se desarrollan los acontecimientos, en toda su gloria y excepcionalidad. Es usted un hombre de observación, no de acción, y cuando llegue el momento, quedará atrapado en su propia vacilación y eso le acarreará la muerte. Reservaré un sitio en el infierno para usted, profesor.

—Yo le capturé.

—Ah, no, profesor. Usted me encontró. Y de no ser por los dos disparos del agente moribundo y la desafortunada pérdida de sangre que experimenté, no le habría hecho la herida en el muslo, sino en otra parte. —El asesino se señaló el pecho, describiendo una larga línea en el aire con su dedo índice, semejante a una garra.

Jeffrey se percató de que había bajado la mano sin darse cuenta hacia el punto de la pierna en que Hart le había clavado el cuchillo.

Recordó que se había quedado helado, incapaz de moverse de donde estaba, mientras el asesino perdía el conocimiento a sus pies, después de lanzar un solo golpe con el cuchillo de caza, que le había hecho un corte profundo.

A Jeffrey le vinieron ganas de levantarse y marcharse en ese momento. Se puso a inventar una excusa que darle a su hermana. Pero en ese mismo instante tomó conciencia de que no había averiguado aún lo que necesitaba saber. Pensó que quizá tenía esos conocimientos al alcance de la mano, de modo que se removió incómodo en su asiento. Le hizo falta una gran fuerza de voluntad para no ponerse en pie y huir de la pequeña sala.

El asesino no había reparado en la respiración agitada de Jeffrey, pero Susan sí, aunque no se volvió hacia su hermano, pues sabía que entonces Hart se fijaría en él.

—Bueno —barbotó en cambio—, así que necesitaba seguridad y aislamiento.

Hart la escrutó.

—Privacidad, Susan. Privacidad absoluta. —Sonrió—. Tienes que poder concentrarte, sin el menor riesgo de que surja una distracción, por leve que sea. Debes polarizar toda tu atención, todas tus energías en ese único lugar. ¿No es cierto, profesor?

—Sí.

—Verás, Susan, el momento que buscas es especial, único, arrollador. Funde todo tu ser en un momento glorioso. Os pertenece a ti y a ella y a nadie más. Pero, al mismo tiempo, sabes que, como todas las grandes conquistas que se han llevado a cabo en la larga y tediosa historia del mundo, ésta no está exenta de peligros: fluidos, huellas digitales, fibras capilares, muestras de ADN… todos esos detalles que las autoridades recogen de forma tan prosaica y competente. Así que el lugar que elijas debe facilitarte el control de todos estos detalles. Pero, al mismo tiempo, no puedes hacer de la aventura algo, eh… antiséptico. Eso le quitaría toda la emoción. —Hart hizo una nueva pausa, enarcando una sola ceja—. ¿Entiendes todo esto, Susan? ¿Comprendes lo que te digo?

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