Juicio Final (37 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

BOOK: Juicio Final
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—De acuerdo —cedió Cowart. Toda intención de explicar lo ocurrido se había disipado con el entusiasmo que Will irradiaba. Si Martin, alguien acostumbrado a sopesar serenamente los hechos en los editoriales, estaba en este estado, el jefe de redacción debía de estar frenético. Las noticias bomba repercuten sobre todo el personal de un periódico. Los enganchan, los absorben, los hacen sentirse partícipes de los hechos. Respiró hondo—. Voy para allá. Pero ¿cómo esquivo las cámaras?

—¿Sabes la calle que queda entre el hotel Marriott del centro y el Omni Mall? ¿Aquella callejuela que da a la bahía?

—Sí.

—Bien, habrá un camión de reparto esperándote en la esquina dentro de veinte minutos. Sube y luego entra por la entrada de mercancías.

—Como en las películas, ¿eh? —Sonrió.

—Corren malos tiempos, hijo, hay que tomar medidas extraordinarias. No se nos ha ocurrido nada mejor. Supongo que la CIA y el KGB habrían dado con un plan más brillante, pero aquí el tiempo apremia. Y por lo demás, dar esquinazo a un enjambre de cámaras de la tele tampoco debe de ser nada del otro jueves.

—Ya salgo para ahí. —Entonces se acordó de las cintas que llevaba en el maletín con la confesión y la verdad sobre la muerte de Joanie Shriver. No podía permitir que nadie las escuchara. No hasta que las cosas se calmasen y él hubiera decidido qué hacer. Trató de ganar tiempo—. Oye, antes tendría que darme una ducha. Diles a los del camión que esperen unos tres cuartos de hora. Quizás una hora.

—Ni hablar. Para escribir no hace falta tener buen aspecto.

—Pero tengo que ordenar las ideas.

—¿Quieres que le diga al jefe que estás «pensando»?

—No, no, dile que voy pero que estoy reuniendo mis notas. Treinta minutos, Will. Media hora. Te lo prometo.

—Ni un minuto más. Venga, hijo, muévete. —Will Martin hizo un chasquido para subrayar lo urgente del asunto.

—Media hora. Ni un minuto más.

—Vale. Voy a decírselo. Señor, le va a dar un infarto y no son más que las diez de la mañana. El camión te estará esperando. Pero date prisa. A ver si hacemos que el jefe llegue a mañana, ¿de acuerdo? —Martín se rió de su propia gracia y colgó.

A Cowart la cabeza no dejaba de darle vueltas. Sabía que se le estaban agotando las opciones, que los detectives llegarían a la redacción de un momento a otro. La situación empezaba a escapársele de las manos. Tenía que ir y escribir algo. Había muchas esperanzas depositadas en él.

Abrió el maletín y sacó las cintas. No le llevó más de un segundo encontrar la última; había tenido la precaución de numerarlas a medida que las iba grabando. Por un instante la sostuvo en la mano y pensó en destruirla, pero la introdujo en el casete y la rebobinó hasta el principio, luego la adelantó unos segundos y pulsó
play
. La áspera voz de Blair Sullivan resonó en los altavoces, llenando el pequeño apartamento con su amargo mensaje. Cowart esperó hasta oír aquellas palabras: «… ahora le contaré la verdad sobre la pequeña Joanie Shriver.»

Detuvo la cinta y la rebobinó un poco, hasta el punto en que Sullivan decía: «Ésos son los treinta y nueve. Casi nada, ¿no?» Y él respondía: «Señor Sullivan, no queda mucho tiempo.» Entonces el asesino le había gritado: «Pero ¿es que no me ha oído, amigo?», y luego: «Es hora de contarle una última historia…»

Rebobinó de nuevo, hasta «Casi nada, ¿no?».

Se acercó a su colección de discos y cintas y dio con un casete del
Sketches of Spain
, de Miles Davis, que había grabado hacía años. Era una cinta vieja, muy gastada, con la etiqueta casi ilegible. La introdujo en la platina de copiado y avanzó unos minutos. Luego puso el modo grabación simultánea y pulsó rec.

Cowart oyó las palabras bullendo a su alrededor e intentó desterrarlas de su mente.

Cuando la cinta terminó, pulsó
stop
. Escuchó la confesión de Sullivan en la cinta de Miles Davis. La claridad de la voz había disminuido, pero seguía perfectamente audible. Acto seguido, cogió la cinta y la devolvió a su sitio entre los demás discos y cintas del anaquel.

Se quedó un momento mirando fijamente el original. Luego rebobinó hasta el fragmento que había copiado, pulsó rec y borró las palabras de Sullivan con un silencio sofocante. Podría parecer una manera algo abrupta de acabar la grabación, pero le sacaría del aprieto. Ignoraba si la cinta sería sometida a una investigación metódica en los laboratorios de la policía, pero al menos ganaría un poco de tiempo.

Cowart apartó por un momento los ojos de la pantalla del ordenador y distinguió a la pareja de detectives avanzando por la redacción. Sortearon las distintas mesas, zigzagueando en dirección a él, ajenos a la presencia de los periodistas de la sala, que les seguían con la mirada. Cuando llegaron a su escritorio, ya todo el mundo les estaba mirando.

—Muy bien, señor Cowart —dijo Andrea Shaeffer con tono impaciente—. Nuestro turno.

Le dio la impresión de que las palabras se difuminaban en la pantalla.

—Termino en un segundo —contestó, con los ojos fijos en el ordenador.

—Ya ha terminado —repuso Michael Weiss.

En ese momento llegó el redactor jefe y se interpuso entre los dos policías y Cowart.

—Queremos una declaración completa, ahora mismo. Hace días que tratamos de conseguirla y ya estamos hartos de jugar al gato y al ratón —explicó Shaeffer.

El redactor jefe hizo un gesto con la cabeza.

—Cuando termine.

—Eso nos dijo el otro día, cuando encontró los cuerpos. Entonces tenía que hablar con Sullivan. Luego no sé qué le cuenta Sullivan pero necesita estar a solas. Y ahora tiene que escribir. ¿Acaso necesitamos suscribirnos a su maldito periódico para enterarnos de las cosas? —espetó Weiss con exasperación.

—En un momento estará con ustedes —insistió el redactor jefe, ocultando a Cowart de la mirada de los detectives y procurando alejarlos de su mesa.

—Ahora —se obstinó Andrea Shaeffer.

—Cuando termine —se obstinó aún más el jefe.

—¿Quiere que le arreste por interferir con la investigación? —replicó Weiss—. Empiezo a cansarme de esperar a que ustedes terminen su jodido trabajo para que nosotros podamos empezar el nuestro.

—Buena idea —contestó el redactor jefe—. Mañana en primera plana saldría una preciosa foto de ustedes esposándome. Seguro que el jefe de policía de Monroe estaría encantado. —Y les ofreció las muñecas.

—Escuche —terció Shaeffer—. Él posee información relacionada con la investigación de un homicidio. ¿No le parece razonable pedirle un poco de colaboración?

—No es que no sea razonable. Pero también se le echa encima el cierre de la primera edición, y lo primero es lo primero.

—En eso tiene razón —gruñó Weiss—. Lo primero es lo primero. Sólo que no estamos de acuerdo en qué es lo primero. Parece que vender periódicos va primero que resolver asesinatos.

—Matt, ¿te queda mucho? —preguntó el jefe.

—Unos minutos.

—¿Dónde están las cintas? —preguntó Shaeffer.

—Las están transcribiendo. Ya casi han acabado. —El redactor jefe reflexionó un instante—. Oigan, ¿por qué no leen lo que Sullivan le dijo a mi compañero mientras esperan?

Los detectives asintieron con la cabeza y el jefe se los llevó a la sala de reuniones, donde tres mecanógrafos con auriculares trabajaban sin tregua con las cintas.

Cowart respiró hondo. Ya había terminado de describir la ejecución y se las veía ahora con la confesión de Sullivan. Había enumerado todos los crímenes que aquel psicópata había confesado.

El único cabo suelto era la horrenda muerte de sus padres adoptivos. Cowart se quedó bloqueado. Era una parte crucial de la historia, una información destinada a ocupar una posición clave en los primeros párrafos. Y al mismo tiempo, era la parte más delicada. No podía decirle a la policía —ni escribirlo en el periódico— que Ferguson estaba implicado en esos crímenes sin explicar el porqué. Y la única respuesta a ese porqué se remontaba a la muerte de Joanie Shriver y al acuerdo al que, según el difunto, habían llegado aquellos dos hombres en el corredor de la muerte.

Matthew Cowart vaciló frente al monitor. El único modo de protegerse a sí mismo, a su reputación y a su carrera era encubrir el papel de Ferguson.

«¿Encubrir a un asesino?», pensó.

En su mente resonaron las palabras de Sullivan: «¿Acaso lo he matado a usted?»

Por un instante tuvo el impulso de revelar la verdad, pero inmediatamente se preguntó: «¿Cuál es la verdad?» Todo estaba en las palabras del ejecutado Sullivan. Un mentiroso empedernido, hasta más allá de la muerte.

Advirtió que el redactor jefe estaba observándole. Levantó los brazos y le hizo un gesto para que se apresurara. Cowart volvió a mirar el artículo, consciente de que iba a ir a la imprenta tal cual estaba.

Una voz sobre su hombro le arrancó de su indecisión.

—No me lo trago.

Era Edna McGee. La melena rubia le daba en la cara mientras negaba con la cabeza. Estaba leyendo unas cuartillas mecanografiadas. La confesión de Sullivan.

—¿Qué? —Cowart giró la silla hasta quedar de cara a su amiga.

Ella frunció el entrecejo e hizo una mueca sin separar la vista del papel.

—Matt, aquí hay algo que no encaja.

—¿El qué?

—Estoy haciendo una lectura rápida, claro, pero bueno, veo que está contando la verdad sobre los crímenes. Lo supongo por los detalles y todo lo demás. Pero mira esto, dice que mató a un chaval que trabajaba en una estación de servicio y en la tienda de recuerdos indios de la Tamiami Trail, hace un par de años. Dice que paró a tomarse un refresco o no sé qué, que le pegó un tiro por la espalda y que vació la caja antes de salir para Miami. Me acuerdo muy bien de aquel crimen, ya que lo cubrí. ¿Te acuerdas que empecé con un artículo sobre los establecimientos que habían sufrido atracos en los alrededores de la reserva Miccosukkee y que preparé una tabla con los crímenes sufridos por los vecinos de Everglades? ¿Te acuerdas?

Cowart se agarró a la mesa.

—Matt, ¿te encuentras mal?

—Me acuerdo, claro que sí —contestó Cowart con un hilo de voz.

Edna lo observó.

—La mayoría versaba sobre gente a la que habían atracado camino del bingo y de las patrullas que los indios habían organizado para vigilar sus negocios.

—Lo recuerdo.

—Pues bien, resulta que investigué un poco sobre aquel asesinato. Todo fue más o menos como Sullivan dice, y en un momento dado incluso se diría que lo presenció en directo. Y es verdad, al muchacho le dispararon por la espalda. Pero eso apareció en todos los periódicos… —Agitó las cuartillas con la transcripción—. A lo que voy es a que lo sabe todo, pero sólo de modo superficial. No lo hizo él. Ni de coña. Arrestaron a tres chavales del sur de Miami por ese crimen. Los peritos relacionaron su arma con la bala que abatió al muchacho y todo eso. Uno de ellos confesó y el que conducía testificó contra el autor de los disparos. Caso cerrado. Dos de ellos están cumpliendo veinticinco años por homicidio en primer grado y el otro consiguió un acuerdo. Pero no hay dudas respecto a la autoría del crimen.

—Pero Sullivan…

—Ya, ya, es muy extraño. Por aquel entonces rondaba por el sur de Florida. Eso sí lo sabemos. Habría que revisar fechas y demás, pero es casi seguro. Puede que estuviera de paso cuando el crimen se comentaba en los periódicos. El muchacho asesinado era el sobrino de uno de los ancianos de la comunidad, por eso provocó tanta conmoción. Hasta en la tele no hacían más que hablar de eso. ¿Te acuerdas?

Cowart lo recordaba, y se preguntó cómo no lo había recordado antes, cuando Sullivan se lo contó. Asintió con la cabeza.

Edna volvió a agitar las cuartillas.

—Caramba, Matt, probablemente te dijo la verdad sobre la mayoría de los crímenes. Pero ¿sobre todos? ¿Quién sabe? Aquí tenemos uno que no encaja. ¿Cuántos más habrá?

Cowart sintió vértigo. «Probablemente te dijo la verdad.» Sullivan tal vez había mentido una vez. O dos. O una docena. ¿A quién mató? ¿A quién no mató? ¿Cuándo decía la verdad y cuándo no?

O acaso era todo mentira y en realidad Ferguson era quien decía la verdad. En su cabeza, Ferguson se transformó automáticamente de demonio asesino en un hombre indignado al que la justicia ha traicionado. Las mentiras, medias verdades e inexactitudes de Sullivan habían formado una maraña inextricable.

«¿Inocente?», pensó. Se quedó mirando el monitor recordando las palabras de Sullivan. «¿Culpable?»

Edna volvió a agitar las cuartillas.

—Hay otros dos que quizá tampoco encajan. Imagino que sólo son suposiciones mías, pero no entiendo por qué iba a colgarse crímenes que nunca cometió. —Hizo una pausa y se contestó a sí misma—: Pues porque era un bicho raro, y lo fue hasta las últimas consecuencias. Todos los asesinos en serie pretenden quedar como los más sanguinarios, los más duros o los más desalmados. ¿Te acuerdas de Henley, aquel tío de Texas que se cargó a veintiocho personas? Lo metieron en prisión, y al tiempo apareció en Chicago aquel John Gacy que se había cargado a treinta y tres. Entonces Henley llamó a un detective de Houston y le dijo: «El récord sigue siendo mío, porque tal y cual…» Muy raro, diría yo.

—Tienes razón —contestó Cowart, inundado por un mar de dudas.

Edna se inclinó para leer el titular de su artículo.

—Los asesinatos son al menos treinta y nueve. Bueno, eso es lo que él dijo. Pero será mejor que te cerciores.

—Eso haré.

—¿Entró en detalles sobre los asesinatos de los cayos?

—No. Sólo dijo que lo había preparado todo para que se cometieran.

—Pero te diría algo más, ¿no?

Cowart se incorporó.

—Habló de que radio macuto funciona incluso en el corredor de la muerte. Y de que todo puede conseguirse a cambio de algo. Pero no dijo a cambio de qué.

—Ya. Bueno, tú escribe lo que él te dijo, pero contrastándolo todo. —Edna echó una mirada en torno en busca de la pareja de detectives, que seguían leyendo las transcripciones—. ¿Crees que tienen pruebas sólidas? A mí me parece que están esperando que tú se lo des todo mascado —añadió con cinismo.

Él la miró.

—Edna… —empezó.

—Necesitas ayuda con todo esto, ¿verdad? —Edna pareció rebosar entusiasmo. Dio un manotazo sobre el montón de cuartillas—. Que te digan qué hay de cierto, qué de dudoso y qué de falso, ¿no?

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