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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Justicia uniforme (11 page)

BOOK: Justicia uniforme
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Sumido en esta reflexión, Brunetti no se dio cuenta de que, al fin, Patta le dispensaba su atención, ni oyó las primeras palabras del
vicequestore
y sólo captó el final de la frase:

—… los malos tratos de que usted hizo objeto a sus alumnos.

Como el colegial que busca coherencia en un fragmento de texto, Brunetti dedujo que los alumnos debían de ser los de la Academia San Martino, y que la única persona capaz de utilizar aquel posesivo al hablar de ellos era el comandante.

—Entré casualmente en la habitación de uno de los cadetes y estuvimos hablando de sus estudios. No me parece que eso pueda considerarse malos tratos, señor.

—Y no sólo usted —cortó Patta, sin indicar que se hubiera dignado escuchar su explicación—. También uno de sus agentes. Anoche, en una cena, el padre de uno de los alumnos me dijo que su agente había interrogado al chico con mucha rudeza. —Patta dejó que calara todo el horror de esta enormidad antes de añadir—: El padre ha estudiado con el general D'Ambrosio.

—Lo lamento, señor —dijo Brunetti, preguntándose si el chico seguiría quejándose a su padre si un día el enemigo lo trataba con rudeza en la batalla—. Estoy seguro de que, de haberlo sabido, el agente lo hubiera tratado con más cortesía.

—No se pase de listo conmigo, Brunetti —replicó Patta, mostrando una mayor sensibilidad al tono de Brunetti de lo que era habitual en él—. No quiero que sus hombres anden presionando a esos chicos y causando problemas. Son hijos de algunas de las mejores familias del país y no consentiré que se les trate de ese modo.

Brunetti siempre se había sentido fascinado por la manera en que la policía iba y venía como una lanzadera entre Patta y cualquier otro posible responsable: cuando resolvían un crimen o se comportaban con valentía, eran la policía de Patta, pero en todos los casos de mala conducta, incompetencia o negligencia eran la policía de otro, por ejemplo, hoy, de Brunetti.

—No creo que hubiera malos tratos, señor —dijo Brunetti—. Pedí a un agente que hablara con los otros alumnos para tratar de averiguar si últimamente el joven Moro se había comportado de manera extraña o había dicho algo que indicara que pensaba en el suicidio. —Sin dar tiempo a Patta de interrumpir, agregó—: Me pareció que eso nos ayudaría a dejar aún más claro que el muchacho se había suicidado.

—¿Más claro que qué?

—Que las pruebas físicas existentes, señor —respondió Brunetti.

Durante un momento, pensó que Patta iba a decir: «Conforme.» Desde luego, la tensión de su rostro se aflojó, y también el comisario respiró. Pero sólo dijo:

—Está bien. Entonces considerémoslo suicidio, archivemos el caso y dejemos que la escuela vuelva a la normalidad.

—Buena idea, señor —dijo Brunetti. Y entonces, como si acabara de ocurrírsele la posibilidad—: Pero, ¿qué hacemos si los padres del chico no se dan por satisfechos?

—¿Qué quiere decir?

—Verá, señor, el padre es una persona polémica —empezó Brunetti, meneando la cabeza frente al escandaloso escepticismo hacia las instituciones públicas que reflejaba el Informe Moro—. No desearía firmar un informe cuestionable sobre la muerte de su hijo.

—¿Cabe esa posibilidad?

—Probablemente, no, señor. Pero no deseo incurrir en una omisión sobre la que una persona tan difícil como Moro pudiera empezar a hacer preguntas. Seguro que nos colocaría en una situación difícil. Y él, desde luego, es una persona que atrae la atención del público. —Brunetti se abstuvo de decir más.

Patta reflexionó y finalmente preguntó:

—¿Usted qué sugiere?

Brunetti fingió sorpresa por el hecho de que se le hiciera semejante pregunta. Fue a hablar, se detuvo y luego prosiguió, como si nunca se hubiera planteado tal posibilidad:

—Pues me parece que yo empezaría por tratar de averiguar si el chico se drogaba o daba muestras de depresión.

Patta dio la impresión de meditar y dijo:

—Imagino que para ellos sería más fácil de soportar si tuvieran la certeza.

—¿Para quiénes?

—Para sus padres.

Brunetti aventuró una pregunta:

—¿Usted los conoce?

—Conozco al padre —dijo Patta.

En vista de que no seguían invectivas contra el hombre, Brunetti se animó a preguntar:

—¿Considera que debemos seguir adelante, señor?

Patta irguió el cuerpo un poco más y trasladó de un lado al otro de la mesa una pesada moneda bizantina que utilizaba como pisapapeles.

—Si no les lleva mucho tiempo, de acuerdo. —Típica «respuesta Patta»: encargaba la investigación y, simultáneamente, se aseguraba de que cualquier demora fuera atribuida a otra persona.

—Sí, señor —dijo Brunetti poniéndose en pie. Patta fijó su atención en una delgada carpeta y Brunetti se marchó.

En el pequeño antedespacho encontró a la
signorina
Elettra sentada a su mesa, inclinada sobre lo que parecía un catálogo. Al acercarse vio que era un desplegable de pantallas de ordenador.

Ella levantó la mirada y sonrió.

—¿No acaba de comprarse uno de esos? —dijo Brunetti señalando la máquina que estaba a su derecha.

—Sí, pero ahora han salido otras completamente planas, finas como una pizza. Mire —dijo señalando una de las fotos del catálogo con una uña escarlata. Aunque a Brunetti el símil le pareció surrealista, reconoció que era bastante apropiado.

Él leyó las dos primeras líneas del epígrafe y, al encontrar una serie de números e iniciales, para no hablar de los «gigabytes», fue directamente al pie, donde se indicaba el precio.

—Es el sueldo de un mes —dijo con asombro, consciente de que en su voz había algo más que un poco de reprobación.

—Diga mejor de dos meses —rectificó ella—, si quiere la pantalla grande de LCD.

—¿Piensa pedirla? —preguntó él.

—Lo siento, pero no voy a tener más remedio.

—¿Por qué?

—Porque éste —dijo señalando su ordenador casi nuevo como si fuera una bolsa de ropa vieja que fuera a dar a la mujer de la limpieza para que se deshiciera de ella— ya se lo he prometido a Vianello.

Brunetti decidió no hacer comentarios.

—Al parecer, hay cierta relación entre el
vicequestore
y el
dottor
Moro —empezó—. ¿Cree poder averiguar algo al respecto?

Ella volvía a mirar el catálogo.

—Nada más fácil, comisario —dijo volviendo la página.

Capítulo 11

Venecia, al igual que cualquier otra ciudad del país, sufría las consecuencias de la negativa del Gobierno a adoptar una política de inmigración que fuera coherente con la realidad de la inmigración. Una de las consecuencias que no afectaban directamente a Brunetti era la de que miles de inmigrantes ilegales se aprovechaban de la laxa política italiana en materia de inmigración y, una vez en posesión de documentos italianos que legitimaban su presencia en el continente, pasaban a países del Norte, donde podían trabajar con un cierto amparo de la ley. Naturalmente, los otros gobiernos veían con irritación la facilidad con la que los italianos se zafaban del problema trasladándoselo a ellos.

Otras consecuencias sí habían empezado a afectar a Venecia, y a Brunetti: en la calle proliferaban los rateros, los robos en las tiendas eran un problema hasta para los comerciantes más pequeños y ya no había ciudadano que creyera que su casa estaba a salvo de los ladrones. Como la mayoría de los casos pasaban por la
questura,
Brunetti percibía el aumento de la criminalidad, pero sólo indirectamente, como el que tiene un pequeño resfriado y descubre que la fiebre le ha subido un grado o dos, pero sin sentir otros síntomas. Si algún indicio percibía Brunetti de este aumento de la pequeña delincuencia, era la cantidad de papeles que tenía que contraseñar y, teóricamente, leer.

Era un período en el que había muy pocos crímenes violentos en las casas y las calles de Venecia, y Patta —que sin duda tenía síndrome de abstinencia, ya que hacía más de una semana que su nombre no aparecía en
Il Gazzettino
—, ordenó a Brunetti y pidió a la
signorina
Elettra que preparasen un informe estadístico que mostrase el alto grado de eficacia de la policía de Venecia. El informe, estipuló el
vicequestore,
debía demostrar que los culpables de la mayoría de los crímenes eran descubiertos y arrestados y que, por consiguiente, durante el último año, la criminalidad en la ciudad había disminuido.

—Qué tontería —dijo Brunetti cuando la
signorina
Elettra le informó del encargo.

—Como cualquier otra estadística de las que nos llegan —dijo ella.

Irritado por la perspectiva del tiempo que tendría que perder en la tarea, él preguntó secamente:

—¿Por ejemplo?

—La estadística de los accidentes de carretera —sonrió ella pacientemente ante su evidente disgusto.

—¿Qué pasa con ellos? —preguntó Brunetti, sin verdadero interés, pero dudando de que algo tan bien documentado pudiera falsearse.

—Si te mueres una semana o más después de resultar herido en un accidente, no mueres de accidente —dijo ella, casi con orgullo—. Por lo menos, estadísticamente.

—¿Significa eso que te matan los hospitales? —preguntó él buscando la ironía.

—Es algo que ocurre con frecuencia, comisario —dijo ella haciendo alarde de paciencia—. No sé cómo clasifican exactamente esas muertes, pero no se consideran accidentes de tráfico.

A Brunetti ni se le ocurrió dudar de sus palabras. Pero la idea le recordó el informe que tenían que preparar.

—¿Le parece que nosotros podríamos utilizar esa técnica?

—¿Quiere decir que si la víctima de un asesinato tarda una semana en morir ya no ha sido asesinada? —preguntó ella—. ¿O que si un robo se denuncia cuando ya ha pasado una semana, no se ha robado nada? —Él asintió, y la
signorina
Elettra se concentró en el estudio de esta posibilidad. Finalmente, respondió—: Estoy segura de que el
vicequestore
estaría encantado, pero mucho me temo que hubiera dificultades si se nos interrogaba al respecto.

Él ahuyentó de su mente esas quimeras matemáticas para volver a la triste realidad del informe que tenían que confeccionar.

—¿Cree que podemos conseguir que el informe refleje los resultados que él desea?

Ella respondió con seriedad:

—Creo que no será difícil darle lo que desea. No tenemos más que manejar con cautela las cifras de los delitos.

—¿Qué significa eso?

—Que sólo contemos los delitos en los que la gente haya venido aquí o haya ido a los
carabinieri
a formular una denuncia formal por escrito.

—¿Y qué conseguiremos con eso?

—Ya se lo he dicho, comisario. La gente no se molesta en venir a denunciar que le han robado la cartera o le han entrado en el piso. Así que, aunque llamen por teléfono, si no vienen, el delito no ha sido denunciado. —Ella calló un momento, para permitir a Brunetti, que sabía lo jesuíticos que podían ser sus razonamientos, prepararse para la conclusión que se disponía a sacar de todo esto—: Y, si no hay denuncia oficial, lo que, en cierto modo, significa que el hecho no ha ocurrido, no veo por qué hemos de incluirlo en nuestros cálculos.

—¿Qué porcentaje estima que la gente no denuncia? —preguntó él.

—Eso no hay manera de saberlo, comisario —dijo ella—. Al fin y al cabo, filosóficamente es imposible demostrar un negativo. —Hizo otra pausa y agregó—: Yo diría que un poco más de la mitad.

—¿Los que se denuncian o los que no?

—Los que no.

Esta vez fue Brunetti el que marcó una pausa.

—Pues hemos tenido suerte, ¿verdad?

—Desde luego —convino ella, y preguntó—: ¿Quiere que me encargue yo, comisario? Lo quiere para la prensa, y a ellos les gustaría poder decir que Venecia es una isla feliz, prácticamente limpia de delincuencia. De modo que no es probable que pongan mis cálculos en tela de juicio.

—Pero lo es, ¿verdad?

—¿Qué? ¿Una isla feliz?

—Sí.

—En comparación con el resto del país, creo que sí.

—¿Por cuánto tiempo cree que seguirá siéndolo?

La
signorina
Elettra se encogió de hombros. Cuando Brunetti ya daba media vuelta para marcharse, ella abrió el cajón de su mesa y sacó varias hojas de papel.

—No se me olvidó lo del
dottor
Moro, comisario —dijo entregándoselas.

Él le dio las gracias y salió del despacho. Mientras subía la escalera, descubrió en aquellos papeles la causa de la relación de Patta con el doctor Fernando Moro. No tenía nada de insólito: la madre de la
signora
Patta era paciente de Moro desde que ése había vuelto a ejercer la medicina. La
signorina
Elettra no había conseguido copia del historial médico, pero había anotado las fechas de las visitas: veintisiete en total, durante los dos últimos años. La
signorina
Elettra había escrito al pie, de su puño y letra: «Cáncer de mama.» Brunetti observó que la última visita había tenido lugar hacía poco más de dos meses.

Al igual que todos los jefes, el
vicequestore
Patta era objeto de especulación entre sus subalternos. Habitualmente, el motivo de sus obras y omisiones era evidente: el poder, la conservación del poder y el aumento del poder. Ahora bien, en ocasiones había mostrado una gran debilidad, una debilidad que había frenado su carrera por el poder: la defensa de su familia. Brunetti, que miraba a Patta con suspicacia y a menudo no tenía sino desprecio para sus motivos, veía esta debilidad con respeto.

El comisario reconocía que el decoro exigía esperar por lo menos dos días antes de tratar de ponerse en contacto con los padres del chico. El plazo había pasado, y aquella mañana llegó a la
questura
con el propósito de hablar con uno de ellos o con los dos. En el número particular del
dottor
Moro se conectó el contestador. Lo mismo ocurrió en el del consultorio, que decía que, hasta nuevo aviso, los pacientes serían atendidos por el doctor D. Biasi, del que a continuación daba el número de teléfono y las horas de visita. Brunetti volvió a marcar el número del domicilio y dejó su nombre y el número de su línea directa en la
questura,
con el ruego de que el médico le llamara.

Quedaba la madre. La
signorina
Elettra daba una sucinta biografía. Era veneciana, al igual que su marido. Se habían conocido cuando cursaban estudios en el
liceo,
desde el que ambos habían pasado a la Universidad de Padua, donde Moro optó por Medicina, y Federica, por Psicología Pediátrica. Se casaron cuando ella terminó la carrera, pero no regresaron a Venecia hasta que a Moro le ofrecieron una plaza en el Ospedale Civile. Ella abrió entonces un consultorio particular en la ciudad.

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