Justicia uniforme (18 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Justicia uniforme
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—Para algo tenemos la lancha —fue el disparo inicial de la última andanada de la
signorina
Elettra, que terminó la conversación con la promesa de enviar los papeles firmados y la correspondiente transferencia antes del fin de semana, seguida de una cortés despedida.

Brunetti sintió una insólita compasión hacia el
vicequestore
Patta: el pobre estaba aviado.

—¿Filiberto? —preguntó.

—El nombre lo eligió su padre —replicó la
signorina
Elettra.

—¿Y cuál hubiera elegido usted? ¿Eustasio?

—No, señor: Eriprando.

Capítulo 17

La información de que, a discreción del comandante, podían hacerse excepciones a las reglas de la escuela, no reveló a Brunetti nada que no sospechara ya: dondequiera que se congregaran los hijos de los ricos y poderosos, las reglas se acomodaban al capricho de los padres. Lo que no sabía era el grado de subordinación del comandante. Tampoco tenía una idea clara, y así lo reconocía, de qué relación podía tener eso con la muerte de Ernesto.

Brunetti renunció a seguir especulando y volvió a marcar el número del teléfono de la
signora
Moro, que también esta vez sonó en vano. Movido por un impulso que no se detuvo a analizar, decidió pasar por su apartamento, por si algún vecino podía darle información de dónde estaba.

Tomó el
vaporetto
hasta San Marco y retrocedió en dirección al apartamento. Llamó al timbre, esperó y volvió a llamar. Entonces pulsó el de la derecha, esperó y fue pulsando sucesivamente todos los demás, moviéndose de izquierda a derecha y de arriba abajo, como un escalador que descendiera por una pared haciendo rapel. La primera respuesta llegó de un apartamento del primer piso, al lado de cuyo timbre se leía el apellido Della Vedova. Contestó una voz femenina, Brunetti explicó que era de la policía y deseaba hablar con la
signora
Moro, y el cierre de la puerta chasqueó. Cuando el comisario entró en el oscuro vestíbulo se encendió la luz y, al cabo de un momento, una voz de mujer gritó desde arriba:

—Suba,
signore.

Mientras subía la escalera, Brunetti observó que a un lado se había montado un sistema que permitía subir y bajar una silla de ruedas. La explicación aguardaba en la puerta del primer piso: una joven en una silla de ruedas con un enorme gato gris en el regazo. Cuando él llegó al rellano, la joven le sonrió y, apartando ligeramente el gato hacia un lado, le tendió la mano derecha.

—Beatrice della Vedova —dijo—. Encantada de conocerle.

Él dio su nombre y rango y ella puso las manos en las ruedas de la silla, la hizo girar en limpio semicírculo y se dio impulso hacia el interior del apartamento. Brunetti cerró la puerta y la siguió.

La mujer lo condujo a una sala de estar en el centro de la cual había una mesa de dibujo, cuyo tablero había sido bajado casi un metro, hasta situarlo a la altura de la silla de ruedas. La mesa estaba cubierta de dibujos a la acuarela, de puentes y canales, en los vivos colores que solían preferir los turistas. En contraste, las tres vistas de fachadas de iglesia —San Zaccaría, San Martino y San Giovanni in Bragora— que colgaban de la pared del fondo mostraban una meticulosa atención al detalle arquitectónico que no se apreciaba en los dibujos de la mesa. Sus tonos suaves transmitían la cálida incandescencia de la piedra y recogían el juego de la luz en el canal situado frente a San Martino y en las fachadas de las otras iglesias.

Ella giró rápidamente y le vio mirar los dibujos de la pared.

—Eso es lo que hago —dijo y, señalando con un vago ademán las acuarelas del tablero, agregó—: Y esto, lo que vendo. —Inclinándose hacia el gato, le susurró al oído—: Tenemos que procurar que no te falte Whiskas, ¿eh, gordito?

El gato se levantó lentamente de su regazo y saltó al suelo con un golpe sordo que debió de repercutir en el vestíbulo. Con la cola enhiesta, el animal salió de la habitación. La mujer sonrió a Brunetti.

—Nunca sé si lo ofenden mis alusiones a su peso o si le mortifica sentirse responsable de esos dibujos. —Dejando el comentario en el aire, añadió con una sonrisa—: Cualquiera de las dos interpretaciones estaría justificada, ¿no cree?

Brunetti sonrió a su vez y ella le pidió que se sentara. Él así lo hizo y la mujer maniobró con la silla para situarse de cara a él. Debía de tener menos de treinta años, pero las mechas grises de su pelo la avejentaban, lo mismo que las líneas verticales del entrecejo. Tenía los ojos ámbar claro, la nariz un poco grande y una boca suave y relajada que desentonaba de una cara que a Brunetti le parecía marcada por una historia de sufrimiento.

—¿Ha dicho que deseaba información sobre la
signora
Moro? —apuntó ella.

—Sí; me gustaría hablar con ella. La he llamado varias veces, pero no contesta. La última vez que hablé con ella, no me…

—¿Cuándo fue eso?

—Hace varios días. No me dijo que pensara salir de la ciudad.

—Por supuesto que no. Me refiero a que no lo diría.

Brunetti tomó nota de la observación.

—No me dio la impresión de que… —Se interrumpió, buscando las palabras—. No me dio la impresión de que tuviera a donde ir.

La
signora
o
signorina
Della Vedova lo miró con nuevo interés.

—¿Por qué lo dice?

—No lo sé. Pero me pareció que la ciudad era su medio natural y que no tenía interés en ir a ningún otro sitio. Ni deseo.

Al advertir que Brunetti no tenía más que decir, ella respondió:

—Y no tenía. A donde ir, me refiero.

—¿Usted la conoce bien?

—En realidad, no. Aún no hace dos años que vive aquí.

—¿Desde el accidente? —preguntó Brunetti.

Ella miró a Brunetti y de su cara desapareció la afabilidad.

—Esto fue un accidente —dijo señalándose el regazo con los dedos extendidos de la mano derecha para indicar sus piernas inútiles—. Lo de Federica, no.

Brunetti, ahogando toda reacción, preguntó serenamente:

—¿Tan segura está?

—Claro que no —dijo ella, sosegándose—. Yo no estaba allí y no pude ver lo que ocurrió. Pero Federica, las dos veces que me ha hablado de aquello, ha dicho: «Cuando me dispararon…» Una persona que ha tenido un accidente no habla así.

Brunetti no dudaba de que esta mujer sabría bien cómo habla una persona que ha tenido un accidente.

—¿Dos veces lo ha dicho?

—Que yo recuerde. Pero de pasada, a modo de descripción, no de queja. Tampoco le he preguntado qué pasó, no me gusta ser indiscreta. Bastantes indiscreciones he tenido que soportar yo. Supuse que ya me lo contaría, cuando quisiera.

—¿Y no se lo ha contado?

Ella movió la cabeza negativamente.

—No; sólo esas dos alusiones.

—¿Se ven a menudo?

—Una vez a la semana o cosa así. Entra y tomamos un café o baja a charlar un rato.

—¿La conocía antes de que se mudara a este apartamento?

—No; conocía a su marido, desde luego. Pero como lo conoce todo el mundo. Por el informe, quiero decir. —Brunetti asintió—. La conocí a causa de
Gastone.


¿Gastone?

—El gato. Lo encontró un día delante de la puerta de la calle y, cuando abrió, él se coló. Al ver que se paraba en mi puerta, llamó para preguntarme si era mío. A veces, el animal sale y se queda en la calle hasta que alguien abre la puerta o llama al timbre para que yo abra. Me refiero a los que saben que es mío. —Su cara se animó con una sonrisa—. Y yo se lo agradezco, porque no es fácil para mí bajar a buscarlo. —Lo dijo con naturalidad, y Brunetti no advirtió en su tono ni una muda invitación a un extraño a hacer preguntas ni una inconsciente petición de compasión.

—¿Cuándo la vio por última vez?

Ella tuvo que pensarlo.

—Anteayer, aunque en realidad no la vi, sólo la oí en la escalera. Era ella, estoy segura. Yo había leído lo de la muerte de su hijo, y cuando la oí en la escalera, fui a la puerta con intención de abrir, pero, al darme cuenta de que no sabría qué decirle, me quedé quieta, escuchando sus pasos. Luego, al cabo de una hora, la oí bajar.

—¿Y desde entonces?

—Nada. —Antes de que él pudiera hablar, ella agregó—: Pero duermo en la parte de atrás, y muy profundamente, por las píldoras que tomo, así que puede haber entrado o salido sin que yo la oyera.

—¿No la ha llamado?

—No.

—¿Es normal que esté dos días fuera de casa?

La respuesta de la mujer fue inmediata:

—En absoluto. Está en casa casi siempre, pero no la he oído ni en la escalera ni en el piso. —Y señalaba al techo al decirlo.

—¿Tiene idea de adonde puede haber ido?

—No, desde luego. No hablábamos de esas cosas. —Al ver que él la miraba desconcertado, trató de explicarse—: Quiero decir que no éramos como dos amigas sino dos mujeres solitarias que se hablaban de vez en cuando.

Tampoco esta frase, según Brunetti, contenía un mensaje oculto: sólo la verdad, dicha claramente.

—¿Y ella vivía sola?

—Que yo sepa, sí.

—¿No la visitaba nadie?

—Nadie, que yo sepa.

—¿Nunca oyó a una criatura?

—¿Se refiere a su hijo?

—No; a su hija.

—¿Hija? —repitió ella con un gesto de sorpresa que por sí solo respondió a la pregunta. Movió negativamente la cabeza.

—¿Nunca?

Otra vez ella denegó con la cabeza, como si la idea de que una madre pudiera no hablar de uno de sus hijos fuera muy monstruosa para cualquier comentario.

—¿Y a su marido, lo mencionaba?

—Poco.

—¿Y cómo? Quiero decir cómo hablaba de él. ¿Con resentimiento? ¿Con amargura?

Ella meditó antes de contestar.

—No; lo mencionaba en tono normal.

—¿Con afecto?

Ella le lanzó una mirada rápida, cargada de muda curiosidad y respondió:

—Yo no diría tanto. Hablaba de él con naturalidad.

—¿Podría ponerme un ejemplo? —preguntó Brunetti, buscando el matiz.

—Un día, hablábamos del hospital… —Ella aquí se interrumpió, suspiró y prosiguió—: Hablábamos de los errores que cometen, y ella dijo que el informe de su marido había puesto fin a todo eso, pero por poco tiempo.

Brunetti esperaba que la mujer diera más detalles, pero ella parecía considerar que ya había hablado bastante. Como no se le ocurrían más preguntas, el comisario se levantó.

—Muchas gracias,
signora
—dijo inclinándose a estrecharle la mano.

Ella le sonrió y volvió la silla hacia la puerta. Brunetti llegó antes y ya alargaba la mano hacia el picaporte cuando la oyó gritar:

—Espere.

Pensando que la mujer habría recordado algo que podía ser importante, Brunetti se volvió. En aquel momento, sintió una repentina presión en la pantorrilla izquierda y, al bajar la mirada, vio a
Gastone
que se restregaba contra ella, para congraciarse con aquel extraño que tenía el poder de abrir la puerta. Brunetti lo tomó en brazos, asombrado por el peso de aquella masa de animal. Sonriendo, lo puso en el regazo de la mujer, se despidió y salió del apartamento, asegurándose antes de cerrar la puerta de que no pillaba a
Gastone.

Brunetti subió al apartamento de la
signora
Moro. Desde el momento en que oyó decir a la
signora
Della Vedova que hacía dos días que no oía a su vecina, él sabía que subiría. La cerradura era sencilla: al parecer, al dueño del apartamento no le preocupaba que sus inquilinos estuvieran bien protegidos contra los ladrones. Sacó de la cartera una fina tarjeta de plástico. Hacía años, Vianello se la había quitado a un ladrón al que el éxito había hecho imprudente. Vianello la había utilizado más de una vez, siempre en flagrante violación de la ley y, con ocasión de su ascenso de sargento a inspector, la había regalado a Brunetti, en señal de agradecimiento porque le constaba que su ascenso se debía principalmente a la insistencia y apoyo de Brunetti. En aquel momento, el comisario pensó que tal vez Vianello quería alejar de sí una ocasión de pecado. En cualquier caso, la tarjeta le había sido muy útil y había llegado a apreciarla en todo su valor.

Ahora introdujo la tarjeta entre la puerta y el marco, a la altura de la cerradura y sólo tuvo que hacer girar el picaporte para que la puerta se abriera. El hábito de muchos años le hizo pararse en el umbral a olfatear el aire buscando el olor de la muerte. Olía a polvo, a humo viejo de cigarrillo y un poco a un ácido producto de limpieza, pero no a carne en descomposición. Con una sensación de alivio, Brunetti cerró la puerta y entró en la sala. La encontró exactamente tal como la había dejado, con los muebles en la misma posición y el libro en el brazo del sofá, abierto sin duda por la misma página.

La cocina estaba en orden, no había platos sucios en el fregadero y, cuando abrió el frigorífico con la punta del zapato, no vio comida perecedera. Con un bolígrafo que sacó del bolsillo interior de la chaqueta, fue abriendo armarios, pero sólo encontró un bote de café.

En el cuarto de baño, abrió el armario de las medicinas con un nudillo y vio aspirinas, un gorro de ducha, un frasco de champú sin abrir y un paquete de limas de esmeril. Las toallas del toallero estaban secas.

Capítulo 18

Aquella noche, cuando los chicos se acostaron y él y Paola estaban solos en la sala, ella, leyendo
Persuasión
por enésima vez y él, reflexionando sobre la admonición de Anna Comnena de que «el que asume el papel de historiador debe olvidarse de la amistad y la enemistad», Brunetti se refirió a su visita al apartamento de la
signora
Moro, pero abordó la cuestión indirectamente.

—Paola —empezó, y ella lanzó por encima del libro una mirada ausente—, ¿qué harías si yo solicitara la separación?

Los ojos de su mujer, que habían vuelto a la página, lo asaetearon de modo fulminante, y Anne Eliot quedó abandonada a sus propios problemas sentimentales.

—¿Si tú
qué
?

—Solicitara la separación.

Con voz llana, ella preguntó:

—Antes de que vaya a la cocina a buscar el cuchillo del pan, ¿puedes decirme si es una pregunta teórica?

—Completamente —respondió él, no sin cierta turbación por el contento que le producía aquella amenaza de violencia—. ¿Tú qué harías?

Ella dejó el libro a su lado, cara abajo.

—¿Por qué quieres saberlo?

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