Justicia uniforme (28 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Justicia uniforme
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Cuando Brunetti llegó a la puerta, Pucetti estaba a un paso del umbral, con las manos levantadas casi a la altura del pecho. Sus hombros parecían aún más anchos que antes.

En la litera superior había un muchacho rubio y delgado, con las mejillas acribilladas de acné, medio sentado y medio echado, con la espalda pegada a la pared y las rodillas dobladas, como si temiera dejar los pies colgando al alcance de los dientes de Pucetti. Cuando Brunetti entró, Cappellini levantó una mano, pero era para pedir a Brunetti que se acercara, no que se parase.

—¿Qué quieren? —preguntó el chico, sin poder disimular el terror.

A esto, Pucetti giro lentamente la cabeza hacia Brunetti y levantó la barbilla como para preguntar si quería que trepase a la litera y arrojase al suelo al chico.

—No, Pucetti —dijo el comisario en el tono de voz que generalmente se usa con los perros.

Pucetti bajó las manos, pero no del todo, volvió a mirar al chico y cerró la puerta de un golpe de tacón.

En el reverbero del portazo, Brunetti preguntó:

—¿Cappellini?

—Sí, señor.

—¿Dónde estaba la noche en que mataron al cadete Moro?

—Yo no lo hice —gritó con voz aguda el chico, muy asustado para poder pensar y darse cuenta de lo que acababa de admitir—. Yo ni lo toqué.

—Pero lo sabe —dijo Brunetti con voz firme, como si repitiera algo que ya le había dicho otra persona.

—Sí. Pero yo no tuve nada que ver —insistió el chico, tratando de echar el cuerpo hacia atrás, pero ya sentía la pared en la espalda, no tenía escapatoria.

—¿Quien fue? —agregó Brunetti, frenándose de sugerir el nombre de Filippi. Al ver que el chico vacilaba, agregó—: Dígamelo.

Cappellini dudaba, calculando si no sería peor este peligro que aquel otro con el que convivía. Evidentemente, se decantó por Brunetti, porque dijo:

— Filippi. Todo fue idea suya.

Este reconocimiento tuvo el efecto de hacer que Pucetti bajara las manos, y Brunetti percibió cómo se relajaba el cuerpo del agente, al deponer éste su actitud de amenaza. Estaba seguro de que, si apartaba la mirada de Cappellini, vería que Pucetti había recuperado su tamaño normal.

El chico se calmó, mínimamente por lo menos. Se deslizó unos centímetros sobre el colchón, extendió las piernas y dejó colgar un pie por el borde de la litera.

—Filippi lo odiaba —dijo—. No sé por qué, pero lo había odiado siempre, y nos decía que todos teníamos que odiarlo, que era un traidor. Su familia era una familia de traidores. —Al ver que Brunetti no hacía a esto comentario alguno, Cappellini agregó—: Es lo que decía él. Que Moro padre, también.

—¿Sabe por qué decía eso? —preguntó Brunetti suavizando el tono de voz.

—No, señor. Eso era lo que nos decía.

Por mucho que Brunetti deseara saber quiénes eran los otros, comprendía que indagar ahora en ello sería abrir un inciso que rompería el ritmo del interrogatorio, y preguntó:

—¿Moro protestaba o se defendía? —Al percibir la vacilación de Cappellini, agregó—: Cuando Filippi le llamaba traidor.

Cappellini pareció sorprendido por la pregunta.

—Naturalmente. Tuvieron más de una pelea, y una vez Moro le pegó, pero los separaron. —Cappellini se pasó la mano derecha por el pelo, apoyó las dos manos en la cama y bajó la cabeza. La pausa se prolongaba, Pucetti y Brunetti hubieran podido ser dos figuras de piedra.

—¿Qué pasó aquella noche? —preguntó Brunetti finalmente.

—Filippi llegó tarde. No sé si tenía permiso o usó su llave —explicó Cappellini con naturalidad, como si diera por descontado que ellos estaban al corriente del tráfico de llaves—. No sé con quién habría estado; seguramente, con su padre. Siempre parecía más furioso cuando volvía de ver a su padre. Bueno, cuando entró… —Con un ademán, Cappellini señaló el espacio que tenía ante sí, el mismo que ahora ocupaban los dos inmóviles policías—. Empezó a hablar de Moro y de lo muy traidor que era. Yo quería seguir durmiendo y le dije que se callara.

Aquí se interrumpió, hasta que Brunetti se sintió obligado a preguntar:

—¿Y qué ocurrió entonces?

—Que me pegó. Se acercó a la litera, levantó el brazo y me pegó. Un puñetazo en el hombro, no muy fuerte, como para demostrar lo furioso que estaba. Y no hacía más que repetir que Moro era un mierda y un traidor.

Brunetti confiaba en que el muchacho continuara. Y así lo hizo.

—Entonces se fue, dio media vuelta y salió de la habitación, quizá fue a buscar a Maselli y Zanchi, no sé. —El chico calló y miró al suelo.

—¿Y qué pasó entonces?

Cappellini levantó la cabeza hacia Brunetti.

—No lo sé. Volví a dormirme.

—¿Qué pasó, Davide? —preguntó Pucetti.

De pronto, Cappellini se echó a llorar o, por lo menos, las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas. Sin enjugarlas, siguió hablando.

—Volvió al cabo de un rato, no sé cuánto, pero me desperté cuando entró. Y noté que había pasado algo malo. Sólo por la manera en que entró. No trató de despertarme ni nada. Pero algo me despertó, como una especie de energía en el aire. Me senté en la cama y encendí la luz. Y él estaba ahí, como si acabara de ver algo horrible. Le pregunté qué tenía, y él me dijo que no era nada, que volviera a dormirme. Pero yo sabía que había pasado algo malo.

Las lágrimas le resbalaban por la cara, como si fueran independientes de los ojos. No hipaba ni las secaba. Le corrían por las mejillas y le caían en la camisa, oscureciendo la tela.

—Seguramente, volví a dormirme, y lo siguiente que recuerdo es haber oído a gente que corría por los pasillos, gritando y metiendo ruido. Eso me despertó. Entonces entró Zanchi, que despertó a Filippi y le dijo algo. A mí no me hablaron, pero Zanchi me miró de un modo que me hizo comprender que tenía que callarme.

Volvió a interrumpirse, y los dos policías miraban sus lágrimas. Él señaló a Pucetti con un movimiento de la cabeza:

—Entonces vinieron ustedes y empezaron a hacer preguntas, y yo dije lo mismo que todos, que no sabía nada. —Pucetti agitó ligeramente la mano derecha en el aire, en un ademán de comprensión. El chico levantó una mano y se enjugó las lágrimas del lado derecho de la cara, olvidando las otras—. No podía hacer otra cosa. —Ahora, con la parte interior del codo izquierdo, se secó todas las lágrimas. Cuando su cara emergió, dijo—: Y luego ya era tarde para decir nada. A nadie.

El chico miró a Pucetti, después a Brunetti y, finalmente, se miró las manos que se apretaba en el regazo. Brunetti miró a Pucetti, pero ninguno de los dos se arriesgó a decir palabra.

Al otro lado de la puerta, se oyeron pasos que volvieron al cabo de un minuto, pero no se pararon. Finalmente, Brunetti preguntó:

—¿Qué dicen los otros chicos?

Cappellini se encogió de hombros por toda respuesta.

—¿Lo saben, Davide? —preguntó Pucetti.

Otra vez se encogió de hombros el chico, pero luego dijo:

—No lo sé. Nadie habla de ello. Es casi como si no hubiera ocurrido. Tampoco los profesores hablan.

—Tengo entendido que se celebró una especie de ceremonia —dijo Pucetti.

—Sí; pero fue una estupidez. Leyeron oraciones y cosas así. Pero nadie dijo nada
.

—¿Cómo se ha comportado Filippi desde entonces? —preguntó Brunetti.

Fue como si el chico no hubiera pensado en ello hasta ese momento. Levantó la cabeza y tanto Brunetti como Pucetti observaron que su propia respuesta lo sorprendía.

—Lo mismo que siempre. Como si no hubiera ocurrido nada.

—¿A ti te ha dicho algo de aquello? —preguntó Pucetti.

—En realidad, nada. Pero al día siguiente, es decir, el día en que lo encontraron y ustedes vinieron a la escuela y empezaron a hacer preguntas, me dijo que confiaba en que me hubiera dado cuenta de lo que les pasa a los traidores.

—¿Qué cree que quiso decir? —preguntó Brunetti.

El chico dio entonces la primera muestra de genio desde que los policías habían entrado en su cuarto.

—Ésa es una pregunta estúpida.

—Sí; seguramente —admitió Brunetti—. ¿Dónde están los otros dos? —preguntó—. Zanchi y Maselli.

—Tercera puerta de la derecha.

—¿Estás bien, Davide? —preguntó Pucetti.

El muchacho movió la cabeza de arriba abajo una vez, luego otra y se quedó con la barbilla apoyada en el pecho, mirándose las manos.

Brunetti indicó a Pucetti con una seña que debían marcharse. El chico no levantó la cabeza cuando se movieron ni cuando abrieron la puerta. En el pasillo, Pucetti preguntó:

—¿Ahora, qué?

—¿Recuerda qué edad tienen esos chicos, Zanchi y Maselli? —dijo Brunetti a modo de respuesta.

Pucetti movió la cabeza negativamente, gesto que Brunetti interpretó como que los dos eran menores y, por consiguiente, sólo podían ser interrogados en presencia de un abogado o de los padres, por lo menos, para que lo que declarasen tuviera validez jurídica.

En aquel momento, Brunetti comprendió que no había servido de nada venir a toda velocidad a hablar con este chico y le pesó haber cedido al impulso de seguir la pista señalada por Filippi. No cabía esperar que pudiera inducirse a Cappellini a repetir lo que acababa de decir. Una vez hablara con personas más serenas, una vez se pusiera en contacto con su familia, una vez un abogado les explicara las insoslayables consecuencias que acarreaba su implicación con el sistema judicial, el chico lo negaría todo. Aunque Brunetti estaba deseoso de utilizar la información, tenía que reconocer que nadie que estuviera en su sano juicio admitiría haber tenido conocimiento de un crimen y no haberlo declarado a la policía. Y, mucho menos, dejaría que lo admitiera su hijo.

Entonces se le ocurrió que, en circunstancias similares, él se resistiría a permitir que sus hijos se involucraran. Desde luego, en su condición de policía les ofrecería la protección del Estado, pero, como padre, sabía que, si salían indemnes de un roce con los jueces, sería gracias a su propia autoridad y, en última instancia, a la influencia del abuelo.

Se volvió de espaldas a la habitación de los muchachos.

—Regresamos —dijo a un sorprendido Pucetti.

Capítulo 26

Durante el regreso a la
questura,
Brunetti explicó a Pucetti las leyes que regulaban las declaraciones de los testigos menores de edad. Si lo que les había dicho Cappellini era verdad —y Brunetti estaba convencido de que lo era—, había incurrido en falta por no haber revelado lo que sabía a la policía. Pero esto era sólo negligencia, mientras que las acciones de Zanchi y Maselli —si estaban implicados— y de Filippi eran activamente criminales y, en el caso de este último, no tenían atenuantes. Pero mientras Cappellini no confirmara su declaración en presencia de un abogado, su relato no tenía valor legal.

La única posibilidad que veía Brunetti era la de tratar de utilizar con Filippi la misma estrategia que había dado resultado con su compañero de habitación: fingir que tenía perfecto conocimiento de los hechos que habían resultado en la muerte de Moro y, por el procedimiento de hacer preguntas sobre los detalles aún por aclarar, inducir al chico a dar la explicación completa de lo sucedido.

Con el cabo en la mano, Pucetti saltó al muelle de la
questura
y acercó la lancha al
imbarcadero.
Brunetti dio las gracias al piloto y siguió a Pucetti al interior del edificio. En silencio, se dirigieron a las salas de interrogatorio. En el corredor encontraron a Vianello.

—¿Siguen ahí? —preguntó Brunetti.

—Sí. —Vianello miró el reloj y la puerta cerrada—. Llevan más de una hora.

—¿Ha oído algo? —preguntó Pucetti.

Vianello movió la cabeza negativamente.

—Ni una palabra. He entrado hace media hora a preguntar si querían algo de beber, pero el abogado me ha dicho que me fuera.

—¿Cómo estaba el chico? —preguntó Brunetti.

—Preocupado.

—¿Y el padre?

—También.

—¿Quién es el abogado?

—Donatini —respondió Vianello con estudiada naturalidad.

—Caramba —dijo Brunetti. Le parecía interesante que el
maggior
Filippi hubiera elegido para representar a su hijo al abogado criminalista más famoso de la ciudad—. ¿Ha dicho algo?

Vianello volvió a mover negativamente la cabeza.

Los tres hombres permanecieron unos minutos en el pasillo, hasta que Brunetti se cansó y dijo a Vianello que podía volver a su puesto y él subió a su despacho. Allí esperó casi una hora, hasta que Pucetti llamó para comunicarle que el
avvocato
Donatini decía que su cliente estaba dispuesto a hablar con él.

Brunetti llamó a Vianello para pedirle que se reuniera con él en la sala de interrogatorios, pero no se dio prisa en bajar. Vianello ya estaba allí cuando él llegó.

Brunetti asintió y Vianello abrió la puerta y se apartó a un lado, cediendo el paso a su superior.

Donatini se levantó y tendió la mano a Brunetti, que la estrechó brevemente. El abogado dibujó su fría sonrisa, y Brunetti observó que, desde la última vez que se habían visto, el hombre había recibido un concienzudo tratamiento dental. Las fundas a lo Pavarotti de los incisivos superiores habían sido sustituidas por otras más acordes con las proporciones de su cara. El resto se mantenía igual: cutis, traje, corbata y zapatos entonaban un coro de alabanza al dinero, el éxito y el poder.

El abogado saludó a Vianello con un seco movimiento de la cabeza pero no le tendió la mano. Los Filippi, padre e hijo, levantaron la cabeza a la entrada de los policías pero no esbozaron ni la más leve señal. El padre vestía de paisano, pero su traje, al igual que el de Donatini, hablaba con tanta elocuencia de riqueza y poder, que lo mismo hubiera podido ser un uniforme. Debía de tener la edad de Brunetti pero aparentaba diez años menos, quizá en virtud de una natural gracia animal o de muchas horas de gimnasio. Tenía ojos oscuros y la nariz larga y delgada que había heredado su hijo.

Donatini, asumiendo el derecho a señalar el procedimiento, indicó a Brunetti el asiento situado al otro extremo de la mesa rectangular, y a Vianello, la silla de un lateral. De este modo, él quedaba de cara a Brunetti, y sus clientes, frente a Vianello.

—No le haré perder el tiempo, comisario —dijo Donatini—. Mi cliente se ha brindado a hablarle acerca de los desafortunados sucesos ocurridos en la academia. —El abogado se volvió hacia el cadete, que asintió solemnemente.

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