—Su padre.
Bembo movió negativamente la cabeza.
—No lo sé. ¿No incumbe eso a la policía?
Brunetti, haciendo un esfuerzo para dominar la irritación, miró el reloj y preguntó:
—¿Cuánto hace que se encontró el cadáver? —Aunque trataba de hablar en un tono neutro, no pudo evitar una nota de reproche.
Bembo se incomodó.
—Esta mañana.
—¿A qué hora?
—No lo sé. Poco antes de que se avisara a la policía.
—¿Cuánto tiempo antes?
—Eso lo ignoro. A mí me llamaron a mi casa.
—¿A qué hora? —preguntó Brunetti, con el lápiz apoyado en el papel.
Bembo apretó los labios con mal disimulada irritación.
—No estoy seguro. Sobre las siete, me parece.
—¿Ya estaba levantado?
—Por supuesto.
—¿Y llamó usted a la policía?
—No; ya había llamado alguien desde aquí.
Brunetti descruzó las piernas y se inclinó hacia adelante.
—Comandante, en el registro consta que la llamada se recibió a las siete y veintiséis, o sea, una media hora después de que a usted le comunicaran la muerte del chico. —Hizo una pausa, pera permitir a su interlocutor dar una explicación, pero, como Bembo no parecía dispuesto a proporcionarla, Brunetti prosiguió—: ¿Podría indicar la causa?
—¿La causa de qué?
—De esa media hora de demora en informar a las autoridades de una muerte sospechosa ocurrida en la institución que usted dirige.
—¿Sospechosa? —inquirió Bembo.
—Mientras el forense no dictamine la causa, toda muerte es sospechosa.
—El chico se ha suicidado. Eso puede verlo cualquiera.
—¿Usted lo ha visto?
El comandante no respondió inmediatamente. Se recostó en el respaldo del sillón y calibró con la mirada al hombre que tenía delante. Finalmente, dijo:
—Sí. Lo he visto. Después de que me llamaran, he venido y he ido a verlo. Se había ahorcado.
—¿Y el retraso? —preguntó Brunetti.
Bembo hizo un ademán de rechazo.
—No tengo ni idea. Ellos habrán pensado que yo llamaría a la policía, y yo estaba seguro de que habían llamado ellos.
Brunetti optó por no hacer ningún comentario y preguntó:
—¿Tiene idea de quién puede haber llamado?
—Ya le he dicho que no lo sé. Seguramente, habrá dado su nombre.
—Seguramente —repitió Brunetti, y volvió sobre el tema—. ¿Pero nadie se ha puesto en contacto con el
dottor
Moro?
Bembo movió la cabeza negativamente.
Brunetti se puso en pie.
—Me ocuparé de que alguien le informe.
Bembo no se levantó. Brunetti se detuvo un momento, curioso por ver si el comandante hacía ostentación de su elevada posición fijando la atención en algo que tuviera encima de la mesa, mientras esperaba que Brunetti se fuera. Pero no fue así. Bembo permaneció sentado, con las manos descansando sobre la mesa y los ojos fijos en Brunetti, esperando.
Brunetti se guardó la libreta en el bolsillo de la chaqueta, puso cuidadosamente el lápiz en el escritorio, delante de Bembo, y salió del despacho del comandante.
En el pasillo, Brunetti se apartó unos pasos de la puerta y sacó el
telefonino.
Pulsó el 12, y estaba solicitando el número de Moro cuando oyó voces de hombre en la escalera.
—¿Dónde está mi hijo? —preguntó una voz potente. Otra, más débil, respondió, pero la primera insistió—: ¿Dónde está?
Brunetti cortó la comunicación y guardó el teléfono en el bolsillo. Cuando se acercó a la escalera, las voces subieron de tono.
—Quiero que me digan dónde está —gritaba la primera voz, sin dejarse apaciguar.
Brunetti empezó a bajar. Al pie de la escalera vio a un hombre aproximadamente de su misma edad y complexión, al que reconoció por haber visto su foto en la prensa y coincidido con él en actos oficiales. Moro tenía las facciones afiladas, pómulos altos, de corte eslavo y ojos y tez oscuros, en fuerte contraste con el pelo, blanco y espeso. El hombre que estaba frente a él era más joven y llevaba el mismo uniforme azul marino que los muchachos del patio.
—
Dottor
Moro —dijo Brunetti, mientras bajaba la escalera.
El médico se volvió, pero no dio señales de reconocer a Brunetti. Tenía la boca abierta y parecía respirar con dificultad. Brunetti detectó en él los efectos del trauma, unidos a la indignación creciente ante la oposición del joven.
—Soy Brunetti,
signor.
Policía. —Como Moro no respondiera, Brunetti dijo al otro hombre—: ¿Dónde está el muchacho?
Ante este refuerzo de la exigencia, el joven claudicó:
—En los aseos. Arriba —dijo, de mala gana, como si ni uno ni otro tuvieran derecho a hacerle preguntas a él.
—¿Dónde? —inquirió Brunetti.
—Aquí arriba, comisario —gritó Vianello desde lo alto de la escalera, señalando en la dirección de la que había venido.
Brunetti lanzó una mirada a Moro, cuya atención se dirigía ahora a Vianello. Estaba quieto, todavía con la boca abierta, jadeando.
Brunetti se adelantó y tomó del brazo al médico. Sin decir nada, lo llevó por la escalera arriba, en pos de Vianello, que se alejaba lentamente. Cuando llegaron al tercer piso, Vianello se volvió para comprobar que le seguían y enfiló un pasillo largo con muchas puertas. Al llegar al extremo, torció hacia la derecha por otro pasillo idéntico al anterior y abrió una puerta provista de un ojo de buey. Miró a Brunetti y asintió ligeramente. Entonces Brunetti advirtió cómo se tensaba bajo sus dedos el brazo de Moro, pero no detectó que su paso vacilara.
El doctor pasó por delante de Vianello como si el inspector fuera invisible. Desde el umbral, Brunetti lo veía de espaldas mientras iba hacia el extremo de los aseos, donde había un bulto en el suelo.
—He cortado la cuerda, comisario —dijo Vianello poniendo una mano en el antebrazo de su superior—. Ya sé que no hay que tocar nada, pero no soportaba la idea de que la persona que viniera a hacer la identificación lo viera así.
Brunetti oprimió el brazo de Vianello y sólo tuvo tiempo de decir:
—Está bien.
En aquel momento, del fondo del aseo llegó un sonido ronco, animal. Moro estaba medio arrodillado y medio tendido al lado del cadáver, acunándolo en sus brazos. El sonido salía de su garganta y estaba más allá de las palabras y de cualquier significado. Los policías vieron cómo Moro estrechaba el cuerpo y apoyaba tiernamente la cabeza inerte contra su propio cuello. El sonido se hizo palabras, pero ni Vianello ni Brunetti entendieron qué querían decir.
Se acercaron a él al mismo tiempo. Brunetti veía a un hombre, parecido a él en edad y aspecto, que tenía en brazos a su único hijo, un muchacho de la edad del de Brunetti. El horror le hizo cerrar los ojos y, cuando los abrió, vio a Vianello arrodillado detrás del médico, rodeándole los hombros con el brazo, muy cerca del muerto, pero sin tocarlo.
—Déjelo,
dottore
—dijo el inspector con suavidad, aumentando la presión de su brazo en la espalda del médico—. Déjelo —repitió, y se movió lentamente, para sostener el cadáver desde el lado opuesto. Moro parecía no comprender, hasta que la combinación de firmeza y compasión que había en la voz de Vianello penetró en su mente aturdida y, con la ayuda de Vianello, dejó el cuerpo en el suelo y se quedó a su lado de rodillas, mirando fijamente la cara abotargada de su hijo.
Vianello se inclinó sobre el cuerpo, levantó una punta de la capa y le cubrió la cabeza. No fue sino entonces cuando Brunetti se agachó y, asiéndolo por debajo del brazo, sostuvo a Moro, que se levantaba con movimientos inseguros.
Vianello se situó al otro lado del hombre y, juntos, salieron de los aseos, recorrieron los largos pasillos, bajaron la escalera y salieron al patio. Aún había grupos de muchachos de uniforme que, rápidamente, se volvieron hacia los tres hombres que habían aparecido en la puerta y, con la misma rapidez, desviaron la mirada.
Moro andaba arrastrando los pies, como si llevara cadenas y sólo pudiera avanzar a pasitos cortos. De pronto, se paró, movió negativamente la cabeza como en respuesta a una pregunta que nadie más que él había oído y luego se dejó conducir otra vez.
Brunetti, al ver a Pucetti salir de un corredor del otro lado del patio, levantó la mano libre para llamarlo. Cuando el agente llegó junto a él, Brunetti se hizo a un lado y Pucetti tomó del brazo a Moro, que no pareció enterarse del cambio.
—Llévenlo a la lancha —dijo Brunetti dirigiéndose a los dos; y a Vianello—: Acompáñelo a su casa.
Pucetti miró a Brunetti interrogativamente.
—Ayude a Vianello a llevar al doctor a la lancha y luego vuelva —dijo Brunetti, pensando que la inteligencia natural y la innata curiosidad de Pucetti, unidas a su juventud, que lo hacía más afín a los cadetes, le ayudarían en el interrogatorio. Los dos policías se alejaron llevándose a Moro, que se movía rígidamente, ajeno a su presencia.
Brunetti los vio salir del patio. Los chicos lo observaban a hurtadillas: si su mirada se cruzaba con la de él, la desviaban inmediatamente o fingían que el objeto de su atención era la pared y que no habían reparado en su persona, parada junto a ella.
Cuando, al cabo de unos minutos, regresó Pucetti, el comisario le pidió que tratase de averiguar si la noche antes había sucedido algo fuera de lo normal, y de obtener una impresión de la clase de chico que era el joven Moro y del concepto en que lo tenían sus compañeros. Brunetti sabía que estas preguntas tenían que hacerse ahora, antes de que los recuerdos de la noche previa empezaran a distorsionarse entre sí, y antes de que la idea de la muerte del muchacho se fijara en su espíritu, haciéndoles aderezar todo lo que tuvieran que decir de él con las piadosas banalidades que acompañan las crónicas de los santos y los mártires.
Al oír acercarse el lamento bitonal de una sirena, Brunetti salió a la
Riva,
a recibir al personal del laboratorio. La blanca lancha de la policía se acercó al borde del canal y cuatro agentes de uniforme saltaron al muelle y descargaron las cajas y bolsas del equipo.
Desembarcaron después otros dos hombres. Brunetti les hizo una seña con la mano y ellos cargaron con la impedimenta y fueron hacia él. Cuando llegaron, Brunetti preguntó a Santini, el jefe de los técnicos:
—¿Quién vendrá?
Todos los hombres del equipo compartían la preferencia de Brunetti por el
dottor
Rizzardi, por lo que Santini respondió en tono elocuente:
—Venturi —omitiendo expresamente el grado del personaje.
—Ah —dijo Brunetti antes de dar media vuelta y guiar a los hombres al patio de la academia. En la misma puerta, les dijo que el cadáver estaba en la tercera planta y, a continuación, los llevó por la escalera y el corredor hasta la puerta abierta de los aseos.
Brunetti decidió no entrar con ellos, aunque no le movía un escrúpulo profesional de preservar la asepsia del escenario de la muerte. Dejando a los técnicos con su tarea, él volvió al patio.
No vio a Pucetti, y los cadetes habían desaparecido. O habían sido llamados a clase o se habían ido a sus habitaciones; en cualquier caso, se habían retirado de la proximidad de la policía.
Brunetti volvió al despacho de Bembo y llamó a la puerta. Al no recibir respuesta, volvió a llamar y después dio la vuelta al picaporte. La puerta estaba cerrada con llave. Volvió a llamar, pero nadie contestó.
Brunetti volvió a la escalera central, parándose a abrir cada una de las puertas del pasillo. Detrás de ellas había aulas: una, con gráficos y mapas en las paredes; otra, con dos pizarras cubiertas de fórmulas algebraicas; y la tercera, con una pizarra enorme en la que se había dibujado un complicado croquis con flechas y líneas como los que se encuentran en los libros de Historia para indicar movimientos de tropas.
En circunstancias normales, Brunetti se hubiera parado a estudiarlo, ya que, durante muchos años, había leído descripciones de docenas, quizá cientos, de batallas, pero hoy ni el esquema ni su significado tenían interés para él, y cerró la puerta. Subió al tercer piso donde, décadas atrás, debían de habitar los criados, y allí encontró lo que buscaba: los dormitorios. Por lo menos, eso pensó que debían de ser: puertas un tanto separadas unas de otras, con dos apellidos impresos en un tarjetón inserto en un soporte de plástico, a la izquierda de cada una.
Llamó con los nudillos a la primera puerta. No obtuvo respuesta. Tampoco en la segunda. En la tercera, le pareció oír un leve ruido y, sin detenerse a leer los nombres del rótulo, la abrió. Sentado a un escritorio situado frente a la única ventana, de espaldas a Brunetti, estaba un muchacho, que se revolvía en la silla como si estuviera atado a ella y tratara de escapar o, quizá, fuera presa de un ataque. Brunetti, alarmado por las convulsiones del chico, entró en la habitación, pero no se atrevía a acercarse a él, por si su presencia lo asustaba y provocaba una reacción aún más violenta.
De pronto, el chico inclinó la cabeza, extendió el brazo y dio tres palmadas en la mesa, al tiempo que cantaba: «Yaah, yaah, yaah», prolongando el último grito hasta que, como el mismo Brunetti pudo oír desde la puerta, el batería terminó el redoble final, que el chico acompañó tamborileando con los dedos en el borde de la mesa.
Aprovechando la pausa entre pista y pista, Brunetti, forzando la voz, lanzó un áspero:
—¡Cadete!
La palabra taladró el zumbido de los auriculares, y el chico se puso en pie de un salto. Dio media vuelta hacia la voz, mientras la mano derecha volaba hacia la frente en el saludo reglamentario, pero tropezó con el cable de los auriculares, y el
discman
cayó al suelo, arrastrando consigo a los auriculares.
La caída no hizo saltar el disco, y Brunetti, desde varios metros de distancia, aún podía oír el sonido del bajo.
—¿Nadie le ha dicho lo mucho que eso daña el oído? —preguntó Brunetti en tono coloquial. Generalmente, cuando preguntaba eso a sus hijos, bajaba la voz hasta convertirla casi en un susurro, y al principio conseguía hacer que le pidieran que repitiera la pregunta. Ahora ya habían descubierto la argucia y hacían caso omiso.
El muchacho bajó la mano lentamente, desconcertado.
—¿Cómo dice? —preguntó y agregó, por la fuerza de la costumbre—: …Señor. —Era alto y muy delgado, con una mandíbula estrecha, un lado de la cual parecía haber sido rasurado con una cuchilla mal afilada y el otro presentaba huellas de acné. Tenía los ojos almendrados, bellos como los de una mujer.