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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (20 page)

BOOK: Kafka en la orilla
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—Esta cabaña la construyó mi hermano mayor. Era una simple cabaña de leñador y él la transformó por completo. Mi hermano tiene muy buenas manos. Yo entonces era todavía muy pequeño, pero lo ayudé en lo que pude, claro, con cuidado de no herirme. No es que intente presumir de ello, pero es una cabaña muy primitiva. Tal como te he dicho antes, no hay luz eléctrica, ni agua, ni siquiera lavabo. El único vestigio de civilización es el gas propano.

Ôshima cogió la tetera y, tras limpiarla por dentro con agua mineral, puso agua a calentar.

—Esta montaña perteneció a mi abuelo. Era de Kôchi, muy rico, poseía muchas tierras. Cuando murió, hace unos diez años, mi hermano y yo heredamos esta montaña. Casi toda la montaña, entera, vamos. Ningún pariente la quiso. Está lejos, apenas tiene valor alguno. Para explotar los bosques se tendría que reunir a muchas personas que los cuidaran. Y para eso haría falta mucho dinero.

Abro la cortina de la ventana. Al otro lado se extiende, como si fuera un muro, una profunda oscuridad.

—Cuando tenía tu edad —dice Ôshima metiendo un sobrecito de manzanilla dentro de la tetera—, me venía a vivir aquí solo muchas veces. Entonces no veía a nadie, no hablaba con nadie. Mi hermano me medio forzaba a hacerlo. No era muy normal que lo hiciera, teniendo en cuenta la enfermedad que sufro. Era peligroso que me dejara aquí solo. Pero a mi hermano eso no le preocupaba. —Apoyado en el mostrador de la cocina, espera a que hierva el agua—. No es que mi hermano quisiera endurecerme sometiéndome a una disciplina férrea ni nada por el estilo. Simplemente pensaba que eso era lo que me convenía en aquel momento. Y fue algo positivo. Para mí, vivir aquí fue una experiencia llena de sentido. Pude leer mucho, pude pensar con calma. A decir verdad, en aquella época apenas iba a la escuela. A mí no me gustaba la escuela, y a la escuela yo tampoco le gustaba demasiado. Es que yo, ¿cómo te diría?, yo era diferente a los demás. El bachillerato me lo aprobaron casi por caridad, pero luego me apañé yo solo. Como tú ahora. ¿Te he hablado ya de ello?

Hago un movimiento negativo con la cabeza.

—¿Por eso eres tan amable conmigo?

—Eso también cuenta —dice. Hace una pausa—. Pero no es ésa la única razón.

Ôshima me tiende una taza de manzanilla, él bebe de otra. La manzanilla caliente serena mis nervios sobreexcitados por el largo viaje.

Ôshima mira el reloj.

—Tengo que irme ya, así que voy a explicarte cuatro cosas. Por aquí cerca hay un riachuelo de agua pura, así que el agua puedes cogerla directamente de allí. El agua brota allí mismo, puedes beberla tal cual. Es mucho mejor que el agua mineral de allá. Hay leña apilada detrás de la casa, por lo tanto, si tienes frío, enciende la estufa. Aquí hace frío. Yo mismo he encendido a veces la estufa en agosto. También puedes utilizarla para cocinar comidas sencillas. Aparte de esto, en una caseta que hay detrás encontrarás herramientas diversas, así que, en caso de que necesites algo, lo buscas allí. Dentro del armario está la ropa de mi hermano, coge lo que quieras. No es de los que se preocupan por quién se ha puesto su ropa. —Con ambas manos en la cintura, Ôshima lanza una mirada a todo el interior de la cabaña—. Como puedes ver, esta cabaña no se hizo con finalidades románticas. Pero para vivir no es un mal sitio. ¡Ah! Un consejo. Es mejor que no te adentres demasiado en el bosque. Es un bosque muy, muy profundo y no hay senderos. Cuando te adentres en el bosque, no pierdas nunca de vista la cabaña. Si te metes más adentro, existe el riesgo de que te extravíes y, una vez te pierdes, es muy difícil volver a hallar el camino. Yo también tuve una mala experiencia. Me pasé medio día dando vueltas a unos escasos cientos de metros de aquí. Quizá pienses que Japón es un país pequeño y que no existe el peligro de perderse en el interior de un bosque. Pero, una vez te extravías, el bosque se extiende hasta el infinito.

Tomo nota mental de su consejo.

—Y luego, a no ser que se trate de una emergencia, es mejor que no intentes bajar de la montaña. Los lugares habitados están demasiado lejos. Si me esperas aquí, yo pasaré a recogerte. Creo que podré venir dentro de unos dos o tres días. Dispones de suficiente comida hasta entonces. ¡Ah! Por cierto, ¿tienes teléfono móvil?

Digo que sí. Le señalo mi mochila.

Él sonríe.

—Pues puedes dejarlo ahí dentro. Aquí no se pueden utilizar los teléfonos móviles. No hay cobertura. Y tampoco se puede escuchar la radio, claro. Es decir, estarás completamente aislado, separado del mundo. Podrás leer muchos libros.

Se me ocurre de repente una pregunta realista.

—Si no hay lavabo, ¿dónde puedo hacer mis necesidades?

Ôshima extiende los dos brazos.

—Este bosque grande y profundo es todo tuyo. A ti te toca decidir dónde está el lavabo, ¿no te parece?

14

Nakata fue varios días seguidos al solar circundado por la valla. Sólo llovió en una ocasión, desde por la mañana, y ese día Nakata lo empleó en hacer unos sencillos trabajos de madera en su casa; pero los otros días permaneció sentado entre la maleza del solar desde la mañana hasta la noche, esperando a que viniera la gatita a rayas blancas, negras y marrones o a que apareciese el hombre del extraño sombrero. Pero fue en balde.

Al anochecer, Nakata se pasó por la casa de quien le había encargado la búsqueda del gato y le informó de cómo habían ido las pesquisas de la jornada. Qué información había obtenido, adónde había ido y qué había hecho para encontrar a la gatita desaparecida. Como muestra de agradecimiento por los desvelos del día recibió tres mil yenes. Ése era el pago estipulado. En realidad, no es que alguien lo hubiera fijado, pero la reputación de Nakata como «maestro en la búsqueda de gatos» había corrido de boca en boca por el lugar y, de forma automática, la cuantía del estipendio quedó fijada en tres mil yenes diarios. Con todo, a Nakata no le daban sólo dinero, siempre recibía algo más. O comida o ropa. Además, cuando lograba encontrar un gato, estaba estipulado ofrecerle una recompensa de diez mil yenes.

Como a Nakata. no le pedían continuamente que buscara gatos, esa suma, contabilizada como ingresos mensuales, no suponía gran cosa. Era su hermano menor quien administraba la herencia que le habían dejado a Nakata sus padres (que no ascendía a mucho), además de sus pequeños ahorros. Corría también con todos los gastos del gas, la electricidad y otras tarifas varias. Y Nakata contaba, por fin, con el subsidio vitalicio de invalidez del ayuntamiento de Tokio. Así que el estipendio que recibía por buscar gatos era un dinero que podía utilizar a su antojo, y a Nakata eso le parecía una fortuna. A decir verdad, aparte de comer anguila, a veces no se le ocurría en qué gastarlo. Y el dinero que le sobraba iba escondiéndolo debajo del tatami de su habitación. Porque Nakata, que no sabía ni leer ni escribir, no podía ir al banco ni a Correos. Porque allí, para cualquier cosa que quieras hacer, debes escribir en un papel tu nombre y dirección.

Que podía hablar con los gatos, eso era algo que Nakata mantenía en un secreto absoluto. Aparte de los gatos, él era el único que lo sabía. Si se lo contara a alguien, ese alguien creería que Nakata había perdido el juicio. Que Nakata era tonto era de dominio público, por supuesto. Pero una cosa es ser tonto y, algo muy distinto, estar loco.

Alguna vez le había sucedido que, al pasar, la gente lo había visto conversando animadamente con algún gato a un lado del camino, pero nadie le había concedido a ese hecho la menor importancia. Tampoco era tan extraño que un anciano como él se dirigiera a los gatos como si de seres humanos se tratara. Y todos pensaban con admiración: «¿Cómo puede ser que Nakata conozca tan bien las costumbres y la mentalidad de los gatos? ¡Ni que pudiera hablar con ellos!», pero él se limitaba a sonreír sin decir palabra. Como Nakata era una persona seria, educada y con una sonrisa siempre en los labios, tenía muy buena fama entre las señoras del barrio. También influía en ello su pulcritud en el vestir. Nakata era pobre, pero le encantaba bañarse y hacer la colada, y, además, como recompensa por lo de los gatos, aparte de dinero solían regalarle ropa nueva que no necesitaban. Tal vez no pudiera decirse que le sentara divinamente el conjunto de golf de color rosa salmón marca Jack Nicklaus, pero eso a él le traía sin cuidado.

Ante el portal de la casa, Nakata informó detalladamente, aunque con voz balbuceante, sobre la marcha de la investigación a la señora Koizumi, la mujer que le había pedido que buscara a la gatita.

—Por fin he obtenido información sobre Goma. Un tal señor Kawamura me ha dicho que hace unos días vio a una gatita a rayas blancas, negras y marrones, que podría ser Goma, en un gran solar rodeado por una valla que se encuentra en 2-chôme. De aquí a ese solar sólo hay dos calles grandes, pero tanto la edad como el pelaje y el collar coinciden con los de Goma. Nakata va a tener el solar bajo estrecha vigilancia. Nakata se llevará la comida, permanecerá sentado allí de la mañana a la noche. ¡Oh, no! No se preocupe. Nakata no tiene nada que hacer durante todo el día. A no ser que llueva a cántaros, no hay ningún problema. Pero si usted cree que no es preciso que Nakata vigile más, dígamelo. Y Nakata dejará de hacerlo inmediatamente.

No mencionó que Kawamura no era una persona sino un gato a rayas de color marrón. Porque, si lo hubiera hecho, la historia se hubiera complicado.

La señora Koizumi le dio las gracias a Nakata. Sus dos hijas pequeñas, que adoraban a Goma, estaban terriblemente deprimidas desde la desaparición de la gatita. Tanto que apenas comían.

—Es que los gatos son así, desaparecen sin más.

Desde luego, eso no se les puede decir a unas niñas para consolarlas. Pero la señora no tenía tiempo de ir rondando en busca de la gata. Era de agradecer que alguien la buscara con ahínco un día tras otro por sólo tres mil yenes. Se trataba de un anciano extraño, con una manera de hablar muy peculiar, pero tenía muy buena reputación como «buscador de gatos», tampoco parecía mala persona. Se le podría calificar de honesto, aunque lo cierto era que, con las pocas luces que tenía, difícilmente hubiese podido engañar a alguien. Ella le entregó, metido dentro de un sobre, el estipendio del día y también un
tupperware
con arroz variado recién hecho y batata cocida.

Nakata lo tomó con reverencia, lo olisqueó y dio las gracias.

—Muchas gracias. La batata cocida es uno de mis platos favoritos.

—Espero que le guste —dijo la señora Koizumi.

Hacía una semana que Nakata había empezado a vigilar el solar. Durante ese tiempo, Nakata vio a muchos gatos por el descampado. Kawamura, el gato a rayas de color marrón, iba varias veces al día, se acercaba a Nakata y le dirigía amablemente la palabra. Nakata le devolvía el saludo. Le hablaba del tiempo y le hablaba del subsidio del ayuntamiento. Pero lo que Kawamura le decía, eso Nakata seguía sin comprenderlo.

—Tieso, en la acera, Kawa´ra, qué hago, no sé —decía Kawamura.

Por lo visto quería, a toda costa, comunicarle algo a Nakata. Pero Nakata no era capaz de entender una sola palabra.

—No le comprendo —le confesó con honestidad. Kawamura puso cara de cierto apuro y (probablemente) intentó decirle lo mismo con otras palabras.

—Kawa´ra grita, ata, ata.

Pero eso Nakata aún lo entendió menos.

«¡Ojalá estuviese aquí la señorita Mimí!», pensó Nakata. Mimí, sin duda, le daría a Kawamura unos cachetes en las mejillas y lograría que hablase de una manera más fácil de entender. Y ella le desvelaría el significado de lo que decía, se lo traduciría. Era una gata muy inteligente. Pero Mimí no se encontraba allí. Porque había decidido no poner los pies en el solar. Odiaba que los demás gatos le pegaran las pulgas.

Tras pasarse un rato encadenando palabras incomprensibles a los oídos de Nakata, Kawamura se marchó sonriente.

Por el solar fueron apareciendo otros gatos. Al principio todos se ponían en guardia al ver a Nakata y lo contemplaban desde lejos con ojos molestos, pero a la que se dieron cuenta de que se limitaba a permanecer sentado sin hacer nada decidieron, por lo visto, hacer caso omiso de su presencia. Nakata les dirigía amablemente la palabra. Los saludaba, se presentaba. Sin embargo, casi todos los gatos lo ignoraban y no le devolvían el saludo. Fingían no verlo, fingían no oírlo. Y aquellos gatos sabían muy bien cómo fingir. «Seguro que todos ellos han tenido experiencias horribles con seres humanos», pensó Nakata. En todo caso, Nakata no les reprochaba lo poco sociables que eran. Al fin y al cabo, en la sociedad gatuna él no era más que un extraño. No estaba en situación de exigirles nada.

Sólo hubo un gato que, lleno de curiosidad, optó por devolverle un sencillo saludo a Nakata.

—¡Vaya! Así que tú sabes hablar —le dijo, tras pensárselo un poco, un gato moteado, blanco y negro, con una oreja desgarrada, lanzando una mirada a su alrededor. Su manera de hablar era brusca, pero no parecía tener mal carácter.

—Sí, pero sólo un poco —admitió Nakata.

—¡Pues, aunque sólo sea un poco, no veas! —exclamó el moteado.

—Me llamo Nakata —se presentó Nakata—. ¿Podría decirme cuál es su nombre?

—Yo eso no tengo —le espetó el moteado.

—En tal caso, ¿qué le parece el nombre de Ôkawa? ¿Le importaría que lo llamara a usted así?

—Llámame como quieras.

—Pues, entonces, señor Ôkawa —dijo Nakata—, ¿le apetecen unas sardinitas secas para celebrar nuestro encuentro?

—¡Vaya! ¡No te diré que no! ¡Con lo que a mí me gustan las sardinitas secas!

Nakata se sacó de la bolsa unas sardinitas envueltas en celofán transparente y se las entregó a Ôkawa.

Nakata siempre llevaba preparados unos cuantos paquetitos de sardinitas secas dentro de la bolsa.

Ôkawa se las comió con gran deleite. Luego se lavó la cara.

—¡Gracias! —dijo Ôkawa—. Te debo una. ¿Quieres que te lama en alguna parte?

—¡Oh, no! Estoy muy contento de que le hayan gustado. En este preciso momento no necesito que me lama usted. Muchas gracias. Claro que…, ¿sabe usted, señor Ôkawa? Estoy buscando a un gato. Me han pedido que lo busque y lo estoy buscando. Se trata de una gatita a rayas blancas, negras y marrones que se llama Goma.

Nakata sacó de la bolsa una fotografía en color de Goma y se la mostró a Ôkawa.

—Me informaron de que la habían visto por aquí. Por eso he venido. Nakata, ¿sabe?, ha permanecido varios días sentado aquí, esperando a que apareciera Goma. ¿No la habrá visto por casualidad, señor Ôkawa?

BOOK: Kafka en la orilla
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