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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (3 page)

BOOK: Kafka en la orilla
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Entrevista a Setsuko Okamachi (26), tutora de la clase B de cuarto curso de la Escuela Nacional del barrio xxx de la población xxx. La conversación fue grabada. Se puede acceder al material relacionado con la entrevista mediante el código PTYX-722-SQ118.

Impresiones del entrevistador, alférez Robert O'Connell:

Setsuko Okamachi es una mujer menuda y de facciones bonitas. Inteligente y con un gran sentido de la responsabilidad, ha respondido con precisión y honestidad. Sin embargo, parece hallarse todavía, de alguna manera, bajo los efectos del
shock
que le produjo el incidente. Se apreciaba cómo crecía en ella la tensión psicológica conforme iba resiguiendo lo que recordaba. En esos momentos tendía a hablar más despacio.

Eran poco más de las diez de la mañana cuando vi una luz plateada que brillaba en lo alto del cielo. Un brillante resplandor de luz plateada. Sí, era el reflejo que despide un objeto metálico, sin duda. Y ese resplandor se fue desplazando muy despacio por el cielo, de este a oeste. Nosotros nos preguntamos si se trataría de un B29. Estaba justo sobre nuestras cabezas. Así que teníamos que mirar directamente hacia arriba. El cielo estaba despejado del todo, sin una nube, y la luz nos cegaba. Lo único que veíamos era el resplandor de un objeto plateado que parecía de duraluminio. Sin embargo, el objeto se encontraba a una altura tal que no podía distinguirse su forma. Así que deduje que desde allí tampoco podrían descubrirnos a nosotros. Por lo tanto, no temía que nos atacaran y tampoco me preocupaba que nos bombardearan. ¿Qué sentido tiene arrojar bombas al corazón del bosque? Pensé que quizás aquel avión fuera de camino a bombardear alguna gran ciudad o que quizá volviera de hacerlo. Así que nosotros miramos el avión sin alarma alguna y continuamos andando. Yo incluso me sentí atraída por la extraña belleza de aquella luz.

… Según el registro del Ejército, en aquel momento, es decir, alrededor de las diez de la mañana del 7 de noviembre de 1944, ningún bombardero ni ningún otro avión sobrevolaba la zona.

Pero yo, y también los dieciséis niños que se encontraban allí, todos, lo vimos con claridad, y todos pensamos que se trataba de un B29. Todos habíamos visto varias veces formaciones de B29 y sabíamos que sólo los B29 pueden volar tan alto. Además, en la prefectura había una pequeña base aérea y, de vez en cuando, también veíamos volar aviones japoneses, pero éstos eran demasiado pequeños para alcanzar una altura semejante. Además, el brillo del duraluminio es diferente al brillo de cualquier otro metal, y los únicos aviones hechos de duraluminio son los B29. Sólo que, en aquella ocasión, no se trataba de una gran formación, sino de un único aparato, y esto me pareció muy extraño.

¿Nació usted en esta zona?

No. Yo nací en la prefectura de Hiroshima. Me trasladé aquí al casarme, en 1941. Mi marido era profesor de música en un instituto de esta prefectura, pero en 1943 fue llamado a filas y, en junio de 1945, tomó parte en la batalla de Luzón y murió en combate. Según me comunicaron, estaba haciendo guardia en un almacén de munición en las afueras de Manila cuando el almacén fue alcanzado por los disparos de la artillería del ejército americano. Mi marido murió en la explosión. No tuvimos hijos.

¿Cuántos alumnos tenía a su cargo aquel día?

Dieciséis entre niños y niñas, la totalidad de la clase exceptuando a dos que no habían participado en la excursión por estar enfermos. La proporción era de ocho niños y ocho niñas. Entre ellos había cinco que habían sido evacuados de Tokio.

Con la finalidad de realizar unos ejercicios prácticos al aire libre, a las nueve de la mañana salimos de la escuela con las cantimploras y la comida. Por más que los haya llamado «ejercicios prácticos al aire libre», no se trataba de ningún estudio especial. Básicamente consistía en ir a la montaña a buscar setas y hortalizas silvestres comestibles. Nosotros vivimos en una zona agrícola, así que la comida no faltaba. Pero eso no quiere decir que contáramos con suficientes alimentos. La contribución obligatoria al gobierno era dura y, exceptuando unos cuantos, todos teníamos siempre el estómago vacío.

Por lo tanto, exhortábamos a los niños a que buscaran, fuera donde fuese, algo comestible. Era una situación de emergencia y los estudios habían pasado a un segundo término. Así pues, en aquellos momentos se realizaban con frecuencia los así llamados «ejercicios prácticos al aire libre». Alrededor de la escuela hay zonas de gran riqueza natural y no resultaba difícil encontrar lugares idóneos para realizar estos «ejercicios prácticos». En este sentido, podíamos considerarnos afortunados. Todas las personas que se hallaban en las ciudades pasaban hambre. En aquellos momentos ya estaban cortadas las rutas de abastecimiento procedentes de Taiwan y del continente, y las grandes ciudades sufrían una grave escasez de víveres y de combustible.

Usted ha mencionado que en su clase había cinco niños que habían sido evacuados de Tokio. ¿Se llevaban bien con los niños de la zona?

Por lo que se refiere a mi clase, en general los niños se llevaban bien. Unos eran del pueblo y, los otros, provenían del centro de Tokio: no hace falta decir que habían crecido en ambientes completamente distintos. Hablaban un lenguaje diferente, vestían de diferente forma. Además, la mayor parte de los niños de la zona pertenecen a familias de campesinos pobres, y los niños de Tokio eran en su gran mayoría hijos de personas que trabajaban para empresas y de funcionarios del gobierno. Por lo tanto, no se puede decir que se entendieran bien.

Sobre todo al principio, entre ambos grupos existía cierta tensión. Jamás hubo peleas, ningún niño sufrió acoso o malos tratos por parte de los otros, sólo que los unos no podían entender lo que pensaban los otros. En consecuencia, tanto los niños de la zona como los de Tokio formaron grupos cerrados. Sin embargo, al cabo de unos dos meses se acostumbraron los unos a los otros. Porque los niños, en cuanto juegan juntos a algo que les entusiasma, derriban con relativa facilidad las barreras culturales y sociales.

Descríbame lo más detalladamente posible la zona adonde condujo aquel día a los alumnos a su cargo.

Es una montaña adonde solíamos ir con frecuencia de excursión. Tiene forma redondeada, parecida a la de un bol de arroz invertido, y por eso la llamamos la «montaña del bol de arroz». La montaña no es muy abrupta, cualquiera puede subirla sin esfuerzo. Se encuentra un poco al oeste de la escuela, se puede ir andando. Hasta la cima, al paso de un niño, se llega en unas dos horas. Teníamos previsto detenernos en el bosque, a medio camino, para buscar setas y tomar un bocado. A los niños les divierten más estos «ejercicios prácticos al aire libre» que las clases en el aula.

El resplandor de aquella especie de avión en el cielo nos recordó momentáneamente la guerra, pero fue un acontecimiento puntual. Todos nosotros nos hallábamos de un humor excelente, nos sentíamos felices. El cielo estaba azul, sin una nube que lo empañara, no soplaba el viento: en la montaña reinaba un silencio absoluto, lo único que se oía era el canto de los pájaros. Una vez en el corazón del bosque, la guerra parecía algo ajeno, algo que estuviera ocurriendo en un país remoto. Todos avanzábamos por el sendero cantando. De vez en cuando imitábamos las voces de los pájaros. Era una mañana maravillosa, perfecta de no haber existido un hecho innegable: la guerra proseguía.

Se adentraron en el bosque poco después de avistar el objeto parecido a un avión, ¿no es así?

Sí. No creo que hubieran transcurrido cinco minutos siquiera. A medio camino, dejamos el sendero que conduce a la cima y nos metimos por sendas que se abren a través de los bosques de las laderas. Éstas sí son bastante empinadas. A los diez minutos de subida se abre un claro en el bosque. Es una zona muy extensa, completamente plana, parecida a una mesa. En el corazón del bosque todo está en silencio, la luz del sol se filtra a duras penas, el aire es frío; sólo en ese claro el cielo se extiende luminoso sobre nuestras cabezas, parece una plaza pequeña. Los de nuestra clase, cuando subimos a la montaña del bol de arroz, solemos visitar ese lugar. Ahí se siente una extraña paz, un curioso recogimiento.

Cuando llegamos a la «plaza», hicimos un descanso. Descargamos los bultos y empezamos a buscar setas en grupos de tres o cuatro. A los niños les había impuesto una regla: que ninguno saliera del campo visual de los demás. Los reuní a todos y les insistí en ello una vez más. Por muy familiar que nos sea el lugar, se trata del bosque, si se adentran demasiado en él y se pierden, luego puede resultar difícil encontrarlos. Pero son niños pequeños y, una vez se enfrascan en la búsqueda de las setas, se olvidan de las reglas. Así que, mientras yo misma iba buscando setas, no paraba de contar cabezas.

Hacía unos diez minutos que habíamos empezado a buscar setas en el centro de la «plaza», cuando los niños comenzaron a desplomarse al suelo.

Cuando vi que caían redondos tres niños a la vez, lo primero que pensé es que habían comido setas venenosas. En esta zona hay muchas que producen un veneno letal. Los niños de la zona las conocen, pero entre ellas hay algunas que son difíciles de distinguir. Por eso siempre les prohibía que, bajo ningún concepto, comieran setas hasta que las lleváramos a la escuela de regreso y un experto las seleccionara. Claro que los niños, ya se sabe, no siempre hacen caso de lo que se les dice, ¿verdad?

Yo me precipité sobre ellos, cogí en brazos a los que se habían caído en el suelo y los incorporé. Sus cuerpos estaban desmadejados, parecían de goma reblandecida por el calor del sol. Era como si a aquellos cuerpos les hubieran abandonado las fuerzas; tuve la sensación de estar abrazando la muda de algún reptil. Sin embargo, respiraban con normalidad. Les tomé el pulso, vi que era normal. Tampoco tenían fiebre. La expresión de sus rostros era tranquila, no parecían estar sufriendo. Tampoco mostraban signos de que les hubiera picado alguna abeja o mordido alguna serpiente. Sólo estaban inconscientes. Eso era todo.

Lo más extraño eran sus ojos. Mostraban un estado de postración cercano al coma, y sin embargo no tenían los ojos cerrados. Los mantenían abiertos, como de costumbre, y parecía que estuviesen contemplando algo. A veces, incluso parpadeaban. Era evidente que no dormían. Y movían las pupilas despacio. De izquierda a derecha, con tranquilidad, como si estuvieran barriendo con la mirada, de punta a punta, un paisaje lejano. En las pupilas brillaba la luz de la conciencia. Pero en realidad aquellos ojos no miraban nada. Como mínimo, nada que se hallara frente a ellos. Les pasé la mano por delante, pero sus pupilas no reaccionaron.

Incorporé a los tres niños, uno tras otro, y los tres se encontraban exactamente en el mismo estado. Inconscientes, con los ojos abiertos, movían despacio las pupilas de izquierda a derecha. Era una escena de lo más anormal que imaginarse pueda.

¿Quiénes componían el grupo que perdió el sentido en primer lugar?

Eran tres niñas. Tres niñas que son muy buenas amigas. Las llamé a voz en grito, les palmeé las mejillas. Se las golpeé con bastante fuerza. No reaccionaron. Parecían no sentir nada. Dejaron, en mi mano, un tacto irreal. Una sensación muy extraña.

Pensé en enviar a alguien corriendo a la escuela. Porque regresar acarreando a las tres niñas sobre mis espaldas sería superior a mis fuerzas. Así que busqué con la mirada al niño más veloz. Pero, al incorporarme y lanzar una ojeada a mi alrededor, me di cuenta de que todos los demás niños también se habían desplomado. Los dieciséis niños, todos sin excepción, yacían inconscientes en el suelo. Yo era la única que no se había desplomado y permanecía en pie consciente. Sólo yo. Aquello…, aquello parecía un campo de batalla.

En esos momentos, ¿apreció usted algo anormal en el lugar de los hechos? Algún olor, algún sonido, alguna luz.

(Tras reflexionar unos instantes). No. Tal como le he dicho antes, aquella zona era muy tranquila, la paz en sí misma. Ni un sonido ni una luz ni un olor: no se apreciaba cambio alguno. Sólo que la totalidad de los niños, todos sin excepción, yacía en el suelo. Tuve la sensación de ser la única superviviente del mundo. Me sentí muy sola. Me asaltó una soledad tan grande que no se puede comparar con nada. Deseé evaporarme en el aire, tal cual, sin un solo pensamiento.

Pero yo tenía una responsabilidad como tutora de la clase. Así que respiré hondo, me precipité corriendo ladera abajo y me dirigí a la escuela en busca de ayuda.

3

Cuando me despierto, ya casi ha amanecido. Corro las cortinas de la ventanilla y miro hacia fuera. La lluvia ha cesado por completo, pero debe de hacer poco que ha dejado de llover, porque todo el paisaje que se refleja en mis pupilas está teñido de negro y gotea sin cesar. Al este, en el cielo, flotan algunas nubes de contornos precisos. Están ribeteadas de un halo luminoso. La tonalidad de esa luz tiene algo de siniestro y, a la vez, de benévolo. Según el ángulo de visión, la impresión varía a cada instante.

El autocar sigue corriendo por la autopista a velocidad uniforme. El roce de los neumáticos sobre la calzada ni aumenta ni disminuye de intensidad. El número de revoluciones del motor no varía lo más mínimo. Este sonido monótono va erosionando lisamente el tiempo como si fuera la muela de un molino. Erosiona las consciencias. A mi alrededor, todos los pasajeros duermen hechos un ovillo en sus asientos con las cortinillas de las ventanas cerradas del todo. Al parecer, el conductor y yo somos los únicos que permanecemos despiertos. Todos nosotros somos transportados a nuestro destino con eficacia y una absoluta falta de sensibilidad.

Tengo sed, así que saco una botella de agua mineral del bolsillo de la mochila y tomo un sorbo de agua tibia. Saco luego un paquete de galletas de soda: mi boca se llena del familiar gusto seco de las galletas. Mi reloj de pulsera marca las 4:32. Por si acaso, compruebo una vez más el día de la semana y del mes. Los dígitos me indican que ya han transcurrido unas trece horas desde que he salido de casa. No es un periodo de tiempo excesivamente largo, pero tampoco es posible el retorno. Todavía es el día de mi cumpleaños. Estoy en el primer día de mi nueva vida. Cierro los ojos, los abro, vuelvo a comprobar día y hora. Luego enciendo la lamparilla de encima del asiento y empiezo a leer un libro de bolsillo.

A las cinco, sin previo aviso, el autocar deja la autopista y se detiene en un rincón del estacionamiento de un área de servicio. La puerta delantera del autocar se abre con un bufido de aire comprimido. Se encienden las luces dentro del vehículo, se oye la breve locución del conductor: «Buenos días, señores pasajeros. De acuerdo con nuestros horarios, dentro de una hora más o menos llegaremos a Takamatsu. Pero previamente efectuaremos unos veinte minutos de descanso en esta estación de servicio. Saldremos a las cinco y media. Estén de vuelta antes de esa hora, por favor».

BOOK: Kafka en la orilla
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