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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (57 page)

BOOK: Kafka en la orilla
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—¿Absolutamente nada?

Ôshima asiente.

—Por eso te llevo a las montañas de Kôchi.

—¿Y allí qué debo hacer?

—Te bastará con escuchar el susurro del viento —responde—. Es lo que hago yo siempre.

Pienso un poco sobre ello.

Ôshima alarga el brazo y pone dulcemente una mano sobre la mía.

—Tú no tienes la culpa de todo. Tampoco la tengo yo. Tampoco es culpa de la profecía, ni de la maldición. No es culpa del ADN, ni del absurdo. No es culpa del estructuralismo, ni de la tercera revolución industrial. Que nosotros vayamos decayendo y perdiéndonos se debe a que el mecanismo del mundo, en sí mismo, se basa en la decadencia y en la pérdida. Y nuestra existencia no es más que la silueta de este principio. El viento sopla. Podrá ser un viento violento que asole los campos o una brisa agradable. Pero ambos irán perdiéndose, desapareciendo. El viento no tiene cuerpo. No es más que el término genérico del desplazamiento del aire. Tú aguzarás el oído. Entenderás la metáfora.

Yo, en respuesta, le cojo también la mano a Ôshima. Su mano es blanda y cálida. Suave, asexuada, fina y elegante.

—Ôshima —digo—. Por ahora es mejor que permanezca alejado de la señora Saeki, ¿verdad?

—Sí, Kafka Tamura. Es mejor que permanezcas un tiempo alejado de ella. Al menos eso es lo que me parece. Déjala sola. Ella es inteligente, fuerte. Ha soportado durante largos años una soledad cruel, ha vivido cargada de recuerdos penosos. Sola y tranquila será capaz de tomar las decisiones que haya de tomar.

—Total, que yo soy un chiquillo y que estorbo.

—No, no es eso —dice Ôshima con voz suave—. No es eso. Tú has hecho lo que tenías que hacer, has desempeñado tu papel. Has hecho algo que tiene sentido para ti, y que tiene sentido para ella. El resto déjaselo a ella. Mis palabras pueden parecerte frías, pero, en este momento, no hay nada que puedas hacer por ella. Adéntrate en las montañas y haz tus cosas. También para ti ha llegado el momento.


¿Mis cosas?

—Bastará con que aguces el oído, Kafka Tamura —dice Ôshima—. Aguza el oído. Estate alerta, como una almeja.

36

Cuando volvió al
ryokan
, se encontró con que Nakata seguía profundamente dormido, tal como había supuesto. Junto a su almohada, el pan y el zumo de naranja seguían allí, tal cual, intactos. Ni siquiera se había dado la vuelta. Posiblemente no había abierto los ojos ni una sola vez. El joven Hoshino calculó el tiempo. Se había dormido a las dos del mediodía del día anterior, de modo que ya llevaba unas treinta horas durmiendo sin parar. «¿Y a qué día de la semana debemos de estar?», pensó el joven. Había perdido por completo la noción del tiempo. Sacó una agenda de la bolsa de viaje y lo comprobó. «A ver… Fuimos de Kôbe hasta Tokushima en autobús el sábado, y, entonces, Nakata estuvo durmiendo como un tronco hasta el lunes. El lunes mismo nos vinimos desde Tokushima a Takamatsu, el jueves hubo aquel follón de la piedra y los truenos, y, esa misma tarde, el tío se volvió a quedar dormido. Una noche de por medio y… sí, hoy debe de ser viernes. ¡Caramba! Pensándolo bien, el tío parece que haya venido a Shikoku a dormir como un lirón».

Al igual que la víspera, el joven se dio un baño y, después de ver un rato la televisión, se escurrió dentro del futón. En aquel momento se seguía oyendo la acompasada respiración de Nakata al dormir. «¡En fin! ¡Qué le vamos a hacer!», se dijo Hoshino. «Que duerma tanto como le dé la gana. No sirve de nada darle más vueltas». Y se sumió en el sueño él también. Eran las diez y media de la noche.

A las cinco de la mañana empezó a sonar el teléfono móvil que llevaba en la bolsa. Hoshino se despertó de inmediato y cogió el móvil. Nakata seguía durmiendo apaciblemente a su lado.

—¡Diga!

—¿Hoshino? —preguntó una voz masculina.

—¿El Colonel Sanders? —dijo el joven.

—El mismo. ¿Estás bien?

—Pues, más o menos —respondió el joven—. Pero, abuelo, ¿cómo has sabido mi número de móvil? Yo no te lo di, seguro. Además lo he tenido apagado todo este tiempo. Es que no quería que me llamaran del trabajo. ¿Cómo te lo has montado para llamar? ¡Qué raro! Esto no puede ser normal.

—¿Acaso no te lo dije, Hoshino? ¿Que yo no era un dios, ni Buda, ni tampoco un ser humano? Yo soy algo especial. Soy un concepto. Así que para mí conseguir que tu móvil haga ring-ring es pan comido. Coser y cantar, vamos. Esté apagado o encendido. Eso me da igual. Y deja de asombrarte por cada menudencia, hombre. De hecho, habría podido presentarme ahí personalmente, pero he pensado que, si al despertarte me encontrabas junto a tu almohada, te pegarías un susto.

—Pues, sí. Y un susto gordo además.

—Por eso te he llamado por teléfono. Soy una persona bien educada.

—Eso es lo principal —dijo el joven—. Escucha, abuelo. ¿Qué hacemos con la piedra? Nakata y yo le dimos la vuelta, ¡y mira que nos costó!, y conseguimos abrir la puerta de entrada. Eso, en medio de unos rayos y truenos tremebundos. No veas cómo pesaba la piedra. ¡Joder! ¡Pero si todavía no te he hablado de Nakata! Nakata es el hombre que viaja conmigo y…

—Ya sé quién es Nakata —dijo el Colonel Sanders—. No hace falta que me expliques nada.

—¡Aah! —exclamó Hoshino—. ¡En fin! Da igual. Luego Nakata entró en una especie de hibernación y aún sigue durmiendo como un bendito. La piedra todavía está aquí. ¿No va siendo hora de que la devolvamos al santuario? Nos la llevamos así, con toda la cara del mundo, y temo la maldición divina.

—¡Qué pesado! Pero ¿cuántas veces tengo que decirte que no habrá ninguna maldición? —dijo el Colonel Sanders con estupor—. La piedra la guardarás tú por un tiempo. Vosotros la habéis abierto. Y una vez que se ha abierto algo, es necesario volver a cerrarlo. Y después de que la hayamos cerrado la devolveremos a su sitio. Todavía no es hora de devolverla. ¿Lo has entendido? ¿Estás de acuerdo?

—¡De acuerdo! —respondió el joven—. Las cosas abiertas tienen que cerrarse. Lo que he traído, lo dejaré en su sitio tal como estaba. ¡Vale! ¡Vale! Ya lo he entendido. Así lo haré. ¿Sabes, abuelo? Yo he dejado de darle vueltas a las cosas. No sé la razón, pero lo haré todo tal como tú me dices. Anoche lo comprendí muy bien. Pensar seriamente sobre las cosas que no son serias es pensar por pensar. Una pérdida de tiempo vamos.

—Una sabia conclusión. Ya lo dicen: «Pensar mucho y mal equivale a no pensar».

—Una buena frase.

—Una frase muy significativa.

—También hay otra que dice lo siguiente: «Hitsujidoshi no shitsuji wa shujutsu no hitsujuhin da».
[45]

—¿Y eso qué coño es?

—Un trabalenguas. Me lo he inventado yo.

—¿Crees que había alguna necesidad de sacar eso ahora?

—Pues, no. Sólo quería decirlo.

—Hoshino, te lo ruego. No digas sandeces de ese estilo. O harás que me vuelva loco. No soporto las chorradas que no llevan a ninguna parte

—Pues sí que lo siento —dijo Hoshino—. Pero, abuelo, ¿no querías decirme algo? Si no, no me habrías llamado tan pronto, ¿no?

—¡Ah, sí! Lo había olvidado por completo —dijo el Colonel Sanders—. Se trata de algo muy importante. Escucha, Hoshino. Tenéis que salir inmediatamente de ese
ryokan
. No hay tiempo que perder, así que ni desayunéis siquiera. Despierta a Nakata, toma la piedra, sal y coge un taxi. No pidas que te llamen un taxi desde el
ryokan
. Sal a la calle ancha y para uno de los que pasen por allí. Y al conductor le das la siguiente dirección. ¿Tienes a mano papel y lápiz?

—Sí, sí que tengo —dijo el joven y sacó de la bolsa la agenda y un bolígrafo—. Ya he preparado la escobilla y el recogedor.

—¿No te he dicho que no hagas bromas estúpidas? —bramó el Colonel Sanders por teléfono—. Esto es muy serio. No podéis perder ni un minuto.

—¡Vale! ¡Vale! Aquí tengo la agenda y el bolígrafo.

El Colonel Sanders le dictó la dirección, el joven la apuntó y después se la leyó por teléfono para confirmarla.

—**3-chôme, 16-15, Takamatsu Park Heights. Apartamento número 308. ¿Correcto?

—Muy bien —dijo el Colonel Sanders—. Delante de la puerta hay un paragüero negro y debajo se encuentra la llave. Cógela y entra. Podéis estaros allí todo el tiempo que queráis. Dispone de todo lo necesario para que no tengáis que salir a la calle.

—¿Es tuya la casa, abuelo?

—Sí. Es mía. Es decir, la he alquilado. Así que estáis en vuestra casa. Lo he preparado todo para vosotros.

—¡Eh, abuelo! —dijo el joven.

—¿Qué?

—Abuelo, tú no eres un dios, ni Buda, ni tampoco un ser humano. Eres algo que, en principio, no tiene forma. Eso es lo que decías, ¿no?

—Exacto.

—Y no eres de este mundo.

—En efecto.

—Entonces, ¿cómo te lo has montado para alquilar un apartamento? Oye, abuelo, si tú no eres un ser humano, no debes de tener ni libro de familia, ni cédula del registro civil, ni sello registrado, ni autorización del sello, ni debes de hacer la declaración de la renta. Y, sin todo eso, ¿cómo has podido alquilar un apartamento? ¿No habrás hecho trampas, tal vez? ¿No habrás convertido una hoja de árbol en una autorización del sello y habrás engañado a alguien? Porque yo no quiero verme metido en más líos.

—¡No entiendes nada! —exclamó el Colonel Sanders haciendo chasquear la lengua—. ¡Qué tipo más idiota! Tus sesos deben de estar hechos de agaragar. ¡Cretino! ¡Qué hoja ni qué puñetas! Yo no soy un zorro. Soy un concepto. Y los zorros y los conceptos funcionan de manera muy distinta. ¿Pero qué sandeces estás diciendo? ¿Supones que he ido a una inmobiliaria y que he hecho todos esos estúpidos trámites? ¿Acaso me imaginas diciendo: «Oiga, ¿no podría rebajarme un poco el alquiler?». ¡Gilipollas! Yo esas cosas terrenales se las hago hacer a mi secretaria. Y ella tiene todos los documentos necesarios. Lógico, ¿¡no!?

—¡Vaya! ¿Tú también tienes secretaria, abuelo?

—Lógico. ¿Pero por quién me has tomado? Te estás pasando de la raya. Soy un hombre muy atareado. ¿Qué hay de extraño en que tenga una secretaria?

—¡En fin! ¡Dejémoslo! De acuerdo. No te excites tanto, abuelo. Sólo te estaba tomando un poco el pelo. Pero ¿por qué tenemos que salir de aquí tan deprisa y corriendo? ¿No podemos ni siquiera desayunar tranquilamente primero? Es que tengo un hambre… Además, Nakata está durmiendo como un tronco. Y a ése no lo despierta quien quiere.

—Escúchame, Hoshino. Y no es ninguna broma. La policía os está buscando por todas partes. Y mañana por la mañana lo primero que harán será empezar a recabar información por todos los hoteles y
ryokan
de la ciudad. Ya tienen vuestra descripción física. Así que, a la que empiecen a buscar, os encontrarán enseguida. Para empezar, tanto el aspecto de uno como el del otro es más bien peculiar. No hay tiempo que perder.

—¿La policía? —gritó el joven—. ¡Eh! ¡No te embales, abuelo! Que yo no he hecho nada ilegal. Ya sé que en el instituto cogía de vez en cuando alguna moto, pero eso era sólo para divertirme un rato. No para venderlas ni nada parecido. Y después de dar unas vueltas siempre las devolvía. Luego ya no he vuelto a cometer ningún otro delito. Si me apuras mucho, hasta el otro día cuando me llevé la piedra del santuario. Pero eso fue porque tú me lo dijiste…

—No tiene nada que ver con la piedra —le espetó el Colonel Sanders—. Es que no entiendes nada. Te dije que te olvidaras de lo de la piedra, ¿no? Los policías no saben lo de la piedra y, aunque lo supieran, no les importaría. Vamos, ten la seguridad de que por una piedra mañana no estaría el cuerpo de policía en pleno poniendo la ciudad patas arriba desde primeras horas de la mañana. Se trata de algo muchísimo más grave.

—¿Algo muchísimo más grave?

—Algo por lo que la policía persigue a Nakata.

—Pero, escucha, abuelo. No lo entiendo. Nakata es la persona de este mundo que menos se parece a un criminal. ¿A qué diablos te refieres con
muy grave?
¿De qué delito se trata? ¿Por qué está relacionado Nakata con eso?

—Ahora, por teléfono, no tengo tiempo de darte más detalles. Lo fundamental es que protejas a Nakata y para ello debéis salir corriendo de ahí. Todo recae sobre tus hombros. ¿Comprendido?

—Pues no —dijo Hoshino sacudiendo la cabeza ante el auricular—. No entiendo de qué va la historia. Si hago lo que me dices, ¿no voy a acabar siendo yo cómplice de algo?

—De complicidad no te van a acusar. Pero interrogarte, seguro que sí. De todos modos, ahora no hay tiempo que perder. Así que trágate tus dudas, cállate y haz lo que te digo.

—¡Eh, tú! ¡Sin atosigar! Que yo, abuelo, a la poli no la soporto. Los odio. Ésos tienen más mala uva aún que los
yakuza
. Y que los militares. Juegan sucio, nada les gusta más que andar jodiendo a los pobres desgraciados. Tanto en el instituto como haciendo de conductor de camiones me las he tenido que ver varias veces con ellos. Y te aseguro que son los únicos con los que no me pelearía ni borracho. Con ellos siempre tienes las de perder. Y, luego, las cosas siempre traen cola. ¿Me entiendes? Pero ¿por qué me habré metido yo en este lío? La verdad es que…

La comunicación se cortó.

—¡Joder! —exclamó el joven. Y, con un profundo suspiro, guardó el teléfono móvil en la bolsa de viaje. Luego intentó despertar a Nakata—. ¡Nakata! ¡Eh! ¡Abuelo! ¡Fuego! ¡Una inundación! ¡Un terremoto! ¡La revolución! ¡Que viene Godzilla! ¡Vamos, despierta! ¡Arriba! ¡Plis!

Tardó bastante tiempo en despertar a Nakata.

—Ya he terminado el biselado. La madera sobrante la he empleado como astillas. No, no. Los gatos no se bañan. Es Nakata el que ha tomado un baño —dijo Nakata. Parecía encontrarse en un tiempo distinto, en otro mundo. El joven lo sacudió por los hombros, le pinzó la nariz, le estiró las orejas. Con eso logró que Nakata volviera finalmente en sí—. ¿Es usted, señor Hoshino?

—Sí, soy yo —dijo el joven—. Siento despertarte.

—No tiene importancia. Ya iba siendo hora de que me levantara. No se preocupe. Ya he dejado listo lo de las astillas.

—Fantástico. ¡Oye, mira! No sé qué coño ha pasado, pero resulta que tenemos que salir pitando de aquí.

—¿Es por lo del señor Johnnie Walken?

—Ni yo sé muy bien de qué va la cosa. Pero he recibido información privilegiada. Resulta que tenemos que largarnos. Es que la poli nos está buscando.

—¿Ah, sí?

—Eso me han dicho. Pero ¿qué diablos pasó entre tú y ese Johnnie Walken?

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