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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (63 page)

BOOK: Kafka en la orilla
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—Señor Hoshino.

—¿Qué?

—Esta biblioteca es muy distinta a la que fuimos el otro día, ¿verdad? —dijo Nakata.

—Sí. Aquélla era una gran biblioteca pública y ésta es una biblioteca privada. La envergadura es muy distinta.

—Nakata no lo acaba de entender. ¿Qué es una biblioteca privada?

—Pues que un hombre con patrimonio a quien le gustan los libros se busca un lugar y allí expone al público todos los libros que él tenía. Como si le dijera a la gente: «Leed, leed. Leed tanto como queráis», ¿entiendes? ¡Caramba! ¡Qué sitio! ¿Has visto el portal?

—¿Qué es un hombre con patrimonio?

—Un hombre rico.

—¿Y qué diferencia hay entre un hombre rico y un hombre con patrimonio?

Hoshino se quedó desconcertado.

—Pues… ¡Uff! Yo tampoco lo tengo muy claro, pero, no sé, un hombre con patrimonio da más la impresión de tener cultura. Y un rico no tanto.

—¿Cultura?

—O sea, que cualquiera que tenga dinero puede ser rico. Tú o yo, sin ir más lejos. Sólo con que tuviéramos dinero, ya seríamos ricos Pero no podríamos convertirnos en hombres con patrimonio de la noche a la mañana. Para eso hace falta un poco más de tiempo.

—¡Ah! Es muy difícil serlo.

—Pues sí. Claro que ni una cosa ni la otra tienen nada que ver conmigo. Yo ni siquiera tengo esperanzas de llegar a ser sólo rico.

—Señor Hoshino.

—¿Qué?

—El día de cierre es el lunes, ¿no? Pues, entonces, si mañana venimos a las once, la biblioteca estará abierta, ¿verdad? —dijo Nakata.

—Pues eso parece. Mañana es martes.

—¿Nakata también podrá entrar en la biblioteca?

—¿Y por qué no? En este cartel pone que cualquiera puede entrar. Así que tú también puedes, claro.

—O sea, que podré entrar aunque no sepa leer.

—Claro, hombre. En la entrada no te van preguntando si sabes leer u otras chorradas por el estilo —dijo el joven.

—En ese caso, a Nakata le gustaría entrar.

—Muy bien. Pues, entonces, mañana venimos a primera hora, entramos y en paz —dijo el joven—. Y, escucha, abuelo. Es sólo para aclararme. Éste es el lugar que estábamos buscando, ¿no? Y dentro de esta biblioteca hay algo, está la cosa esa tan importante que andamos buscando, ¿correcto?

Nakata se quitó la gorra de alpinista y se frotó repetidamente los cortos cabellos con la palma de la mano.

—Sí, tiene que estar.

—O sea, que no tendremos que seguir buscando, ¿no?

—Sí. No tendremos que buscar más.

—¡Jo! ¡Qué bien! —dijo el joven Hoshino aliviado—. Ya me veía buscando hasta el otoño.

Volvieron a casa del Colonel Sanders, durmieron a pierna suelta y, al día siguiente, a las once de la mañana, salieron para la biblioteca. Estaba a unos veinte minutos a pie del apartamento, así que decidieron ir andando. Por la mañana, el joven había ido a devolver el Mazda Familia a la agencia de alquiler de coches que había delante de la estación.

Cuando llegaron a la biblioteca, el portal ya estaba abierto de par en par. Parecía que fuera a hacer un calor bochornoso. Alguien había regado el suelo de los alrededores. Al otro lado del portal se veía un jardín bien cuidado.

—¡Eh, abuelo! —dijo Hoshino delante del portal.

—¿Sí? ¿De qué se trata?

—¿Qué debemos hacer una vez dentro de la biblioteca? Me da miedo que me vengas con la primera cosa absurda que se te pase por la cabeza, así que he preferido preguntártelo antes. Es que yo, primero, tengo que hacerme a la idea de las cosas.

Nakata reflexionó.

—Lo que haremos, una vez estemos dentro, eso Nakata tampoco lo sabe. Pero ya que es una biblioteca, por lo pronto podríamos leer. Nakata cogerá un libro de fotografías y usted, señor Hoshino, elija algún libro y léalo.

—De acuerdo. Ya que se trata de una biblioteca, por lo pronto leeremos. Lógico.

—Y luego ya iré pensando, poco a poco, lo que tenemos que hacer después.

—¡Vale! Lo que viene después ya lo irás pensando poco a poco. Otra idea sensata —dijo el joven.

Cruzaron el bello jardín cuidado con esmero y entraron en el antiguo vestíbulo. Justo a la entrada estaba el mostrador de recepción con un guapo y esbelto joven sentado detrás. Camisa blanca de algodón. Gafas pequeñas. Largo y elegante flequillo cayéndole sobre la frente. «El tío parece salido de una película en blanco y negro de François Truffaut», se dijo Hoshino. El guapo joven les sonrió al verlos.

—¡Hola! —saludó Hoshino con voz alegre.

—Buenos días —respondió su interlocutor—. Bienvenidos.

—Pues…, querríamos leer.

—Por supuesto —convino Ôshima—. Por supuesto. Aquí ustedes pueden leer tanto como quieran. Esta biblioteca está abierta al público en general. Pueden coger libremente los libros que deseen de las estanterías. Para efectuar consultas bibliográficas pueden optar por un fichero manual, o bien utilizar el sistema informático. Para cualquier duda que tengan, no duden en consultarme. Les ayudaré con mucho gusto.

—Gracias.

—¿Les interesa algún tema específico o están buscando, quizás, algún libro en especial?

Hoshino sacudió la cabeza.

—No, de momento no. Es decir, que a nosotros, más que los libros, lo que nos interesa es la biblioteca en sí. Hemos pasado por delante por casualidad, nos ha parecido interesante y hemos decidido echarle un vistazo. Es un edificio muy bonito.

Ôshima esboza una graciosa sonrisa, coge un largo lápiz de punta bien afilada.

—A muchas personas les sucede lo mismo.

—¡Ah! ¡Qué bien! —exclama Hoshino.

—Si disponen ustedes de tiempo, hoy a partir de las dos efectuaremos una pequeña visita guiada por el edificio. Siempre que haya alguien que lo desee. Las realizamos todos los martes. La directora de la biblioteca explica, entre otras cosas, los orígenes de esta biblioteca. Y hoy, casualmente, estamos a martes.

—¡Anda! Pues la cosa parece interesante. ¿Qué, Nakata? ¿Nos apuntamos?

Mientras el joven y Ôshima hablaban, mostrador de por medio, Nakata miraba distraídamente a su alrededor agarrando con fuerza la gorra de alpinista, pero cuando oyó que Hoshino lo llamaba, volvió en sí.

—¿Sí? ¿Qué sucede?

—Pues que, por lo visto, a partir de las dos hay una visita guiada por la biblioteca, ¿qué?, ¿quieres verla?

—Sí, señor Hoshino. Muchas gracias. A Nakata le gustaría visitar la biblioteca —dijo Nakata.

Ôshima escuchó el diálogo entre ambos con profundo interés. Nakata y Hoshino… ¿Qué diantre de relación los unía? No parecían parientes. Formaban una pareja extraña, tanto por la diferencia de edad como por su aspecto. No logró adivinar qué podían tener en común aquellos dos individuos. Además, el de mayor edad, el tal Nakata, hablaba de una manera rara. Había algo en él que le producía una impresión extraña. Pero no era nada desagradable.

—¿Han venido ustedes de muy lejos? —les preguntó Ôshima.

—Sí. Venimos de Nagoya —respondió el joven precipitadamente antes de que Nakata pudiera abrir la boca. Si Nakata soltara lo de «vengo del distrito de Nakano» o algo similar, podían complicárseles las cosas. Ya había salido por televisión que un anciano parecido a Nakata estaba involucrado en el crimen del distrito de Nakano. Por suerte, todavía no habían publicado la fotografía de Nakata, al menos que él supiera.

—Muy lejos, ¿verdad? —dijo Ôshima.

—Sí. Hemos venido cruzando un puente. Un puente muy grande y bonito —dijo Nakata.

—Cierto. Es un puente enorme, ¿verdad? Yo todavía no lo he cruzado nunca —dijo Ôshima.

—Nakata no había visto nunca un puente tan grande.

—En construir el puente —explicó Ôshima— se invirtieron grandes cantidades de tiempo y de dinero. Según el periódico, el organismo semigubernamental encargado de la construcción del puente y de la autopista arrojó unas pérdidas anuales por valor de cien mil millones de yenes. Y la mayor parte se cubrió con nuestros impuestos.

—Nakata no acaba de entender lo que son cien mil millones.

—A decir verdad, yo tampoco —dijo Ôshima—. Cuando una cosa, se trate de lo que se trate, sobrepasa cierta cantidad, deja de parecer real. En resumen, es muchísimo dinero.

—Muchas gracias —dijo Hoshino, al lado de Nakata, intentando zanjar el tema. A Nakata, si se lo dejaba hablar, vete a saber lo que acabaría diciendo—. Así que para la visita tenemos que estar aquí a las dos, ¿verdad?

—Exacto. Estén aquí a las dos. Y la directora de la biblioteca les mostrará el edificio —confirmó Ôshima.

—Hasta entonces, estaremos allí leyendo —dijo el joven Hoshino.

Ôshima, dándole vueltas al lápiz con la mano, los siguió con la mirada mientras se alejaban. Luego volvió a su trabajo.

Cogieron los libros que más les gustaron de las estanterías. Hoshino eligió
La vida de Beethoven y su época
. Nakata prefirió varios volúmenes de recopilaciones fotográficas de muebles tradicionales y los dejó sobre la mesa. Luego, como un perro cauteloso, inspeccionó minuciosamente el interior de la sala, tocando esto y lo otro, husmeando, quedándose quieto en algunos lugares concretos. Hasta pasadas las doce no apareció ningún otro lector y Nakata pudo obrar a sus anchas.

—¡Eh, abuelo! —dijo Hoshino en voz baja.

—¿Sí? ¿Qué sucede?

—Te lo pido así, de repente, pero no quiero que digas que vienes de Nakano.

—¿Por qué?

—Es un poco largo de explicar. Mira, en resumen, porque yo creo que es mejor así. Si los demás saben que vienes de Nakano, pueden sentirse molestos.

—Comprendo —dijo Nakata asintiendo con vigorosos movimientos de cabeza—. Molestar a los demás no es nada bueno. Nakata obrará como usted le dice y no le dirá a nadie que viene de Nakano.

—Te lo agradeceré —dijo el joven—. Por cierto, ¿has encontrado esa cosa tan importante que andas buscando?

—No, señor Hoshino. Todavía no he encontrado nada.

—Pero seguro que está aquí, ¿no?

Nakata asintió.

—Sí. Anoche, antes de acostarme, estuve hablando con la piedra. No hay ninguna duda de que éste es el lugar correcto.

—¡De puta madre!

Hoshino asintió y volvió a la biografía. Beethoven era un hombre orgulloso que tenía una confianza absoluta en su talento y que jamás aduló a la nobleza. Creía que el arte, la correcta manifestación de las pasiones, era la cosa más sublime de este mundo, digna del mayor respeto, y que eran el poder político y económico los que debían estar a su servicio. Haydn, cuando vivía (más o menos) sujeto a la nobleza, comía con los criados. Los músicos, en la época en la que él vivió, eran considerados parte del servicio. (Claro que Haydn, que era un hombre franco y de buen carácter, debía de preferir comer con los criados que compartir las ceremoniosas comidas de la nobleza).

Por el contrario, Beethoven se enfurecía ante cualquier trato insultante y llegó incluso a arrojar objetos contra las paredes. También insistió en sentarse a la mesa con la nobleza y en recibir un trato de igualdad. Beethoven era muy impaciente (casi colérico) y una vez que se enfadaba se volvía intratable. Políticamente tenía ideas radicales que no se molestaba en ocultar. Al perder el oído, su carácter fue empeorando más y más. Con el paso de los años, su música fue cobrando amplitud de vuelo y, al mismo tiempo, se volvió más densa e introspectiva. Sólo él fue capaz de conjugar esas dos cosas tan encontradas. Pero el extraordinario esfuerzo que llevaba a cabo fue destrozando su vida real. El cuerpo y el espíritu de los seres humanos tienen un límite, no están hechos para soportar una labor tan ardua.

«¡Mira que los genios también lo pasan mal!», pensó Hoshino admirado, exhalando un profundo suspiro, y dejó el libro a medio leer encima de la mesa. En el aula de música de su escuela había un busto de bronce de Beethoven del que Hoshino únicamente recordaba su ceñuda expresión, pero por entonces el joven no sabía nada de la vida tan llena de sinsabores que el buen hombre había tenido que pasar. «Así se entiende que pusiera aquella cara tan seria».

«Ya sé que esto no se puede decir, pero yo no creo que pueda llegar a ser alguna vez un genio», pensó Hoshino. Luego miró hacia Nakata. Éste, mientras miraba las fotografías de los muebles tradicionales, simulaba estar esculpiendo con el cincel o estar pasando un pequeño cepillo. Al ver los muebles, la fuerza de la costumbre hacía que su cuerpo se empezara a mover a su albedrío. «Él quizá sí llegue a serlo algún día», pensó el joven. «No es algo que esté al alcance de cualquiera».

Pasadas las doce llegaron dos lectoras (dos mujeres de mediana edad), y ellos decidieron hacer un descanso y salir afuera. El joven, para comer, había traído pan. Nakata llevaba en la bolsa el pequeño termo lleno de té, como siempre. Hoshino se acercó al mostrador, le preguntó a Ôshima si podían comer por allí cerca.

—Por supuesto —respondió Ôshima—. En el corredor que da al exterior, allí podrán almorzar mirando al jardín. Después, si lo desean, pueden tomarse un café. Aquí hay café preparado. No duden en servirse.

—Muchas gracias —dijo Hoshino—. Esta biblioteca es como muy familiar, ¿verdad?

Ôshima sonrió y se echó el flequillo para atrás.

—Sí, es algo distinta a otras bibliotecas. Se la puede llamar familiar, en efecto. Nosotros no deseamos otra cosa que crear un espacio íntimo y acogedor donde se pueda leer a gusto.

«Muy simpático el chico este», pensó Hoshino. Intelectual, atildado, con pinta de ser hijo de buena familia. Y además amable. «Debe de ser marica», pensó. Pero Hoshino no tenía prejuicios contra los homosexuales. Cada uno tiene sus preferencias. Hay quien puede hablar con las piedras. No es de extrañar, pues, que haya hombres que se acuesten con otros hombres.

Después de comer, Hoshino se levantó, se desperezó y luego se dirigió al mostrador a buscar un café caliente. Nakata, que no tomaba café, se quedó sentado en la galería tomando té y contemplando los pájaros que se acercaban al jardín.

—¿Qué tal? ¿Ha encontrado algún libro interesante? —le preguntó Ôshima a Hoshino.

—Sí. Me he pasado todo el rato leyendo una biografía de Beethoven —dijo Hoshino—. Muy interesante el libro. La vida de Beethoven te da mucho que pensar.

Ôshima asintió.

—Me atrevería a decir que la vida de Beethoven fue muy dura.

—¡Pero que muy dura! —exclamó Hoshino—. Claro que a mí me parece que la culpa era en parte suya. Para empezar, Beethoven no era en absoluto una persona conciliadora. El hombre no pensaba más que en sí mismo. No tenía en la cabeza más que sus cosas y su música. Y no le importaba sacrificarlo todo a eso. Debía de ser insoportable tenerlo cerca, al pobre. Yo habría acabado diciéndole: «Oye, Ludwig, si me disculpas…». No es de extrañar que su sobrino terminara mal de los nervios. Pero su música es fantástica, ¿eh? Le llega a uno muy adentro. Qué raro, ¿no?

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