Read Kafka en la orilla Online

Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (75 page)

BOOK: Kafka en la orilla
4.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Adiós, Kafka Tamura —se despide la señora Saeki—. Vuelve al lugar de donde has venido y continúa viviendo.

—Señora Saeki —digo.

—¿Qué?

—No le encuentro sentido a la vida.

Ella aparta las manos de mi cuerpo. Alza la vista hacia mi rostro. Alarga la mano, posa un dedo sobre mis labios.

—Mira el cuadro —me dice en voz baja—. Mira siempre el cuadro, tal como hacía yo.

La señora Saeki se va. Abre la puerta y sale sin mirar atrás. Cierra la puerta. De pie junto a la ventana, observo cómo se aleja su silueta. Desaparece a paso rápido detrás de un edificio. Con la mano apoyada en el alféizar de la ventana, me quedo contemplando indefinidamente el lugar por donde ha desaparecido. Tal vez se le haya olvidado decirme algo y regrese de nuevo. Pero la señora Saeki no vuelve. A sus espaldas sólo ha dejado un hueco, la forma que ha tomado su ausencia.

La abeja dormida se despierta y empieza a zumbar a mí alrededor. Poco después, como si de repente se acordara de algo, sale por la ventana abierta. El sol sigue brillando. Vuelvo a la mesa, me siento en una silla. En su taza aún queda un poco de infusión. No toco la taza, la dejo tal como está. Esta taza pronto será una metáfora de los recuerdos que se irán perdiendo.

Me quito la camiseta, vuelvo a vestirme con la que olía a sudor. Cojo el reloj muerto, me lo pongo en la muñeca izquierda. Me pongo la gorra de Ôshima con la visera hacia atrás, las gafas de sol azul celeste. Me pongo la camisa de manga larga. Voy a la cocina, me lleno un vaso de agua, me lo bebo de un tirón. Dejo el vaso en el fregadero, me doy la vuelta, barro la habitación con la mirada. Hay una mesa, y sillas. La silla donde estaba sentada la niña, y la señora Saeki. Encima de la mesa todavía queda una taza de infusión a medio beber. Cierro los ojos, respiro hondo una vez. «Tú ya deberías conocer la respuesta», dice la señora Saeki.

Abro la puerta, salgo. Cierro la puerta. Desciendo los escalones del porche. Mi sombra se proyecta nítidamente en el suelo. Parece adherida a mis pies. El sol todavía está alto.

En la entrada del bosque, los dos soldados me esperan apoyados en el tronco de un árbol. Al verme no me hacen una sola pregunta. Parecen saber de antemano qué estoy pensando. Llevan el fusil en bandolera, como antes. El soldado alto tiene unas briznas de hierba en las comisuras de los labios.

—La puerta de entrada sigue abierta —dice el soldado alto, todavía con las briznas en las comisuras de los labios—. Al menos lo estaba cuando la he visto hace un rato.

—¿No te importa que avancemos tan rápido como ayer? —pregunta el soldado fornido—. ¿Podrás seguirnos?

—No habrá problema. Os seguiré.

—Si cuando lleguemos allí nos encontramos la puerta cerrada, no habrá manera de regresar, ¿vale? —me dice el soldado alto.

—En ese caso, no te habrá servido de nada intentarlo, ¿sabes?

—Sí —digo.

—¿Estás seguro de que quieres marcharte? —me pregunta el soldado alto.

—Sí.

—Entonces, démonos prisa.

—Es mejor que no mires atrás —me dice el soldado fornido.

—Sí, mejor será que no lo hagas —conviene el soldado alto.

Volvemos a cruzar el bosque.

Sin embargo, mientras subo una cuesta, lanzo una rápida ojeada a mis espaldas. Los soldados me han dicho que no lo haga, pero no puedo evitarlo. Es la última oportunidad que tengo de ver el pueblo abajo, a mis pies. Una vez pasado este punto, la muralla de árboles me obstruirá la vista y ese mundo se borrará de mis ojos posiblemente para siempre.

Por las calles sigue sin verse un alma. El hermoso río que cruza la cuenca fluye a lo largo de una calle donde se alinean pequeños edificios, y los postes de la electricidad, plantados a intervalos regulares, proyectan sus oscuras sombras en el suelo. Por un instante me quedo helado en ese punto. Pienso que tengo que volver suceda lo que suceda. Al menos quiero quedarme hasta el anochecer. Cuando el sol se ponga, la niña de la bolsa de lona volverá a mi habitación.
Cuando la necesite, ahí estará
. Un calor inunda de repente mi pecho, un poderoso imán me atrae hacia atrás. Mis pies no pueden moverse, como si estuviesen enterrados en plomo. A la que dé un solo paso hacia delante, ya no podré volver a verla jamás. Me detengo. Pierdo de vista el paso del tiempo. Quiero llamar a los soldados que avanzan delante de mí. No quiero volver, quiero quedarme aquí. Pero no logro emitir ningún sonido. Las palabras han perdido la vida.

En este momento estoy atrapado entre el vacío y el vacío. Ya no comprendo qué es lo correcto y qué no lo es. Ni siquiera sé qué deseo. Estoy solo en medio de una espantosa tempestad de arena. Alargo el brazo y ni siquiera alcanzo a ver el extremo de la mano. No puedo moverme. Me envuelve una arena blanca y fina, como polvo de huesos. Pero la señora Saeki me habla desde algún lugar.

—A pesar de ello tienes que volver —me dice con tono resuelto—. Yo lo deseo.
Yo deseo que estés allí
.

El hechizo se ha roto. Vuelvo a ser uno solo. La sangre caliente vuelve a mi cuerpo. Es la sangre que ella me ha cedido. Su última sangre. Un instante después avanzo en pos de los soldados. Doblo un recodo y el pequeño mundo entre las montañas se borra de mi campo visual. Desaparece absorbido entre un sueño y otro. A partir de ahora me concentro únicamente en cruzar el bosque. En no perder el camino. En no apartarme de él. Eso es lo primordial.

La puerta de entrada todavía está abierta. Aún falta para que anochezca. Les doy las gracias a los dos soldados. Ellos se descargan los fusiles de la espalda, vuelven a tomar asiento sobre la gran roca plana. El soldado alto se lleva unas hierbas a la comisura de los labios. No tienen la respiración entrecortada.

—No olvides lo de la bayoneta —me dice el soldado alto—. Se la clavas en el estómago al enemigo y la empujas hacia un lado. Luego vas retorciéndola hasta hacerle trizas las vísceras. Si no, vas a ser tú quien acabe con la bayoneta clavada en el estómago. El mundo exterior es así.

—No sólo eso, hombre —dice el soldado fornido.

—Claro —admite el soldado alto. Y carraspea—. Me refería a la parte oscura.

—Además es muy difícil discernir entre el bien y el mal —dice el soldado fornido.

—Pero debes hacerlo —dice el soldado alto.

—Posiblemente —conviene el soldado fornido.

—Otra cosa —dice el soldado alto—. Una vez que te alejes de aquí, no puedes volver la vista atrás ni una sola vez hasta que llegues a tu destino.

—Es algo muy importante —dice el soldado fornido.

—Hace un rato, pese a todo, has logrado escabullirte —dice el soldado alto—. Pero ahora la historia va mucho más en serio. Hasta que llegues no te vuelvas ni una sola vez.

—Bajo ningún concepto —me advierte el soldado fornido.

—De acuerdo —digo yo.

Les doy las gracias de nuevo, me despido de ellos.

—Adiós —les digo.

Ellos se ponen en pie, dan un taconazo y hacen el saludo militar. Probablemente no vuelva a verlos jamás. Lo sé yo. Y lo saben ellos. Nos separamos.

Apenas recuerdo qué camino he seguido para volver a la cabaña de Ôshima después de despedirme de los soldados. Me da la sensación de que he ido pensando en otra cosa mientras atravesaba el bosque. Pero no me he extraviado. Recuerdo vagamente haber encontrado la mochila que a la ida había tirado a un lado del camino, y haberla recogido casi en un acto reflejo. Lo mismo ha sucedido con la brújula, la podadera, el aerosol. También recuerdo el momento en que han aparecido las señales amarillas con que yo había marcado los troncos de los árboles. Parecían escamas que hubiera dejado a su paso una polilla gigantesca.

De pie en el espacio abierto delante de la cabaña, alzo la vista al cielo. Me doy cuenta de lo vivos que son los sonidos de la naturaleza a mí alrededor. Los trinos de los pájaros, el murmullo del riachuelo, el susurro del viento meciendo las hojas de los árboles. Todos sonidos humildes. Pero llegan a mis oídos con una viveza y una intimidad asombrosas, como si se me hubieran destapado de repente las orejas. Todos los sonidos están ligados, entrelazados, pero se puede distinguir claramente cada uno de ellos. Lanzo una ojeada al reloj que llevo en la muñeca. En un momento u otro ha empezado a funcionar. En la pantalla verde figuran los dígitos de la hora, y los números van sucediéndose el uno al otro como si nada hubiera sucedido. Son las 4:16.

Entro en la cabaña, me acuesto en la cama vestido. Tras haber atravesado aquel bosque tan denso, mi cuerpo necesita imperiosamente descansar. Me tiendo boca arriba, cierro los ojos. Hay una abeja descansando en el cristal de la ventana. Bañados a la luz del sol, los brazos de la niña brillan como la porcelana. «Es un ejemplo», dice ella.

—Mira el cuadro —dice la señora Saeki—. Como hacía yo.

La blanquísima arena del tiempo se escurre a través de los delgados dedos de la niña. Se oye un tenue rumor de olas rompiendo en la orilla. Suben, bajan, se deshacen. Suben, bajan, se deshacen. Mi conciencia está siendo absorbida dentro de una especie de corredor oscuro.

48

—¡Me rindo! —repitió Hoshino.

—No tienes por qué rendirte, Hoshino —dijo el gato negro con aire fatigado. Tenía la cara grande y parecía bastante viejo—. Total, te estabas aburriendo, ¿no? Hasta el punto de pasarte el día hablando con una piedra.

—¿Puedes hablar como las personas?

—Yo no estoy hablando como las personas.

—No lo entiendo. Entonces, ¿cómo estamos charlando los dos tan ricamente? Un gato y una persona.

—Porque los dos nos hallamos en el borde del mundo, hablando una lengua común. Sólo eso.

Hoshino reflexionó.

—¿Borde del mundo? ¿Una lengua común?

—Mira, si no lo entiendes, déjalo correr. Es que es un poco largo de explicar —dijo el gato con unas cortas y displicentes oscilaciones de rabo.

—¡Eh, tú, chaval! ¿No serás el Colonel Sanders, por casualidad? —dijo el joven.

—¿El Colonel Sanders? —dijo el gato, malhumorado—. ¿Y ése quién es? Yo soy yo, y nadie más. Soy un gato normal y corriente.

—¿Tienes nombre?

—Hasta aquí llego.

—¿Y cómo te llamas?

—Toro —dijo el gato con reluctancia.

—¿Toro? —repitió el joven.

—Sí, pero el toro
[52]
del
sushi
, ¿eh? —dijo el gato—. La verdad es que mi dueño es el propietario de una
sushi-ya
del barrio. También tiene un perro, y al perro lo llama
Tekka
.
[53]

—¿Y cómo sabías mi nombre?

—A estas alturas eres bastante famoso, ¿sabes? —dijo Toro, el gato negro, y sonrió durante unos instantes.

Era la primera vez que Hoshino veía sonreír a un gato. Pero la sonrisa se borró enseguida y el gato volvió a adoptar su expresión dócil de costumbre.

—Los gatos lo sabemos todo —dijo el gato—. Que el señor Nakata murió ayer, que aquí hay una piedra muy importante, todo lo que ha ocurrido por la zona, no hay nada que nosotros no sepamos. Como vivimos tantos años.

—¡Ya! —dijo el joven admirado—. Pero estamos hablando aquí de pie, ¿por qué no pasas adentro?

El gato sacudió la cabeza sin moverse de encima de la barandilla.

—No, estoy bien aquí. Dentro no me siento tranquilo y, además, hace buen tiempo. ¿Por qué no hablamos aquí?

—A mí tanto me da un sitio como otro —dijo Hoshino—. ¿Qué? ¿Tienes hambre? Algo encontraremos para comer, digo yo.

El gato sacudió la cabeza.

—Pues, aquí donde me ves, a mí la comida no me falta. Mi problema es más bien el contrario. No comer tanto. Estando en una
sushi-ya
, debo tener cuidado con el colesterol. Además, a la que engordo, me cuesta andar arriba y abajo.

—Dime, Toro —dijo el joven—. ¿Qué te ha traído hoy por aquí?

—Pues, mira —dijo el gato—. He pensado que quizás estarías en apuros. Te has quedado solo, con ese asunto tan complicado de la piedra aún por resolver.

—Exacto. Es tal como dices. Vamos, que me encuentro en un callejón sin salida.

—Y he venido a echarte una mano.

—Pues te lo agradecería mucho —dijo el joven—. Ya lo dicen, ¿no? «Está tan apurado que hasta le pediría ayuda a un gato».

—El problema es la piedra —dijo Toro. Luego sacudió reiteradamente la cabeza para ahuyentar a una mosca.

—Una vez devuelvas la piedra a su sitio se te habrán acabado los problemas. Podrás ir a donde quieras. ¿No es así?

—Pues sí. Una vez haya cerrado la puerta de entrada se habrá acabado la historia. Tal como dijo Nakata, lo que se ha abierto, se tiene que cerrar. Es una regla.

—¿Quieres que te diga entonces lo que debes hacer?

—¿Lo sabes? —preguntó Hoshino.

—Claro que lo sé —dijo el gato—. Te lo acabo de decir. Los gatos lo sabemos todo. A diferencia de los perros.

—Y, dime, ¿qué debo hacer?

—Matar a aquel tipo —dijo el gato dócilmente.

—¿Matar? —repitió Hoshino.

—Sí, Hoshino. Tú debes matar a aquel tipo.

—¿Y quién es?

—Cuando lo veas, lo sabrás. ¡Ah! Es
él
—dijo el gato negro—. Pero mientras no lo veas, no lo sabrás. Para empezar, él no tiene una forma definida. Adopta una u otra según le conviene.

—¿Es una persona?

—No. Esto sí que te lo puedo asegurar.

—¿Y qué pinta tiene?

—No lo sé —contestó Toro—. Te lo acabo de decir. En cuanto le eches una ojeada lo sabrás. Mientras no lo veas, no lo sabrás.

Hoshino suspiró.

—¿Y cuál es la verdadera identidad
del tipo ese?

—Tú no necesitas saber eso —dijo el gato—. Es muy difícil de explicar y, encima, quizá sea mejor que no lo sepas. Sea como sea, el tipo ahora está agazapado, esperando. Escondido en la oscuridad, conteniendo la respiración, observando lo que sucede a su alrededor. Pero no podrá quedarse eternamente inmóvil. Tendrá que salir antes o después. Es posible que hoy mismo. Y él, entonces, se cruzará sin falta en tu camino. Es una oportunidad única.

—¿Una oportunidad única?

—Sí. Una ocasión que sólo se da una vez cada mil años —explicó—. Tú tienes que esperarlo y matarlo. Entonces se habrá acabado la historia y tú podrás irte finalmente a donde quieras.

—Y si me lo cargo, ¿no tendré luego problemas con la ley?

—Yo, de leyes, no entiendo —dijo el gato—. Al fin y al cabo soy un gato. Pero el tipo ese no es un hombre, así que no creo que tenga nada que ver con la justicia. Sea como sea, es importantísimo acabar con él. Eso lo sabe incluso un gato normal y corriente.

BOOK: Kafka en la orilla
4.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Dells by Michael Blair
Cop Hater by Ed McBain
It's You by Jane Porter
Far To Go by Pick, Alison
The Heretic's Daughter by Kathleen Kent
That Christmas Feeling by Catherine Palmer, Gail Gaymer Martin
High Voltage by Bijou Hunter
August: Osage County by Letts, Tracy
Warriors of Ethandun by N. M. Browne