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Authors: James Oliver Curwood

Tags: #Aventuras, Naturaleza, Canadá

Kazán, perro lobo (4 page)

BOOK: Kazán, perro lobo
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Thorpe había salido de la tienda. Estaba amaneciendo y en la mano llevaba un rifle. Poco después salió su joven esposa, con el cabello suelto en torno de la cabeza. Su mano asía el brazo de su compañero. Ambos miraron al lugar en que estaba aquello cubierto por la manta. Ella habló entonces a Thorpe, el cual se enderezó súbitamente y echando la cabeza hacia atrás, gritó:

—¡Kazán! ¡Kazán! ¡Kazán!

El perro sintió un estremecimiento al observar que el hombre trataba de engatusarle a que regresara al campamento. Y empuñaba aquella cosa que mataba.

—¡Kazán! ¡Kazán! ¡Kaaazaaán! —gritó de nuevo.

El perro se retiró, agachándose cuidadosa­mente detrás del árbol, pues sabía que la distancia no importaba nada para la cosa negra que mataba y que Thorpe tenía en la mano. Volvió una vez la cabeza, gimió suavemente y por un instante llenó sus ojos enrojecidos la añoranza, al ver por última vez a la joven.

Sabía que la dejaba para siempre y sentía un dolor en su corazón que nunca experimentara, un dolor que no se debía al látigo ni al garrote, al frío ni al hambre, pero mayor que todos ellos y que lo llenaba del deseo de echar la cabeza hacia atrás y aullar su soledad a la inmensidad gris del cielo.

Más allá, en el campamento, la voz de la joven temblaba, al decir: —¡Se ha marchado!

—Sí, se ha marchado —respondió el hombre con un nudo en la garganta—. Él lo sabía y yo lo ignoraba. Diera un año de mi vida por no haberle pegado ayer noche. No volverá.

Da mano de Isabel Thorpe apretó fuertemente su brazo, al exclamar:

—Volverá. No me abandonará. Me quería mucho a pesar de lo salvaje y terrible que es. Y sabe que yo también lo quiero. Volverá… —¡Escucha!

De la profundidad de la selva, llegó un aullido largo, quejumbroso de tristeza. Era el adiós de Kazán a su ama.

Después de proferir aquel grito, Kazán estuvo un rato sentado sobre sus patas traseras, gozando el placer de su nueva libertad, y observando cómo se desvanecían, con la luz de la aurora, las negruras del bosque.

De vez en cuando, desde el día que unos tratantes lo compraron y le hicieron andar por entre huellas de trineo en el Mackenzie, muchas veces había pensado con añoranza en su libertad, y la sangre de lobo que corría por sus venas lo incitaba continuamente a conquistarla. Pero nunca se había atrevido y ahora que ya la había logrado sentía extraño contento. Allí no había garrote, ningún látigo, ninguna de las bestias humanas de las que aprendiera a des­confiar y a las que luego odiara. Su desgracia provenía de tener sangre de lobo en el cuerpo, porque los garrotazos, en vez de domarlo aumentaban su salvajismo ingénito. Los nombres habían sido sus peores enemigos, pues le pegaron con frecuencia y algunas veces hasta casi dejarlo por muerto. Lo llamaban «malo» y se apartaban de él, sin olvidarse nunca de hacer caer un latigazo en su espalda. Su cuerpo es­taba cubierto de cicatrices que ellos le causaran.

Nunca había sentido el cariño o el amor, hasta que la primera noche la joven a la que acaba de abandonar, puso su manita sobre su cabeza y acercó su delicado rostro al suyo propio, mientras Thorpe, su marido, dio un grito de horror.

A punto estuvo de clavar sus colmillos en su blanca carne, pero las caricias de que fue objeto estremecieron su cuerpo enseñándole lo que era cariño. Y ahora un hombre era el que lo separaba de ella, alejándolo de la mano que nunca empuñara garrote ni látigo. Y pensando en estas cosas gruñó mientras se internaba más y más en el bosque.

Al despuntar el alba llegó al borde de un terreno pantanoso. Había sentido cierto malestar extraño que la luz no disipó. Por fin estaba libre del dominio del hombre y no podía descubrí: en el aire nada que le recordara su odiada presencia. Pero tampoco podía olfatear la existencia de otros perros, ni de trineos, fuego o compañía y comida, todo lo cual, según recordaba, había formado siempre parte de su vida.

Todo estaba muy tranquilo. El lapachar es­taba entre dos montañas y los abetos y los cedros eran muy espesos y bajos. Estaban tan cerca unos de otros, que debajo de ellos casi no había nieve y la luz estaba tan atenuada, que más parecía crepúsculo que día claro. Dos cosas echó principalmente de menos: comida y compañía. Tanto el lobo como el perro que había en él, pedían lo primero, y como perro apetecía lo segundo. Díjose que en alguna parte de aquel mundo silencioso, entre las dos montañas, habría alguna compañía y que lo mejor sería sentarse sobre su cuarto trasero y aullar por su soledad. Más de una vez tembló algo en lo más hondo de su pecho, subió a la garganta y terminó en un gemido. Era el aullido del lobo que en él no había nacido aún.

Encontró la comida más fácilmente que la voz. Hacia el mediodía logró acorralar un enorme conejo blanco bajo un tronco caído y le dio muerte. La sangre caliente era bastante más agradable que el pescado helado o que la grasa y el salvado que le solían dar los hombres, y el festín sirvió para animarlo. Aquella tarde per­siguió varios conejos y logró matar dos más. Hasta entonces no había conocido el placer de perseguir y matar a su sabor. Sin embargo no se comió todo lo que había muerto.

Pero en la caza de los conejos, no había lucha alguna; los animalitos se morían con demasiada facilidad. Eran suaves y tiernos de comer mientras duraba el hambre, mas la emoción que al principio le causaba la matanza se desvaneció prontamente. Hubiese querido luchar con animal más poderoso. Ya no se comportaba como si tuviera miedo, ni le gustaba permanecer escondido. Mantenía erguida la cabeza y se le erizaron los pelos del espinazo, mientras movía su velluda cola de un lado a otro, como los lobos. Cada uno de los pelos de su cuerpo temblaba a impulsos de la energía vital de su deseo de acción. Se dirigió al Norte y al Oeste, recordando los primeros días de su vida, cuando estaba en el lejano Mackenzie, situado a mil quinientos kilómetros de distancia de allí.

Encontró muchas huellas sobre la nieve durante aquel día y olfateó los rastros que dejaran las pezuñas de los alces y los renos y las afelpadas patas de los linces. Siguió a una zorra y ello lo llevó a un lugar rodeado por altos abe­tos, en donde la nieve estaba movida y teñida de rojo por la sangre. Había una cabeza de búho, plumas, alas y entrañas, lo cual lo convenció de que por allí había otros cazadores además de él.

Al caer de la tarde descubrió unas huellas en la nieve, muy semejantes a las suyas propias. Eran muy recientes y despedían un olor que le hizo gemir, llenándolo del deseo de sentarse como los lobos para proferir el aullido peculiar de ellos. Este deseo fue acentuándose en él a medida que las sombras de la noche oscurecieron el bosque. Había corrido todo el día, pero no estaba fatigado. Algo había en la noche, ahora que ya no veía hombres a su alrededor, que le excitaba de un modo raro. La sangre de lobo se adueñaba de su ser. La noche era clara; el cielo estaba lleno de estrellas y salía la luna. Por fin sentóse sobre la nieve y volvió la cabeza hacia las copas de los abetos, y el lobo que había en él surgió por entero en el aullido que emitió, triste y quejumbroso. Este aullido se difundió temblando en la tranquila noche, por espacio de muchos kilómetros.

Permaneció sentado por algún tiempo y escuchó después de aullar. Había encontrado ya la voz, una voz con una nota extraña y nueva, que aumentaba su confianza. Esperaba una res­puesta pero no llegó ninguna. Había aullado contra el viento y este transportó el aullido a un bosque de achaparrados abetos que había tras él, donde se oyó la carrera de un alce macho, que en su acelerada fuga, tropezaba con las ramas de los árboles, en cuyos troncos producían sus cuernos un repiqueteo semejante al redoble del tambor.

Por dos veces aulló Kazán antes de proseguir su camino y hallaba cierto placer en aquella nueva práctica. Llegó entonces al pie de un cerro escarpado y, saliendo del terreno pantanoso, subió por él hasta la cima. Allí las estrellas y la luna estaban más cercanas y al otro la­do de la eminencia vio una grande y hermosa llanura, en la que había un lago helado que brillaba a la luz de la luna y del cual salía un riachuelo en dirección a un bosque que no era tan espeso ni negro como el del terreno pantanoso.

Y todos los músculos de su cuerpo se pusieron en tensión y le corrió apresurada la sangre, porque a lo lejos, desde la llanura, llegó a sus oídos un grito. Era su grito; el aullido del lobo.

Sus mandíbulas hicieron ruido al cerrarse y brillaron un momento sus blancos colmillos, mientras un gruñido atravesaba su garganta. Sentía necesidad de contestar, pues algún extraño instinto salvaje se estaba adueñando de él. En el aire, en el murmullo de las copas de los árboles, en la luna y en las mismas estrellas, alentaba un espíritu que le advertía de que acababa de oír el aullido del lobo, pero no la llamada del lobo.

Esta llegó una hora más tarde, clara y distintamente. Era el mismo aullido quejumbroso al empezar, pero que terminaba en un «staccato» de rápidos y agudos gritos que excitaban su sangre de un modo nuevo para él. El mismo instinto le dijo que era la llamada, el grito de caza, que le inclinaba a acudir en seguida. Pocos momentos después lo oyó de nuevo, pero esta vez llegó una respuesta, al parecer procedente del pie del monte, y otra de un lugar tan distante que apenas la oyó. La manada se reunía para la cacería nocturna, pero Kazán, tembloroso, no se movió.

No estaba asustado, pero tampoco dispuesto a ir. El cerro parecía ser para él una línea divisoria entre dos mundos. Un lado era nuevo, extraño, y en él no había hombres. El otro parecía atraerlo y repentinamente volvió la cabeza y miró atrás, a través del espacio iluminado por la luna, y gimió. Le pareció que oía la voz de la mujer y que sentía el contacto de su mano suave. Veía la risa en sus labios y en sus ojos, aquella risa que le hiciera feliz. Sin duda lo llamaba a través de los bosques y él estaba indeciso entre contestar a su llamada, o bajar a la opuesta llanura.

Por largo tiempo estuvo en lo alto del monte une dividía su mundo y, por fin, se dirigió hacia la llanura.

Durante toda la noche estuvo cerca de la manada de lobos, pero nunca demasiado, lo cual fue una fortuna para él, pues como todavía llevaba en su cuerpo el olor del hombre, de descubrirlo la manada, le habría destrozado. El primer instinto de los animales salvajes, es el de la inopia conservación. Y quién sabe si fue el instinto atávico de sus remotos antepasados el que obligó a Kazán a revolcarse en la nieve por encima de los lugares en que más se revolvieran los lobos.

Aquella noche estos mataron un reno al borde del lago, y se regodearon con su carne hasta la aurora. Kazán estaba cara al viento. El olor de la carne y de la sangre caliente henchía su olfato y su agudo oído percibía los crujidos de los huesos al ser rotos por los lobos, pero el instinto fue en él más fuerte que la tentación.

Hasta que fue día claro, cuando ya los lobos se habían diseminado por la llanura, no se atrevió a presentarse en el teatro de la lucha. Sola­mente encontró una extensión de nieve enrojecida por la sangre y cubierta de huesos, entrañas y trozos de piel arrancada. Pero era suficiente y se revolcó sobre ello, sepultando el hocico en los despojos. Luego se quedó todo el día por allí para saturarse del olor que despedía todo aquello.

Aquella noche, cuando salieron de nuevo la luna y las estrellas, volvió a sentarse sin miedo ni vacilación de ninguna clase, y con sus aullidos se dio a conocer a sus nuevos camaradas de la llanura.

La manada cazó también aquella noche, o tal vez era una nueva manada procedente del sui y que llegó persiguiendo a un reno hembra hasta el amplio y helado lago. La noche estaba casi tan clara como el día, y desde el extremo del bosque, Kazán vio la carrera del reno cuando se aventuraba por el lago helado a cosa de medio kilómetro de distancia.

Formaban la manada una docena de lobos, y ya se había dividido en forma de fatal herradura, de manera que los dos guías corrían pre­cediendo casi al reno y acercándose a él cada vez más.

Dando un grito agudo saltó Kazán hacia el espacio alumbrado por la luna. Hallábase en el camino que había de seguir la fugitiva hembra de reno, y corría hacia ella a toda velocidad. A doscientos metros de distancia lo vio el pobre rumiante y torció a la derecha, pero el guía de aquel lado lo recibió con las mandíbulas abiertas. Kazán estaba al lado del segundo guía y saltó al blando cuello del reno. Gruñidora masa de lobos se precipitó tras él y la hembra cayó al suelo por encima de Kazán, que le hundía los dientes en la yugular. La víctima pesaba sobre e él, pero no por eso soltaba la presa. Era su primera suerte de una pieza grande y su sangre parecía fuego. Por entre los dientes cerrados gruñó encolerizado.

Hasta que el reno cesó de moverse no soltó su presa y entonces salió de debajo del pecho y las patas de la víctima. Aquel día había matado un conejo y no tenía hambre. Así, se sentó sobre la nieve y esperó mientras la hambrienta manada desgarraba el pellejo y la carne del reno hembra. Poco después se acercó, se introdujo entre los lobos. Esta intrusión le perdió. Cuando Kazán se retiraba, indeciso aún acerca de si se mezclaría con sus salvajes hermanos, una forma gris y enorme se separó de los de­más y se arrojó hacia él, en busca de su gar­ganta. Tuvo el tiempo preciso para ladearse un poco ofreciendo la espalda al atacante y un momento después se revolcaban los dos por la nieve. Se pusieron en pie antes de que la excitación de la inesperada pelea hubiese hecho re­tirar a la manada del festín que estaba cele­brando. Uno tras otro los lobos se situaron en torno de los combatientes, enseñando los dientes y con los pelos de las espaldas erizados como cepillos. El fatal círculo de lobos envolvía a los dos que peleaban.

Ello no era nuevo para Kazán. Una docena de veces había formado parte del círculo de es­pectadores, esperando el resultado de la lucha. En más de una ocasión había combatido dentro del círculo, con peligro de su vida. Aquella era también el modo de pelear los perros de trineo y a menos que el hombre interrumpiese la lucha a palos o trallazos, siempre terminaba con la muerte. Solamente uno de los rivales podía quedar vivo, y a veces morían los dos. Allí no había hombre alguno, sino solamente el enemigo cordón de lobos, demonios de blancos colmillos, dispuestos a saltar y destrozar al primero de los combatientes derribado. Kazán era un forastero, pero no temía a los que de tal manera lo rodeaban. La gran ley de la manada los obligaría a comportarse lealmente.

Tenía la mirada fija solamente en el enorme lobo gris, jefe de la manada que le había desafiado. Con los lomos en contacto, daban vueltas y más vueltas. Donde pocos momentos antes no se oían más que ruidos de mandíbulas y ras­gar de cuero y carne, reinaba ahora el silencio. De haber sido perros de blandos pies y suave garganta, habríanse oído gruñidos y ladridos, pero Kazán y el lobo estaban silenciosos. Con las oreas inclinadas hacia adelante y las colas velludas se movían de un lado a otro.

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