—Interrumpirme de este modo, ante tan augusta asamblea, es por cierto intolerable.
Ante lo cual, pese a lo siniestro de la circunstancia, los sirvientes no pudieron contener la risa. Seguros de que Hôîchi estaba embrujado, lo apresaron, lo pusieron de pie y por la fuerza lo arrastraron al templo, donde en el acto lo despojaron de sus ropas húmedas, a instancias del sacerdote, lo cubrieron con otra vestimenta y le ofrecieron comida y bebida. Entonces el sacerdote exigió una detallada explicación de la asombrosa conducta de su amigo.
Hôîchi vaciló durante largo rato. Pero al fin, comprendiendo que su conducta realmente había alarmado y enfurecido al buen sacerdote, decidió deponer su reserva; refirió, pues, todo lo ocurrido a partir de la primera visita del samurái.
Díjole el sacerdote:
—¡Hôîchi, mi pobre amigo, estás en gran peligro! ¡Qué lástima que no me lo hayas dicho antes! Tu maravillosa destreza musical te ha metido, por cierto, en extraños problemas. Es hora de que sepas que no has visitado palacio alguno, sino que has pasado las noches en el cementerio, entre las tumbas de los Heiké; y ante el monumento que evoca la memoria de Antoku Tennô esta noche te halló nuestra gente, sentado bajo la lluvia. Cuanto has experimentado no fue sino una ilusión… salvo la llamada de los muertos. Al obedecerlos una vez, te has puesto en sus manos. Si vuelves a obedecerlos después de lo ocurrido, te harán pedazos. De todos modos, te hubiesen destruido, tarde o temprano… Ahora bien, esta noche no podré permanecer contigo, pues han solicitado mis servicios. Pero, antes de irme, será necesario que proteja tu cuerpo cubriéndolo con textos sagrados.
Antes del crepúsculo, el sacerdote y su acólito desnudaron a Hôîchi; entonces, con sus pinceles, le trazaron sobre el pecho y la espalda, la cabeza y el rostro y el cuello, los miembros y las manos y los pies —y aun sobre las plantas de los pies, y sobre cada rincón de su cuerpo—, el texto del sûtra sagrado que denominan “Hannya-Shin-Kyô”[
7
]. Cumplida esta tarea, el sacerdote instruyó a Hôîchi de este modo:
—Esta noche, apenas yo haya partido, debes sentarte en la veranda y esperar. Te llamarán. Pero, pase lo que pase, no respondas y no hagas movimiento alguno. No digas nada, quédate quieto, como si estuvieras meditando. Si te mueves, o haces algún ruido, te destrozarán. No te asustes; y ni sueñes con pedir ayuda… pues ninguna ayuda podrá salvarte. Si haces tal como te digo, el peligro se disipará y quedarás libre de todo temor.
En cuanto anocheció, el sacerdote y su acólito dejaron el templo; y Hôîchi se sentó en la veranda de acuerdo con las instrucciones que había recibido. Dejó el
biwa
en el suelo, asumió una actitud meditativa, y permaneció inmóvil, cuidándose de no toser, y de que no se oyera su respiración. Estuvo así durante horas.
Al fin escuchó pasos en el camino. Éstos cruzaron la entrada, atravesaron el jardín, se aproximaron a la veranda, y se interrumpieron, justo frente a él.
—¡Hôîchi! —llamó la voz hueca.
Pero el ciego contuvo el aliento y mantuvo su rigidez.
—¡Hôîchi! —repitió ásperamente la voz.
Y luego, por tercera vez, con ferocidad:
—¡Hôîchi!
Hôîchi permaneció inerte como una piedra. La voz gruñó:
—¡Nadie responde! ¡No importa…! Lo buscaré…
Pasos de hierro retumbaron en la veranda. Lentamente, los pies se acercaron y se detuvieron ante Hôîchi. Hubo un largo intervalo de ominoso silencio, durante el cual Hôîchi sintió que todo su cuerpo se estremecía al ritmo acelerado de su corazón.
Al fin la voz ronca murmuró junto a él:
—Aquí está la
biwa
; pero de quien lo toca sólo veo… ¡Un par de orejas…! Eso explica que no haya respondido: no tiene boca para responder… de él no quedan sino las orejas… Le llevaré, pues, estas orejas a mi señor, como prueba de que sus augustas órdenes han sido obedecidas, en la medida de lo posible…
En ese instante, Hôîchi sintió que unos dedos de hierro le agarraban las orejas, arrancándoselas. Pese al dolor, contuvo sus gritos. Los pesados pasos abandonaron la veranda, descendieron al jardín, se alejaron por la carretera, y dejaron de oírse. A ambos lados de la cabeza, el ciego sentía correr un líquido cálido y espeso; pero no se atrevía a levantar las manos.
El sacerdote regresó antes del alba. En el acto se dirigió a la veranda del fondo, y al entrar resbaló en una mancha viscosa que le arrancó un grito de horror, pues la luz de la lámpara le reveló que esa viscosidad era sangre. Entonces vio a Hôîchi, sentado, en actitud meditativa, mientras de sus heridas aún fluía la sangre.
—¡Mi pobre Hôîchi! —exclamó el sacerdote, perplejo—. ¿Qué es esto…? ¿Te han herido…?
Al escuchar la voz de su amigo, el ciego se sintió a salvo. Rompió a llorar, y en medio de sus lágrimas refirió su aventura nocturna.
—¡Pobre, pobre Hôîchi! —exclamó el sacerdote—. ¡Todo por mi culpa, todo por mi imperdonable culpa…! En cada rincón de tu cuerpo inscribimos los textos sagrados… ¡salvo en tus orejas! Confié a mi acólito esa parte de la tarea, y fue un gran error por mi parte no haberme fijado si lo había hecho… Bueno, nada puede hacerse ahora, salvo tratar de curar tus heridas sin demora… ¡Alégrate, amigo mío! Ha terminado el peligro. Jamás volverán a perturbarte esos visitantes.
Gracias a la asistencia de un buen médico, Hôîchi no tardó en recobrarse de sus heridas. La historia de su extraña aventura se propagó por todas partes y lo hizo famoso. Muchos nobles acudían a Akamagaséki para gozar de su arte; y Hôîchi recibió pródigas ofrendas en dinero, que hicieron de él un hombre de fortuna. Pero, desde que ocurrió su aventura, sólo se lo conoció por el apelativo de “Mimi-nashi-Hôîchi”: Hôîchi
el Desorejado
.
[
1
] Los describe en
Kotto
, y también habla de ellos en “La poesía de los fantasmas” (Véase la versión española de este texto en
El romance de la vía Láctea
; Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1951).
(N. del T.)
[
2
] O Shimonoséki. La ciudad también se conoce con el nombre de Bakkan
(N. del A.)
[
3
] El
biwa
, una especie de laúd de cuatro cuerdas, se usa ante todo en la recitación musical. En un principio, los trovadores profesionales que declamaban el “Heiké-Monogatari” y otras crónicas trágicas, eran llamados
biwa-hôshi
, o “sacerdotes del laúd”. El origen de esta denominación no es muy claro, pero es posible que la haya sugerido el hecho de que los “sacerdotes del laúd”, así como los masajistas ciegos, tuvieran el cráneo rasurado al igual que los sacerdotes budistas. El
biwa
se toca con una especie de plectro llamado
bachi
, habitualmente hecho de cuerno.
(N. del A.)
[
4
] Un término respetuoso para solicitar la apertura de una puerta. Solían usarlo los samurái cuando se dirigían a los guardias de una casa señorial que les permitiera la entrada
(N. del A.)
[
5
] La frase también puede verterse: “pues la piedad que despierta ese pasaje es la más profunda”. La palabra japonesa del texto original que traduzco por “piedad” es
awaré (N. del A.)
[
6
] “Viaja de incógnito” es, al menos, el significado de la frase original: “realiza un augusto viaje bajo disfraz”
(shinobi no go-ryoko) (N. del A.)
[
7
] El breve Pragña-Pâramitâ-Hridaya-Sûtra recibe ese nombre en japonés. Tanto los sûtras más breves como los más largos conocidos como Pragña-Pâramitâ (“Sabiduría trascendental”) han sido traducidos por el difunto profesor Max Müller, y puede hallárselos en el volumen XLIX de
Sacred Books of the East
(“Buddhist Mahâyâna Sûtras”). En cuanto al empleo mágico del texto, según se describe en esta historia, vale la pena destacar que el sûtra versa sobre la Doctrina de la Vacuidad de las Formas, es decir, sobre la irrealidad de todo numen o fenómeno. “La forma es vacuidad; y la vacuidad es forma. La vacuidad no difiere de la forma. Lo que es forma… eso es vacuidad. Lo que es vacuidad… eso es forma… La percepción, el nombre, el concepto y el conocimiento, también son vacuidad… No hay ni ojo ni oído ni nariz ni lengua ni cuerpo ni mente… Mas cuando ha sido aniquilada la envoltura de la conciencia, entonces él [el que procura librarse] se libera de todo temor y del alcance de las mutaciones, y goza al fin del Nirvana”.
(N. del A.)
Había un cazador y halconero llamado Sonjô, que vivía en el distrito de Tamura-no-Gô, provincia de Mutsu. Un día salió de caza y no descubrió presa alguna. Pero en el camino de regreso, en un sitio llamado Akanuma, Sonjô vio un par de
oshidori
[
1
] (patos de los mandarines) que nadaban juntos en un río que él estaba a punto de cruzar. No está bien matar
oshidori
, pero Sonjô, acosado por el hambre, decidió dispararles. Su dardo atravesó al macho; la hembra se deslizó entre los juncos de la orilla opuesta y desapareció. Sonjô se apoderó del ave muerta, la llevó a casa y la cocinó.
Esa noche tuvo un sueño perturbador. Creyó ver una hermosa mujer que entraba en su cuarto, se erguía junto a su almohada y se echaba a llorar. El llanto era tan amargo que, al escucharlo, el corazón de Sonjô parecía desgarrarse. Y díjole la mujer: “¿Por qué? ¿Por qué lo mataste? ¿Qué mal te había hecho…? ¡Éramos tan felices en Akanuma… y tú lo mataste! ¿Qué daño te causó? ¿Te das cuenta siquiera de lo que has hecho? ¡Oh! ¿Te das cuenta del acto perverso y cruel que has perpetrado…? También me diste muerte a mí, pues no podré vivir sin mi esposo… Sólo vine para decirte esto”.
Y una vez más se echó a llorar en voz alta, con tal amargura que el sonido de su llanto penetró en los mismos tuétanos del cazador; y luego sollozó las palabras de este poema:
Hi kukuréba
Sasoêshi mono wo…
Akanuma no
Makomo no kuré no
Hitori-né zo uki!
[¡Al llegar el crepúsculo
lo invité a regresar junto a mí!
Ahora, dormir sola a la sombra
de los juncos de Akanuma…
¡ah!, ¡qué inefable desdicha![
2
]
Y luego de proferir estos versos exclamó: “Ah, no te das cuenta… ¡no puedes darte cuenta de lo que has hecho! Pero mañana, cuando vayas a Akanuma, ya verás… ya verás…” Y con estas palabras, estremecida por el llanto, se alejó.
Al despertar por la mañana, Sonjô recordaba el sueño con tal vividez que sintió una profunda consternación. Evocó estas palabras: “Pero mañana, cuando vayas a Akanuma, ya verás… ya verás…” Y resolvió ir allí en el acto, para averiguar si su sueño esa algo más que un sueño.
Dirigiose, pues, a Akanuma; al llegar junto a la margen del río, vio a la
oshidori
hembra, que nadaba a solas. En el mismo instante, el ave advirtió la presencia de Sonjô: pero, en lugar de darse a la fuga, nadó derecho hacia él, clavándole una mirada extraña y tenaz. Entonces, con el pico, súbitamente se desgarró el cuerpo y murió ante los ojos del cazador.
Sonjô se rasuró la cabeza y se hizo sacerdote.
[
1
] Desde la Antigüedad, en el Lejano Oriente, considérase a estas aves emblemas de afecto conyugal
(N. del A.)
[
2
] El tercer verso ofrece una doble significación patética, pues las sílabas que componen el nombre propio Akanuma (Ciénaga Roja) también pueden leerse
akanu-ma
, o sea “el tiempo de nuestra inquebrantable (o deliciosa) unión”. De modo que el poema también puede verterse: “Al avanzar la oscuridad, yo lo invitaba a hacerme compañía… Ahora, después del tiempo de esta unión feliz, ¡qué desdicha para quien debe dormir sola a la sombra de los juncos!” El
makomo
es una especie de junco de gran tamaño, empleado en la confección de cestos.
(N. del A.)
Hace mucho tiempo, en la ciudad de Niigata, provincia de Echizen, vivía un hombre llamado Nagao Chôsei.
Hijo de un médico, fue educado para ejercer la profesión de su padre. A temprana edad se había comprometido con una muchacha llamada O-Tei, hija de un amigo de su padre; y ambas familias habían acordado que la boda se realizaría apenas Nagao culminara sus estudios. Pero O-Tei adolecía de una frágil salud, y a los quince años fue atacada por una fatídica enfermedad. Cuando advirtió que su muerte era inevitable, llamó a Nagao para despedirse.
En cuanto él se arrodilló ante el lecho, díjole O-Tei:
—Querido Nagao-Sama, estamos mutuamente comprometidos desde nuestra más tierna infancia, y debíamos habernos casado a fines de este año. Pero voy a morir, y los dioses saben que es lo mejor para ambos. Si viviera algunos años más, sólo podría causar problemas y disgustos. Con este cuerpo débil, no podría ser una buena esposa; y el deseo de vivir, por tanto, para no abandonarte, sería un deseo muy egoísta. Estoy resignada a la muerte, y quiero que me prometas que no vas a lamentarla… Además, quiero decirte que volveremos a encontrarnos.
—Claro que sí —respondió Nagao con fervor—. Y en Tierra Pura no volveremos a distanciarnos.
—No, no —replicó ella con suavidad—. No me refiero a la Tierra Pura. Creo que estamos destinados a encontrarnos una vez más en este mundo… aunque mañana han de sepultarme.
Nagao la observó con perplejidad y advirtió que ella sonreía. O-Tei prosiguió, con voz lánguida y evanescente:
—Sí, quiero decir en este mundo… y en esta vida, Nagao-Sama. Siempre, por supuesto, que lo desees. Sólo que para que esto ocurra, nuevamente he de nacer y alcanzar la mayoría de edad. De modo que tendrías que esperar. Quince… dieciséis años; es mucho tiempo… Pero, prometido mío, sólo tienes diecinueve.
Nagao quiso aliviar su agonía y le respondió:
—Esperarte, prometida mía, es menos un deber que un motivo de júbilo. Estamos mutuamente ligados por el término de siete existencias.
—¿Pero dudas acaso? —inquirió ella, observándole el rostro.
—Querida mía —respondió él—, dudo si podré conocerte con otro cuerpo y con otro nombre… a menos que puedas darme alguna señal o contraseña.
—Eso no está en mi poder —dijo O-Tei—. Sólo los Dioses y los Budas saben cómo y cuándo nos encontraremos. Pero estoy segura, muy, muy segura, de que si tienes voluntad de recibirme, podré volver junto a ti… Recuerda estas palabras…