La Abadia de Northanger (10 page)

BOOK: La Abadia de Northanger
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—Veo que ha adivinado usted lo que acaba de preguntarme. Y ya que ese caballero conoce su nombre, me parece lógico que usted también conozca el suyo. Es el general Tilney, mi padre...

Catherine no supo contestar más que con una exclamación, que bastó, sin embargo, para revelar cuanto debía y convenía. Una exclamación que no sólo expresaba atención a las palabras de su pareja, sino confianza absoluta en la veracidad de éstas. Luego, su mirada siguió con interés y admiración al general, que se alejaba abriéndose paso entre los bailarines.

¡Qué guapos son todos los miembros de esta familia!, pensó para sí.

Al hablar en el transcurso de la noche con Miss Tilney, a Catherine se le presentó una nueva ocasión de sentirse dichosa. Desde su llegada a Bath no había paseado por el campo, y habiéndole hablado a Miss Tilney, para quien eran familiares los alrededores de la ciudad, de la belleza de éstos, la muchacha sintió el deseo de conocerlos. Sin embargo, expresó su temor de no encontrar quien se prestase a acompañarla, y entonces Miss Tilney, secundada por su hermano, propuso que salieran juntos de paseo más adelante.

—¡Cuánto me gustaría! —exclamó Catherine—. Pero no lo dejemos para más adelante. ¿Por qué no salir mañana mismo?

Todos se mostraron conformes y decidieron realizar el paseo a la mañana siguiente, siempre y cuando —agregó Miss Tilney— no lloviese.

Los hermanos quedaron en pasar a buscar a Catherine por la casa de Pulteney Street a las doce. Antes de separarse, le recordaron a su nueva amiga, Miss Morland:

—A las doce... No lo olvide.

De su amiga Isabella, aquella cuya fidelidad y méritos venía apreciando hacía quince días, apenas si se acordó la muchacha en toda la noche, y aun cuando deseaba participarle sus felices nuevas, accedió con admirable sumisión al deseo de Mr. Allen de marcharse temprano, metiéndose en la silla de manos que debía conducirla hasta su casa con el corazón henchido de felicidad.

11

La mañana siguiente amaneció nublada y desapacible; el sol, tras algunos intentos por salir, desapareció detrás de las nubes, pero Catherine dedujo de ello un buen augurio. En aquella época del año las mañanas soleadas casi siempre se convertían en días lluviosos; en cambio, un amanecer nublado era, por lo general, pronóstico de un buen día. Solicitó a Mr. Allen que le confirmase sus teorías, pero puesto que éste no conocía el clima de Bath ni tenía a mano un barómetro, se negó a aventurar pronóstico alguno dada la delicadeza del asunto. Catherine recurrió entonces a Mrs. Allen, quien fue más rotunda en su respuesta.

—Si desaparecen las nubes y sale el sol —dijo—, es seguro que hará un buen día.

A las once, unas gotas de lluvia que salpicaron el cristal de la ventana preocuparon a la muchacha.

—¡ Ay, me parece que va a llover! —exclamó desconsolada.

—Ya me lo figuraba yo —contestó Mrs. Allen.

—Me he quedado sin paseo —dijo Catherine—, a menos que escampe antes de las doce.

—Puede que sí, hija mía... Pero quedará todo tan enlodado...

—Eso no importa, a mí no me molesta el lodo.

—Es verdad —dijo con tranquilidad su amiga— a ti no te molesta el lodo.

—Llueve cada vez más —observó tras una pausa Catherine, junto a la ventana.

—Es cierto, y si sigue lloviendo las calles se pondrán perdidas.

—Ya he visto tres paraguas abiertos. ¡Cómo odio los paraguas!

—Sí, son muy molestos. Yo prefiero coger una silla de manos.

—Yo estaba segura de que sería un día hermoso...

—Eso prometía. Si sigue lloviendo bajará poca gente a tomar las aguas. Espero que si mi esposo decide salir se ponga el abrigo. Pero es muy capaz de no hacerlo. No soporta las prendas gruesas, y no lo comprendo, pues son tan acogedoras...

La lluvia seguía cayendo. Cada cinco minutos Catherine miraba al reloj, pensando que si en el transcurso de otros cinco no cesaba de llover sus ilusiones se vería desvanecidas. Dieron las doce y aún llovía.

—No podrás salir, hija mía —dijo Mrs. Allen.

—No quiero perder las esperanzas, al menos hasta las doce y cuarto. Esta es precisamente la hora del día en que suele cambiar el tiempo, y ya parece que aclara un poco. ¿Las doce y veinte? Pues lo dejo. ¡Quién pudiera contar con un tiempo tan hermoso como el que se describe en
Udolfo
, o con el que hizo en Toscana y en el sur de Francia la noche en que murió el pobre Saint-Aubin...! ¡Qué deliciosa temperatura aquélla!

A las doce y media, cuando el estado del tiempo ya no ocupaba por entero la atención de Catherine, comenzó de repente a aclarar. Un rayo de sol sorprendió a la muchacha, quien al comprobar que, en efecto, las nubes empezaban a dispersarse, volvió de inmediato a la ventana dispuesta a aplaudir tan feliz aparición. Diez minutos después podía darse por seguro que la tarde sería hermosa, con lo cual quedó justificada la opinión de Mrs. Allen, quien no había dejado de sostener que tarde o temprano aclararía. Más difícil era adivinar si Catherine debía esperar a sus amigos o si Miss Tilney consideraría que había llovido demasiado para aventurarse a salir.

Como quiera que las calles estaban excesivamente sucias, Mrs. Allen no se atrevió a acompañar a su marido al balneario, y apenas se hubo marchado éste, Catherine, que lo siguió con la vista hasta que dobló la esquina, observó que llegaban dos coches, ocupados por las mismas personas cuya presencia en la casa tanto le había sorprendido dos días antes.

—¿Isabella, mi hermano y Mr. Thorpe...? Deben de venir a buscarme. Pues no pienso acompañarlos, quiero estar aquí por si se presenta Miss Tilney.

Mrs. Allen se mostró conforme con la decisión de la muchacha, pero John Thorpe no tardó en aparecer, precedido de grandes voces, pues desde las escaleras empezó a decir a Miss Morland que era preciso que se diera prisa.

—Póngase el sombrero de inmediato —decía, y al abrir la puerta añadió— No hay tiempo que perder; vamos a Bristol. ¿Cómo está usted, Mrs. Allen?

—¿A Bristol? Pero ¿no está eso muy lejos? Además, hoy no puedo acompañarles; estoy comprometida, espero a unos amigos de un momento a otro.

Las razones de Catherine fueron vehementemente contestadas por Thorpe, quien solicitó en su favor el apoyo de Mrs. Allen. Al cabo de pocos minutos Isabella y James lo secundaron.

—Querida Catherine —exclamó aquélla—, ¿verdad que es un plan perfecto? El paseo será delicioso. La idea se nos ocurrió a tu hermano y a mí, mientras desayunábamos. Deberíamos haber salido hace dos horas, pero nos detuvo esa lluvia detestable. Aun así, no importa que nos retrasemos, pues estas noches hay luna. Me entusiasma la idea de respirar aire puro y disfrutar un poco de tranquilidad. ¡Cuánto más agradable es esto que pasarse el día en un salón! Tenemos que llegar a Clifton a tiempo de comer, y después, si queda tiempo, seguir hasta Kingsweston.

—Dudo que podamos hacer todo eso —intervino Morland.

—Vamos, muchacho, no seas agorero —exclamó Thorpe—. Podemos hacer eso y más. Llegaríamos a Kingsweston y al castillo de Blaize, y hasta donde se nos antojase, si no saliera ahora tu hermana con que no puede de acompañarnos.

—¿El castillo de Blaize? —preguntó Catherine—. ¿Y qué es eso?

—El castillo más hermoso que hay en Inglaterra. Vale la pena hacer las cincuenta millas sólo por verlo...

—Pero ¿es un castillo de verdad? ¿Un castillo antiguo?

—El más antiguo de cuantos existen en el reino.

—Pero ¿igual a esos que describen los libros?

—Exactamente igual.

—¿De veras? ¿Y tiene torres y galerías?

—Por docenas.

—¡Ah!, pues entonces sí me gustaría visitarlo; pero hoy no... hoy no puede ser.

—¿Que no puedes venir? ¿Por qué?

—No puedo ir... —Catherine inclinó la cabeza—, porque espero a Miss Tilney y a su hermano para dar un paseo. Quedaron en recogerme a las doce, pero a causa de la lluvia no se presentaron. Ahora que el tiempo ha mejorado supongo que no tardarán.

—Pues no creo que lo hagan —dijo Thorpe—. Los he visto en Broad Street. ¿Él no suele conducir un faetón tirado por caballos color castaño?

—No lo sé...

—Pero yo sí. ¿Acaso no se refiere usted al joven con quien bailó anoche?

—Sí.

—Pues ése es el que he visto. Iba en dirección a la carretera de Lansdown, acompañado de una muchacha muy elegante.

—Pero ¿lo ha visto usted de veras?

—Se lo juro. Le reconocí enseguida; y por cierto que guiaba unos animales magníficos.

—Pues es muy extraño. Tal vez hayan creído que había demasiado lodo para salir a pie.

—Y con razón, pues jamás he visto tanto fango. Le aseguro que le sería más fácil a usted volar que andar. Como ha llovido tanto durante el invierno, le llega a uno el lodo hasta los tobillos.

Isabella corroboró aquella opinión.

—Sí, querida Catherine; no te imaginas la cantidad de barro que hay. Vamos, es preciso que nos acompañes; ¿serías capaz de negarte?

—Me encantaría conocer el castillo, pero ¿podremos verlo todo? ¿Nos dejarán recorrer todas las estancias?

—Sí, sí; hasta el último rincón.

—Pero ¿y si Mr. y Miss Tilney sólo hubieran salido a dar una vuelta, y una vez que los caminos estuviesen más secos vinieran a buscarme?

—En cuanto a eso, puede usted estar tranquila, porque precisamente oí que Mr. Tilney le decía a un conocido que pasaba a caballo que pensaban llegarse hasta las rocas de Wick.

—En ese caso, iré con ustedes. ¿Le parece usted bien, Mrs. Allen?

—Como quieras, muchacha.

—Sí, señora, convénzala de que venga —dijeron todos a coro.

A Mrs. Allen no le era posible permanecer indiferente.

—¿Y si fueras, hija mía? —le propuso.

Dos minutos más tarde todos salían de la casa.

Al subir Catherine al coche se sintió asaltada graves dudas. Si por una parte lamentaba la pérdida de una diversión segura, por otra tenía la esperanza de disfrutar de un sentimiento parecido en cuanto a la forma si no en cuanto al fondo. Comprendía, además, que los Tilney habían hecho mal faltando a su compromiso sin siquiera avisarle. Sólo había transcurrido una hora desde la indicada para el paseo, y a pesar de lo que se decía del lodo, todo indicaba que a pesar de ello habían salido sin dificultad ninguna. Le resultaba muy dolorosa la conducta de sus nuevos amigos; en cambio, la idea de visitar un castillo semejante, según se afirmaba, al descrito en el
Udolfo
, casi compensaba el placer perdido.

Sin hablar apenas, el grupo bajó por Pulteney Street y Lauraplace, dedicado Thorpe a animar a su cat con palabras y alguna que otra exclamación, mientras la muchacha se entregaba a una meditación en la que alternaban temas tan variados como promesas incumplidas, faetón y colgaduras, el comportamiento de los Tilney y puertas secretas. Al pasar por delante de los edificios una pregunta de Thorpe distrajo a Catherine de sus pensamientos.

—¿Quién es esa señorita que la miró a usted tan insistentemente al pasar junto a nosotros?

—¿Quién? ¿Dónde?

—En la acera de la derecha.

Catherine volvió la cabeza a tiempo de ver a Tilney, que, apoyada en el brazo de su hermano, iba por la calle con paso lento. Ambos también repararon ella.

—¡Deténgase! ¡Deténgase, Mr. Thorpe! —exclamó la muchacha con impaciencia—. Es Miss Tilney. Se lo aseguro... ¿Por qué me dijo usted que se habían marchado de paseo? Deténgase de inmediato y déjeme saludarle.

Su ruego fue inútil. Sin hacer el menor caso de lo que oía, Thorpe fustigó el caballo, obligándolo a trotar deprisa. Los Tilney doblaron una esquina y momentos después el calesín rodaba por la plaza del Mercado.

—¡Por favor, deténgase, Mr. Thorpe, se lo suplico! —insistió Catherine—. No puedo, no quiero seguir; es preciso que hable con Miss Tilney...

Pero Mr. Thorpe contestó con una carcajada, fustigó al caballo y siguió adelante. Catherine, a pesar de su indignación, y ante la evidencia de que era imposible bajar del coche, no tuvo más remedio que resignarse, sin escatimar, no obstante, reproches.

—¿Por qué me ha engañado usted, Mr. Thorpe? ¿Por qué aseguró que había visto a mis amigos por la carretera de Lansdown? Daría cuanto tengo en el mundo por que nada de esto hubiera sucedido. ¿Qué dirán de mí? Les parecerá extraño y hasta de mala educación el que hayamos pasado de largo sin detenernos a saludarlos. No sabe usted lo disgustada que estoy... Ya no podré disfrutar del paseo. Preferiría mil veces bajarme y correr en su busca a seguir con usted. ¿Por qué me dijo que los había visto en un faetón?

Thorpe se defendió con habilidad. Declaró que jamás había visto dos hombres tan parecidos, y hasta se negó a reconocer que el joven que acababan de ver fuese Tilney.

El paseo, aun después de agotada la conversación, no podía resultar agradable. Catherine se mostró menos complaciente que en la última excursión, respondió con desconcertante laconismo a las observaciones de su compañero y no se preocupó de disimular su tedio. Sólo le quedaba el consuelo de visitar el castillo de Blaize, y con gusto habría prescindido de la alegría que aquellos viejos muros pudieran proporcionarle, del placer de recorrer los grandes salones, llenos de reliquias de un esplendor pasado, antes que verse privada del proyectado paseo con sus amigos o exponerse a que éstos interpretaran mal su conducta.

Mientras iba sumida en tales pensamientos, el viaje se desarrollaba sin percance alguno. Se encontraban cerca de Kenysham cuando un aviso de Morland, que venía detrás de ellos, obligó a Thorpe a detener la marcha. Se acercaron los rezagados y Morland dijo a su amigo:

—Será mejor que volvamos, Thorpe. Tu hermana y yo opinamos que es demasiado tarde para continuar, figúrate que hemos tardado una hora justa en llegar desde Pulteney Street, hemos cubierto siete millas, y aún nos restan ocho. No es posible. Hemos salido demasiado tarde. Creo que haríamos bien en regresar y dejar la excursión para otro día.

—A mí lo mismo me da —dijo Thorpe con bastante mal humor, y volviéndose hacia Catherine, añadió— si su hermano no guiara un caballo tan... maldito podríamos haber llegado a Clifton en una hora, pero por culpa de ese... maldito jaco. Morland es un tonto por no tener su propio caballo y su propio calesín.

—No es ningún tonto —replicó Catherine, indignada—. Lo que ocurre es que no puede sufragar esos gastos

—¿Y por qué no puede?

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