Miguel Ángel se calló. ¡Si tuviera mayores conocimientos! ¡Ah, entonces podría convencer a sus compañeros de la magnificencia de modelar figuras en el espacio!
Granacci pasó una mano por los hombros del niño y dijo:
—¿Has olvidado, Michelagnolo, lo que dijo Praxiteles: «
La pintura y la escultura tienen los mismos padres… son artes hermanas
»?
Pero Miguel Ángel se negó a aceptar aquellos argumentos. Sin decir nada, bajó los escalones de mármol y se alejó del Duomo, rumbo a su casa.
Aquella noche no le fue posible dormir. Se revolvía insomne en el lecho. La habitación era un horno, pues su padre decía que el aire que penetraba por una ventana era peor que una puñalada. Buonarroto, que compartía su cama, dormía plácidamente, como lo hacía todo en la vida. Aunque dos años menor que Miguel Ángel, era el administrador de los cinco hermanos.
En la cama más próxima a la puerta dormía el bien y el mal de la progenie Buonarroti: Leonardo, un año y medio mayor que Miguel Ángel y que se pasaba la vida ansiando llegar a ser santo. Junto a él estaba Giovansimone, cuatro años menor, perezoso, descortés con sus padres, que una vez había incendiado la cocina de Lucrezia porque ésta lo había reprendido. Sigismondo, el más pequeño, dormía todavía en la cuna, a los pies de la cama de Miguel Ángel. Éste sospechaba que el pequeño jamás sería más que un tonto, ya que carecía de la capacidad de aprender.
Silenciosamente, saltó de la cama, se vistió y salió de casa. Recorrió la Vía dell'Anguillara hasta la Piaza della Santa Croce, donde se alzaba la iglesia franciscana, tosca y sombría en su inconclusa estructura de ladrillo. Al pasar ante la galería lateral abierta, sus ojos buscaron la silueta del sarcófago de Nino Pisano, sostenido por sus cuatro figuras alegóricas. Torció a la izquierda y entró en la Vía del Fosso, pasó ante la prisión y la casa perteneciente al sobrino de Santa Catalina de Siena. Al final de la calle estaba la tienda del químico más famoso de la ciudad. De allí se dirigió a la Vía Pietrapiana, que le llevó, por la Piaza di Sant'Ambrogio, a la iglesia donde estaban sepultados los escultores Verrocchio y Mino da Fiesole.
Después de dejar tras él la plaza, siguió El Borgo la Croce hasta llegar a un camino rural llamado Vía Pontassieve, y al final de éste se encontró el río Affrico, afluente del Arno. Después de cruzar la Vía Piagentina llegó a Varlungo, un pequeño grupo de viviendas, y allí giró de nuevo a la izquierda y comenzó a ascender la ladera, hacia Settignano.
Llevaba una hora de camino. Amaneció un día caluroso y claro. Se detuvo en una ladera para contemplar las colinas de Toscana, que emergían de su sueño de tinieblas. No le importaban mucho las bellezas de la naturaleza que tanto emocionaban a los pintores. No. Amaba el valle del Amo por ser un paisaje esculpido. Y Dios había sido su supremo escultor.
Pensó que el toscano era un escultor nato. Una vez que se hacía cargo del paisaje, construía terrazas de piedra en él y dentro de ellas plantaba sus viñas, sus olivares, en perfecta armonía con las colinas. Y cada familia heredaba una forma escultórica: circular, oblonga, que servia de característica a la granja.
Ascendió a la cima de las colinas. Allí la piedra constituía el factor dominante: con ella, el campesino toscano construía sus casas, rodeaba sus campos, formaba terrazas en escalones en sus laderas y protegía la tierra contra la erosión. La naturaleza había sido pródiga con la piedra; cada colina era una cantera todavía virgen. Si los toscanos arañaban la superficie con sus uñas encontraban enseguida materiales de construcción suficientes para levantar una gran ciudad.
Dejó el camino donde éste doblaba hacia la cantera de Maiano. Durante cuatro años después de la muerte de su madre había gozado de completa libertad para vagar por aquella campiña, aunque su edad era más apropiada para estar encerrado en una escuela En Settignano no había maestro, y su padre estaba demasiado encerrado en sí mismo para preocuparse… Y Miguel Ángel, mientras recordaba, atravesó una tierra de la que conocía cada piedra y cada árbol como la palma de su mano.
Llegó a la aldea de Settignano: una docena de casas agrupadas en torno a una pequeña iglesia de grisácea piedra. Aquél era el corazón de la tierra de los canteros, y de allí habían salido los más grandes del mundo: las generaciones que habían construido Florencia. Estaba a sólo tres kilómetros de la ciudad, en el primer promontorio sobre el suelo del valle. Se decía de Settignano que las colinas que rodeaban a la aldea tenían un corazón de piedra y pechos de terciopelo.
Al atravesar el diminuto poblado rumbo a la casa Buonarroti, llegó a la casa en cuyo patio de canteros se había formado Desiderio da Settignano. La muerte le había obligado a dejar el martillo y el cincel a la edad de treinta y seis años, pero ya entonces era famoso. Miguel Ángel conocía bien sus tumbas de mármol de Santa Croce y Santa María Novella, con sus exquisitos ángeles y la Virgen, tallada con tanta ternura que parecía dormida, más que muerta. Desiderio había tomado como aprendiz a Mino da Fiesole, un joven cantero a quien enseñó el arte de esculpir el mármol.
Ahora ya no quedaba un solo escultor en Florencia. Ghiberti, que había sido maestro de Donatello y de los hermanos Pollaiuollo, murió unos treinta y tres años antes. Donatello, que llevaba ya veintidós años bajo tierra, había dirigido un taller de escultura durante medio siglo, pero de sus discípulos, Antonio Rosselino murió nueve años antes; Lucca della Robbia, seis; y Verrocchio acababa de fallecer. Los hermanos Pollaiuollo estaban en Roma desde hacía cuatro años, y Bertoldo, el favorito de Donatello y heredero de sus vastos conocimientos y de su taller, estaba mortalmente enfermo. Andrea y Giovanni della Robbia, adiestrados por Luca, su hermano, ya no esculpían la piedra y se dedicaban a bajorrelieves de terracota esmaltada.
Si, la escultura había muerto. Al contrario de su padre, que deseaba haber nacido cien años antes, Miguel Ángel sólo pedía haberlo hecho cuarenta años antes, para poder aprender bajo la tutela de Ghiberti; o treinta años, para ser aprendiz de Donatello. Pero no, había nacido demasiado tarde y en una región en la que, por espacio de doscientos cincuenta años desde que Nicola Pisano desenterró algunos mármoles griegos y romanos, se había creado en Florencia y el valle del Arno la mayor riqueza en escultura que se conociera desde los tiempos de Fidias, el escultor del Partenón de Atenas. Una misteriosa plaga que atacaba a los escultores de Toscana se había llevado hasta el último de ellos. La especie, después de haber florecido tan gloriosamente, estaba ahora extinguida. Encogido el corazón de angustia, Miguel Ángel reanudó su camino.
La villa de los Buonarroti se hallaba enclavada en medio de una huerta de tres hectáreas arrendada a extraños a la familia. Hacía meses que Miguel Ángel no la visitaba. Como siempre, le sorprendió la belleza y espaciosidad de la casa, construida doscientos años antes con la mejor
pietra serena
de Maiano, grácil en sus austeras líneas, con amplios porches que miraban el valle, con la cinta de plata del río que brillaba como una decoración de platero. En la colina fronteriza estaba la casa de los canteros Topolino.
Cruzó el patio posterior y el sendero de piedra. Pasó frente a la cisterna, también de piedra, y enseguida corrió ladera abajo, entre un trigal a un lado y las uvas ya maduras de las viñas al otro, hasta el profundo arroyo que corría por el fondo del barranco, sombreado por una exuberante vegetación. Se quitó rápidamente ropas y zapatillas y se lanzó al agua, en la cual jugueteó, gozoso por la frescura que daba a su cuerpo cansado. Luego se tendió en la hierba para secarse al sol, se vistió y comenzó la ascensión de la ladera opuesta.
Se detuvo cuando avistó el patio. Aquél era el cuadro que amaba, el que significaba hogar y seguridad para él. En su mente no existía diferencia alguna entre un
scalpellino
y un
scultore
, pues los
scalpellini
eran delicados artesanos que hacían destacar el color y la finura de la
pietra serena
. Era posible que existiese alguna diferencia en el grado de arte, pero no en la clase: cada piedra de los palacios de los Pazzi, Pitti y Medici había sido cortada, biselada y pulida como sí se tratase de una pieza de escultura, lo cual era verdaderamente así para el
scalpellino
que la trabajaba.
El padre de los Topolino oyó los pasos de Miguel Ángel y saludó:
—Buenos días, Michelangelo.
—Buenos días, Topolino.
—¿
Come va? Non e male. ¿Ete?
—
Non e male
. ¿El honorable Ludovico?
—Está bien.
En realidad a Topolino no le importaba cómo le iba a Ludovico, quien había prohibido a Miguel Ángel que fuese a la casa del cantero. Nadie se levantó para recibirlo, pues los canteros muy rara vez interrumpen el ritmo de su trabajo. Los dos hijos mayores y el tercero, que tenía la misma edad que Miguel Ángel, lo acogieron con cordialidad.
—
Benvenuto
, Michelangelo.
—Salve, Bruno. Salve, Gilberto. Salve, Enrico.
Las palabras del
scalpellino
eran escasas y sencillas, haciendo juego, en su extensión, con el golpe del martillo. Cuando trabajaba la piedra no hablaba con nadie: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ni una palabra de los labios, únicamente el ritmo del hombro y la mano armada con el cincel. Luego, hablar, en el periodo de pausa: uno, dos, tres, cuatro. La frase tiene que amoldarse a los cuatro espacios, o permanece muda o incompleta.
Un cantero no recibía instrucción. Topolino calculaba sus contratos contando con los dedos. A los hijos se les daba un martillo y un cincel a los seis años, como había ocurrido con Miguel Ángel, y a los diez ya trabajaban como oficiales idóneos en la piedra. Nadie se casaba fuera del círculo de su profesión. Los acuerdos con los constructores y arquitectos pasaban de padres a hijos, igual que los empleos en las canteras de Maiano, donde ningún extraño encontraba trabajo.
—¿Estás de aprendiz en el taller de Ghirlandaio? —preguntó Topolino.
—Sí.
—¿No te gusta?
—No mucho.
—¡
Peccato
!
—Entonces, ¿por qué sigues? —inquirió el segundo hijo.
—Aquí podríamos emplear a un cantero —añadió Bruno.
Miguel Ángel miró al hijo mayor y al padre.
—¿
Davvero
?
—
Davvero
.
—¿Me aceptaría como aprendiz?
—Con la piedra no eres un aprendiz. Puedes ganarte un jornal.
Miguel Ángel se emocionó. Todos callaron mientras Miguel Ángel miraba seriamente al padre, que acababa de hacer el ofrecimiento.
—Es que mi padre… —dijo.
—¡
Ecco
!
Miguel Ángel se sentó ante un bloque de piedra, con un martillo en una mano y un cincel en la otra. Le agradaba tener aquellas herramientas entre sus dedos, su peso, su equilibrio. La piedra era una cosa concreta, no abstracta. Él poseía una habilidad natural, que el mes de alejamiento no había conseguido menguar. Bajo sus golpes, la
pietra serena
se partía como un pastel. Poseía un ritmo nato entre el movimiento ascendente y descendente del martillo, mientras el cincel iba deslizándose sobre el tajo abierto en la piedra. El contacto con la piedra le hacía experimentar la sensación de que el mundo andaba bien otra vez, y los impactos de sus martillazos parecían proyectar olas de fuerza por sus delgados brazos hasta sus hombros.
La
pietra serena
que trabajaba era cálida, tenía un color azul grisáceo que vivía y reflejaba la cambiante luz. Resultaba refrescante mirarla. La piedra tenía durabilidad, a pesar de lo cual era dócil, elástica, tan jubilosa de carácter como de color, y daba una serenidad de cielo italiano a todos los que la trabajaban.
Los Topolino le habían enseñado a trabajar la piedra con cariño, a buscar sus formas naturales, aunque pudiera parecer sólida, y a no irritarse o dejar de sentir simpatía hacia el material.
—La piedra trabaja contigo —decía el padre— y se revela. Pero debes golpearla debidamente. A la piedra el cincel no le causa dolor. No se siente violada. Su naturaleza es cambiar. Cada piedra tiene su propio carácter, el cual debe ser comprendido por quien la trabaja. Manéjala con sumo cuidado, o se destrozará. ¡Jamás debes permitir eso!
Sus primeras lecciones le enseñaron que el poder y la durabilidad están en la piedra misma, no en los brazos ni en las herramientas. La piedra es la que manda, no el cantero. Si algún cantero llegase a creer que él domina la piedra, ésta se resistiría, invalidando todos sus esfuerzos. Y si un cantero golpease a la piedra como un ignorante
contadino
golpea a sus bestias, el rico, cálido y vivo material se tornaría opaco, descolorido, feo, y moriría entre sus manos.
Desde el principio se le había enseñado que la piedra tiene una cualidad mística: tiene que ser cubierta durante la noche, porque si la alcanza el brillo de la luna llena se resquebraja. Cada bloque tiene partes huecas y vetas torcidas dentro de sí. Para que siga siendo dócil, debe ser mantenido al abrigo en bolsas húmedas. El calor da a la piedra las mismas ondulaciones que tenía en su yacimiento original de la montaña. El hielo es su enemigo.
Los
scalpellini
respetaban la piedra. Para ellos era el material más perdurable de la tierra. La piedra les había proporcionado, durante más de mil años, una profesión, una habilidad y un justificado orgullo, además de los medios de vida. Adoraban la piedra igual que sus antepasados etruscos. Y la trabajaban reverentemente.
Monna
Margherita, una mujer que atendía animales y sembrados, así como la cocina y la colada, había salido de la casa y escuchaba al amparo del porche. Había amamantado a Miguel Ángel durante dos años, juntamente con su hijo menor, y el día que sus pechos se secaron los puso a una dieta de vino. El agua era para bañarse antes de ir a misa. Y Miguel Ángel sentía hacia ella un cariño muy parecido al que tenía por
Monna
Alessandra, su abuela. La besó en ambas mejillas.
—
Buon giorno
,
figlio
mío.
—
Buon giorno
, madre mía.
—
Pazienza
—aconsejó ella—. Ghirlandaio es un buen maestro.
Topolino se había puesto en pie: