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Authors: Fernando Trujillo

La biblia de los caidos (35 page)

BOOK: La biblia de los caidos
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—¿Y no podrá romperlas? —preguntó Sara—. Me refiero a que logró escapar de la bañera y romper las cadenas. Y derribó al Gris dos veces. Es muy fuerte. Nunca hubiera creído que el cuerpo de una niña tan flacucha pudiera hacer algo semejante.

—De nuevo metiste la pata, ¿no? —le reprochó la centinela—. El demonio no acabó contigo de milagro.

—No estuve muy fino —reconoció el Gris—. Pero en esta ocasión, aprovechó bien su ventaja. Me confesó que tiene un hermano y me distraje al querer confirmarlo. Solo fue un instante, pero me cogió por sorpresa. La culpa es de Mario. Si no nos lo hubiera ocultado...

—No culpes a los demás —señaló con dureza Miriam—. El demonio es tu responsabilidad, deberías haberlo mantenido bajo estrecha vigilancia en todo momento. Que no eres ningún novato. Te confiaste...

—Joder, qué tía —dijo Diego—. Como para olvidar su cumpleaños. ¿Quieres relajarte un poco, rubia? Menos mal que los centinelas no os podéis casar, en serio. Amargarías al más paciente...

—El niño tiene razón —dijo el Gris—. No arreglaremos nada discutiendo sobre lo que debería haber hecho.

—Está bien. —La centinela se mordió el labio inferior—. Un hermano has dicho... Eso cambia un poco las cosas.

Sara ardía en deseos de preguntar por qué ese dato era tan importante, pero no se atrevía a hacerlo. Sería como sacar a relucir una vez más su inexperiencia y estaba cansada de que la trataran como a una ignorante.

—Tenemos que encontrar a Mario y preguntarle por ese otro hijo suyo —dijo el Gris—. ¿Quién sabe? Igual tiene más de uno. Ya no me fío de nada.

—¿Por qué no nos ataca la niña? —preguntó Sara—. Ya no se oyen más golpes.

—A lo mejor ya se ha ido —dijo Diego, esperanzado.

—No —le contradijo el Gris—. Está aquí, en la casa.

—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó Miriam.

—Porque está buscando la página de la Biblia de los Caídos —repuso el Gris—. Estoy convencido. Y si la encuentra, no podremos retenerla. No quiero ni imaginar qué podrá hacer un demonio con esas runas. Creo que ese es el motivo por el que poseyó a la niña. Nos equivocamos al seguir la pista de la empresa de Mario. Debí haberlo intuido, es por mi culpa.

La centinela cambió el peso del cuerpo de una pierna a la otra.

—No lo es —dijo—. Porque esa página no está aquí. Ya te lo dije.

—Te equivocaste. Es largo de contar, pero te aseguro que sí está. Tenemos que encontrarla. El niño ha sido incapaz.

—¡Y dale! Otra vez con el niño —protestó Diego—. He estado dibujando por toda la casa y te digo que no está. Me da un poco de asco darle la razón a un secuaz de los ángeles, pero estoy de acuerdo con la rubia. La página esa no está en la casa. El chupasangres te ha informado mal, Gris. Y seguro que te sacó algo a cambio del soplo. Si es que eres un primo, macho, no tienes picardía. La próxima vez, déjame a mí, que yo soy más avispado. Claro que quedamos de día, ¿eh? Que yo de noche no me arrimo a un vampiro ni de coña.

—¿Un vampiro? —intervino Sara—. Plata andaba buscando uno para preguntarle no sé qué.

El niño sacudió la mano con despreocupación.

—Plata está como una cabra. Mira que me cae bien el tío, es un cachondo, no como el Gris o el estirado de Álex, pero no rige del todo bien. Con tanto cambiar de cuerpo, se le va la pelota al pobre. —Diego se dio unos toquecitos en la cabeza con el dedo índice—. Y de todos modos, ¿seguro que buscaba un vampiro? Me extraña que no fuera un dragón. Una vez se pasó dos días vigilando una pared de piedra en un parque porque había visto una lagartija y estaba convencido de que era una cría de dragón...

—Plata es mucho más inteligente que tú, niño —aseguró el Gris. Se volvió hacia la rastreadora—. ¿Estás segura, Sara? ¿Plata habló de un vampiro?

—S-Sí, sí —balbuceó Sara abrumada por la repentina importancia de su comentario. Revisó sus recuerdos, para asegurarse—. Fue cuando estaba en el cuerpo del hombre alto, el de los rizos. Suena un poco estúpido, pero dijo que quería preguntarle a un vampiro algo sobre cómo se peinaban. También habló de unas vírgenes. Te juro que fue algo así.

—Te creo —aseguró el Gris.

—¿Significa algo?

El niño suspiró.

—Sí, significa que Plata necesita saltar al cuerpo de un psiquiatra y aprovechar para analizarse la cabeza.

—Calla, niño. —El Gris sacudió la cabeza—. Tengo que reflexionar. Con Plata nunca es evidente, pero siempre hay algo más. Sara, piensa, dime qué hacíais cuando te habló de los vampiros.

Sara se concentró, repasó su memoria.

—Estaba contándome algo de Rembrandt. Decía que era un idiota y que en sus retratos dibujaba vampiros porque como no pueden reflejarse en el espejo, con la pintura podían verse a sí mismos.

Diego no pudo contener una carcajada.

—¿Lo veis? Por eso le quiero. ¿A quién se le ocurriría algo así, salvo a Plata?

El Gris le fulminó con la mirada.

—Continúa, Sara. ¿Qué más?

—No dijo nada más, que yo recuerde.

Consideró mencionar que justo después fue cuando se cayó al suelo y le apareció aquella extraña cicatriz en la espalda, para luego desvanecerse como si nada, pero no la creerían y prefirió callar. Además, aquello no guardaba relación con los vampiros.

—¡Maldición! —El Gris dio un puñetazo en la mesa de billar—. No le encuentro ningún sentido.

Esta vez fue Miriam quien se interesó por Plata.

—¿Por qué hablabais de Rembrandt? No es un tema muy corriente que digamos.

—Vimos un cuadro —explicó la rastreadora—. A Plata le llamó la atención. De ahí vino la conversación.

El Gris alzó la cabeza, la miró con intensidad, con toda la fuerza de sus ojos color ceniza.

—¿Plata se fijó en un cuadro de Rembrandt?

—Uhmmm... Sí, recuerdo que no le gustó nada. ¿Qué pasa?

Diego y el Gris se estaban mirando el uno al otro.

—¿Cómo iba yo a saberlo? —dijo el niño a la defensiva.

—¿Qué pasa? —repitió Sara.

—El cuadro —dijo el Gris—. El cuadro es la página que andamos buscando.

Por lo visto, las cosas raras no terminarían nunca. A Sara le asaltó una ola de frustración. Estaba a años luz de comprender cómo había llegado el Gris a esa conclusión. Si se hallara en otro planeta, escuchando a unos alienígenas hablar en un idioma desconocido, no estaría más confundida que ahora.

—Un poco cogido por los pelos, ¿no? —dijo Miriam poco convencida—. No puedes estar seguro de que sea la página, Gris. Admito que es raro, y que Plata...

—Es la mejor pista que tenemos —atajó el Gris—. Tengo que comprobarlo.

Se separó de la mesa de billar.

—Espera un momento. —La centinela puso una mano sobre el pecho del Gris—. Ya vas a cometer otra de tus locuras. ¿Es que nunca aprendes?

—No podemos quedarnos aquí encerrados, esperando a que esa niña-demonio decida venir a por nosotros. Y menos aún permitir que encuentre la página. —Miriam retiró la mano. El Gris se expresaba con mucha confianza. Sara se sintió más segura al ver su actitud—. Niño, tú y Sara vais a ir a buscar a Mario. Quiero tener una charla con él sobre su familia.

—¿Ahí fuera? ¿Quieres que salgamos de esta habitación? —A Diego le temblaba el labio, apenas podía dominarse—. ¡Y una mierda! Mientras esté esa niña diabólica por ahí suelta yo no me muevo.

—No quiero discutir —dijo el Gris respirando hondo—. Tú conoces bien la protección de la casa. Si la niña os ataca puedes sellar cualquier habitación. Yo no tardaré en reunirme con vosotros.

—Yo voy contigo, Gris —dijo la centinela.

—¡Toma y yo! —dijo Diego—. ¿Por qué no vamos todos juntos?

—Porque no tenemos tiempo —repuso el Gris—. Sara te ayudará a encontrar a Mario, puede rastrear su posición. La niña no os está buscando, va tras la página. Y ya está bien. Si no lo haces, no volverás a curarme, niño.

Diego soltó todo el aire de sus pulmones, se deshinchó como un globo.

—De acuerdo —murmuró por lo bajo—. La niña va tras la página —dijo parodiando la voz del Gris—. Siempre me enchufan lo más chungo, no hay derecho. —Le dio una patada a una silla—. Y siempre acabo pringando, no sé cómo me lo monto tan mal. Con esta suerte, seguro que nos topamos con la hija de Satán en cuanto doblemos una esquina. Como si lo estuviera viendo. Y luego me dirán que...

La rastreadora se apartó de su camino. ¿Desde cuándo era un castigo no sanar a alguien? A ella le parecía que, en todo caso, se podría amenazar con no ser curado, pero el Gris había dicho justo lo contrario. De lo que no había duda era de que había surtido efecto. Al niño le preocupaba no poder curar al Gris. Y lo peor de todo era que ella estaba convencida de que esa advertencia estaba respaldada por la lógica, aunque fuera incapaz de verla.

—Dale un minuto —le dijo el Gris a Sara. La rastreadora vio a Diego apoyar la oreja sobre la puerta y escuchar, seguía hablando consigo mismo, maldiciendo y protestando—. Siempre se pone así cuando tiene miedo, pero es un buen chico. No te preocupes. Encontrad a Mario y encerraos en una habitación que esté protegida.

—Tranquilo, le encontraremos. —La rastreadora se sorprendió de su propia serenidad.

—Antes te vi en el exorcismo, Sara. Me fijé en que tenías miedo. Te temblaban las manos, estabas pálida y apenas hablaste, tenías la boca seca. ¡No, no te estoy reprochando nada! Al contrario. Eres la más inexperta y aun así te arriesgaste.

—Eres tú el que se enfrentó al demonio. Yo solo tenía que estar allí. No era tan complicado.

—Lo era. Lo difícil no es enfrentarse a un demonio o a un vampiro, lo difícil, lo que de verdad es digno de admiración es enfrentarse a tu propio miedo y superarlo. Como has hecho tú, Sara.

—Pero tú...

—Yo no siento miedo, Sara, no puedo. Créeme, me encantaría poder sentirlo. Para mí, ponerme delante de un demonio o de un gatito me supone el mismo esfuerzo. No tiene ningún mérito ser así. Ni siquiera puedo sentir admiración por ti, solo sé que debería sentirla. No, no digas nada. El niño te necesita. Él no lo sabe pero le vendrá bien estar contigo y aprender de tu valor. ¿Le acompañarás? ¿Iras con él a buscar a Mario?

Sara asintió tragando saliva. Hubiera acompañado al niño al infierno si se lo hubieran pedido esos ojos grises que la estaban...

—¿Nos largamos ya? —ladró Diego de mala gana—. Creo que la niña está soltando coces en el otro lado de la casa. Salimos ahora o yo paso.

VERSÍCULO 25

El Gris se llevó la mano a la oreja y aguzó el oído.

Una de las runas que se había grabado en la piel, una de las más dolorosas, aumentaba sus sentidos. Captaba el crujir de las paredes de la casa con total claridad, probablemente a causa de la pelea con Silvia, que debía de haber debilitado algunos puntos de la estructura. Un grifo goteaba en algún lugar de la planta de arriba. El viento aullaba al penetrar por la ventana rota de la cocina, la que había destrozado el demonio al lanzar la nevera.

Un ratón chilló en el garaje. También le llegó la respiración acelerada del niño, avanzando por el pasillo en la dirección opuesta a la suya, con Sara junto a él, infundiéndole ánimo mediante susurros cortos y suaves. Escuchó un ronquido en alguna parte y el castañeteo de unos dientes temblorosos. Pisadas entremezcladas. Tal vez de Elena, por los tacones, pero difíciles de distinguir entre el resto de los sonidos.

Ni rastro de Silvia. El demonio se había sumido en el más absoluto silencio. El Gris no tenía ni idea de dónde se podía encontrar, a pesar de que su olor estaba en todas partes, impregnando el ambiente, infectándolo. Tal vez les estaba acechando, aguardando el mejor momento para atacarles.

Miriam se removió detrás de él, cansada de esperar. La centinela era una mujer de acción, no le gustaba la inactividad.

—No la vas encontrar así si ella no quiere —dijo—. No es estúpida.

El Gris se enderezó y siguió caminando por el pasillo, con pisadas silenciosas, deslizándose sobre el suelo como un suspiro, haciendo uso de los símbolos que refulgían sobre su piel, bajo su gabardina negra, y que potenciaban su agilidad. La centinela tenía andares más pesados, aunque mucho más ligeros que los de una persona corriente. El martillo rozaba con el pantalón produciendo un leve siseo.

El Gris iba en primer lugar. En cada esquina, extendía la mano y Miriam se detenía. Se asomaba lentamente y examinaba el terreno antes de continuar. La centinela vigilaba la retaguardia por encima del hombro, con frecuentes miradas al techo y a los lados, incluso al suelo, en busca de alguna fisura, de cualquier posible brecha por la que el demonio les pudiera sorprender.

Formaban un buen equipo. Miriam había trabajado con muchos centinelas en sus peligrosas y variadas misiones. Había tenido compañeros de todo tipo, aunque la mayoría no alcanzaba el nivel que ella consideraba aceptable. Hubo uno en particular, un inepto que estuvo a punto de echarlo todo a perder y que fue el responsable de la cicatriz que adornaba su espalda. Miriam y él estaban en un antiguo caserón donde todas y cada una de las piezas de madera que lo constituían chirriaban y crujían. Estaban cercando a un fantasma bastante fuerte, el único que ella había visto que podía mantenerse sólido casi una hora, algo muy poco habitual. Su compañero se distrajo y se le pasó por alto una de las paredes que tenía que vigilar. El fantasma la atravesó y les sorprendió a ambos. Miriam resultó herida por defenderle. Si por ella hubiera sido, no habría tenido inconveniente en esperar a que el fantasma matara a su compañero antes de acabar con él, pero el código no lo permitía. Un centinela no podía negar auxilio a otro y esa norma era tajante. Así que le salvó, y por supuesto pidió que le asignaran a otro compañero, o mejor aún, que la dejaran trabajar sola. Por suerte, Mikael aceptó su petición.

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