Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
El abogado dudó. ¿Sería posible que ese individuo supiera qué estaba sucediendo realmente?
—¿De qué estás hablando?
—Del dragón, por supuesto. He venido a acabar con él. Se trata de eso, ¿no?
Ya había tenido suficiente. Sacó el móvil para llamar a la policía, y entonces apareció una mujer rubia, preciosa, de silueta estilizada y ágiles movimientos.
—No hay ningún dragón —dijo abrazando al borracho del pelo rizado—. Pero yo no llamaría a la policía.
Más que caminar, se deslizaba. Las botas acariciaban el suelo el mínimo indispensable, con delicadeza, con suavidad, con fluidez. Los movimientos eran precisos y, al mismo tiempo, naturales, ejecutados con destreza y soltura, sin precisar de concentración alguna.
Se podía pensar que el Gris calzaba patines en lugar de botas con tacón grueso. Atravesó el recibidor en un suspiro y llegó a la escalera. Su pie derecho se detuvo en el aire antes de tocar el primer escalón.
—¿Dónde vas?
Se giró en redondo. Elena se acercaba balanceando su escultural silueta, arropada por el vigor de la juventud, y con sus finos tacones resonando a cada paso.
—Voy a ver a tu hija —respondió el Gris.
—Por ahí no es. ¿Te has perdido? No lo creo. —Elena se paró ante él, muy cerca, a un palmo escaso de su cuerpo. Aunque ella era alta, su cara quedó a la altura del pecho de él, así que tuvo que alzar el rostro—. ¿Qué buscas en nuestro sótano? Ahí es donde llevan las escaleras, pero, claro, eso tú ya lo sabías.
—No lo sabía —la contradijo el Gris—. Voy a evaluar el estado de Silvia, nada más.
—Tal vez —dijo Elena de mala gana—. Pero yo no quiero que lo hagas. No confío en ti, ni en tu grupo de gente rara.
El Gris dio un paso atrás, se separó un poco de ella.
—Deberías hablar con Mario entonces.
—Ambos sabemos que no serviría de nada. Además, no lo necesito; no, si tú le dices que has examinado a nuestra preciosa hija y que no puedes ocuparte de ella. Luego te largas por donde has venido.
—¿Por qué habría de hacer eso?
—Porque soy su madre. Yo decido. ¿No te parece razón suficiente? ¿Necesita una madre dar explicaciones sobre quién quiere que trate a su hija?
—No es a tu hija a quien voy a tratar, sino al demonio de su interior. No temas, no tocaré su alma.
—Y, sin embargo, temo. ¿Puedes culparme por ello? No sé qué eres exactamente, al parecer nadie lo sabe, pero no tienes alma. ¿En qué te convierte eso? Yo diría que en un cascarón vacío, incompleto, incapaz de llenar su interior. Eso te hace solitario, lo veo en tus ojos. No congenias con nadie porque no hay nadie como tú. Eso duele, lo comprendo.
—A todo se acostumbra uno.
—Eres fuerte, también lo veo. Pero tu dolor te tortura, te separa de los demás. ¿Cuándo fue la última vez que te abrazaron, que una caricia te hizo estremecer? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que sentiste el calor de una mujer? Tus ojos te delatan. Pero no tiene por qué seguir siendo así. —Elena dio un paso y se pegó a él. Entrelazó las manos en su nuca, envolviendo su cuello. El Gris notó el peso de sus pechos contra su vientre, vio el brillo de sus ojos—. Tu agonía puede conocer un descanso, aquí y ahora. Puedo darte lo que tanto anhelas. Un dulce paréntesis en el que conectarás con un ser humano como nunca habías imaginado.
Ella le miró con los labios entreabiertos. Se apretó más contra él, se removió, suspiró.
—Tu oferta es tentadora. Eres una mujer de extraordinaria belleza. El mejor trofeo para cualquier hombre. Pero tú no me deseas. Únicamente te ofreces a mí para salvar a tu hija de mi contacto. Me repudias porque soy diferente.
—¿Y eso te importa? —preguntó con un destello de indignación.
—No puedo aceptar tu oferta.
—¡No te creo! Conozco tu necesidad, no me engañas. —Se separó de él con brusquedad—. Ahora lo entiendo. ¡Creías que hablaba de acostarme contigo! No tienes alma, pero piensas igual que todos. No te ofrecía mi cuerpo, maldito estúpido. Te dejaré mi alma. Podrás usarla como quieras. Sé qué andas buscando gente que te preste su alma. Me informé sobre ti.
—No funciona así. No es tan sencillo.
—Conozco los riesgos.
Esta vez el Gris la miró con atención. Hablaba en serio, sin titubeos.
—Me desprecias, ¿pero me ofreces tu alma?
—Es solo un préstamo. Un sacrificio por salvaguardar a mi hija.
—¿Tan segura estás de que quiero perjudicarla? ¿No te preocupa que un demonio la haya poseído?
—Los demonios se pueden combatir, se pueden vencer —respondió ella con furia—. Hay exorcistas, ángeles, brujos. Pero no sé de nadie especializado en luchar contra ti, aquel que no tiene alma, que nadie conoce.
—Entiendo. Déjame ver a tu hija y hablar con ella, solo un par de preguntas. Después te diré si acepto tu propuesta.
Elena torció el gesto.
—Está bien —accedió—. Pero te acompañaré. No te dejaré a solas con ella.
—¡Socorro! —chilló Diego con los ojos desencajados—. Me va a arrancar la cabeza. ¡Ayudadme!
Tenía el cuello rodeado por cuatro colmillos enormes, en las temibles fauces de una de las bestias más poderosas de la tierra. El niño agitaba los brazos desesperadamente pidiendo auxilio.
Álex le reprendió con la mirada.
—¿No puedes estar sin hacer el payaso más de diez minutos?
Diego dejó de moverse.
—Solo era una broma, tío —dijo sacando la cabeza de la boca del león de oro. Le gustaba mucho esa estatua—. El ambiente estaba un poco cargado. No tienes sentido del humor. Mucha cara bonita pero nunca sonríes.
Sara estuvo de acuerdo con esa apreciación. No había visto sonreír a Álex ni una sola vez. Era como si todo se lo tomara muy en serio.
El niño echó el aliento sobre el león de oro, lo frotó con la manga de la camisa y observó con mucha atención.
—¿Es oro auténtico?
—Yo no tengo nada de segunda mano —subrayó Mario Tancredo con aire altivo—. Y aléjate de él. No es un juguete.
Diego retrocedió y sonrió a Mario.
—Qué bien, macho. ¿Y a cuántas personas has estafado para poder pagarlo? Seguro que es oro de la mejor calidad, de un porrón de quilates de esos.
—¿Qué insinúas, mocoso?
—¿Insinuar? —se extrañó Diego, sacando un pañuelo y pasándolo por un sillón de cuero negro de aspecto confortable—. Nada en absoluto. Yo no insinúo, no puedo, es por mi maldición. Ese león debe costar una fortuna y me preguntaba a cuánta gente has robado para pagarlo.
Sara contuvo el aliento. Debía decir algo, intervenir, rebajar la tensión que sin duda generaría la actitud del niño, pero no reaccionó a tiempo.
Mario frunció los labios, pensativo.
—No sé cómo interpretar tu actitud —reconoció el millonario sin inmutarse—. Supongo que solo eres un crío que no entiende con quién está hablando.
Diego guardó el pañuelo y estudió el sillón con un gesto de aprobación. Le pareció suficientemente limpio.
—Entiendo que estoy hablando con un empresario multimillonario, corrupto y avaricioso, que se habrá mantenido dentro de la ley el mínimo indispensable para forjar su imperio —dijo sentándose y acomodando la espalda—. El clásico desecho social que todo el mundo envidia por su éxito económico, y desprecia por su escasa calidad humana.
Sara se atragantó ante el desparpajo y la osadía del niño. Desde luego, Diego no se andaba con tonterías a la hora de expresarse, le salía con toda la naturalidad del mundo. No debía ser mucha la gente que podía hablar en ese tono a Mario. Seguramente el millonario lo consentía por tratarse de un chico de catorce años, y tal vez por las circunstancias en que se encontraba su hija.
No pudo evitar reflexionar que el niño no hablaba como alguien de su edad. Ningún chico de catorce años tendría la serenidad suficiente para plantar cara a Mario Tancredo, por no hablar del conocimiento general del mundo que se desprendía de sus palabras, no era propio de un adolescente.
—Has visto mucha televisión —dijo Mario. Sara se relajó al ver que el millonario permanecía tranquilo—. No importa. Un niño no me puede hacer perder la compostura, pero si crees que vas a seguir insultándome en mi casa, estás muy equivocado. Te daré unos azotes y te echaré.
Álex abandonó la esquina desde la que observaba y se acercó a ellos.
—¿Estás mal de la cabeza, niño? No me extraña que tenga que vigilarte. No puedes decirle todo eso...
Diego se sorprendió.
—¿Por qué no? ¿Crees que él no sabe que es corrupto? Curioso. Claro que haciendo lo que hace, tendría que ser un imbécil para no darse cuenta. —La idea no sonó del todo mal—. Un imbécil corrupto, eso sí. Rebuscado, pero es posible.
Sara notó cómo crecía el enfado en el interior de Álex. Apretaba los dientes y parecía a punto de saltar sobre el niño.
—Tal vez deberíamos centrarnos en el problema del exorcismo —propuso ella intentando rebajar la tensión.
—Estoy haciendo mi trabajo —se defendió Diego—. El Gris me ha pedido que le interrogue.
—¿Sobre el valor de mi león de oro? —preguntó Mario—. ¿Crees que un demonio ha poseído a mi hija para abrir una galería de arte en el infierno?
—No se me había ocurrido esa teoría —admitió el niño—. ¿Y si en el infierno cultivan algún tipo de arte? Podría llevarles algo cuando vaya por allí. Tal vez un cuadro... No, eso se derretiría. Una escultura...
—¿Quieres dejar de hacer el bufón? —le increpó Álex.
—Estáis completamente locos —dijo Mario sin dirigirse a ninguno en particular—. A lo mejor mi mujer tenía razón y todo esto es una pérdida de tiempo.
—Me estáis distrayendo —protestó Diego—. Dejadme interrogar al corrupto y así podremos avanzar.
—A lo mejor no es buena idea que le llames así —le susurró Sara—. Puede que responda mejor a las preguntas si no le provocas —agregó satisfecha de su argumentación.
—Está bien —concedió el niño—. Pero tengo que cumplir con mi deber. —Sara suspiró aliviada. Diego cruzó la mirada con la de Mario y dijo—: Cuénteme, señor Tancredo, ¿cómo de podrida tiene que estar una persona para arruinar la empresa de su propio padre?
Mario le miró con calma, se tomó su tiempo y finalmente sonrió.
—He contratado al Gris para salvar a mi hija —le dijo a Álex—. Tú pareces mentalmente equilibrado, guaperas. Quiero que eches a este niñato de mi casa o lo haré yo. Le daré una patada en el culo y luego llamaré a la policía para que se lo lleven a sus padres.
—La patada se la daré yo con mucho gusto —dijo Álex—. Pero ya has oído al Gris, es parte del grupo. Dame un segundo. —Se inclinó sobre Diego y endureció el tono de voz—. Estás complicando la situación, niño, y me estás cabreando. Vas a centrarte o yo mismo hablaré con el Gris.
—Estoy centradísimo, tío —insistió Diego—. El corrupto debe de tener muchos enemigos y es posible que alguno de ellos tenga algo que ver con la posesión. Puede que haya robado a quien no debe y esto sea una venganza.
Álex se tomó un momento para reflexionar.
—Tienes razón...
—¿Lo ves? —chilló Diego, triunfal.
—Pero no puedes seguir con ese método. Tardaríamos años en averiguar si ha sido por un ajuste de cuentas.
—¿Se te ocurre otra razón para odiar a este tío?
A Sara se le ocurrieron muchas, pero no las compartió con los demás. Había leído algo en los periódicos sobre la absorción de la empresa del padre de Mario por su propio hijo. Era una noticia financiera, pero cargada de una gran dosis de morbo que la hizo muy popular en los medios. Sara no entendía cómo alguien podía ser tan ruin de arrebatar a su padre la obra de su vida para ganar dinero, sobre todo cuando ya tenía tanto que podría comprarse un país pequeño.
—Entiendo por dónde vas, niño —dijo Álex pasando la mano por su pelo negro—. Pero no darás con el culpable con esas preguntas tan idiotas.
A Diego le sentó mal la reprimenda.
—El señor me perdone por intentar resolver este asunto. ¿Tienes una idea mejor?
—Que lo investigue Sara. Para eso ha venido.
—¡Pero si podemos preguntarle y ya está! Tú déjame a mí —insistió el niño.
Mario interrumpió la pequeña disputa.
—Estáis sugiriendo que alguien controla a un demonio y lo ha metido en el cuerpo de mi hija para vengarse de mí. ¿Lo he entendido bien?
—Hombre, así expresado, suena un poco estúpido —concedió Diego—. Pero por ahí van los tiros, tío.