La biblioteca de oro (23 page)

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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
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Roberto estaba pálido de miedo. La frente le brillaba de sudor.

—No entiendo… —dijo, mirando a Yitzhak con impotencia.

El profesor se había asomado de su escondrijo de detrás de la mesa.

—Guardad las pistolas —exigió, mientras parpadeaba a toda velocidad—. Todos. ¿Qué locura es esta?

—¿Has convocado a los hombres? —preguntó Odile a su marido en francés.

Eva empezó a traducir aquello a Judd. Este la interrumpió.

—Ya sé lo que ha dicho Odile. Y me figuro que sus hombres ya están aquí, o que no tardarán. Vi que Angelo se metía la mano en el bolsillo cuando oyó lo de Yakimovich.

Se dirigió a Angelo.

—Te figuraste que ya te habías enterado de todo lo que ibas a poder sacar en limpio, y por eso les mandaste la señal, ¿verdad?

Angelo sonrió todavía más, pero no respondió a la pregunta.

—Estamos en un punto muerto —dijo—, en un
standoff
, como decís los yanquis. Si no me devuelves mi pistola, Odile pegará un tiro a Roberto. Y lo hará, puedes creerme.

—Me dan ganas de disparar, en cualquier caso —dijo Judd—. Te quito de en medio a ti; y antes de que Odile haya tenido tiempo de apretar el gatillo, le habré podido meter un buen tiro. Así estaréis muertos los dos.

Odile retrocedió un poco más detrás de Roberto para que el cuerpo de este la protegiera mejor de la amenaza de Judd.

—Hay otra solución —dijo Odile—. Podemos bajar las armas los dos. Podemos hablar.

—Baja tú la pistola, Odile, y yo bajaré la mía —dijo Judd.

Ella asintió con la cabeza. Se miraron fijamente a los ojos, y ambos bajaron poco a poco la mano de la pistola.

Cuando Bash Badawi se aproximó a los escalones de la entrada de la casa, redujo la velocidad con su monopatín, oteando de nuevo. Además del disparo, había otra cosa que marchaba mal, pero no llegaba a identificarla. El sol de la tarde caía a plomo, convirtiendo la escena callejera, con los coches rugientes, las motos y el bullir de los viandantes, en un torrente de ondas de color. Cuando su mente clasificó rápidamente lo que veían sus ojos, advirtió que seis hombres con pantalones cortos y camisetas con anchas franjas de color verde, blanco y rojo, los colores de la bandera italiana, habían aparecido en grupo en la esquina, moviendo los pies con ligereza, con los antebrazos levantados y las manos sueltas, como suelen hacer los que practican el
jogging
. Todo normal en apariencia.

Pero no lo era. El grupo se deshizo, y sus miembros se dispersaron sin dejar de correr. Cuatro cruzaron la calle hacia Carl y Martine, mientras otros dos se dirigían hacia él. Eran
limpiadores
, asesinos a sueldo, y sus objetivos eran su equipo y él, lo que quería decir que alguien (quizá el de la Vespa, o el hombre de la sudadera con el carrito de niño) les había explorado el terreno previamente.

Con los ojos puestos en los dos que corrían hacia él, Bash se metió la mano en el interior de la chaqueta, desabrochó la sobaquera y asió la empuñadura de su Browning.

Judd tenía la vista clavada en Odile mientras ella y él bajaban las pistolas hacia sus costados. Nadie se movió ni dijo palabra; todos estaban en suspenso, en un cuadro viviente de tensión. No había más sonido que la respiración jadeante, asustada, de Roberto, que parecía resonar sobre las superficies duras de la cocina. Roberto corrió hasta Yitzhak, que lo rodeó con un brazo.

Eva se acercó más a Odile, aparentando que lo hacía para dejar sitio a Roberto, y se detuvo cuando estaba a poco más de un metro de ella. Judd, recordando su dominio del karate, cruzó una mirada con ella. Ella entrecerró los ojos y asintió levemente con la cabeza.

Judd retrocedió, apartándose de Angelo.

—Háblame de la Biblioteca de Oro —le dijo.

Pero fue Odile quien le respondió.

—No hay nada que decir. Todos hemos sentido curiosidad por el tema desde hace años, claro está.

—Mentira —dijo Judd—. Si estáis aquí, es por la biblioteca. Por eso ha sacado Angelo la pistola. Por eso tenéis hombres fuera. Queréis evitar que la encontremos.

Angelo Charbonier se irguió contra la pared, alisándose la chaqueta de
sport
.

—Lo que yo quiero saber es a quién habéis informado de lo que habéis descubierto —dijo.

—Te lo diré —mintió Judd— si tú me dices qué relación tienes con la biblioteca.

—Supongamos, a modo de hipótesis, que tienes razón cuando dices que sabemos algo —dijo Angelo despacio—. Supongamos, incluso, que yo soy miembro del pequeño club de bibliófilos que patrocina la biblioteca.

—¿Mi padre era miembro también? —preguntó Judd inmediatamente.

Angelo pareció sorprendido por un instante, y después negó con firmeza con la cabeza.

—Ahora os toca a vosotros —dijo.

Aquello era un comienzo, pero Judd no se fiaba de Angelo.

—Supongamos que os damos la escítala —dijo—, y que vosotros nos contáis más cosas. Después, todos podemos marcharnos vivos y olvidarnos de que aquí haya pasado nada.

—Eso tiene sus posibilidades —reconoció Angelo.

Judd volvió a mirar a Eva, y ella le devolvió la mirada.

Señaló la mesa.

—Allí tenéis la escítala. Es toda tuya, Odile. Cógela.

—¡No! —gritó Angelo.

Pero era demasiado tarde. Odile ya había empezado a caminar hacia la mesa.

Bash tomó una decisión rápida. La misión que le habían encomendado era proteger a Judd Ryder y a Eva Blake. Sus compañeros de equipo, Martine y Quinn, tendrían que valerse por sí mismos. Él tenía que irrumpir en la casa del profesor, y enseguida.

Ninguno de los dos
limpiadores
que corrían hacia él había enseñado todavía un arma, y lo más probable era que no pensaran hacerlo hasta que estuvieran a su lado y pudieran liquidarlo discretamente. Se concentró en ellos mientras se impulsaba cada vez más deprisa en su tabla.

Los dos estaban a solo seis metros de él. Sin dejar de correr, se pusieron tensos al ver cómo aumentaba su velocidad. Se levantaron las camisetas unos dedos y sacaron pistolas de pequeño calibre con silenciadores montados.

Bash sacó la Browning. El aire por el que se desplazaba velozmente le parecía caliente y pegajoso. Los dos asesinos apuntaron. Él dobló las rodillas, adelantó el pie izquierdo hacia la punta del monopatín, y con el otro pie lanzó un pisotón en la cola del mismo. La tabla saltó por el aire al instante.

Los hombres, sorprendidos, alzaron la vista bruscamente. Bash desplazó su peso, y la tabla chocó contra el pecho de uno de los hombres. Este cayó de espaldas pesadamente, y su pistola salió despedida.

Bash aterrizó y rodó sobre sí mismo para amortiguar la caída. Impactó una bala en la acera junto a él, pero él no dejó de rodar. Le cortaron la piel fragmentos de cemento. El
limpiador
caído había recuperado rápidamente su pistola, y se estaba levantando del suelo para quedar en cuclillas cuando una segunda bala impactó contra la acera cerca de la cabeza de Bash.

Bash disparó dos veces, un tiro al pecho del hombre que estaba de pie y el segundo al pecho del otro. La sangre les manó a borbotones de las camisetas. Los transeúntes que caminaban hacia ellos por ambos lados huyeron gritando y chillando. Al mismo tiempo, sonó un disparo al otro lado de la calle.

Bash se incorporó de un salto y miró a través del tráfico. Martine estaba derrumbada en su tumbona, con la cabeza hundida sobre el pecho, y Quinn, por su parte, estaba tendido en el banco sobre el costado. Bash inspiró a fondo. Habían abatido a los dos. Vio después que los que los habían matado volvían corriendo hacia el bordillo, disponiéndose a cruzar la calle para ir a por él.

Recogió su monopatín y subió corriendo los escalones de acceso a la puerta de Yitzhak Law.

CAPÍTULO
30

El fuerte «¡no!» de Angelo resonaba en los oídos de Judd mientras Odile se lanzaba a apoderarse de la escítala de oro que relucía sobre la mesa de la cocina. Eva asestó un golpe de martillo
kentsui-uchi
con el puño en el costado de Odile; giró sobre sí misma y, manteniendo el tronco en vertical, subió el codo para dar un golpe
tate hiji-ate
a la parte inferior de la barbilla de Odile.

Odile volvió bruscamente la cabeza hacia atrás, y su pistola disparó. Se oyó un quejido, y Roberto se derrumbó sobre la mesa y se deslizó después al suelo; le brotaba sangre de la parte superior del hombro, donde la bala le había rasgado la camisa.

—¡Roberto! ¡Roberto! —exclamó Yitzhak, arrodillándose a su lado.

A pesar del ataque que había sufrido, Odile no había dejado de empuñar la pistola con fuerza. Mientras las dos mujeres forcejeaban por el arma, Angelo se arrojó sobre Judd.

Judd se apartó rápidamente de su alcance y apuntó a Angelo con su arma.

—Quieto, maldita sea.

Angelo arrugó la frente en gesto de furia. Soltó una sonora maldición; pero se quedó inmóvil, mirando fijamente la pistola.

Judd echó una mirada a las mujeres en el momento en que Eva se disponía a golpear la pistola de Odile con el canto de la mano. Pero Odile lanzó un golpe
shuto-uchi
de mano-espada al brazo de Eva, y después de recuperar el equilibrio le asestó una brutal patada frontal
mae-geri
a la pierna.

Eva se tambaleó, y Odile le clavó en el vientre la boca de la pistola. Tenía revuelta la cabellera rubia platino, y ojos de furia desenfrenada. Judd disparó; la francesa bajó repentinamente la cabeza, y la bala se la atravesó por la parte superior. Saltó un chorro de sangre, y Odile cayó pesadamente sobre Eva, sin dejar de empuñar su arma.

—Quítale la pistola, Eva —ordenó Judd, mientras se volvía para cubrir a Angelo. Pero Angelo se había apoderado de un afilado cuchillo de filetear del portacuchillos magnético que estaba sobre la encimera.

—Bâtard
—gritó, abalanzándose sobre él.

Sonaron dos disparos más en la puerta de la cocina. Angelo se quedó paralizado en plena zancada; se tambaleó, y por fin cayó, mientras se le formaban flores rojas de sangre en la chaqueta beis, allí donde lo habían alcanzado las balas.

Mientras se extendía el olor a pólvora por la habitación, entró en ella Bash Badawi, con la pistola todavía levantada en una de sus manos musculosas, mientras el monopatín le colgaba de la otra.

—Les has dado de chiripa —le dijo Judd, sonriéndole.

—¿De chiripa? Y un cuerno. Me alegro de haber llegado a tiempo para la fiesta. ¿Cómo te va, Eva?

—Mejor que nunca.

Eva, con la pistola de Odile en la mano, se agachó junto a Roberto y Yitzhak. Tenía salpicaduras de sangre en la cara y en la chaqueta verde.

Bash echó una mirada al cuerpo inmóvil de Angelo, y bajó la vista después para contemplar el de Odile.

—Deben de haber llegado antes que yo —dijo—. No había indicios de que estuvieran aquí.

Judd asintió con la cabeza.

—¿Cuántos
limpiadores
hay fuera? —le preguntó.

—Cuatro siguen en acción, vestidos de
joggers
. Otros dos, abatidos. Tuve un pequeño rapapolvo con ellos —dijo, mientras sonreía brevemente y le asomaba de pronto al rostro una expresión humorística—. Hemos perdido a Martine y a Quinn —añadió después, más serio.

—Mala noticia. Lo siento. ¿Cómo has entrado tú?

—Forcé la cerradura. La Polizia di Stato viene de camino. He oído sirenas muy cerca de aquí. Se van a concentrar en los dos
limpiadores
de la calle, y en Martine y Quinn. Lo bueno será que las sirenas y los testigos ya habrán ahuyentado a los cuatro que quedaban del equipo de ejecutores.

—Pero todavía podrían entrar por la puerta trasera.

Judd corrió de golpe el pestillo, y se asomó después por la gran ventana de la cocina, que daba a un pequeño jardín trasero con lilas y césped. Un camino embaldosado llegaba hasta el final de un muro alto de ladrillo que rodeaba el terreno de la casa. Tras el muro había un callejón adoquinado que se apreciaba a través de un portón de hierro forjado. No había nadie a la vista.

—Tenemos que largarnos de aquí a escape —les dijo Judd—. Revisa a la mujer, Bash. Yo me ocupo del hombre.

Se dirigió hacia Angelo.

—Roberto necesita un médico —les recordó Eva—. ¿Cómo te encuentras, Roberto?

—¿Ha terminado ya? —susurró Roberto. Estaba sentado en el suelo, apoyado en una pata de la mesa. Tenía pálida la cara barbuda, los labios secos.

—Todo va bien —le aseguró ella.

—Sujétame esto —dijo Yitzhak, indicando a Eva el pañuelo ensangrentado que había estado apretando contra el hombro herido de Roberto—. Yo llamaré a una ambulancia.

—Esta es una rata muerta —informó Bash, inclinado sobre Odile—. ¿Cómo está el tuyo?

—También muerto —dijo Judd. Limpió la empuñadura de la pistola de Angelo y la apretó contra su mano flácida. Registró los bolsillos de Angelo, dejando la cartera. No había nada útil, ni siquiera un teléfono móvil.

—¿Tu pistola es localizable, Bash? —preguntó.

—Nada de eso. No soy tan tonto.

—Bien. Ponle las huellas de la mujer y déjala a su lado. Así parecerá que se han disparado el uno al otro. Que Eva te dé la pistola de Odile. Tienes que ir armado.

—No —dijo Yitzhak, volviéndose hacia ellos con una mirada furiosa, mientras acercaba la mano al teléfono de la cocina. Tenía la cara roja de rabia, y la calva salpicada de gotas de sudor—. Tenemos que contar toda la verdad a la Policía.

Judd, que sentía la presión del tiempo, no hizo caso al profesor, y dijo a Bash:

—En cuanto hayas terminado aquí, ve a la parte delantera de la casa y mira por las ventanas. Quiero saber qué pasa fuera.

Después, se dirigió a Yitzhak.

—Cuelga el teléfono, profesor. La herida de Roberto es superficial. Le daremos atención médica, pero no ahora mismo. Quedarse por aquí podría ser una sentencia de muerte, tanto para ti como para Roberto. Esa gente ha estado intentando acabar con Eva.

Yitzhak miró a Eva frunciendo el ceño.

—¿Es verdad eso?

—Sí —dijo ella—. ¿Te acuerdas de los
oprichniki
de Iván el Terrible? Pues estos son así, absolutamente despiadados.

—Querrán enterarse de lo que sabéis de nosotros, y de dónde vamos —dijo Judd—. Os localizarán; y en cuanto se lo hayáis contado, os matarán. Tenemos que marcharnos todos, y deprisa. ¿Puedes andar, Roberto?

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