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Authors: A. M. Dean

Tags: #Intriga, #Aventuras

La biblioteca perdida (43 page)

BOOK: La biblioteca perdida
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7 a.m. GMT

Emily bajaba por Alfred Street cuando el sol se insinuaba por encima de la línea del horizonte oxoniense. Estaba en peligro si se dejaba ver en lugares públicos, lo sabía. El Consejo la encontraría. Podía imaginarlos poniendo todos sus recursos y su energía en esa tarea. Debía encontrar un lugar seguro, un sitio donde pudiera sentarse y pensar, y averiguar el modo de acceder a la red de la biblioteca, a la que podía entrarse desde cualquier sitio, según Antoun.

Al llegar a la esquina, giró hacia la izquierda y siguió por la acera de Bear Lane, manteniéndose lo más cerca posible de los edificios. Unos pocos metros después estaba la entrada a su antigua universidad. En el interior del complejo del Oriel College iba a ser mucho menos visible que en cualquier otro lugar, y el
college
tenía una biblioteca abierta las veinticuatro horas desde la cual podía trabajar en la tarea de encontrar un acceso, como lo había llamado Athanasius.

Al cabo de unos minutos había hallado sitio en un lateral de la biblioteca del Oriel College. En la entrada aún trabajaba el mismo anciano portero que la había visto tantas veces cuando hacía el posgrado; guardaba un buen recuerdo de ella y le dispensó una cálida bienvenida. Una mesita situada entre dos hileras de estanterías le garantizaba una cierta libertad y acceso a Internet, pues tenía habilitada una conexión.

¿Por dónde iniciaba su investigación? Siguió las pocas pistas intuidas a raíz de los detalles facilitados por el archivo del deuvedé de Antoun. Se había referido al nacimiento de Internet, cuya primera manifestación respondía al nombre de ARPANET y estuvo diseñada por la Agencia de Proyectos Avanzados de Investigación. Aquel parecía un lugar razonable para investigar, pero, por desgracia, dicha agencia, cuyo nombre tenía un historial notable de cambios en función de que el Gobierno quisiera aprovechar su potencial para la defensa, y que de ARPA pasó a llamarse DARPA, parecía ofrecer muy poco a la línea de trabajo de Emily.

Después de visitar varias páginas web aprendió un poco más sobre la conmutación de paquetes como método de envío de datos en una red de ordenadores a lo largo de los años sesenta del siglo pasado. Eso era la columna de vertebral de cualquier red de datos actual, al permitir que los paquetes de datos se transmitieran entre múltiples ramas de circuitos interconectados tan bien como si hubiera un solo cable comunicador entre el ordenador de envío y el de recepción. ¿Era ese el ingrediente clave del conocimiento tecnológico que la Sociedad había «compartido» hacía ya varias décadas para acelerar la creación de las redes que ahora dominaban la era de la información?

Resultaba imposible saberlo, pero, de todos modos, a Emily no le ayudaba en modo alguno. Ella ya no necesitaba más historia, sino una información que le permitiera encontrar un acceso a cualquier red alternativa, donde ahora se hallaba la biblioteca.

Pero había algo más. Emily se removió en la silla de madera. «Hay algo en esta búsqueda que está fuera de lugar». Había llegado a esa conclusión por el trabajo y la guía de Arno Holmstrand. Emily siempre le había considerado un analfabeto en temas tecnológicos a pesar de cuanto le habían dicho en las últimas horas sobre la verdadera forma de la biblioteca actual. ¿Podía ser de verdad el mundo de los tecnomagos y las redes informáticas el terreno adonde la conducía el viejo profesor?

«No pega nada con su personalidad —murmuró Emily—. Todas las pistas que me ha dejado tienen algo que ver conmigo. Sea de literatura o de historia, es algo relacionado conmigo». Y los temas que ahora ocupaban la pantalla del ordenador no guardaban relación con sus conocimientos. Hasta el día anterior por la tarde, Emily no había oído hablar de conmutación de paquetes, protocolos, enrutadores, nodos y cualquier otra información sobre la tecnología en que se basaban esos sistemas. Se hallaba en un terreno completamente desconocido y tan extraño como todo lo que había vivido desde que recibió la primera nota de Arno. Se dio cuenta de que aquella era la primera vez que no tenía ningún punto de referencia. Nada que pudiera relacionar con estudios pasados, conocimientos históricos o materias sobre las que hubiera investigado o reflexionado a lo largo de su vida.

«Y eso no encaja. Toda esta investigación tecnológica me aleja de lo que sé».

Comprendió que necesitaba centrarse. El descubrimiento del acceso tenía que estar relacionado de algún modo con su mundo de libros, estudio y aprendizaje de la historia.

«No estoy viendo alguna pieza del puzle —pensó—. ¿Cuál es la conexión que no estoy haciendo?».

En vez de buscar información sobre Internet y otras cuestiones técnicas, necesitaba regresar al terreno de lo histórico, donde se sentía a gusto. Si Holmstrand iba a hacerle una revelación, el último empujón, lo haría desde ese terreno.

Y probablemente, la biblioteca del Oriel College para esa tarea fuera un terreno de investigación mucho más fructífero que Internet. Emily minimizó la pantalla de búsqueda en el ordenador y prefirió trabajar con el catálogo en línea. No lo había usado nunca con anterioridad, ya que siempre había trabajado con el sistema central de la biblioteca Bodleiana, pero, según su experiencia, los catálogos de las universidades eran todos iguales.

Y fue este pensamiento al azar lo que condujo a Emily hasta donde quería ir.

El mundo pareció sumirse en un silencio absoluto incluso mientras la idea se formaba en su mente. Al cabo de unos segundos, la memoria le hizo retroceder en el tiempo hasta un soleado día de primavera en el campus del Carleton College. Ella estaba sentada delante de un ordenador, buscaba un libro sobre una intriga política en la Roma del siglo II. Delante de ella, haciendo exactamente lo mismo, se hallaba Holmstrand. El profesor no encajaba delante del ordenador, y aun así, manejaba la interfaz del aparato con auténtica soltura. Emily había recordado esa imagen poco después de la muerte de Arno, y también ahora, pero el contexto había cambiado de forma radical.

«¿Ha reparado usted en cuántas universidades de todo el mundo usan este mismo software periclitado? —le había preguntado Arno—. Una versión acá y otra acullá, pero el núcleo es el mismo».

Emily se puso tensa de la cabeza a los pies, pues recordaba la escena de forma tan vívida que era como si ella y el célebre académico volvieran a estar juntos tal y como lo habían estado hacía tantos meses.

Holmstrand había continuado diciendo: «He usado este trasto en Oxford, Egipto y Minnesota. —Se había inclinado hacia delante y sus ojos cansados habían relucido al mirar a los de ella—. Ni una sola vez ha funcionado como Dios manda. Y en todas partes tenía el mismo sistema, Emily».

Y fue en ese recuerdo donde lo supo Emily.

Toda la confusión de las horas pasadas se convirtió de pronto en una certeza absoluta. Volvió la vista atrás, hacia la pantalla de su ordenador, y vio el acceso.

108

8 a.m. GMT

Se le aceleró el pulso mientras examinaba la pantalla del ordenador con renovado interés. El catálogo en línea del Oriel College estaba referido a su biblioteca, claro, pero formaba parte de un sistema centralizado para todas las bibliotecas de Oxford, el sistema integrado de bibliotecas de Oxford, también conocido por el acrónimo OLIS. Aunque Oxford había adaptado el sistema a fin de que pudiera ser usado también por un grupo de 95 bibliotecas de universidades independientes, facultades y departamentos en un conjunto básico de software llamado GEOWEB, un sistema de catalogación horrible, torpe y lento que Emily había usado en un sinnúmero de bibliotecas de todo el mundo. Lo usaba inclusive en el Carleton College, aunque recientemente lo habían presentado bajo un nuevo nombre, The Bridge, pues se deseaba simbolizar la conexión entre la colección bibliográfica de Carleton y su rival, situada en un pequeño pueblo al otro lado del río. Empero, la tecnología subyacente detrás de esas interfaces seguía siendo la misma.

Ahora, Emily sabía que la conversación que había mantenido con Arno unos meses atrás había servido para prepararla para ese momento. «¿Ha reparado usted en cuántas universidades de todo el mundo usan este mismo software periclitado? —le había preguntado Arno—. Una versión acá y otra acullá, pero el núcleo es el mismo». ¿Y qué le había dicho luego? El mismo sistema. En todas partes. En aquel momento el comentario podía pasar por el exabrupto de un usuario molesto, pero ahora resultaba evidente que Arno intentaba decirle algo muy concreto.

«Me estaba mostrando el acceso».

Emily acercó aún más la silla de madera a la mesita, colocó la mano izquierda sobre el teclado y cogió el ratón con la derecha. La interfaz blanca y azul del catálogo OLIS apareció en el monitor a la espera de instrucciones, tal y como hacía veinticuatro horas al día. El catálogo estaba accesible en cualquier momento desde cualquier lugar, exactamente igual que la biblioteca para el Custodio, tal y como había dicho Antoun. Desde un ordenador, un móvil, un iPad. El acceso era universal en todas sus formas.

Emily se frotó las manos cuando fue consciente de que los dedos le temblaban tanto que no sabía si iba a ser capaz de teclear algo.

«Con calma —se reprendió—. Un paso cada vez».

Y se sumió en una rutina que se había convertido en su segunda naturaleza desde sus días de estudiante de grado. Eligió la principal base de datos de la universidad, tanto antiguos como modernos, hizo clic en el botón «Búsqueda por palabras clave» para pasar a la pantalla de búsqueda avanzada. Aparecieron tres campos de búsqueda para permitirle ajustar el rastreo todo cuanto quisiera.

«De algún modo me estaba enseñando la puerta a la auténtica red, a la biblioteca», pensó, pero ¿de qué manera?, esa era la pregunta. La interfaz de GEOWEB era absolutamente simple y aburrida: unos pocos campos para acotar la búsqueda y el botón «Aceptar búsqueda» en una pantalla en blanco. No había espacio para botones escondidos ni ningún tipo de enlace oculto. «Ha de ser algo que yo teclee —concluyó Emily—. Una secuencia de términos. Una especie de contraseña muy larga».

Cerró los ojos para concentrarse mejor. La pantalla contenía tres campos. La primera pista de Arno también era de tres frases. La cuartilla manuscrita obraba ahora en poder de los sicarios del Consejo, pero ella tenía su contenido escrito a fuego en la memoria. Tecleó despacio, dándose tiempo para recordar cada frase con precisión, palabra por palabra, y las introdujo en cada uno de los campos.

1. Iglesia de la universidad, el más antiguo de todos.

2. Para orar, entre dos reinas.

3. Quince, si es por la mañana.

Contempló fijamente las tres frases, escritas cada una en el pequeño espacio del cajetín de búsqueda. Había recorrido medio mundo por culpa de esas palabras y ahora, mira por dónde, volvían a estar ahí. «El acceso», intentó convencerse con la esperanza de que esas tres frases que le habían venido a la mente fueran la baza ganadora. Movió el ratón y cliqueó con determinación en «Aceptar búsqueda».

Sus esperanzas se desvanecieron de inmediato.

Se le cayó el alma a los pies cuando la pantalla de resultados no mostró absolutamente nada; para ser más precisos, rezaba: «0 resultados encontrados», y en la parte superior de la pantalla mostraba sus frases en forma de compleja petición de búsqueda, pero eso no dejaba de ser una versión informatizada de lo mismo: nada de nada.

Un deseo vehemente de encontrar la contraseña adecuada consumió a Emily.

—Necesito otra serie de tres entradas. —Había dejado de pensar en su fuero interno y ahora hablaba en voz alta—. Tres, tres.

Recordó la primera pista que había descubierto ella por su cuenta, grabada en el altar de la capilla University College, no muy lejos de donde estaba ahora.

—Vidrio, arena, luz —repitió al tiempo que recordaba cómo esas palabras habían resultado ser un mapa que la había llevado hasta el subsuelo de la Bibliotheca Alexandrina.

Regresó a la pantalla de búsqueda e introdujo las tres palabras en los campos vacíos. Vidrio, arena, luz. Hizo clic de nuevo en «Aceptar búsqueda», presa de una excitación casi incontrolable. Esta vez se le aceleró el pulso al ver aparecer en la pantalla unos pocos resultados. Resultaba extraño que unos términos genéricos tuvieran tan pocas entradas en una colección con diez millones de libros. No obstante, en cuanto empezó a examinar el resultado se dio cuenta de que no tenían nada que ver. Ninguno de ellos guardaba relación con su búsqueda, o dicho de un modo más preciso, con lo que ella quería encontrar. Buscó más detalles en algunas entradas más prometedoras, pero el proceso solo sirvió para confirmar que ninguno de los libros estaba vinculado con la biblioteca.

Volvió a la pantalla principal de búsqueda. En el transcurso de su aventura había viajado a tres ciudades. A lo mejor ahí estaba la solución. De forma febril introdujo los nombres: Londres, Alejandría, Estambul. Una vez más, la prueba no obtuvo resultados significativos, solo un listado de libros sin vinculación alguna con la biblioteca. Probó suerte sustituyendo Estambul por Constantinopla, pero la alteración no trajo consigo ningún cambio significativo.

—¡Necesito un terceto que funcione!

Se sentaba más cerca del borde de la silla con cada intento fallido y ahora estaba a punto de caerse.

La frustración de cada fracaso no le hacía dudar ni un ápice de que estaba en el buen camino. Arno le había puesto de relieve aquella interfaz hacía solo unos meses. Durante los últimos cuatro días la había ayudado a ver qué era lo que estaba buscando y por qué debía encontrarlo. Y ahora solo necesitaba la clave que abriera esa puerta que tenía delante de las narices.

—¡Los tres grupos! —farfulló en voz alta. Aporreó las teclas de forma ruidosa al teclear las tres nuevas frases: la Biblioteca de Alejandría, la Sociedad, el Consejo.

El monitor se quedó en blanco y el sistema se tomó mucho tiempo antes de cargar la pantalla de resultados. Emily se puso en tensión. ¿Qué significaba eso? ¿Había encontrado la combinación adecuada?

Cuando la página se cargó por fin, únicamente contenía la referencia de siempre a unos cuantos resultados estándar. Emily los examinó solo para llegar a la conclusión de que no guardaban relación. Otra vez. El sistema sobrecargado funcionaba despacio.

Su frustración se disparó hasta el punto de que se percató de que ella misma se estaba segando la hierba bajo los pies.

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