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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia-ficción, #Relatos

La bóveda del tiempo (18 page)

BOOK: La bóveda del tiempo
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—Quiero decir —me expliqué— que si tuviera en mi mano la modelación de una nueva especie, haría lo posible por que fuera más susceptible de felicidad que el hombre. Extrañas criaturas que somos, nuestros momentos mejores se dan cuando estamos luchando por algo; cuando el objetivo se lleva a cabo, quedamos de nuevo intranquilos. Poseemos un descontento propio de dioses, pero el contento propio de dioses sólo sobreviene a las bestias del campo que se revuelcan con pereza en la hierba. Cuanto más inteligente es un hombre, más propenso es a la duda; coloquialmente, cuanto más loco está, más propenso se encuentra a sentirse a gusto con lo que le ha tocado en suerte. Así pues, le pregunto si usted, nueva especie, es feliz.

—Sí —dijo Gerund—. Y, sin embargo, sólo soy tres personas: Regard, Cyro, Gerund. Los dos últimos han luchado durante años por la plena integración, como ocurre con todas las parejas humanas, y ahora la han hallado; una integración más completa que cualquier otra antes soñada. Lo que los humanos buscan instintivamente, lo poseemos nosotros instintivamente; somos la completación de una tendencia. Jamás seremos nada sino felices, no importa, cuánta gente absorbamos.

Manteniendo firme mi voz, dije:

—En ese caso, haría usted bien si empezara a absorberme, ya que ésa debe ser su intención.

—Con el tiempo, todas las células humanas estarán bajo el nuevo régimen —dijo Gerund—. Pero antes debe esparcirse la noticia de lo que está ocurriendo para que las personas estén más predispuestas a aceptarnos y allanar todavía más lo que Galingua ha allanado ya. Todo el mundo debe saber para que podamos llevar a cabo el proceso de absorción. Ese es nuestro deber. Es usted un hombre civilizado, gobernador; debe usted escribir a Pamlira explicándole lo que ha ocurrido. Pamlira se sentirá interesado.

Hizo una pausa. Tres vehículos ascendían por la carretera y enfilaron hacia la puerta mayor de la prisión. Jeffy, pues, había tenido el suficiente sentido común para ir en busca de ayuda.

—¿Y si suponemos que no me adhiero? —pregunté—. ¿Por qué iba yo a precipitar la extinción del hombre? ¿Y si suponemos que acudo al Consejo Galacfederado y cuento la verdad y resuelven volar esta isla entera a bombazos? No sería sino una orden sencilla, cuestión de segundos.

De súbito, nos encontramos rodeados de mariposas. En mi impaciente manoteo por alejarlas, derribé la botella de vino. El aire estaba saturado de miles de mariposas que nos envolvían como espeso papel, el cielo, casi oscuro, se había vuelto denso con los insectos. Ni los más irritados movimientos de la mano conseguían alejarlas.

—¿Qué es esto? —farfulló Gerund. Por primera vez lo vi actuando libre de cualquier formalismo, luchando por evitar las diminutas criaturas. De lo que había sido su oreja, exhaló algo que permaneció en el aire en torno a su cabeza. Sólo puedo decir que fue nauseabundo. Me costó un esfuerzo infinito no desmayarme.

—Como criatura tan consciente de la naturaleza —le dije—, debería regocijarse con este espectáculo. Son mariposas Damas Pintadas, volando a millares en plena emigración. Las tenemos aquí desde hace muchos años. El viento tórrido, que llamamos Marmitano, las arrastra desde el continente a través del océano en dirección al oeste.

Ya podía oír ruido de gente subiendo las escaleras. Ellos podrían negociar convenientemente con la criatura, cuyas razonables palabras contrastaban tanto con su apariencia irracional. Proseguí, hablando más alto, para que, a ser posible, fuera atrapado por sorpresa.

—No es fortuna equívoca la de las mariposas. Hay tantas, que no puede dudarse que han consumido la mayor parte de sus alimentos, pues de lo contrario se habrían evitado el ser arrastradas hasta aquí por el viento. Un ejemplo admirable de la naturaleza que se preserva a sí misma.

—¡Admirable! —hizo eco la criatura. Apenas podía verla entre tanta ala multicolor. La expedición de rescate estaba en la sala contigua. Irrumpieron en la nuestra con Jeffy en vanguardia y armas atómicas en mano.

—Ahí está —grite.

Pero no estaba allí. Regard-Cyro-Gerund había desaparecido. Mimetizándose en Dama Pintada, se había dividido en mil unidades y dejádose arrastrar por la brisa, a salvo, invencible, confundida entre la multitud de brillantes insectos.

Así vengo a lo que no es el fin sino el comienzo del relato. Ha pasado ya una década desde que ocurrieron los sucesos de las Islas Cabo Verde. ¿Qué es lo que hice? Bueno, yo no hice nada; ni escribí a Pamlira ni apelé al Consejo Galacfederado. Con esta maravillosa adaptabilidad de mi especie, me las arreglé en un par de días para convencerme de que «Gerund» no iba a lograr sus propósitos, o que de uno u otro modo él había malinterpretado el accidente de que fuera víctima. Y así, año tras año, oigo los informes sobre el desarrollo de esta raza humana que viene a menos, y entonces pienso: «Bueno, de cualquier manera se lo pasan bien», y me instalo en mi balcón, dejo que la brisa marina me azote el rostro y sigo bebiendo vino. En este clima y en este lugar, ninguna otra cosa debería esperarse de mí.

¿Y por qué tendría que preocuparme por algo en lo que nunca creí? Cuando la Naturaleza aprueba una ley, ésta no puede ser revocada; no hay escapatoria para sus prisioneros, y todos somos sus prisioneros. Así pues, me incorporo y tomo otro trago. Sólo hay una manera apropiada de convertirse en especie extinta: la dignidad.

No todos afrontaron su destino con la resignación del gobernador de la cárcel. Durante años, de mil maneras distintas, persistió la guerra contra las células sensibles hasta que al final nada quedó de ellas salvo unas cuantas cenizas esparcidas.

Por entonces, la federación se había desmoronado. Fue irónico que, justo cuando Galingua parecía ofrecer una forma adecuada para la aproximación a otros reinos, llegara la desintegración por causa de la misma lengua. El uso de Galingua fue prohibido. Los interpenetradores fueron abandonados y reinstaurado el viejo sistema del viaje espacial «sólido». Incluso la Guerra Auto-Perpetuadora perdió ímpetu.

Se desarrolló un mundo áspero y mercenario, un mundo tal vez nuevo para la población de aquel tiempo, pero no del todo ajeno a vosotros.

SECRETO DE UNA CIUDAD PODEROSA

La potente criatura se tambaleaba. El último disparo del cazador la había alcanzado entre los ojos. Ahora, con sus cincuenta toneladas a cuestas, sobrevoló las copas de los árboles, gritando de dolor. Por un momento, el sol, hermoso y funesto, lo atrapó con sus rayos como un cisne inmenso antes de desplomarse —ya en silencio, sin el menor lamento— de cabeza al suelo.

—Y ahí tenemos otro triunfo para el Hombre: ese Inconquistable, el Hombre, ese Invencible —proclamó el comentarista—. En este planeta, al igual que en tantos otros, la tremenda y horrible vida natural cede el paso al gigantesco enano bípedo de la Tierra. Sí, señor, todos esos monstruos innaturales serán exterminados con el tiempo.

Pero en esta ocasión, un muchacho despabilado había advertido al técnico que proyectaba la presencia del recién llegado que estaba aguardando ahora para utilizar el pequeño cine. Al instante, desconectó el proyector. La imagen tridimensional desapareció, el sonido se desvaneció con un graznido. Fueron encendidas las luces y destacaron al señor Sonrisa P. Wreyermeyer, de Sólidos Supernova de píe justo a la entrada, rodeado de varios de sus más prometedores lacayos.

—Espero que no os habremos molestado, Ed —dijo el señor Wreyermeyer, observando que todos se apresuraban a marcharse.

—De ningún modo, señor Wreyermeyer, estábamos entreteniéndonos —dijo Ed, simple ayudante de dirección—. Acabaremos mañana. Vamos, chicos, ¡moveos rápido!

—No me gustaría pensar que he interrumpido —dijo el señor Wreyermeyer con blandura—. Pero Harsch Benlin tiene algo que cree oportuno y juicioso enseñarnos. —Y se inclino, quizá no sin cierta amenaza, hacia la magra figura de Harsch Benlin.

Dos minutos después, el último humilde paniaguado en mangas de camisa dejaba la sala, permitiendo su ocupación por el grupo intruso.

—No parece que Ed tenga ninguna prisa por marcharse —observó el señor Wreyermeyer con dureza, dejando caer su masa en una butaca—. Bueno, Harsch, muchacho, veamos lo que tienes que enseñarnos.

—Volando, Sonrisa —dijo Harsch Benlin. Era uno de los pocos hombres del personal de Supernova que podían llamar al jefazo por su nombre de pila, privilegio que usaba para lo que consideraba de utilidad. En aquel momento dio un salto, parodiando una pirueta atlética, fue a caer sobre el estrecho escenario que había ante la pantalla-sólido, y sonrió a los que lo observaban. Eran éstos unos veinticinco y a la mitad los conocía Harsch por su nombre de pila. El conjunto podía dividirse a simple vista en cuatro grupos: el jefazo y su orquesta; la orquesta de Harsch, dirigida por Pony Caley; un puñado de chicos de los Departamentos de Conquista de Mercado y Montaje con su orquesta propia; más la usual compañía de taquígrafas aleladas.

—Helo aquí, muchachos —comenzó Harsch, pretendiendo parecer simpático—. Se me ha ocurrido una idea para un sólido que me ha sacudido en oblicuo, y espero y deseo que os produzca a todos el mismo efecto. No voy a probarla ahora y
vendérosla
: somos todos hombres atareados y, además, la cosa se vende sola. Es una idea genial, original y familiar, al mismo tiempo sencilla e inspirada a la vez.

»Sin rodeos, la idea es ésta: quiero llevar a cabo un sólido que lance hacia arriba a Supernova, ya que va a tener como fondo nuestros estudios y como extras gente de nuestro personal. Al mismo tiempo va a dar el golpe en términos de drama humano y reclamo de públicos. Por otra parte, habrá de ser una perspectiva de Nunión, la más activa, grande, atractiva y megapolitana capital planetaria de ese punto clave de la galaxia.

Harsch se detuvo para causar efecto. Algunos miembros del auditorio fumaban erotosalutíferos, otros se hurgaban la nariz, los de allá hablaban entre sí en susurros.

—Puedo ver que me estáis preguntando —dijo Harsch, encajando sus fauces en una sonrisa— cómo me las voy a arreglar para meter tanto cisco en un sólido de un par de horas. Muy bien. Os lo enseñaré.

Alzó una mano elocuente en señal dirigida a su proyectador, Cluet Dander. No había mejor tipo que Cluet para estas tareas; el mismo Harsch las había ido conociendo con el tiempo. Nada más alzó la mano, un sólido apareció en la pantalla.

Era la cara de un hombre. Tendría ya unos cuarenta. Los años que habían secado sus carnes habían servido sólo para revelar, bajo la piel delicada, la nobleza de su estructura ósea: la amplia frente, la justeza de los pómulos, la impecabilidad de la quijada. Estaba hablando, aunque Cluet había quitado el sonido, dejando que la animación de las facciones hablaran por sí mismas. Era ese tipo de hombre (uno se percataba instintivamente) con cuya hija valía la pena casarse. Su compostura achicó por completo a Harsch Benlin.

—Esta, damas y caballeros —dijo Harsch con las manos en las solapas y ubicado delante del rostro—, ésta es la cara de Art Stayker.

Entonces se produjo una reacción apreciable. El auditorio se puso de pie, los hombres se miraron los unos a los otros, miraron al señor Wreyermeyer e intentaron captar el clima de opinión que lo rodeaba. Agradecido, y sin manifestar el agradecimiento, Harsch continuó.

—Sí, es ésta la cara de un gran hombre. ¡Art Stayker! ¡Vaya genio! Fue sólo conocido por un estrecho círculo de hombres, aquí, en este estudio donde trabajó; y todos los que lo conocían lo admiraban y, ¿por qué no decirlo?, lo
amaban
. Yo tuve el honor de ser su brazo derecho en los viejos tiempos en que Art era jefe de la Unidad Dos Documental, y he planeado este sólido para que sea su biografía: un tributo a Art Stayker.

Se detuvo. Si aquello podía encajarlo en Wreyermeyer y Compañía, la cosa estaba hecha puesto que, si se lanzaba a Art Stayker, también Harsch Benlin resultaba lanzado. Tenía que jugar sus cartas con cuidado, porque ya empezaban a saltar los grandotes del fondo.

—¡Art acabó en el arroyo! —gritó uno. Era Hi Pilloi, amanuense de otro amanuense.

—Sí, y me alegro de que alguien lo haya sacado a relucir de una vez —dijo Harsch, desairando con la mirada a Hi Pilloi por no haber mencionado su nombre—. Claro que Art Stayker acabó en el arroyo. No pudo subir la cuesta del todo. Este sólido va a mostrar por qué. Va a ser algo muy sutil. Porque va a enseñar cuánta experiencia y crujir de dientes se necesitan para servir al público tal como
nosotros
lo servimos, ya que, como dije antes, no va a ser un sólido sobre Art Stayker, sino sobre Supernova, sobre Nunión y sobre la Vida. ¡Va a ser mayor todavía que nuestra taquillera saga sobre Thraldemener! Va a tener de todo.

El amable rostro de Art desapareció y dejó solo a Harsch sobre la plataforma. Aunque medio consumido a causa de su delgadez, Harsch tomaba pastillas para adelgazar por el placer de oírse llamar «el larguirucho», lo cual se había convertido en un término de afecto.

—La maravilla de este sólido radica —continuó dramáticamente— en que está ya medio acabado. Os lo enseñaré.

Tras deslizarse Cluet a una nueva señal suya, las imágenes comenzaron a desfilar por el aparentemente ilimitado cubo de la pantalla. Algo tan intrincado y delicado como el crecimiento de un copo de nieve tembló y pareció dirigirse hacia la audiencia. Se ensanchó, desnudó detalles y se fue elaborando hasta que cada delgada ramificación poseyó otras ramificaciones. Parecía, gracias a la inteligente manipulación de la cámara, un crecimiento orgánico: entonces, el menguante escorzo reveló que no era sino una creación de hormigón, material impermeable y estructuras férricas, creación moldeada por el hombre en forma de edificios y vías públicas.

—Esta —anunció Harsch— es la famosa ciudad,
nuestra
fabulosa ciudad, la ciudad de Nunión, tal como fue filmada por Unidad Dos bajo las órdenes de Art Stayker cuando éste se encontraba en la cumbre de su fuerza, hace veinte años. Este sólido tenía que ser su gran obra: nunca fue acabado, por razones que os diré más tarde. Pero los dieciséis carretes inéditos que dejó tras sí como su más grande legado han permanecido en nuestros sótanos durante todo este tiempo hasta que el otro día me decidí a sacarlos a la luz.

»Muy bien. Durante un rato voy a dejar de hablar. Pero voy a pediros que os sentéis y consideréis la insólita belleza de esas tomas. Voy a pediros que hagáis lo posible por juzgar su valor indudable en términos de gancho estético y monto taquillera. Voy a pediros que os relajéis y contempléis una obra maestra, en la que lo digo con orgullo, he tenido participación.

BOOK: La bóveda del tiempo
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