Read La cabaña del tío Tom Online

Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (65 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—¿Te atreves a decirme, viejo cristiano negro, que no lo sabes? —preguntó Legree.

Tom no habló.

—¡Habla! —dijo Legree, pegándole con furia—. ¿Qué no sabes nada?

—Lo sé, amo, pero no puedo contar nada. ¡Estoy dispuesto a morir!

Legree aspiró largamente y, casi juntando su rostro con el de él, dijo con voz terrible:

—¡Escucha, Tom! Tú crees que porque te he dejado escabullirte antes, no hablo en serio; pero esta vez estoy decidido, he calculado el precio. Siempre te has enfrentado a mí; ahora, una de dos, o te someto o te mato. Contaré cada gota de sangre que tienes en las venas y te las sacaré una a una, hasta que te rindas.

Tom miró a su amo y respondió:

—Amo, si usted estuviera enfermo, o en un apuro, o muriéndose, y yo pudiera salvarle, le daría voluntariamente la sangre de mi corazón; y si sacar cada gota de sangre de este pobre cuerpo viejo fuera a salvarle el alma, se la daría de buena gana, tal como el Señor dio la suya por mí. ¡Ay, amo, no cargue su alma con este gran pecado! ¡Le hará más daño a usted que a mí! Haga lo peor que haga, mis penas acabarán pronto; pero, si usted no se arrepiente, ¡las suyas no acabarán jamás!

Como un extraño fragmento de música celestial escuchado durante una calma de la tempestad, este arrebato de sentimientos produjo una pausa momentánea. Legree se quedó mirando a Tom estupefacto; y hubo tal silencio que se podía oír el tictac del viejo reloj marcando, con un toque silencioso, la última oportunidad de misericordia y prueba para ese corazón endurecido.

Sólo fue un momento. Hubo una pausa vacilante, un estremecimiento de duda y compunción, y volvió el espíritu del mal, siete veces más fuerte; y Legree, espumajeando, tiró a su víctima al suelo.

Las escenas de sangre y violencia son repugnantes para el oído y para el corazón. Lo que el hombre tiene agallas para hacer, no tiene agallas para escuchar. Lo que debe sufrir el prójimo hombre y el prójimo cristiano no se puede contar, ni en un lugar secreto, por lo mucho que perturba el alma. Y sin embargo, ¡patria mía! Estas cosas se hacen al amparo de tus leyes. ¡Oh, Cristo! ¡Tu iglesia las contempla casi en silencio!

Pero en tiempos antiguos hubo Uno cuyo sufrimiento convirtió un instrumento de tortura, degradación y vergüenza en un símbolo de gloria, honor y vida inmortal; y donde se halle su espíritu, ni los azotes degradantes, ni la sangre, ni los insultos pueden restarle gloria a la lucha final del cristiano.

¿Estaba Tom solo, en la larga noche, mientras su espíritu valiente y generoso soportó crueles golpes y brutales azotes en aquel viejo cobertizo?

¡No! A su lado había uno a quien sólo él veía, «parecido al Hijo de Dios».

También estaba a su lado su tentador, cegado por una voluntad furiosa y despótica, urgiéndole a cada instante a evitar el sufrimiento traicionando a los inocentes. Pero el corazón valiente y leal estaba firmemente asentado sobre la Roca Eterna. Sabía que, como su Amo, para salvar a los demás, no podía salvarse a sí mismo; y los sufrimientos extremos no le arrancaron más que palabras de plegaria y confianza divina.

—Está casi acabado, amo —dijo Sambo, conmovido a pesar suyo por la persistencia de su víctima.

—¡Sigue dándole hasta que se rinda! ¡Dale, dale! —gritaba Legree—. ¡Le sacaré cada gota de sangre si no confiesa!

Tom abrió los ojos y miró a su amo.

—¡Pobre criatura miserable! —dijo—, ya no puede hacer nada más. ¡Le perdono, desde el fondo de mi alma! y cayó desmayado.

—Creo que está acabado de verdad, por fin —dijo Legree, adelantándose para mirarlo—. Sí, lo está. Bien, por lo menos tiene la boca cerrada, por fin: ¡es un alivio!

Sí, Legree, pero ¿quién hará callar esa voz dentro de tu alma? ¡Ese alma que está más allá de la contrición, más allá de la oración, más allá de la esperanza, donde ya arde el fuego que jamás se puede apagar!

Sin embargo, Tom no estaba acabado del todo. Sus maravillosas palabras y rezos devotos habían ablandado los corazones de los negros embrutecidos que habían sido el instrumento de su tortura; en cuanto se retiró Legree, lo bajaron y, en su ignorancia, intentaron devolverle la vida, ¡como si eso fuera hacerle un favor!

—La verdad es que hemos hecho algo muy malo —dijo Sambo—. Espero que tenga que rendir cuentas por ello el amo y no nosotros.

Le lavaron las heridas, le prepararon una burda cama, hecha con algodón de desecho, para que se tumbara en ella; y uno de ellos se fue a la casa y pidió un vaso de brandy a Legree, fingiendo que estaba cansado y que era para él mismo. Volvió con él y lo vertió por la garganta de Tom.

—¡Ay, Tom! —dijo Quimbo—. ¡Nos hemos portado muy mal contigo!

—Os perdono, de corazón —dijo Tom débilmente.

—¡Oh, Tom! ¡Cuéntanos quién es Jesús! —preguntó Sambo—. Ese Jesús que ha estado a tu lado toda la noche, ¿quién es?

Las palabras estimularon al espíritu débil y decaído. Salieron a borbotones unas cuantas frases enérgicas sobre aquel Ser Maravilloso: sobre su vida, su muerte, su omnipresencia y su poder de salvación.

Lloraron los dos hombres salvajes.

—¿Por qué no he oído esto antes? —preguntó Sambo—. ¡Pero lo creo! ¡No puedo remediarlo! ¡Señor Jesús, ten piedad de nosotros!

—¡Pobres criaturas! —dijo Tom—. Estaría dispuesto a soportarlo todo de nuevo si sirviera para llevaros a Cristo. ¡Oh, Señor, dame estas dos almas, te lo ruego!

Esa plegaria fue escuchada.

Capítulo XLI

El joven amo

Dos días más tarde, un joven condujo una vagoneta hasta el final de la avenida de árboles del paraíso, donde dejó las riendas apresuradamente sobre el cuello del caballo y preguntó por el dueño de la propiedad. Era George Shelby y para saber cómo ha llegado hasta aquí, debemos retroceder en nuestra historia.

La carta de la señorita Ophelia a la señora Shelby se había quedado retenida, por un desafortunado accidente, durante un mes o dos en una remota estafeta de correos antes de llegar a su destino; y, por supuesto, antes de que llegara, Tom ya se había perdido de vista entre los lejanos pantanos del río Rojo.

La señora Shelby leyó las noticias con gran preocupación, pero cualquier acción inmediata era imposible. En esos momentos estaba haciendo de enfermera para su marido, que se encontraba postrado en la cama delirando con unas fiebres. El señorito George Shelby que, en el intervalo, se había convertido de un muchacho en un joven y alto caballero, era su ayudante fiel y constante y su único consejero para supervisar los negocios de su padre. La señorita Ophelia había tomado la precaución de enviarles el nombre del abogado que se ocupaba de los asuntos de los St. Clare, y no pudieron hacer más, dadas las circunstancias, que escribirle una carta a éste pidiéndole más datos. La muerte repentina del señor Shelby, unos días más tarde, trajo consigo las presiones absorbentes de otros intereses durante algún tiempo.

El señor Shelby mostró su confianza en la habilidad de su esposa nombrándola albacea única de todos sus bienes, de modo que le llegó inmediatamente a las manos una gran cantidad de negocios complicados.

La señora Shelby, con su energía acostumbrada, se dedicó a la tarea de desenredar la maraña de sus asuntos; ella y George estuvieron ocupados durante algún tiempo recogiendo y repasando las cuentas, vendiendo propiedades y pagando deudas; pues la señora Shelby estaba decidida a dejar todos los asuntos liquidados y claros, fueran cuales fueran las consecuencias para ella. Mientras tanto, recibieron una carta del abogado cuyas señas les había dado la señorita Ophelia, en la que decía que no sabía nada del tema; que el hombre había sido vendido en subasta pública y que, después de recibir el dinero, no supo nada más del asunto.

Este resultado no satisfizo ni a George ni a la señora Shelby, por lo que, unos seis meses después, cuando aquél se encontraba río abajo ocupándose de unos negocios para su madre, decidió visitar Nueva Orleáns personalmente para insistir en sus indagaciones, con la esperanza de averiguar el paradero de Tom y redimirlo.

Tras unos meses de búsqueda infructuosa, por pura casualidad George dio con un hombre en Nueva Orleáns que tenía la información deseada; así que, con el dinero en el bolsillo, nuestro héroe bajó en barco de vapor por el río Rojo con el propósito de encontrar y comprar a su viejo amigo.

Lo introdujeron inmediatamente en la casa, donde encontró a Legree en el salón.

Legree recibió al forastero con una especie de ruda hospitalidad.

—Tengo entendido —dijo el joven— que usted compró en Nueva Orleáns un muchacho llamado Tom. Antes estuvo en casa de mi padre y he venido a ver si podía comprarlo de nuevo.

A Legree se le ensombreció el semblante, y espetó con apasionamiento:

—Sí, compré a ese tipo y ¡menuda ganga resultó ser! ¡Era un perro rebelde, insolente y desvergonzado! Incitó a mis negros a que se escaparan y consiguió que huyeran dos muchachas, que valían ochocientos o mil cada una. Lo confesó y cuando le conminé a que me dijera dónde estaban, me dijo que lo sabía pero que no pensaba decirlo; y se mantuvo firme aunque le di la mayor paliza que jamás le haya dado a un negro. Creo que pretende morirse, pero no sé si lo va a conseguir.

—¿Dónde está? —preguntó George impetuosamente—. Quiero verlo—. Las mejillas del joven estaban coloradas y sus ojos echaban chispas, pero estuvo prudente y no dijo nada aún.

—Está en aquel cobertizo —dijo un muchachuelo que sujetaba el caballo de George.

Legree le dio una patada al niño y le maldijo; pero George, sin decir una palabra más, le volvió la espalda y se dirigió al lugar.

Tom llevaba allí dos días desde la noche fatídica, sin sufrir, puesto que tenía todos los nervios embotados y destruidos. Pasaba la mayoría del tiempo en un tranquilo estupor, porque las leyes de su constitución fuerte y robusta no querían soltar tan rápidamente el espíritu que mantenían prisionero. Unas pobres criaturas desoladas le habían visitado sigilosamente en la oscuridad de la noche, escatimando sus escasas horas de sueño para devolverle alguna de las muestras de amor que él siempre había derrochado entre ellos. Es verdad que tenían poco que darle: sólo una taza de agua fría; pero la daban con los corazones rebosantes.

Caían lágrimas sobre el rostro honrado e insensible; lágrimas de tardía contrición de los pobres paganos ignorantes, que el amor y la paciencia del moribundo habían despertado; susurraban amargas plegarias al Salvador recién descubierto del que conocían poco más que el nombre, pero a quien el corazón anhelante del hombre ignorante nunca ruega en vano.

Cassy, deslizándose fuera de su escondite, se había enterado del sacrificio que Tom había hecho por ella y Emmeline, y había ido a verlo la noche anterior desafiando el riesgo de que la cogieran; conmovida por las últimas palabras que el alma caritativa aún tenía la fuerza de susurrarle, la negra e infeliz mujer había superado el largo invierno de la desesperación y el hielo de los años y había rezado y llorado.

Cuando George entró en el cobertizo, sintió que la cabeza empezó a darle vueltas y el corazón a rompérsele.

—¿Es posible… es posible? —dijo, arrodillándose junto a él—. ¡Tío Tom, pobre, pobre viejo amigo!

Algo en su voz penetró en el oído del moribundo. Movió levemente la cabeza, sonrió y dijo:

«Jesús puede hacer que el lecho del moribundo

sea tan blando como las almohadas de pluma».

Los ojos del joven derramaron lágrimas que honraban su corazón varonil mientras se inclinaba sobre su pobre amigo.

—¡Ay, querido tío Tom! ¡Despiértate, por favor, háblame una vez más! ¡Mírame! Soy el señorito George, tu señorito George, ¿no me conoces?

—¡Señorito George! —dijo Tom, abriendo los ojos y hablando con voz débil—. ¡Señorito George!—; parecía no comprender.

De repente la idea pareció llenarle el alma; los ojos extraviados se fijaron y centellearon, todo el rostro se le iluminó, las duras manos se juntaron y le cayeron lágrimas por las mejillas.

—¡Bendito sea el Señor! ¡Es él, es él… es todo lo que deseaba! ¡No se han olvidado de mí! Me consuela el alma y me alegra el corazón. ¡Ahora moriré contento! ¡Bendito sea el Señor!

—¡No te morirás, no debes morirte, ni se te ocurra! He venido a comprarte y llevarte a casa —dijo George con impetuosa vehemencia.

—¡Ay, señorito George, llega usted tarde! El Señor me ha comprado y me va a llevar a casa… y estoy deseando ir. ¡El Cielo es mejor que Kentucky!

—¡Oh, no te mueras! ¡Me matarás a mí! ¡Me romperá el corazón pensar lo que has debido de sufrir, tumbado en este viejo cobertizo! ¡Pobre, pobre hombre!

—No me llame usted pobre hombre —dijo Tom con solemnidad—.
He sido
un pobre hombre; pero eso ya está pasado y olvidado. ¡Estoy a las puertas de la gloria! ¡Oh, señorito George,
el Cielo ha llegado
! ¡He conseguido la victoria, me la ha concedido el Señor Jesús! ¡Bendito sea su nombre!

George se quedó anonadado por la fuerza, la vehemencia y el énfasis con que pronunció estas frases entrecortadas. Se quedó mirándolo en silencio.

Tom le agarró la mano y continuó:

—No le cuente a Chloe cómo me ha encontrado, pues sería terrible para ella. Dígale sólo que me encontró usted a punto de irme a la gloria y que no podía quedarme por nadie. Y dígale que el Señor ha estado conmigo siempre y en todas partes, y me lo ha hecho todo más llevadero y fácil. Y ¡ay de los pobres chicos y la nena! ¡Mi viejo corazón casi se ha roto de lo que los echaba de menos! ¡Dígales que me sigan todos, que me sigan! ¡Dé recuerdos al amo y a la querida ama y a todos los de allí! ¡No puede saberlo: parece que les tengo cariño a todos! Parece que tengo cariño a todas las criaturas en todas partes… no siento más que amor. ¡Oh, señorito George, lo que significa ser cristiano!

En este momento, Legree se acercó a la puerta del cobertizo, miró dentro con un aire obstinado de fingida despreocupación y se dio la vuelta.

—¡Viejo Satanás! —dijo George, indignado—. ¡Es un consuelo pensar que el diablo le hará pagar por esto un día de éstos!

—¡Oh, no, no debe usted decir eso! —dijo Tom, cogiéndole fuertemente la mano—. ¡Sólo es un pobre miserable, es terrible pensarlo! ¡Si pudiera arrepentirse, el Señor le perdonaría ahora; pero me temo que no vaya a hacerlo nunca!

—¡No, espero que no! —dijo George—. ¡No quiero verlo en el Cielo!

—¡Calle, señorito George, me preocupa! ¡No sea usted así! A mí no me ha hecho daño realmente. Sólo me ha abierto las puertas del reino, nada más.

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