Radek encendió un cigarrillo. Le temblaban los dedos.
—Vamos, de todos modos hay que decidirse a abrir. Adelante, amigo mío.
Y, mientras hablaba, Maigret se arregló la corbata ante un espejo, sin perder de vista, no obstante, a su acompañante.
—¿Qué pasa?
Abrió la puerta del armario.
—¿Un cadáver? ¿Cómo? —Radek había retrocedido un paso. Y miraba estupefacto a una joven rubia que salía de su escondite, algo torpe, pero en absoluto asustada.
Era Edna Reichberg. Miraba alternativamente a Maigret y a Radek como si esperara una explicación. No se mostraba nada alterada; simplemente, el malestar de alguien que desempeña un papel al que no está acostumbrado.
Maigret, por su parte, sin ocuparse de ella, se había vuelto hacia Radek, que trataba de recuperar su aplomo.
—¿Qué le parece? Esperábamos un cadáver, o, mejor dicho, usted me había preparado para la idea de que iba a encontrar un cadáver, y he aquí que nos encontramos con una joven encantadora y perfectamente viva.
Edna, a su vez, también se había vuelto hacia el checo.
—Pues bien, Radek… —prosiguió Maigret de buen humor.
Silencio.
—¿Sigue creyendo que jamás entenderé nada?
La joven sueca, que no apartaba los ojos del hombre, abrió la boca para soltar un grito de terror que se ahogó en su garganta.
El comisario se había vuelto de nuevo hacia el espejo, y se alisaba el pelo lacio con la mano. En ese momento, el checo sacó un revólver de su bolsillo, apuntó rápidamente al policía y apretó el gatillo en el instante exacto en que la joven intentó gritar inútilmente.
Ocurrió algo maravilloso y, a la vez, ridículo. Se oyó un ruidito metálico como el que podía haber producido un juguete. No salió bala alguna. Radek apretó el gatillo por segunda vez.
El resto fue tan rápido que Edna no tuvo tiempo de comprender qué pasaba. Aunque Maigret parecía estar sólidamente apostado en su sitio, de pronto dio un gran salto y cayó con todo su peso sobre el checo, que rodó por el suelo.
«¡Cien kilos!», había anunciado.
Y, en efecto, aplastó a su adversario; éste, después de dos o tres intentos inútiles por soltarse, permaneció inmóvil, con las manos atrapadas en unas esposas.
—Discúlpeme, señorita —murmuró el comisario incorporándose—. Ya hemos terminado. Tengo un taxi para usted en la puerta. Radek y yo todavía tenemos que hablar de un montón de cosas.
El checo se había levantado, rabioso y huraño. La pesada zarpa del comisario cayó sobre su hombro mientras Maigret exclamaba:
—¿No es cierto, hombrecillo?
Desde las tres de la madrugada hasta la salida del sol, la luz del despacho de Maigret, en el Quai des Orfévres, permaneció encendida, y los escasos policías que trabajaban en la casa oyeron un murmullo monótono.
A las ocho, el comisario encargó al ordenanza que le subiera dos desayunos. Y a continuación telefoneó al domicilio privado del juez Coméliau.
Eran las nueve cuando se abrió la puerta. Maigret hizo salir primero a Radek, que no llevaba esposas.
Los dos hombres parecían muy cansados. En cambio, ni el asesino ni el investigador mostraban la menor animosidad.
—¿Por aquí? —preguntó el checo al llegar al extremo de un pasillo.
—¡Sí! Cruzaremos el Palacio de Justicia. Será más corto.
Y, por el pasadizo reservado para la Prefectura de Policía, lo condujo a las celdas de la prisión preventiva. Las formalidades fueron rápidamente cumplimentadas. En el momento en que un guardia se llevaba a Radek a una celda, Maigret lo miró como para decirle algo, quizás «Hasta la vista», pero se encogió de hombros y se encaminó lentamente al despacho de Monsieur Coméliau.
Por muy a la defensiva que se hubiera puesto el juez, Maigret había adoptado, desde que llamó a su puerta, una actitud desenvuelta.
El comisario no fanfarroneaba, ni se mostraba triunfante o irónico. Mostraba simplemente las tensas facciones de un hombre que acaba de realizar una tarea larga y penosa.
—¿Me permite que fume? Gracias. Hace frío, aquí. —Y dirigió una mirada malhumorada a la calefacción central, que había hecho suprimir en su propio despacho para sustituirla por una vieja estufa de hierro colado—. ¡Ya está! Como le he dicho por teléfono, ha confesado. Y no creo que ahora tenga usted problemas con él, porque es un buen jugador y reconoce que ha perdido la partida.
El comisario había escrito en unos pedazos de papel algunas notas que debían servirle para redactar su informe, pero se le habían desordenado y se los guardó en el bolsillo dando un suspiro.
—La característica particular de este caso… —comenzó. La frase sonó demasiado pomposa en sus labios. Se levantó y empezó a caminar con las manos en la espalda—. ¡Un caso falseado desde su inicio! ¡Eso es todo! La frase no es mía, sino del propio asesino. Y, pese a todo, el asesino, al pronunciarla, no sospechaba el alcance de sus palabras. Cuando Joseph Heurtin fue detenido, me sorprendió que fuera imposible clasificar su crimen en ninguna categoría. No conocía a la víctima, no había robado nada, no es un sádico ni tampoco un desequilibrado. En vista de ello, quise recomenzar la investigación y me encontré con datos cada vez más falsos. Falseados e, insisto en ello, no por azar, sino conscientemente, incluso diría científicamente. ¡Falseados para desconcertar a la policía, para lanzar a la justicia a una aventura espantosa!
»Y ¿qué decir del auténtico asesino? ¡Más falso, por sí solo, que toda su puesta en escena! Usted conoce tan bien como yo la psicología de los diferentes tipos de criminales. Pues bien, ni usted ni yo conocemos la de un hombre como Radek. Llevo ocho días viviendo con él, observándolo, intentando penetrar en sus pensamientos. Ocho días que voy de estupor en estupor, ¡y aún sigue desconcertándome! Una mentalidad que escapa a todas nuestras clasificaciones. ¡Y, por este motivo, jamás se hubiera inquietado, a no ser que él mismo no hubiera sentido la oscura necesidad de hacerse atrapar! Porque él mismo me ofreció los indicios que yo necesitaba. Lo hizo sintiendo confusamente que con ello se perdía. Pero, de todos modos, lo hizo… ¿Me creería si le dijera que ahora se siente mucho más aliviado?
Maigret no alzaba la voz. Pero había en él una vehemencia contenida que confería singular fuerza a sus palabras. Se oía el ajetreo de los pasillos de los juzgados; a veces un alguacil gritaba un nombre o unos gendarmes hacían resonar sus botas.
—¡Un hombre que ha matado sin motivos concretos, simplemente por matar! Iba a decir por divertirse… No proteste, Coméliau; ahora se lo explicaré todo. Dudo que hable mucho, y no creo que conteste a sus preguntas, pues me ha confesado que sólo deseaba una cosa: tranquilidad. La información que ahora le daré sobre él bastará.
»Su madre trabajaba como sirvienta en una pequeña ciudad de Checoslovaquia. Él se crió en una casa muy parecida a un cuartel. Y, si pudo estudiar, fue gracias a becas y a donativos caritativos. Estoy seguro de que su infancia fue muy desgraciada, y ya de muy pequeño comenzó a odiar este mundo, que sólo veía desde una posición inferior…
Y se convenció de que era un genio. ¡Quería llegar a ser ilustre y rico gracias a su inteligencia! Ese sueño le trajo a París y le llevó a aceptar que su madre, a los sesenta y cinco años y roída por una enfermedad de la médula, siguiera trabajando de sirvienta para mandarle dinero. Lo animaba un inmenso orgullo devorador. Un orgullo acompañado de impaciencia, porque Radek, estudiante de medicina, se sabía enfermo del mismo mal que su madre y no ignoraba que le quedaban pocos años de vida.
»Al principio, el joven trabaja con desespero, y sus profesores se asombran de su valía. No ve a nadie, no habla con nadie. Es pobre, pero está acostumbrado a la pobreza. A menudo acude a clase sin calcetines. En varias ocasiones, descarga legumbres en Les Halles para ganar unos céntimos. Eso no impide que la catástrofe sobrevenga. Su madre muere, y él ya no recibe ni un céntimo. Bruscamente, sin transición, abandona todos sus sueños. Podría intentar trabajar, como hacen numerosos estudiantes, pero ni lo intenta. ¿Sospecha que ya nunca será el genio que confiaba en llegar a ser? ¿Duda de sí mismo? Ya no hace nada, nada en absoluto. Se arrastra por las cervecerías, escribe cartas a parientes lejanos para obtener ayudas, cobra de las instituciones benéficas, sablea cínicamente a sus compatriotas exagerando incluso la falta de gratitud. ¡El mundo no lo ha entendido! ¡El odia el mundo! Y pasa todas sus horas alimentando este odio. En Montparnasse, se sienta al lado de personas afortunadas, ricas, que gozan de buena salud. Toma cafés con leche mientras los cócteles desfilan por las mesas contiguas.
»¿Planea ya un crimen? ¡Tal vez! Hace veinte años se habría vuelto un anarquista militante y lo habríamos encontrado arrojando una bomba en alguna capital. Pero eso ya ha pasado de moda. Está solo, y quiere seguir estando solo. Se corroe. Con perversa voluptuosidad, se regodea en su soledad, en la sensación de su superioridad y de la injusticia del destino para con él. Posee una inteligencia notable, pero, mucho más acusado, un agudo sentido de las debilidades del hombre. Uno de sus profesores me habló de una manía que ya tenía cuando estudiaba en la facultad y que lo hacía terrible. Le bastaba con observar a un hombre durante pocos minutos para sentir literalmente sus defectos o futuros problemas médicos. Con una alegría malsana, podía espetarle a un joven desprevenido: «¡Antes de tres años, estarás en un sanatorio!», o bien: «Tu padre ha muerto de un cáncer, ¿verdad? ¡Cuidado!».
»Diagnósticos todos de una seguridad aplastante. Y eso, tanto para los defectos físicos como para los morales. En su rincón de La Coupole, ese constituía su único entretenimiento. Enfermo él mismo, acechaba en los demás los menores signos de enfermedad.
»Crosby estaba en su campo de observación, pues frecuentaba el mismo bar. Radek me trazó de él un cuadro de impresionante realismo. Donde yo, debo confesarlo, sólo veía a un consentido, a un juerguista de mediana envergadura, él, por su parte, descubrió una fisura. Me habló de un Crosby lleno de salud, amado por las mujeres, vividor, pero también de un Crosby dispuesto a cualquier vileza con tal de satisfacer sus deseos. Un Crosby que, durante un año, dejó que su esposa fuera la íntima amiga de su amante, Edna Reichberg, aun sabiendo que a la primera ocasión se divorciaría de la primera para casarse con la segunda. Un Crosby que, finalmente, una noche en que las dos mujeres acababan de abandonarlo para irse al teatro, dejó asomar la angustia en su rostro.
»Sentado a una mesa al fondo de La Coupole, el estadounidense suspiró ante dos amigos de los muchos que tenía: "Cuando pienso que ayer, sin ir más lejos, un imbécil asesinó a una vieja, dueña de una mercería, por veintidós francos… ¡Yo daría hasta cien mil para que me libraran de mi tía!". ¿Salida de tono? ¿Fanfarronada? ¿Fantasía? Radek estaba cerca. Detestaba a Crosby más que a otros porque era el más brillante de los seres con que se codeaba. ¡El checo conocía a Crosby mejor que el propio Crosby, y el otro no se había fijado en él ni una sola vez! Radek se levantó y, en el lavabo, garrapateó en un trozo de papel: "De acuerdo con los cien mil francos. Mande la llave a las iniciales M.V., oficina de mensajería del Boulevard Raspail". Luego volvió a su asiento. Un camarero entregó la nota a Crosby; éste rió con sarcasmo y después continuó su conversación, no sin echar una mirada a los clientes que lo rodeaban. Un cuarto de hora después, con unos dados en la mano, el sobrino de Mistress Henderson pedía que le saliera un póquer de ases. "¿Juegas solo?", bromeó uno de sus amigos. "Se me ha ocurrido una idea. Quiero saber si me salen por lo menos dos ases en la primera tirada". "¿Y si te salen?" "Entonces será que sí". "¿Sí, a qué?" "Es una idea, no os preocupéis". Y agitó largo rato los dados en el cubilete, lanzándolos con una mano temblorosa. "¡Cuatro ases!" Se secó la frente y salió dando una excusa que sonó a falsa. Al día siguiente, por la tarde, Radek recibía la llave.
Maigret había acabado por dejarse caer sobre una silla, a horcajadas, como solía hacer.
—Radek fue quien reveló esta historia del póquer de ases. Estoy seguro de que es cierta y de que Janvier, al que le he encomendado que lo comprobara, me la confirmará de un momento a otro. El resto, tanto lo que le diré a continuación como lo que ya le he contado, lo he reconstituido poco a poco, fragmento tras fragmento, a medida que seguía al checo y éste iba ofreciendo, sin saberlo, nuevas bases de razonamiento.
»Imagine a Radek en posesión de la llave: le interesan menos los cien mil francos que satisfacer su odio hacia el mundo. Crosby, envidiado o admirado por todos, está en sus manos. ¡Porque él lo domina! ¡Y es poderoso!
»Recuerde que Radek no espera nada de la vida. Ni siquiera está seguro de poder sobrevivir de alguna manera hasta que la enfermedad se lo lleve. Es posible que una noche, cuando no tenga los francos necesarios para su café con leche, se vea obligado a arrojarse al Sena. Pero no le importa. ¡Nada lo ata al mundo! Acabo de decir que, veinte años atrás, se habría hecho anarquista. En nuestra época, inmerso en la multitud neurótica y algo desequilibrada de Montparnasse, considera más divertido cometer
un buen crimen
. ¡Un buen crimen, él, que no es más que un indigente, un enfermo! Y los diarios se llenarán de uno solo de sus actos. La máquina judicial se pondrá en marcha a un gesto suyo. ¡Habrá una mujer muerta! Un Crosby temblará. Y él será el único en saberlo, sentado delante de su café con leche habitual, ¡el único en deleitarse con su poder! La condición esencial es que no lo atrapen. Y para ello, lo más seguro es poner a un falso culpable en manos de la justicia.
»Una noche descubre a Heurtin en la terraza de un café, y lo estudia, como estudia a todo el mundo. Le dirige la palabra. Heurtin, al igual que Radek, es un marginado. Habría podido disfrutar de una vida tranquila en la fonda de sus padres. En París es un simple recadero, con un sueldo de seiscientos francos al mes, que sufre y se refugia en los sueños, devora novelas baratas, frecuenta los cines e imagina aventuras maravillosas. No tiene fuerza alguna, nada que lo defienda del poder del checo. «¿Quieres ganar en una noche, sin ningún riesgo, algo con que vivir, a partir de ahora, como te parezca?». ¡El otro se excita! Radek lo tiene en sus manos y disfruta con su poder; habla, arrastra a su compañero a aceptar la idea de un robo. ¡Un simple robo en una mansión abandonada! Establece un plan y prevé los menores actos y gestos de su cómplice. El mismo le aconseja que se compre unos zapatos con suela de goma, para no hacer ruido. ¡En realidad, es para estar seguro de que Heurtin dejará huellas nítidas en la mansión!