Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
La puerta del plató se abrió y apareció el director. Tenía una cara fea, muy chupada, picada de viruelas, y una expresión desagradable. Sin embargo, ella quería más de la vida. Así que le sonrió.
—¿Ya estás lista? —le preguntó Arty Short.
—¿Qué debo hacer? —dijo riendo, como si se sintiese a sus anchas, como si fuese una actriz consumada—. ¿Hay un guión?
Arty la miró en silencio. Le tocó el pelo, estrechando los ojos. Luego se volvió hacia la puerta abierta.
—¡Quiero dos trenzas! —gritó.
Una mujer diminuta entró en el plató arrastrando los zapatos. Llevaba en una mano cuatro lazos. Dos rojos y dos azules.
—¿Las ato con un lazo? —preguntó.
Arty hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Rojo o azul? —preguntó la mujer, con un tono monocorde.
—Rojo.
La mujer extrajo un peine del bolsillo, fue detrás de la muchacha y comenzó a peinarla, sin el menor miramiento.
Arty siguió observando a la muchacha mientras la peluquera le anudaba las dos trenzas.
—Quiero que seas ingenua, ¿me entiendes? —dijo a la muchacha.
Ella asintió y sonrió. Detestaba las trenzas. Todas las chicas de Corvallis llevaban trenzas. Y estaba segura de que con trenzas tendría su misma cara de paleta. Pero era la prueba de su vida. Un papel protagonista. Estaba dispuesta a hacer mucho más por conseguir aquel papel.
—¿Cómo has dicho que te llamas? —le preguntó Arty.
—Bette Silk... —La muchacha se trabó. Rió—. O sea, ese es mi nombre artístico. En realidad, me llamo...
—Vale, Bette, escúchame con atención —la interrumpió Arty—. Lo que quiero de ti es lo siguiente... —De repente el director tuvo un arrebato de impaciencia—. ¿Cuánto se tarda en hacer dos trenzas?
La peluquera apretó el segundo lazo y enseguida se marchó.
—Perdóname, Bette —dijo Arty suavizando su voz—, pero cuando ruedo no quiero follones en el plató. ¿Estás tranquila?
—Sí.
—Bien. Tú eres una chica que huye. Cuando grite «acción», tú entras aquí, jadeante y aterrorizada. Cierras la puerta con este cerrojo —y Arty le mostró un cerrojo liviano, en la mitad de la puerta. Lo cerró.
—¿No esos otros dos? —preguntó la muchacha señalando dos cerrojos mucho más gruesos que había en los ángulos superior e inferior de la puerta—. Si estoy huyendo...
—Bette —la cortó, molesto, Arty Short—. Bette, no pongas nada de tu parte. Si te digo que solamente cierres ese, cierras solamente ese.
—Sí, perdóneme, es que yo...
—Si te digo que te tires por una ventana, lo haces, Bette. ¿Queda claro? —dijo Arty con voz severa.
Bette se ruborizó y bajó la mirada.
—Sí, perdóneme.
—De acuerdo. Esto es todo lo que tienes que hacer.—Y la voz de Arty volvió a suavizarse—. Estás huyendo. Y buscas refugio en este lavadero.
—¿De quién huyo? —inquirió la muchacha.
Arty la miró en silencio.
—¿Estás lista? —preguntó luego.
—Sí... —dijo tímidamente Bette.
—Muy bien.
—¿Debo decir alguna frase?
—Te saldrán solas, ya lo verás —le sonrió amablemente Arty—. ¡Luces! —gritó después hacia arriba.
Los focos que apuntaban hacia el escenario se iluminaron. Bette se sintió inundada por el calor de la luz. Y en aquel instante comprendió que estaba a punto de hacer cine. En serio. Como protagonista.
—Ven —le dijo Arty, cogiéndola por un hombro y conduciéndola fuera del plató. Accionó el cerrojo y abrió la puerta.
Bette miró el escenario iluminado antes de pasar a la oscuridad de los bastidores. Y sintió que el corazón se le aceleraba.
—Él es tu pareja —le dijo Arty.
Bette se volvió y vio a un muchacho de unos veinticinco años, que la miraba a los ojos, sin demostrar la menor emoción. Se sintió como envestida por una ola de frío y enseguida volvió a mirar el escenario y las luces fulgurantes de los focos.
—¡Motor! —gritó Arty.
El corazón de Bette se aceleró más.
—¡Acción! —gritó Arty.
Su sueño se estaba haciendo realidad, pensó Bette. Aspiró profundamente y salió corriendo al escenario, con tanto ímpetu que cayó al suelo. Se levantó y se abalanzó hacia la puerta. La cerró y echó el cerrojo.
Entonces Arty Short se volvió hacia Bill.
—Es toda tuya —le dijo.
Bill se puso una máscara de cuero negro, ceñida, con ranuras para los ojos, la boca y la nariz.
—Ve, Punisher —dijo Arty.
Bill dio un empellón a la puerta. El cerrojo cedió. La puerta se abrió. Bill se quedó inmóvil mirando a Bette, sus largas trenzas, su cuerpo escultural. La vio retroceder hacia una pared, con una expresión de fingido terror en el rostro. Era una actriz pésima. Se giró hacia la puerta y la cerró. Con un pie corrió el grueso cerrojo del extremo inferior de la puerta. Luego echó también el de arriba. Y entonces miró de nuevo a su víctima. Oía el zumbido de la cámara. Sonrió detrás de su máscara de cuero. La muchacha se había llevado teatralmente una mano a la boca, como hacían las actrices del cine mudo. Se le fue acercando poco a poco. La muchacha susurraba con voz implorante: «No... no... se lo ruego... márchese... no...». Bill la asió por una trenza y la arrojó al centro del plató. Cuando la muchacha se levantó, su expresión de miedo era más verosímil. Pero aún no era suficiente. Bill entonces le asestó un puñetazo en el estómago. La muchacha se dobló en dos, gimiendo. Y en el momento en que Punisher le alzó la cabeza, poniéndola hacia la cámara, el dolor y el terror eran perfectamente realistas. Bill rió y a continuación le arrancó la ropa, mientras la seguía sacudiendo, mientras seguía oyendo el zumbido de las cámaras, mientras sentía crecer su excitación.
—¡Corten! —gritó Arty Short diez minutos después.
En el silencio que siguió sonó el interruptor del generador. Los focos se apagaron, chirriando mientras se enfriaban. El pabellón quedó sumido en la oscuridad. La lámpara que colgaba del techo, en el centro del plató, alumbró de nuevo con su haz mortecino. Y en el círculo de contornos difuminados, en el suelo —al tiempo que Bill se quitaba la máscara de cuero negro y abandonaba el plató—, la muchacha permaneció inmóvil unos segundos, como muerta. Luego se llevó una mano a la ingle, que se tapó, con una lentitud pasmosa. Y con el otro brazo se rodeó el pecho desnudo. Empezó a sollozar. Volvió la cabeza hacia las cámaras que ya no zumbaban y dijo:
—Oh, Dios...
Alrededor de ella, en la oscuridad, todos callaban.
—¡Doctor Winchell! —gritó Arty Short.
En el débil círculo de luz apareció un hombre de unos sesenta años, pocas canas en las sienes, gafitas doradas, redondas, traje gris, con un maletín en una mano y dos mantas en la otra. Se arrodilló al lado de la muchacha, le puso encima una manta, la otra se la colocó enrollada debajo de la cabeza y abrió el maletín. Extrajo una jeringa y la llenó de un líquido claro, viscoso. La muchacha seguía con la cara girada hacia la oscuridad, hacia las cámaras apagadas. Cuando notó que el médico le agarraba un brazo, con delicadeza, y se lo apretaba con un torniquete, se volvió a mirarlo.
—Es morfina —dijo el doctor Winchell—. Te quitará el dolor.
Luego introdujo la aguja en la vena que se le había hinchado, soltó el torniquete e inyectó el líquido. Extrajo la aguja y tapó la pequeña herida con un apósito de algodón empapado de desinfectante.
Mientras el médico guardaba sus instrumentos en el maletín, se acercó Arty Short. Sacó de su bolsillo un fajo de billetes, se agachó hacia ella y se lo puso en la mano.
—Son quinientos dólares —dijo—. Y ya he hablado con un productor que me ha prometido darte un papel en una película. Eso sí, si vas a la policía, te perjudicarás a ti misma.—El director se incorporó—. Has estado soberbia —dijo a la muchacha. Luego se alejó y sus pasos resonaron en la oscuridad del pabellón.
El doctor Winchell sonrió a la muchacha, incómodo, después cogió una gasa y comenzó a taponar y desinfectar las heridas de la cara, con suavidad, limpiando la sangre.
—¡Has estado sensacional! —se oyó exclamar más allá a Arty Short—. Ya verás lo que saco en el montaje. Vamos a beber algo, Punisher. Te convertirás en una leyenda, créeme —y su carcajada retumbó en el pabellón.
La muchacha miraba al doctor Winchell, que seguía ocupándose de sus heridas.
—Usted se parece a mi abuelo... —dijo.
Los Ángeles, 1927
—Hablaba en serio cuando le dijo a su esposa que me ayudaría? —preguntó Ruth al señor Bailey, al aparecer en la agencia fotográfica Wonderful Photos, situada en la cuarta planta de Venice Boulevard.
El señor Bailey la miró. Ruth llevaba una maleta en la mano. Una elegante maleta de cocodrilo verde.
—¿Te estás metiendo en líos? —le preguntó a su vez, apartándose para dejarla pasar.
Ruth permaneció inmóvil.
—No —se limitó a responder.
—Y supongo que tampoco me estás metiendo en líos a mí, ¿verdad? —inquirió el señor Bailey.
En el rostro de Ruth se dibujó una expresión de estupor.
—No... por supuesto —dijo en voz baja.
—¿Por qué no pasas, Ruth? —la invitó el señor Bailey.
Ruth se quedó en la puerta, cohibida. Incapaz de moverse.
Abandonar la mansión de Holmby Hills no había sido difícil. La gran casa, a su regreso de la clínica, le había parecido aún menos acogedora. El salón donde sus padres habían celebrado suntuosas fiestas estaba casi vacío, a excepción de algún mueble de escaso valor. Los marchantes habían arramblando con todos los cuadros que antes cubrían las paredes. Los suelos estaban desnudos, sin las mullidas alfombras que los habían recubierto. La piscina había sido vaciada y se estaba llenando de hojas secas. Su padre dedicaba el día a esperar la visita de los posibles compradores o salía con aire furtivo para reunirse con sus nuevos socios. Su madre, cuando veía escabullirse a su marido, iba detrás de él y le gritaba: «¿Vas a hacer una prueba a tus putas? Al menos vuelve con algún dólar en el bolsillo, fracasado». Después se arrellanaba de nuevo en el sillón, donde se pasaba la mayor parte del tiempo bebiendo. Hasta la madrugada.
Pero lo que propició su decisión de marcharse no fue aquel ambiente sombrío. Cuando ya habían pasado tres días sin atreverse a dar el paso que había anunciado, su padre entró por la mañana en su dormitorio con un hombre mayor, de rostro demacrado y ojos gélidos. El hombre inspeccionó la habitación, sin mostrar interés. El señor Isaacson mantenía los ojos bajos, evitando toparse con la mirada de Ruth. «Este», dijo luego el hombre, señalando el valioso marco antiguo de plata repujada que estaba sobre la mesilla, con el daguerrotipo de su abuelo Saul. El padre de Ruth no se movió. Entonces el hombre cogió el marco, lo abrió por atrás, sacó la foto del viejo Saul Isaacson y la tiró encima de la cama. Luego salió de la habitación con el marco en la mano, a la vez que decía: «¿Hay algo más que ver? Vamos, que tengo prisa». El padre de Ruth no tuvo fuerzas para decir nada a su hija y cerró despacio la puerta antes de desaparecer.
Ese mismo día Ruth cogió la maleta de cocodrilo verde, metió en ella su ropa, el daguerrotipo de su abuelo Saul y el corazón pintado por Christmas, y abandonó la mansión de Holmby Hills. No fue difícil hacerlo.
Tampoco llegar a la cuarta planta de Venice Boulevard.
—Pasa, Ruth —repitió el señor Bailey.
Ruth lo miró. Después miró al suelo, hacia la placa de latón que separaba el suelo del pasillo exterior del de la agencia de fotos. Como una frontera. Como si aquel último paso le costase más que todos los que había dado hasta ahí. Como si, una vez que cruzara el umbral, su decisión ya fuera definitiva. Y, mientras observaba la placa de latón, su nariz y su mente se le llenaron de los olores que había respirado en Monroe Street, la vez que fue a despedirse de Christmas. Y esos mismos olores, que entonces la asustaron, ahora le parecieron reconfortantes. Y durante un instante la imagen del viejo señor Bailey, reflejada en la placa de latón, le pareció la de Christmas. Vio su sonrisa alegre, su mechón rubio despeinado, sus ojos negros como el carbón, su expresión insolente. Y sintió que se apoderaba de ella su optimismo, su inocencia, su valentía, su confianza en la vida.
Alzó los ojos y miró al señor Bailey. El viejo la miraba con aire comprensivo.
—¿Cómo está la señora Bailey? —le preguntó.
—Como siempre —contestó el señor Bailey—. Pasa...
—¿La echa mucho de menos? —preguntó Ruth, con una profunda melancolía en la voz, cargando la pregunta con toda la añoranza que sentía por Christmas.
El señor Bailey se estiró hacia la maleta de cocodrilo, la cogió y con la otra mano empujó a Ruth hacia el interior de la agencia fotográfica.
—Ven —le dijo—. Hablemos dentro.
Ruth vio que el señor Bailey pisaba la placa de latón. Y vio que no llevaba refinados zapatos ingleses como su padre, sino sólidos zapatos americanos. Ruth vaciló, luego cruzó aquella frontera lustrosa. «Ya está, lo he hecho», se dijo.
Diez minutos después, la secretaria del señor Bailey dejó una bandeja con té caliente y pastas sobre el escritorio del agente. Luego salió del despacho y cerró despacio la puerta.
—Yo no decidí meter a la señora Bailey en ese sitio —dijo entonces el viejo, sin que Ruth le hubiera preguntado nada—. Jamás lo habría hecho. Si hubiese dependido de mí, habría dejado de trabajar y me habría dedicado a la señora Bailey en cuerpo y alma, día y noche. No, no lo decidí yo.—Durante unos segundos el señor Bailey permaneció con la mirada ausente, volviendo a un momento doloroso e íntimo—. Un día... ya hacía meses que había caído en el cepo, como ha llamado siempre a su enfermedad... en fin, un día se sentó enfrente de mí y me dijo: «Mírame, Clarence. ¿Ves que estoy lúcida? Tienes que llevarme a una clínica de enfermedades mentales». Así, sin preámbulos, sin rodeos. Intenté replicar pero ella me cortó enseguida. «No tengo tiempo para discutir, Clarence», me dijo. «Dentro de menos de diez palabras volveré a decir tonterías. No seas desleal conmigo, nunca lo has sido. No tengo tiempo para discutir.» —El viejo agente fijó los ojos en Ruth—. Cogí sus manos entre las mías y bajé la mirada, como un cobarde, porque tenía ganas de llorar y no quería... no quería que me viese tan débil. Le apretaba las manos y cuando levanté la mirada... la señora Bailey ya no era ella. Sencillamente... no estaba. Y entonces hice lo que me había pedido. Porque si la hubiese mantenido a mi lado habría sido... desleal. —Los ojos del señor Bailey sonrieron, llenos de tristeza. Bebió un sorbo de té, se levantó y fue a la ventana, dando la espalda a Ruth. Cuando se volvió de nuevo hacia la chica, tenía una expresión serena. Como si se hubiese quitado de encima toda su melancolía.