Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
—Sí —contestó Ruth y se rió, sin saber por qué. Quizá sencillamente porque había salido con alguien como Bill, que se reía de todo.
—Oye, que muy poca gente tiene coche —dijo Bill.
—¿Ah sí? —respondió ella con poco interés.
—Eres una tonta. ¿Crees que todo el mundo es rico como tu abuelo o como tu padre? ¿Qué pasa, te da asco una furgoneta? —preguntó Bill, con tono áspero y los ojos tan apretados que parecían dos rendijas, sombríos en la noche sombría. Pero luego se rió, a su manera, alegre y ligera, y a Ruth se le pasó enseguida aquel estremecimiento que le había erizado su blanquísima piel.
Bill puso ruidosamente en marcha el motor, aceleró y la furgoneta, dando tumbos y traqueteando, avanzó hacia la carretera que llevaba a la ciudad.
—Ahora te enseñaré el mundo real —le dijo Bill sin dejar de reír.
Y Ruth rió con él, excitada por aquella aventura, girando la sortija con la gran esmeralda que le había tomado prestada a su madre —sin que esta sospechase nada—, para estar guapa y sentirse menos pequeña al lado de Bill. Y solo en ese instante se dio cuenta de que su madre debía de tener los dedos más finos que los suyos y que la sortija no le salía del anular.
—Mira allí —dijo Bill, mientras aparcaba la furgoneta, tras media hora larga de viaje—. En ese bar clandestino podemos beber algo y bailar —dijo señalando un local lleno de humo, ubicado en la confluencia de dos calles oscuras, donde entraban y salían hombres y mujeres, tambaleándose abrazados—. ¿Has traído el dinero? —le preguntó a la chiquilla.
—Pero el alcohol está prohibido —dijo Ruth.
—No en el mundo real —bromeó Bill, y volvió a repetir la pregunta—. ¿Has traído el dinero?
—Sí —dijo Ruth sacando de su bolsito dos billetes y olvidándose inmediatamente de la sortija. No podía apartar la vista de aquella chabola, donde todos reían como el jardinero. Donde la vida parecía tan diferente de la de su tétrico palacio.
—¿Veinte dólares? —exclamó Bill acercándose los dos billetes a los ojos—. ¡Caray, veinte dólares!
—Los he sacado del bolsillo de mi padre —dijo Ruth, divertida.
Bill también sonrió y asió entre sus manos el gracioso rostro de Ruth, arañándole su delicado cutis con los billetes y sus callos de jardinero. Y riendo atrajo el rostro de Ruth hacia el suyo y la besó en los labios, pero la dejó enseguida y siguió contemplando los billetes.
—Veinte dólares, caray. ¿Sabes cuánto me ha costado esta furgoneta cochambrosa? Anda, ¿lo sabes? Apuesto a que no. Pues cuarenta dólares, y me parece una fortuna. Y tú metes la mano en el bolsillo de tu papaíto y sacas la mitad, como si nada —dijo mientras reía con fuerza, con más fuerza de la habitual—. Veinte dólares para beber un whisky de contrabando —y volvió a reír, pero de una manera extraña.
—No lo hagas nunca más —dijo Ruth, seria.
—¿El qué?
—No me vuelvas a besar.
Bill la miró en silencio, con una mirada turbia, siniestra, en la que no se atisbaba el menor asomo de sus risotadas de antes.
—Baja —se limitó a decir, y enseguida abrió la puerta de su lado. Bordeó la furgoneta, cogió a Ruth de un brazo, con rudeza, y la llevó a empujones hasta el bar clandestino, sin volver a dirigirle la palabra. Trató de comprar una botella de whisky, pero no tenían cambio. Entonces pidió que se la dieran a crédito (era evidente que lo conocían) y, tras escuchar una melodía cursi, rió y arrastró a Ruth hasta la furgoneta—. Era un funeral —dijo risueño, arrancando el motor, con la botella entre las piernas—. Conozco sitios mejores.
—A lo mejor tendría que regresar a casa —se atrevió a decir tímidamente Ruth.
Bill frenó en seco en medio de la carretera.
—¿Es que no te diviertes conmigo? —le preguntó con la misma mirada siniestra de hacía unos instantes. La misma mirada que tenía siempre su padre cuando le pegaba con el cinturón, porque sí, únicamente porque estaba borracho. Sin embargo, enseguida sonrió y volvió a ser el Bill que Ruth conocía, le acarició su rostro inquieto, de chiquilla que teme haber cometido una tontería, y le dijo—: Nos vamos a divertir, te lo prometo —y volvió a sonreír, con amabilidad—. Y prometo que no te besaré.
—¿Me lo prometes?
—Te lo juro —respondió Bill llevándose una mano al corazón, con un gesto solemne. Y rió como hacía siempre.
Y entonces, por segunda vez, Ruth se olvidó de aquella desagradable sensación de zozobra que había experimentado y se unió a la risa de su acompañante.
Mientras conducía, Bill bebía de la botella. También se la pasó a Ruth, quien apenas se mojó los labios, pero no necesitó más para ponerse a toser. Y cuanto más tosía, más le daba por reír. Y Bill reía con ella y bebía, bebía, hasta que en un abrir y cerrar de ojos apuró toda la botella y la tiró por la ventanilla.
—Aquí no hay nada —dijo Ruth enjugándose las lágrimas que había derramado por la tos y la risa, mirando alrededor, cuando Bill paró la furgoneta.
—Estamos nosotros —dijo Bill.
Y de nuevo tenía aquella mirada turbia. Siniestra. Siniestra como la carretera desierta en la que habían parado.
—Me has prometido que no me vas a besar —dijo Ruth.
—Lo he jurado —contestó Bill—. Y yo siempre cumplo mis juramentos —dijo deslizando una mano entre las piernas de Ruth, levantándole la falda y arrancándole las bragas gruesas, de chiquilla.
Ruth trató de defenderse, pero Bill le propinó un puñetazo en plena cara, seguidamente otro y luego otro más.
Ruth oyó un ruido de huesos que se rompían, en su boca y en su nariz. Después, nada. Cuando abrió los ojos, estaba tumbada en la trasera de la furgoneta. Bill jadeaba encima de ella, empujándole algo ardiente entre las piernas. Y, mientras empujaba, repetía, riendo: «¿Ves como no te beso, zorra? ¿Ves como no te beso?». Hasta que Ruth sintió un nuevo calor viscoso y vio que Bill enarcaba la espalda y abría la boca. En el momento de incorporarse, Bill le dio otro puñetazo. «Judía de mierda», le dijo. «Judía de mierda, judía de mierda, judía de mierda, judía de mierda», remachó hasta que acabó de abotonarse los pantalones. Luego le asió la mano e intentó arrancarle la sortija con la gran esmeralda. «Llevo toda la noche fijándome en ella, zorra», farfulló. Pero la sortija no salía. Le escupió en el dedo y volvió a tirar, con fuerza, blasfemando. Entonces se puso de pie y empezó a darle patadas. En el vientre, en las costillas, en la cara. Después —arrodillándose con las piernas abiertas sobre el pecho de ella, para inmovilizarla— le asestó otro puñetazo y se inclinó hacia un saco de tela. «¿Quieres conocer el mundo real?» Del saco extrajo un par de tijeras de podar, de las que usaba para cortar las rosas. Abrió las hojas afiladas y las acercó al nacimiento del anular de Ruth. «Este es el mundo real, judía», y apretó las tijeras.
Un crujido de huesos, como una rama seca.
Bill sacó la sortija y lanzó el dedo amputado.
Ruth seguía gritando cuando la arrojó de la furgoneta.
Bill arrancó y se marchó. Ahora reía de nuevo, con su carcajada ligera.
Manhattan, 1922
—¡Mamá! ¡Mamá! —Christmas entró en el pequeño piso ubicado en el número 320 de Monroe Street, en la primera planta, donde vivían desde hacía cinco años, desde que habían dejado el semisótano sin ventanas donde se había criado—. ¡Mamá! —En su voz había un tono de niño desorientado.
Hacía poco que había amanecido.
Cetta había llegado tarde, como todas las noches. Era una mujer de veintiocho años y, dada su edad, había cambiado de oficio. Pero no de horarios. La voz de su hijo se infiltró en su sueño. Se revolvió en la cama, hundió la cabeza bajo la almohada, apretándola contra sus orejas, para no tener que abandonar el fantástico sueño en el que estaba inmersa y que se parecía tan poco a su vida.
—¡Mamá! —En la voz había un apremio desesperado—. ¡Mamá, despiértate, por favor!
Cetta abrió los ojos en la penumbra del cansancio.
—Mamá... ven...
Cetta se levantó de la cama, que ocupaba casi todo el pequeño cuarto, donde además solo había una vieja cómoda y un perchero de pared. Christmas retrocedió, con la mirada asustada y clavada en la madre, que se estaba frotando los ojos. Pasaron por la cocina, donde la camita de Christmas estaba pegada a la media pared, cerca de la estufa. A su izquierda, la puerta de entrada, que daba directamente a la cocina. Cetta la cerró.
—¿Qué quieres a estas horas? ¿Qué hora es? —preguntó Cetta.
Christmas no respondió, abrió los brazos y bajó la cabeza hacia su pecho.
La luz débil que iluminaba el pequeño piso entraba por la ventana de la habitación que Cetta llamaba pomposamente «el salón», una habitación cuadrada de tres por tres metros. Y a aquella débil luz Cetta vio que la camisa de su hijo estaba ensangrentada.
—¿Qué te han hecho? —dijo abriendo mucho los ojos, de pronto despierta. Se lanzó sobre su hijo y lo palpó donde tenía manchas de sangre.
—Mamá... mamá, mira —dijo en voz baja Christmas y se volvió hacia el sofá del salón.
Cetta vio a un adolescente con la cara llena de granos, con la cara tan asustada como la de su hijo, de pie al lado de la ventana. Y además a una chica tendida sobre el sofá, boca abajo, de pelo negro y rizado, con un traje blanco, con las mangas y el volante de la falda a rayas azules. Cubierta de sangre.
—¿Qué le habéis hecho? —gritó agarrando a su hijo.
—Mamá... —Los ojos de Christmas estaban llenos de lágrimas contenidas—. Mamá, mírala...
Cetta se aproximó a la chica, la cogió por los hombros y la giró. La soltó durante un instante, horrorizada. La chica no tenía ojos, sino dos masas tumefactas de carne oscura e hinchada. El labio superior estaba partido. De la nariz le salían dos costras duras y de sangre negra. Apenas respiraba. Cetta se volvió hacia el chiquillo granujiento y luego hacia su hijo.
—La hemos encontrado así, mamá.—En la voz de Christmas persistía el temblor infantil—. No sabíamos qué hacer... por eso la hemos traído aquí...
—Virgen santa —dijo Cetta y de nuevo miró a la chica.
—¿Morirá? —preguntó débilmente Christmas.
—Muchacha, ¿me oyes? —dijo Cetta sujetándola por los hombros—. Trae un vaso de agua —le pidió a su hijo—. No, mejor el whisky, está debajo de mi cama...
La chica se movió nerviosa.
—Tranquila, tranquila... ¡Date prisa, Christmas!
Christmas fue corriendo al cuartito de su madre y sacó de debajo de su cama una botella medio llena de un whisky malo, que vendía una vieja del edificio, amiga de unos mafiosos.
La chica, al ver la botella —que intuyó a través de sus ojos tumefactos—, volvió a moverse nerviosa.
—Tranquila, tranquila —dijo Cetta al tiempo que abría la botella.
La chica lanzó un quejido, trató de soltarse, parecía que quería llorar pero las lágrimas se le quedaban atrapadas en los párpados hinchados y amoratados. Luego, despacio, alzó una mano y se la enseñó a Cetta. Estaba cubierta de sangre. Le habían amputado el anular, de cuajo, por el nacimiento de la primera falange.
Cetta abrió la boca, se llevó una mano a los labios y a los ojos, después la abrazó con fuerza. «¿Por qué, por qué?», murmuraba. Finalmente, empuñó con decisión la botella.
—Voy a hacerte daño, mucho daño, muchacha —dijo con voz seria y firme, y derramó de golpe el contenido de la botella de whisky sobre el muñón del dedo.
La chica gritó. La boca, al abrirse, rompió las costras del labio superior, que volvió a sangrar.
Cetta bajó la mirada y vio que la falda de la chica estaba ajada. Entre sus muslos descubrió más sangre. Entonces, con delicadeza, agarró el rostro destrozado de la chica entre sus manos.
—Sé lo que te ha pasado —le susurró al oído—. No digas nada.
Y cuando se levantó del sofá, en su mirada había un dolor y un odio que creía ya tan profundamente enterrados que jamás podrían exhumarse. Y tenía los ojos de la campesina de Aspromonte que había sido en otra época —violada y desvirgada en un campo de trigo— y sobre la que había querido olvidarlo todo, menos a Christmas. Y tenía los ojos de la polizón que había canjeado el viaje a América con el capitán del barco por dos semanas de violaciones, y cuyo rostro y manos mugrientas de pronto recordó perfectamente. Cetta tenía ahora ojos de chiquilla y una mirada feroz.
Cogió a Christmas de un brazo y lo llevó hasta su cuartito. Cerró la puerta. Entonces, apuntándole con un dedo a la cara, le dijo:
—Si un día le haces daño a una mujer, dejarás de ser mi hijo. Te cortaré el pito con mis manos y luego te degollaré. Y si estoy muerta, vendré del más allá para hacer de tu vida una pesadilla infinita. No lo olvides nunca —dijo con una rabia sombría que asustó a Christmas.
Luego abrió la puerta del cuarto y regresó al salón.
—¿Cómo te llamas, muchacha? —le preguntó.
—Ruth...
«Ruth...», repitió para sus adentros Christmas con una especie de estupor.
—Que Dios te bendiga, Ruth —le dijo, y le hizo en la frente una breve señal de la cruz—. Ahora mi hijo te llevará al hospital. —Le lanzó una manta a Christmas—. Que no coja frío. Y tápala, que no la vea todo el mundo con nosotros, y menos en esta casa. Solo deben verla los médicos.—Le arregló el mechón rubio y lo besó tiernamente en la mejilla—. Vete, mi niño.—Luego lo atrajo nuevamente hacia ella y lo miró directamente a los ojos—. Déjala delante del hospital y huye, porque a la gente como nosotros nunca nos creen —le dijo con voz seria y preocupada. Por último, les dio la espalda a todos y se cerró en su habitación, se ovilló en la cama y hundió la cabeza bajo la almohada, tratando de no oír los jadeos de sus antiguos violadores.
Christmas bajó con esfuerzo las angostas escaleras del edificio propiedad de Sal Tropea con Ruth en brazos, envuelta en la manta, seguido por Santo.
—¿Quieres que te reemplace? —se ofreció Santo pasado un rato, haciendo amago de coger a la chica.
Pero Christmas, sin saber por qué, se apartó. De golpe, por instinto.
—No, la he encontrado yo —dijo.
Como si fuese un tesoro. Y siguió caminando. Y para sus adentros se repetía «Ruth», como si aquel nombre tuviese un significado especial.
Santo, un par de bloques más adelante, le dijo, preocupado:
—Tu madre ha dicho que la dejemos en los escalones del hospital...
—Lo sé —jadeó Christmas.
—... porque si no tendremos problemas —prosiguió Santo.
—Lo sé.