La campanilla de la doncella y otros relatos

BOOK: La campanilla de la doncella y otros relatos
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Edith Wharton (1862-1937), cuya «diabólica destreza, calidad de intención e inteligencia en el estilo y aguda mirada para elegir temas interesantes» fueron elogiadas por Henry James, no ha dejado de ocupar, en ningún momento, un lugar de honor en la literatura norteamericana contemporánea. Fue sobre todo en el relato corto donde se desplegó plenamente su talento narrativo, del que constituyen una inmejorable muestra sus cuentos de fantasmas.

La propia autora expone, con humor y distanciamiento, sus teorías acerca del género: «A los fantasmas no los aleja la aspiradora ni la cocina eléctrica, sino el ruido y el apresuramiento; lo que el espectro necesita no son pasadizos ni puertas ocultas detrás de los tapices, sino continuidad y silencio». Porque la evocación de lo sobrenatural no tiene que ajustarse a reglas fijas ni a escenarios convencionales: todos los humanos conservan un instinto de lo espectral que les remite en cualquier lugar y momento a dimensiones ocultas de la realidad.

El volumen incluye los siguientes relatos:
La campanilla de la doncella, Después
y
Kerfol
.

Edith Wharton

La campanilla de la doncella

y otros relatos

ePUB v1.0

chungalitos
16.05.12

Título original:
The Lady's Maid's Bell, Afterward, Kerfol

Edith Wharton, 1904, 1910 y 1916 respectivamente.

Traducción: Francisco Torres Oliver

ePub base v2.0

LA CAMPANILLA DE LA DONCELLA

I

Era el otoño, después de haber pasado el tifus. Había estado en el hospital, y cuando salí tenía un aspecto tan endeble y vacilante que las dos o tres damas a las que pedí trabajo no me aceptaron, por temor. Se me había agotado casi todo el dinero, y después de vivir de la pensión durante dos meses, frecuentando agencias de colocaciones y escribiendo a todos los anuncios que me parecían respetables, casi perdí las esperanzas, porque el andar de un lado para otro no me había permitido recuperar peso; así que no veía cómo podía cambiar mi suerte. Pero cambió…, o así lo creí yo entonces. Un día me tropecé con una tal señora Railton, amiga de la señora que me había traído a Estados Unidos, y me paró para saludarme; era de esas personas que hablan siempre con mucha familiaridad. Me preguntó qué me pasaba que estaba tan pálida, y cuando se lo conté, dijo:

—Vaya, Hartley; creo que tengo precisamente el puesto que necesitas. Ven mañana a verme y hablaremos de esto.

Al día siguiente, cuando fui a visitarla, me contó que se había acordado de una sobrina suya, una dama joven, aunque algo delicada, que vivía todo el año en su finca de Hudson, ya que no soportaba el ajetreo de la vida ciudadana.

—Ahora escúchame, Hartley —dijo la señora Railton con esa jovialidad que siempre me hacía sentir que las cosas iban a mejorar—: no es alegre el lugar al que te mando. La casa es grande y lúgubre; mi sobrina es una mujer nerviosa y melancólica; y su marido… bueno, generalmente está fuera; y dos hijos que tenían se les han muerto. Hace un año me lo habría pensado antes de encerrar en esa cripta a una muchacha activa y risueña como tú; pero ahora no te encuentras especialmente rozagante, ¿verdad?, y nada mejor para ti que un lugar tranquilo, con el aire del campo, buenos alimentos y la posibilidad de acostarte temprano. No me digas que me equivoco —añadió, porque supongo que debí poner cara de decepción—; puede que lo encuentras deprimente, pero no te sentirás desamparada. Mi sobrina es un ángel. Su anterior doncella, que murió la primavera pasada, la sirvió veinte años, y besaba el suelo que ella pisaba. Es un ama bondadosa con todos; y donde la señora es bondadosa, como sabes, los criados son generalmente joviales; de manera que probablemente te llevarás muy bien con el resto de la servidumbre. Eres justamente la chica que necesito para mi sobrina: tranquila, de buenos modales y educada por encima de tu condición social. ¿Lees bien en voz alta? Eso está bien; a mi sobrina le gusta que le lean. Necesita una doncella que pueda ser un poco su compañera: la anterior lo era, y no te puedes hacer idea de cuánto la echa de menos. Lleva una vida solitaria… Bueno, ¿qué decides?

—Por supuesto, señora —dije—, a mí no me da miedo la soledad.

—Bien, entonces ve; mi sobrina te aceptará con mi recomendación. Le telegrafiaré en seguida, y podrás coger el tren de esta tarde. No tiene a nadie que la atienda ahora y no quiero que pierdas tiempo.

Yo siempre estaba dispuesta a ponerme en marcha; sin embargo, había algo en mí que me retenía. Y para ganar tiempo pregunté:

—¿Y el señor, señora?

—Te repito que el señor casi siempre está fuera —dijo la señora Railton rápidamente—. Y cuando está en casa —exclamó de repente— no tienes más que evitar su presencia.

Cogí el tren de la tarde y llegué a la estación alrededor de las cuatro. Me esperaba un criado en una calesa, y partimos a buen paso. Era un oscuro día de octubre, con la lluvia suspendida a poca altura, y cuando ya nos adentrábamos en el bosque de Brympton Place, la luz casi se había ido. El camino cruzó serpenteante el bosque durante una milla o dos, y salió a un espacio de grava, cerrado por una espesura de arbustos altos y oscuros. No había luces en las ventanas, y la casa tenía efectivamente un aspecto algo lúgubre.

No le hice preguntas al criado, ya que nunca he sido partidaria de formarme una idea de mis señores a través de los compañeros: prefiero esperar, y ver por mí misma. Pero podía decir, por el aspecto de todo, que había entrado en una buena casa y que las cosas se hacían con gusto. Una cocinera de rostro afable me recibió en la puerta de atrás y llamó a la criada para que subiese a enseñarme mi habitación.

—Ya verás al ama más tarde —dijo—: la señora Brympton tiene visita.

No había supuesto que la señora Brympton fuese dama que recibiera muchas visitas, y estas palabras me alegraron en cierto modo. Seguí a la criada escalera arriba y vi, a través de una puerta del descansillo, que la parte principal de la casa estaba bien amueblada, con las paredes revestidas de madera oscura y varios retratos antiguos. Era ahora casi de noche, y la criada se excusó por no haber traído una luz.

—Pero hay fósforos en tu habitación —dijo—; y si caminas con precaución no tropezarás. Ten cuidado con el escalón del fondo. Tu cuarto está justo a continuación.

Miré en esa dirección mientras hablaba ella, y en mitad del pasillo vi a una mujer. Se retiró a una puerta al pasar nosotras, y la criada no pareció advertir su presencia. Era una mujer delgada, de cara pálida y con el vestido y el delantal oscuros. La tomé por el ama de llaves y me pareció raro que no dijese nada, aunque me miró largamente al pasar junto a ella. Mi dormitorio daba a un vestíbulo que había al final del pasillo. Frente a mi puerta había otra que estaba abierta; la criada exclamó al verla así.

—¡Vaya, la señora Blinder se ha dejado esta puerta abierta otra vez! —y la cerró.

—¿La señora Blinder es el ama de llaves?

—Aquí no hay ama de llaves; la señora Blinder es la cocinera.

—¿Es esa su habitación?

—¡No, por Dios! —dijo la criada, vivamente—. Ésta no es de nadie. Está vacía, quiero decir; y no debería estar abierta. La señora Brympton quiere que esté siempre cerrada con llave.

Abrió mi puerta y me pasó a una habitación limpia, amueblada con gusto, y con un cuadro o dos en las paredes. Y tras encender una vela se despidió, diciéndome que el té en el salón de la servi era a las seis y que la señora Brympton me vería después.

Encontré una agradable tertulia en el salón de los criados, y por lo que comentaban deduje que, como había dicho la señora Railton, la señora Brympton era la más bondadosa de las damas; pero no presté demasiada atención a lo que hablaban, ya que estaba atenta a ver si entraba la mujer pálida del vestido oscuro. No apareció, y me pregunté si comería aparte. Pero si no era el ama de llaves, ¿por qué había de hacerlo? De pronto se me ocurrió que podía ser una enfermera, en cuyo caso, naturalmente, se le serviría la comida en su habitación. Si la señora Brympton estaba inválida era lo más probable que tuviera una enfermera. La idea me contrarió, lo confieso, porque no siempre son personas con las que una se sienta a gusto; y de haberlo sabido, no habría aceptado el puesto. Pero ya estaba allí y de nada servía poner cara larga. Y dado que no tenía a quién hacerle preguntas, esperé a ver qué ocurría.

Terminado el té, la criada le dijo al lacayo:

—¿Se ha ido el señor Ranford?

Y al contestar éste que sí, me dijo que subiese con ella a ver a la señora Brympton.

La señora Brympton se hallaba en cama; al lado había una lámpara con pantalla. Era una dama de aspecto delicado, pero cuando sonrió comprendí que no habría nada que no hiciera yo por ella. Con voz dulce, y baja, me preguntó el nombre y la edad y demás, y si tenía todo lo que necesitaba, y si no temía sentirme sola en el campo.

—No. Con usted no lo estaré, señora —dije; y a mí misma me sorprendieron estas palabras, ya que no soy impulsiva. Pero fue exactamente como si hubiese pensado en voz alta.

Ella pareció complacida, y dijo que esperaba que siguiese pensando lo mismo; luego me dio algunas instrucciones sobre su tocador, y dijo que Agnes, la criada, me enseñaría dónde estaban las cosas.

—Esta noche estoy cansada y cenaré arriba —dijo—. Agnes me traerá la bandeja, así que puedes disponer de tiempo para deshacer el equipaje y acomodarte; después puedes venir a desvestirme.

—Muy bien, señora —dije—. ¿Tocará la campanilla, supongo?

Me miró con extrañeza.

—No. Te mandará a Agnes —dijo rápidamente, y cogió su libro otra vez.

Bueno, indudablemente, era de lo más raro: ¿cada vez que la señora necesitaba a su doncella, iba a llamarla la criada? Me pregunté si es que no había campanillas en la casa, pero al día siguiente comprobé que había en todas las habitaciones, y que había una especial que llamaba de la habitación de mi señora a la mía. Así que me pareció rarísimo que cada vez que la señora Brympton quisiera algo me mandase a Agnes, que tenía que recorrer todo el ala de los criados para venir a avisarme.

Pero no era esto lo único extraño en la casa. Al día siguiente mismo descubrí que la señora Brympton no tenía enfermera; entonces le pregunté a Agnes quién era la mujer que había visto en el pasillo la tarde anterior. Agnes dijo que ella no había visto ninguna mujer, y me di cuenta de que pensaba que eran imaginaciones mías. Desde luego, estaba oscuro cuando recorrimos el pasillo, y se había disculpado por no traer una luz; pero yo había visto a la mujer con suficiente claridad para reconocerla si volvía a verla. Concluí que debía ser alguna amiga de la cocinera o de alguna criada; quizá había venido del pueblo de visita, por la noche, y querían que no se supiese. Algunas señoras son muy estrictas en cuanto a albergar a los amigos de los criados en la casa por la noche. Fuera lo que fuese, decidí no preguntar más.

Un día o dos después sucedió otra cosa extraña. Estaba hablando una tarde con la señora Blinder, que era una mujer servicial y llevaba en la casa más tiempo que el resto de la servidumbre, cuando me preguntó se me sentía a gusto y tenía cuanto me hacía falta. Le dije que ninguna falta encontraba en mi trabajo ni en mi señora, aunque me extrañaba que en una casa tan grande no hubiese una habitación de costura para la doncella de la señora.

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