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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La canción de la espada (28 page)

BOOK: La canción de la espada
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—Sí, señor —respondí, al tiempo que contemplaba la discreta sonrisa de Gisela.

—Pues que se quede con vos —decidió Alfredo, tajante, mientras Beocca alzaba al cielo el ojo sano dando gracias a Dios—. Quiero que los hombres del norte abandonen el estuario del Temes —añadió el rey.

—¿No es eso tarea de Guthrum? —pregunté, sorprendido, porque Beamfleot pertenecía al reino de Anglia Oriental, un territorio con el que estábamos en buenos términos.

Alfredo me dirigió una mirada furiosa, probablemente por haber empleado el nombre danés.

—El rey Æthelstan ya ha sido informado de la situación —respondió.

—¿Y sigue cruzado de brazos?

—Sólo hace promesas vagas.

—Mientras los vikingos utilizan su territorio con total impunidad —observé.

—¿Pretendéis que declare la guerra al rey Æthelstan? —me dijo con altivez.

—Ya que consiente que los saqueadores se asienten en Wessex, mi señor, ¿por qué no le pagamos con la misma moneda? ¿Por qué no enviamos unos cuantos barcos a Anglia Oriental y hacemos algunas incursiones en los dominios rey Æthelstan?

Alfredo se puso en pie, como si no hubiera escuchado mis preguntas.

—Lo más importante es que no perdamos Lundene —dijo, haciendo un gesto con la mano al padre Erkenwald, que abrió un cartapacio de piel del que extrajo un rollo de pergamino lacrado con cera oscura; Alfredo lo recogió y me lo entregó—: Te he nombrado gobernador militar de la ciudad. No permitáis que el enemigo se apodere de nuevo de ella.

—¿Gobernador militar? —comenté con recelo, al tiempo que tomaba el documento.

—Todas las tropas y los hombres del
fyrd
quedarán bajo vuestro mando.

—¿Y la ciudad, señor?

—Será un lugar de devoción —replicó el rey.

—Hemos de purificarla de toda iniquidad —comentó muy adusto el padre Erkenwald—; la dejaremos más limpia que una patena.

—Amén —concluyó Beocca, piadosamente.

—He designado al padre Erkenwald como obispo de Lundene, y también gobernador civil de la ciudad —concluyó Alfredo.

Sentí un escalofrío. ¿Erkenwald, ese cura que tanto me odiaba?

—¿Acaso no va a estar al frente de la ciudad el
ealdorman
de Mercia?

—Mi yerno no discute mis decisiones —repuso Alfredo con frialdad.

—¿Qué autoridad tendrá? —insistí.

—Esto es Mercia —replicó Alfredo, dando una patada en el suelo de la terraza—, y él es quien está al frente de los deseos de Mercia.

—O sea que podrá designar a otra persona como gobernador militar —remaché.

—Hará lo que le he dicho —concluyó Alfredo, irritado—. Dentro de cuatro días —añadió, tras recobrar el aplomo de inmediato—, nos reuniremos para decidir las medidas que haya que tomar para hacer de esta ciudad un lugar seguro y santo.

Me saludó con brusquedad, hizo una reverencia a Gisela y se encaminó a la salida.

—Mi rey —dijo Gisela, con delicadeza, cuando el rey se disponía a marchar—, ¿cómo está vuestra hija? Ayer fui a verla, y estaba toda magullada.

Alfredo volvió la vista hacia el río. A pesar del tumulto del agua en la brecha del puente, seis cisnes surcaban el agua

—Está bien —repuso distante.

—Esos golpes… —empezó a decir Gisela.

—Siempre fue una niña muy traviesa —le interrumpió Alfredo.

—¿Traviesa? —preguntó mi mujer, tratando de sonsacarle algo más.

—Le quiero —repuso Alfredo, y nadie lo habría dudado al advertir el tono cariñoso con que se expresó—, pero si las travesuras infantiles pueden parecemos divertidas, en la edad adulta son pecaminosas. Mi querida Æthelflaed tiene que aprender a ser obediente.

—O sea que está aprendiendo a odiar —comenté, al recordar lo que antes había dicho el rey.

—Ahora es una mujer casada y su obligación a los ojos de Dios consiste en obedecer a su marido —contestó Alfredo—. Estoy convencido de que lo conseguirá y, con el tiempo, agradecerá la lección. Es desagradable tener que castigar a un niño al que queremos, pero no hacerlo es un pecado. Pido a Dios que la ilumine con su gracia.

—Amén —concluyó el padre Erkenwald.

—Alabado sea Dios —dijo Beocca.

Gisela guardó silencio, y el rey se marchó.

* * *

Debería haber imaginado que asistirían curas a la reunión convocada en el palacio que se alzaba en la cima de la pequeña colina de Lundene. Había confiado en que se tratase de un consejo de guerra, con violentas discusiones en busca de una solución para limpiar el Temes de los salteadores que infestaban el estuario. Por el contrario, al desprenderme de mis armas, fui conducido hasta el salón de columnas, donde habían erigido un altar. Me acompañaban Finan y Sihtric. Finan se santiguó como buen cristiano que era. Pero Sihtric, que era pagano como yo, me miró asustado, como si temiera asistir a algún ritual mágico que tuviera que ver con aquella religión.

Aguanté la misa a mi pesar. Los monjes cantaban, los curas oraban, las campanas repicaban y los hombres permanecían rodilla en tierra. Habría unas cuarenta personas en la estancia, la mayoría curas, y sólo una mujer, Æthelflaed, sentada al lado de su marido. Llevaba una túnica blanca, ceñida en la cintura con una banda azul, y su pelo de un dorado oscuro, recogido en un moño hecho al vuelo. Yo estaba a sus espaldas y, en una ocasión en que se volvió para ayudar a su padre, reparé en el cerco morado que tenía en el ojo derecho. Alfredo no la miró siquiera, y siguió de rodillas. Me fijé en él y en los hombros caídos de Æthelflaed, y me puse a pensar en Beamfleot y en cómo acabar con aquel avispero. Lo primero que se me vino a la cabeza fue que tenía que embarcarme río abajo y estudiar la situación sobre el terreno.

De pronto, Alfredo se puso de pie, y comprendí que, por fin, la misa había terminado. El rey se volvió hacia nosotros y nos endilgó una homilía que, por suerte, fue breve. Nos exhortó a meditar en las palabras de un tal profeta llamado Ezequiel, y leyó: «Y los paganos que vivan a vuestro alrededor reconocerán que yo, el Señor, he reconstruido lo que estaba en ruinas y replantado lo que estaba devastado»

—Aunque en ruinas, Lundene —continuó el rey, mientras apartaba el pergamino que contenía las palabras del tal Ezequiel— ha vuelto a ser una ciudad sajona y, aunque en ruinas, con la ayuda de Dios, conseguiremos reconstruirla. La transformaremos en un lugar de culto, en un faro que ilumine a los paganos.

Hizo una pausa, esbozó una solemne sonrisa e hizo un gesto al obispo Erkenwald, quien, revestido con una casulla blanca, surcada por bandas de tela roja con cruces bordadas en plata, se puso en pie para pronunciar un sermón. Me llevaban los demonios. En vez de discutir sobre cómo deshacernos de los enemigos que andaban por el Temes, teníamos que someternos a aquella tortura de devoción ñoña.

Como había tenido la mala fortuna de escuchar muchos, hacía ya tiempo que había aprendido a no prestar atención a los sermones, que me resbalaban como la lluvia que cae sobre una techumbre recién instalada. Al cabo de unos pocos minutos, sin embargo, comenzó a interesarme la arenga que, con voz ronca, nos dirigía el obispo. Porque su prédica no versaba sobre cómo reconstruir una ciudad arrasada ni sobre la amenaza que nuestros enemigos representaban para Lundene, sino que estaba dirigida a Æthelflaed.

Puesto en pie, junto al altar, gritaba. Parecía un hombre encolerizado que, en aquel día primaveral y en aquella estancia romana, se expresaba con exaltación apasionada. Nos aseguraba que era Dios quien ponía aquellas palabras en su boca. Dios quería enviarnos un mensaje, y nadie podía hacer oídos sordos a la palabra de Dios, so pena de arder en las llamas sulfurosas del infierno. En ningún momento refirió a Æthelflaed por su nombre, pero no dejaba de mirarla, de modo que todos los presentes entendimos el recado que el dios de los cristianos enviaba a la pobre muchacha, por lo visto Dios hasta se había tomado la molestia de ponerlo por escrito en el evangelio. Erkenwald se apoderó del libro que estaba encima del altar, lo alzó hasta iluminarlo con la luz que entraba por la salida de humos del techo, y leyó en voz alta:

—«¡Discretas —dijo, clavando los ojos en Æthelflaed—, castas, cuidadosas de su casa, buenas, sujetas a sus maridos!» Tal es la palabra de Dios, lo que Dios exige a las mujeres. ¡Que sean discretas, castas, que cuiden de su casa y que sean obedientes! ¡Es palabra de Dios! —añadió, casi en éxtasis, al pronunciar esas cuatro palabras—. ¡Dios se dirige a nosotros! —continuó, mientras recorría el techo con la vista, como si su dios nos observase desde allí arriba—. ¡Dios se dirige a nosotros!

El sermón duró más de una hora. En el halo de luz que entraba atravesando el techo, observábamos las gotitas de saliva que se le escapaban de la boca, mientras se encorvaba y gritaba estremecido, y repetía una y otra vez las palabras del evangelio sobre cómo las mujeres han de permanecer sujetas a sus maridos.

—¡Obedientes! —chilló, e hizo una pausa.

Escuché un golpazo procedente del exterior del recinto: a un soldado se le había caído el escudo.

—¡Obedientes! —insistió Erkenwald, dando un alarido.

Æthelflaed mantenía la cabeza alta. Desde el sitio en que estaba, detrás de ella, daba la impresión de que no dejaba de mirar a aquel cura exaltado y virulento, que ahora era obispo y gobernador de Lundene. A su lado, Æthelred no dejaba de moverse, y las pocas veces en que alcancé a ver su rostro parecía satisfecho y muy pagado de sí mismo. La mayoría de los presentes escuchaban aburridos. Sólo un hombre, el padre Beocca, no parecía estar conforme con el sermón del obispo. Se dio cuenta de que lo miraba y alzó una ceja con indignación, lo que me llevó a sonreír. Estoy seguro de que Beocca no estaba en desacuerdo con el mensaje, pero cualquiera podía adivinar que hubiera preferido que no se difundiese de un modo tan público. En cuanto a Alfredo, mantenía la serenidad mientras observaba despotricar al obispo; una calma que no disimulaba su complicidad, porque jamás se habría pronunciado un sermón tan lúgubre de no haber contado con la aquiescencia y el permiso del rey.

—¡Obedientes! —gritó de nuevo Erkenwald, alzando los ojos a las alturas, como si aquella exclamación fuera un talismán para todas las inquietudes del género humano. El rey asintió y comprendí que Alfredo no sólo aprobaba la diatriba de Erkenwald, sino que le debía haber pedido que hablase en tales términos. ¿Habría llegado a la conclusión de que una reprimenda en público evitaría que Æthelflaed fuese maltratada en privado? El contenido coincidía, desde luego, con la filosofía de Alfredo, quien opinaba que un reino sólo podía salir adelante si disponía de leyes, de una mano que lo gobernase y de un pueblo que obedeciese la voluntad de Dios y de su rey. Pero ¿cómo podía mirar a su hija, ver sus moratones y dar su aprobación? Siempre había querido a sus hijos. Yo los había visto crecer, y le había visto jugando con ellos. ¿Acaso su religión le dejaba el camino expedito para humillar a aquella hija que adoraba? Cuando rezo a mis dioses, hay ocasiones en las que les doy las gracias con fervor por impedir que cayera en manos del dios de Alfredo.

Por fin, Erkenwald acabó de exponer todo lo que tenia que decir. Se produjo un momento de silencio, Alfredo se puso en pie, se volvió hacia nosotros y, con una sonrisa, dijo:

—Palabra de Dios.

Los curas musitaron unas breves plegarias y, a continuación, el rey sacudió la cabeza como tratando de apartar la devoción de sus pensamientos.

—La ciudad de Lundene ya forma parte de Mercia —añadió, mientras un murmullo de aprobación recorría la estancia—. He pedido al obispo Erkenwald que se encargue del gobierno de la ciudad —continuó, dirigiendo una mirada y una sonrisa al prelado, que inclinó la cabeza con satisfacción— y a lord Uhtred que se haga cargo de su defensa —dijo para concluir, mirando hacia donde yo estaba; pero no hice ninguna reverencia.

En ese instante, Æthelflaed se volvió. Creo que no se había dado cuenta de que estaba presente, pero se giró al oír mi nombre y se me quedó mirando. Le guiñé un ojo y ella me recompensó con una sonrisa desdibujada en su rostro magullado. Obstinado como estaba en ignorar mi presencia, Æthelred no se percató de aquel guiño.

—Por supuesto —prosiguió el rey, que sí había reparado en mi gesto—, la ciudad está bajo la autoridad y el gobierno de mi estimado yerno y, a su debido tiempo, se convertirá en la joya de su territorio. Por el momento, ha comprendido con generosidad que Lundene ha de ser regida por personas con experiencia de gobierno —en otras palabras, que Lundene entraría a formar parte de Mercia, pero que Alfredo no estaba dispuesto a que cayera en manos que no fueran sajonas—. El obispo Erkenwald tiene autoridad para establecer exacciones y recaudar impuestos —añadió—; una tercera parte de esos fondos se destinará al gobierno de la ciudad; otra tercera parte a la Iglesia y el tercio restante se empleará en su defensa. Estoy convencido de que, con los consejos del obispo y la ayuda de Dios Todopoderoso, conseguiremos edificar una ciudad a mayor gloria de Cristo y de su Iglesia.

La mayoría de los allí presentes me eran desconocidos. Casi todos eran
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de Mercia, convocados para presenta sus respetos a Alfredo en Lundene. Allí estaba Aldelmo, con la cara todavía amoratada y ensangrentada por obra de mis puños. Se fijó en mí, pero enseguida desvió la mirada a otro lado. Había sido un llamamiento inesperado y sólo unos pocos señores habían podido llegar hasta la ciudad. Todos escuchaban con respeto lo que decía Alfredo, pero lo cierto es que se sentían entre dos bandos. El norte de Mercia estaba en manos de los daneses; sólo la parte sur del territorio, la zona colindante con Wessex, podía considerarse libre y sajona, a pesar de los continuados ataques de que era objeto. Todo
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de Mercia que aspirase a seguir con vida, que no desease ver a sus hijas convertidas en esclavas y que no le robasen el ganado, tenía que prestar vasallaje a los daneses y pagar impuestos a Æthelred, quien, por las tierras que había heredado, por matrimonio y linaje, era reconocido como el más noble de todos. Estaba en condiciones de exigir que le diesen tratamiento de rey, si lo hubiese deseado, y no me cabe duda de que eso era lo que quería, pero ésa no era la voluntad de Alfredo, y Æthelred, sin la aquiescencia de Alfredo, no era nada.

—Vamos a liberar Mercia de los invasores paganos —dijo el rey—. Para ello, hemos de afianzarnos en Lundene y poner freno a las incursiones de los barcos de los hombres del norte a lo largo del Temes. Pero lo primero es conservar Lundene. ¿Cómo lo haremos?

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