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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La canción de la espada (9 page)

BOOK: La canción de la espada
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El comercio en Lundene florecía gracias al río y a los caminos que, desde allí, llevaban a cualquier parte de Britania. Las calzadas eran del tiempo de los romanos, cómo no, y por ellas entraban lana y cerámica, acero y pieles, mientras que por el río llegaban suntuosas mercancías procedentes de tierras lejanas, esclavos de Frankia y muertos de hambre con ganas de armar camorra. La ciudad rebosaba de todas estas cosas porque, erigida en la confluencia de tres reinos, nadie se había ocupado de gobernarla durante aquellos años.

Al este de Lundene, se extendía Anglia Oriental, regida por Guthrum. Hacia el sur, en la orilla más remota del Temes, estaba Wessex. La ciudad y el territorio al oeste pertenecía a Mercia, una tierra tullida sin rey, razón por la cual no había un gran señor que impusiera sus leyes ni nadie que mantuviese el orden en Lundene. Los hombres iban armados por las callejas, escoltas acompañaban a las esposas y, a la entrada de las casas, había enormes perros encadenados. Todas las mañanas aparecía algún cadáver en sus calles, a no ser que la marea se los llevase río abajo hacia el mar, más allá de la costa donde se asentaba el gran campamento danés de Beamfleot. De allí zarpaban sus barcos para reclamar los tributos correspondientes a los comerciantes que hacían negocio en el anchuroso estuario del Temes. Esos hombres del norte carecían de autoridad para imponer tales exacciones, pero contaban con barcos, hombres, espadas y hachas, frente a los que nada se podía hacer.

Haesten había sacado buena tajada de aquellas tasas ilegales y había llegado a ser muy rico y poderoso gracias a la piratería, pero, a medida que nos aproximábamos a la ciudad, se iba poniendo nervioso. Durante el camino no había dejado de parlotear sin sentido; incluso había reído tontamente cuando hice algún comentario desagradable acerca de sus vanas palabras. Pero, cuando pasamos bajo las ruinosas torres que se alzaban a ambos lados de una enorme puerta, se quedó callado como un muerto. Los centinelas que guardaban el paso debieron de reconocer a Haesten, porque no nos importunaron y se limitaron a retirar las vallas que impedían el acceso a través de aquel arco derruido. Al otro lado, se veía un montón de vigas hacinadas, señal de que estaban reconstruyendo la puerta.

Habíamos llegado a la ciudad romana, a la ciudad vieja, y los caballos marchaban a paso lento por una calle pavimentada con anchas losas, entre las que crecían las malas hierbas. Hacía mucho frío. Aún había hielo en las esquinas en penumbra, donde el sol no había calentado las piedras durante todo el día. Las ventanas de las casas estaban cerradas, pero el humo de las fogatas se escapaba por ellas remolineando calle abajo.

—¿Habéis estado aquí antes? —me preguntó Haesten, abandonando de repente su silencio.

—Muchas veces —dije, mientras seguíamos adelante.

—Sigefrid… —añadió Haesten, sin saber cómo continuar.

—Dicen que es un hombre del norte —comenté yo.

—Es un hombre impredecible —afirmó Haesten; por el tono de su voz, me di cuenta de que era Sigefrid quien le ponía nervioso. Haesten había hecho frente a un cadáver viviente sin titubear pero, sólo de pensar en Sigefrid, se volvía cauteloso.

—También yo puedo ser sorprendente —repuse—, igual que tú.

Calló la boca y se limitó a tocar el martillo que llevaba al cuello, antes de conducir su caballo a través de un portalón. Unos cuantos sirvientes acudieron nada más vernos.

—El palacio del rey —dijo Haesten.

Ya conocía aquel palacio. Lo habían construido los romanos y era un enorme edificio abovedado de columnas y piedras esculpidas, restaurado por los reyes de Mercia, de modo que techumbres de paja, zarzos y mortero recubrían los boquetes de los muros medio derruidos. El enorme patio estaba rodeado de columnas romanas, con paredes de ladrillo, aunque quedaban algunos restos de los revestimientos de mármol. Contemplé aquella portentosa construcción y me quedé maravillado al pensar en que unos hombres hubiesen levantado semejantes muros. Nuestras construcciones son de madera y paja, y con el tiempo se pudren, sin dejar rastro de nuestra presencia; pero los romanos habían dejado mármol y piedras, ladrillos y gloria.

Un administrador nos dijo que Sigefrid y su hermano pequeño se encontraban en el antiguo circo romano que se alzaba en el ala norte del palacio.

—¿Qué están haciendo allí? —preguntó Haesten.

—Un sacrificio, señor —repuso el sirviente.

—En ese caso, nos reuniremos con él —añadió, dirigiéndome una mirada para que le diera mi asentimiento.

—De acuerdo —accedí.

El paseo fue corto. Los mendigos se apartaban a nuestro paso. Llevábamos dinero y lo sabían, pero no se atrevían a pedírnoslo porque éramos extranjeros armados. De los lomos cubiertos de barro de nuestras caballerías, colgaban espadas, escudos, hachas y lanzas. Los tenderos se inclinaban a nuestro paso, mientras las mujeres escondían a los niños entre sus faldas. La mayoría de los habitantes de la ciudad romana de Lundene eran daneses, pero incluso ellos parecían inquietos. Los soldados de Sigefrid, ansiosos de dinero y mujeres, se habían instalado en sus casas.

Ya había estado en aquel circo romano, un espacio oval, rodeado de gradas de piedra casi en ruinas que, en su día, soportaron bancos de madera. Allí, de niño, había aprendido a manejar la espada gracias a las magníficas lecciones de Toki
el Armador.
Los graderíos de piedra estaban casi vacíos, a excepción de unas pocas personas que no tenían nada mejor que hacer que observar a aquellos hombres en el centro del circo cubierto de hierbajos. Debía de haber unos cuarenta o cincuenta en aquel recinto y unos cuantos caballos ensillados en uno de los extremos, pero lo que más me sorprendió a medida que cruzaba los altos muros de la entrada fue contemplar una cruz cristiana plantada en medio de una pequeña multitud.

—¿Es cristiano Sigefrid? —le pregunté a Haesten, sorprendido.

—No —respondió éste con determinación.

Aquellos hombres oyeron los cascos de nuestras monturas y se volvieron para ver quiénes éramos. Llevaban atuendo guerrero, y resultaban feroces con aquellas cotas de malla, tanto cuero y armados con espadas y hachas. Sin embargo, parecían pasárselo bien. De repente, en el centro de aquella congregación que rodeaba la cruz, majestuoso, se alzó Sigefrid.

Aunque nadie me había dicho que fuera él, lo reconocí de inmediato. Era un hombre corpulento, que lo parecía más aún cubierto como iba con un gran capote de piel negra de oso, que le cubría del cuello a los tobillos. Llevaba unas botas altas de cuero negro, una resplandeciente cota de malla, un tahalí tachonado de roblones de plata del que pendía la espada y una barba oscura y enmarañada, que sobresalía por debajo de su yelmo de hierro, con adornos de plata también. Al acercarse a nosotros, se quitó el casco, dejando al descubierto un pelo tan oscuro y enmarañado como la barba. Tenía una cara ancha, de ojos negros, la nariz rota y aplastada y una boca tan descomunal como un tajo. Su aspecto era feroz. Se detuvo delante de nosotros y separó las piernas, como quien espera que lo ataquen.

—¡Mi señor Sigefrid! —le saludó Haesten, con afectada alegría.

—¡Lord Haesten! ¡No sabéis cuánto me alegro de que estéis de vuelta! —Sigefrid tenía una voz sorprendentemente aguda, no era femenina pero resultaba extraña procediendo de aquel hombre tan enorme y malcarado—. ¡Vos —dijo apuntándome con una mano cubierta con un guante negro— vos debéis de ser lord Uhtred!

—Uhtred de Bebbanburg —me presenté.

—¡Vos también sois bienvenido! —dio un paso adelante, tomó la brida de mi caballo, todo un honor, y me dedicó una sonrisa; su rostro, tan aterrador hasta ese momento, se me antojó travieso, casi amigable—. Dicen por ahí que sois un hombre alto, lord Uhtred.

—Eso dicen, sí.

—Vamos a ver quién de los dos es más alto, si vos o yo —dijo en tono afable; bajé de la silla y estiré las piernas; Sigefrid, enorme con aquel capote de piel, sujetaba las riendas, sin dejar de sonreír—. ¿Qué os parece? —preguntó a los hombres que estaban más cerca.

—Vos sois más alto, mi señor —se apresuró a decir uno de ellos.

—Y si te preguntara cuál de los dos es más apuesto —continuó Sigefrid—, ¿qué responderías?

El hombre paseó la mirada de Sigefrid a mí y de mí a Sigefrid, y no supo qué decir. Parecía aterrorizado.

—Tiene miedo de que le mate, si no responde correctamente —me confió Sigefrid, muy divertido.

—¿Lo haríais? —le pregunté.

—Tendría que pensarlo. ¡Ven aquí! —le gritó al hombre, que se acercó nervioso—. Sujeta la brida y hazte cargo del caballo —ordenó Sigefrid, al tiempo que se volvía hacia Haesten y le preguntaba—: A ver, ¿quién es más alto?

—Los dos sois de la misma altura —repuso Haesten.

—E igual de apuestos —apostilló Sigefrid, echándose a reír de buena gana. Adelantó los brazos y pude oler el rancio aroma que desprendía su capote de piel; luego, me dio un abrazo—. ¡Sed bienvenido, lord Uhtred! —dio un paso atrás y sonrió; aquella sonrisa de sincera bienvenida me agradó—. ¡Me han hablado mucho de vos! —afirmó.

—Y a mí de vos, señor.

—¡Y seguro que a los dos nos han contado un montón de mentiras! Todas piadosas, por supuesto. Sin embargo, tengo un asunto pendiente con vos —añadió sin dejar de sonreír, mientras aguardaba mi respuesta, que no llegó—. Jarrel —me aclaró—, a quien vos matasteis!

—Eso hice —dije; Jarrel era el hombre que iba al frente de la tripulación de vikingos con la que había acabado en el Temes.

—Le tenía cariño a Jarrel —dijo Sigefrid.

—En ese caso, tendríais que haberle advertido de que tuviera cuidado con Uhtred de Bebbanburg —repuse.

—No os falta razón —comentó Sigefrid—. ¿Es cierto que matasteis también a Ubba?

—Pues sí.

—¡No debió de ser fácil acabar con él! ¿Y también a Ivarr?

—También —le confirmé.

—Ya era viejo; estaba a las puertas de la muerte. ¿Sabéis que su hijo os odia?

—Lo sé.

Sigefrid aguantó la risa.

—El hijo no vale para nada en absoluto. Es un incordio. Os odia, eso es indudable, pero ¿habría de preocuparse el halcón del rencor de un jilguero? —sonrió de nuevo y se quedó mirando a
Smoca,
mi caballo, mientras le daban una vuelta por el recinto para que se refrescase después de un viaje tan largo—. ¡Eso es un caballo! —exclamó Sigefrid, con admiración.

—Lo es —admití.

—Podría arrebatároslo.

—No pocos lo han intentado —repliqué.

Aquella respuesta le gustó. Se echó a reír de nuevo, al tiempo que dejaba caer una de sus pesadas manos en mi hombro y me llevaba hasta la cruz.

—Me han dicho que sois sajón.

—Lo soy.

—Pero no cristiano.

—Venero a los verdaderos dioses —repuse.

—Que ellos velen por ti y te recompensen por ello —continuó, al tiempo que me apretaba el hombro; pude calibrar su fuerza, a pesar de la cota de malla y el cuero que llevaba, se volvió y gritó—: ¡Erik, no seas tímido!

Su hermano se apartó de la multitud. Tenía el mismo pelo oscuro y enmarañado, pero Erik lo llevaba recogido hacia atrás y atado con una cuerda, y la barba recortada. Era joven, no más de veinte o veintiún años, y tenía un rostro sincero, con unos ojos resplandecientes tanto de curiosidad como de bienvenida. Me había llevado una sorpresa al descubrir que Sigefrid no me caía mal, pero sería difícil no simpatizar con Erik. Sonrió al instante, con gesto franco y sincero. Era como el hermano de Gisela, uno de esos hombres que te caen bien desde el primer momento.

—Yo soy Erik —me dijo, a modo de saludo.

—Aquí está mi consejero —añadió Sigefrid—, la voz de mi conciencia, mi hermano.

—¿De vuestra conciencia?

—Erik no privaría de la vida a un hombre por decir una mentira, ¿a que no, hermano?

—Claro que no —contestó Erik.

—Está loco, pero es un loco al que adoro —dijo Sigefrid, con una risotada—. No penséis, sin embargo, que este necio es un cobarde, lord Uhtred. A la hora de pelear, es como un demonio del Niflheim —añadió, mientras daba una palmada en el hombro a su hermano y a mí me llevaba por el codo hacia aquella inexplicable cruz—. He hecho algunos prisioneros —explicaba mientras nos acercábamos y, entonces, vi a cinco hombres de rodillas, con las manos atadas a la espalda. Les habían despojado de capotes, armas y túnicas, así que sólo llevaban unos calzones y estaban temblando de frío.

Era una cruz recién hecha con dos vigas de madera que habían clavado toscamente e incrustado en un agujero excavado a toda prisa. Estaba ligeramente inclinada. En el suelo, había unos cuantos clavos grandes y un enorme martillo.

—En sus estatuas y esculturas vemos a un muerto en una cruz —me explicó Sigefrid—, incluso en los amuletos que llevan al cuello. Pero nunca he visto algo así en persona. ¿Y vos?

—Tampoco yo —hube de reconocer.

—Igual que no entiendo cómo se puede matar así a un hombre —añadió, con voz de sorpresa no fingida—. ¡No son más que tres clavos! Más estocadas he recibido yo peleando.

—También yo —repliqué.

—¡Por eso me he propuesto saber cómo es eso! —concluyó alegremente, mientras señalaba con su enorme barba al prisionero que estaba más cerca del pie de la cruz—. Estos dos cabrones no son más que dos curas cristianos. Vamos a crucificar a uno de ellos, a ver si muere. Me apuesto diez monedas de plata a que no ocurrirá tal cosa.

Apenas podía identificar a los dos curas, excepto por la prominente barriga que lucía uno de ellos. Tenía la cabeza inclinada, pero no porque estuviera rezando, sino por la tremenda paliza que le habían propinado. Tanto la espalda como el pecho, ambos al descubierto, los tenía magullados y ensangrentados, y la sangre manchaba su rizado pelo castaño.

—¿Quiénes son? —le pregunté a Sigefrid.

—¿Quiénes sois? —preguntó a regañadientes a los prisioneros; al ver que ninguno de los dos decía nada, le dio una brutal patada en las costillas al que tenía más cerca—. ¿Quiénes sois? —insistió.

El hombre alzó la cabeza. Era un anciano de más de cuarenta años, con un rostro surcado de profundas arrugas, que reflejaba la resignación de todos los que saben que van a morir.

—Soy el
jarl
Sihtric —contestó—, consejero del rey Æthelstan.

—¡Guthrum! —aulló Sigefrid, con todas sus fuerzas, con un grito de rabia incontrolable que le salió de dentro. Un instante antes, se había mostrado afable y, de repente, parecía un demonio. Lanzó un salivazo, y repitió a voces aquel nombre—: ¡Guthrum! ¡Se llama Guthrum, hijo de puta! —chilló, mientras le daba una patada lo bastante fuerte en el pecho como para romperle una costilla—. ¿Cuál es su nombre? —preguntó Sigefrid.

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