Estaba desnudo bajo un laurel. También yo me liberé de mi túnica a cierta distancia para que pudiera verme bañada por la luz de la luna. Se me acercó al instante, extendió mis ropas en el suelo a modo de lecho y me estrechó bajo su cuerpo sobre la madre tierra de la que todas las mujeres cobramos las fuerzas que pierden los hombres, así lo quieren los dioses.
—Con la lengua y los dedos, Diomedes —susurré—. Deseo llegar al tálamo nupcial con el himen intacto. Sofocó sus risas entre mis senos.
—¿Te enseñó Teseo cómo mantenerte virgen? —me preguntó.
—No necesitaba que nadie me lo enseñase —repuse. Le acaricié brazos y hombros con un suspiro—. No soy muy madura pero sé que me juego la cabeza si pierdo mi virginidad con alguien que no sea mi marido.
Cuando se marchó pensé que se iba satisfecho, aunque no tanto como había imaginado. Porque me amaba sinceramente y cumplió mis condiciones, al igual que hizo Teseo. No me importaba mucho lo que sintiera Diomedes, yo sí estaba satisfecha.
Lo cual hubiera sido evidente al día siguiente cuando me encontraba sentada junto al trono de mi padre si alguien hubiera querido advertirlo. Diomedes se hallaba junto a Filoctetes y Ulises entre la masa de pretendientes, en la oscuridad y demasiado lejos de mí para que yo pudiera distinguirlo. La sala, decorada con frescos de guerreros danzantes y columnas pintadas en tonos escarlata, se hallaba casi a oscuras entre sombras vacilantes. Aparecieron los sacerdotes, se levantaron densas y empalagosas nubes de incienso y sin alboroto ni confusión el ambiente se imbuyó de la solemne y cargante santidad de un templo.
Mi padre pronunció las palabras que Ulises había preparado y se instaló en la sala una atmósfera tan opresiva como un ser vivo. Luego llegó el caballo destinado al sacrificio, un perfecto semental blanco con ojos sonrosados y sin una mota de negro en él, cuyos cascos se deslizaban por las gastadas baldosas y que agitaba la cabeza tirando del dorado ronzal. Agamenón asió la gran hacha doble y la descargó hábilmente. El caballo se desplomó, al parecer muy lentamente, sus crines y su cola flotaron como briznas de hierba en una corriente de agua y su sangre manó en abundancia.
Mientras mi padre informaba a los reunidos del juramento que les exigía, observé con asco y horror cómo los sacerdotes dividían al encantador animal en cuatro partes. Nunca olvidaré aquella escena: los pretendientes se adelantaron uno tras otro y apoyaron los pies en los cuatro pedazos inertes de carne aún caliente mientras pronunciaban el terrible juramento de adhesión y lealtad a mi futuro esposo con voces apagadas y apáticas porque su virilidad y su poder no lograban superar aquel espantoso momento. Estaban pálidos, sudorosos, cerúleos y encogidos a la fluctuante luz de las antorchas; un ligero viento soplaba ululando como una sombra perdida.
Por fin todo concluyó. La humeante carcasa del caballo yació ignorada y los pretendientes, de nuevo en sus puestos, contemplaron al rey Tíndaro de Lacedemonia como si estuvieran drogados.
—Concedo mi hija a Menelao —dijo mi padre.
Sólo se distinguió un gran suspiro, nada más. Nadie protestó airado; ni siquiera Diomedes mostró su irritación. Lo busqué con la mirada cuando ya los sirvientes encendían las lámparas y nos despedimos sobre medio centenar de cabezas sabiendo que habíamos sido vencidos. Creo que al mirarlo corrían las lágrimas por mis mejillas, pero nadie reparó en ellas. Entregué mi entumecida mano al húmedo apretón de Menelao.
R
egresé a Troya a pie y solo, con el arco y la aljaba a los hombros. Había pasado siete lunas entre los bosques y claros del monte Ida aunque no había logrado obtener ningún trofeo para poder exhibirlo. Por mucho que me gustase la caza nunca he soportado ver desplomarse a un animal bajo el impacto de una flecha; he preferido verlo tan sano y tan libre como yo mismo. Mis mejores momentos de caza se centraban en presas más deseables que jabalíes o venados. Para mí la diversión cinegética consistía en perseguir a los habitantes humanos de los bosques de Ida, las muchachas salvajes y las pastoras. En que una joven se desplomara derrotada, sin otras flechas en su cuerpo que las disparadas por Eros, sin regueros de sangre ni gemidos de agonía, emitiendo sólo un suspiro de dulce contento al tomarla en mis brazos aún jadeante por el éxtasis de la persecución y dispuesta a jadear por otra clase de éxtasis.
Pasaba todas las primaveras y los veranos en Ida, pues la vida cortesana me aburría terriblemente. ¡Cómo odiaba aquellas vigas de cedro engrasadas y pulidas hasta alcanzar un magnífico tono castaño, aquellos vestíbulos de piedra pintada coronados por columnas! Verse encerrado tras enormes murallas era sentirse asfixiado, como un prisionero. Lo único que deseaba era atravesar franjas de prados y de árboles y yacer agotado, hundido el rostro entre el perfume de las hojas caídas. Pero cada otoño debía regresar a Troya para pasar allí el invierno con mi padre. Ése era mi deber, por simbólico que fuera. Al fin y al cabo yo era su cuarto hijo entre otros muchos. Nadie me tomaba en serio y yo así lo prefería.
Entré en la sala del trono cuando concluía la asamblea de una jornada borrascosa y desapacible, aún vestido con ropas de campo, sin hacer caso de las compasivas sonrisas ni de las muecas de desaprobación que me dedicaban. El crepúsculo ya se fundía con la oscuridad de la noche; la reunión había sido muy larga.
Mi padre, el rey, se hallaba instalado en su trono de oro y marfil en un estrado de mármol purpúreo situado en el otro extremo del salón, con los largos cabellos blancos complicadamente rizados y la enorme barba blanca trenzada con tenues hilos de oro y de plata. El monarca, insólitamente orgulloso de su provecta edad, se sentía más complacido que nunca cuando se encontraba como un dios antiguo sobre un alto pedestal y dominaba con la mirada todo cuanto poseía.
Si el salón hubiera sido menos imponente, el espectáculo que mi padre ofrecía no hubiera sido tan impresionante, pero la sala, según decían, era más grande incluso que el antiguo salón del trono del palacio de Cnosos en Creta, bastante espacioso para dar cabida a trescientas personas sin que se viera atestado, su elevado techo se levantaba entre las vigas de cedro pintadas de azul y salpicadas de constelaciones doradas. En la sala había columnas macizas que se adelgazaban hasta alcanzar cierta esbeltez en sus bases, de color azul oscuro o morado, con capiteles redondos y alisados y plintos dorados. Las paredes eran de mármol purpúreo, sin relieves hasta la altura de la cabeza de un hombre; por encima, aparecían frescos que representaban escenas de leones, leopardos, osos, lobos y hombres de cacería, en blanco y negro y colores amarillo, carmesí, castaño y rosado sobre un fondo azul pálido. Detrás del trono había un retablo de negro ébano egipcio incrustado con dibujos en oro, y los peldaños que conducían al estrado estaban bordeados también de oro.
Me desprendí del arco y la aljaba, que tendí a un sirviente, y me abrí camino entre los corrillos de cortesanos hasta llegar al estrado. Al verme, el rey se inclinó para acariciar suavemente mi inclinada cabeza con la esmeralda que remataba el puño de su cetro de marfil, una señal para que me levantase y me acercase a él. Así lo hice y besé su marchita mejilla.
—Es agradable volver a verte, hijo mío —dijo.
— Me gustaría poder alegrarme de mi regreso, padre.
Me empujó obligándome a sentarme a sus pies.
—Siempre confío en que llegue la ocasión en que te quedes, Paris —suspiró—. Si así lo hicieras, podría sacar algún partido de ti.
Le acaricié la barba porque sabía cuánto le agradaba.
—No deseo ninguna obligación principesca, señor.
—¡Pero eres un príncipe! —Suspiró de nuevo y movió la cabeza admonitorio—. Aunque me consta que eres muy joven. Aún hay tiempo.
—No, señor, no hay tiempo. Me consideras un muchacho pero soy un hombre. Ya tengo treinta y tres años.
Pensé que no me escuchaba porque alzó la cabeza, desvió su atención de mí e hizo señas con su bastón a alguien que se encontraba detrás de la multitud; se trataba de Héctor.
—Paris insiste en que tiene treinta y tres años, hijo mío —dijo cuando mi hermano llegó al pie de los tres peldaños.
Aun así era tan alto que podía mirar a mi padre frente a frente.
Héctor me observó pensativo con sus negros ojos.
—Supongo que debe de ser así, Paris. Yo nací diez años después de ti y hace ya seis meses que cumplí los veintitrés —comentó sonriente—. Aunque, desde luego, no representas la edad que tienes.
Me reí a mi vez.
—Gracias, hermanito. Tú sí que representas mi edad, y ello se debe a que eres el heredero. Estar comprometido con el Estado, el Ejército y la Corona envejece a un hombre. ¡Dame cada día la eterna juventud de la irresponsabilidad!
—Lo que a un hombre conviene no es necesariamente lo mejor para otro -fue su tranquila respuesta—. Puesto que tengo mucha menos afición a las mujeres, ¿qué importa si parezco mayor de lo que soy? Mientras tú disfrutas con tus aventurillas en el harén, yo lo hago dirigiendo el Ejército en sus maniobras. Y aunque mi rostro se arrugue prematuramente, mi cuerpo estará ágil y en forma cuando tú luzcas un barrigón.
Hice una mueca de contrariedad. ¡Nadie como Héctor para acertar en el punto más vulnerable! En un abrir y cerrar de ojos podía detectar la menor debilidad humana y atacarla como un león, sin importarle utilizar sus garras. Ser el heredero lo había hecho madurar. Había desaparecido de él la exuberante e irritante juventud del año anterior y sus innegables facultades se concretaban fácilmente en útiles trabajos. Aunque era lo suficientemente corpulento para asumirlos. Yo no me tenía por un enclenque, pero Héctor me sobrepasaba en altura y abultaba el doble. Vestía con suma sencillez, y por consiguiente con cierta convincente dignidad, un faldellín y camisa de cuero, y llevaba trenzados los largos cabellos, recogidos en una pulcra coleta. Todos los hijos de Príamo y Hécuba éramos famosos por nuestra belleza, pero él tenía algo más: una autoridad innata.
De repente me puse en pie y me aparté de nuestro padre, pues el viejo Antenor indicaba malhumorado que deseaba hablar con el rey antes de ser despedido. Héctor y yo nos alejamos del estrado sin ser reclamados.
—Tengo una sorpresa para ti —me dijo mi hermano con aire complacido.
Y nos internamos por los, al parecer, interminables pasillos que comunicaban los extremos y los palacios más pequeños que comprendían la Ciudadela.
El palacio del heredero estaba exactamente a la diestra del de nuestro padre, por lo que el camino no fue excesivamente largo. Cuando entramos en la gran sala de recepción me detuve y miré en torno asombrado.
—¿Dónde está, Héctor?
Lo que fue una especie de almacén atestado de lanzas, escudos, armaduras y espadas se había convertido en una sala. Tampoco hedía a caballos, aunque Héctor los adoraba. No recordaba haber visto bastante las paredes para saber cómo estaban decoradas, pero aquella tarde mostraban radiantes árboles curvilíneos en jade y azul, flores liláceas y caballos blanquinegros que retozaban. El suelo estaba tan limpio que sus baldosas blancas y negras de mármol resplandecían. Los trípodes y los adornos habían sido pulidos y de puertas y ventanas pendían cortinas bellamente bordadas de color púrpura con los aros dorados.
—¿Dónde está? —volví a preguntarle.
—Ahora viene —gruñó sonrojado.
La mujer apareció al desvanecerse el eco de sus palabras. La examiné y tuve que alabar el buen gusto de mi hermano: era una gran belleza. Tan morena como él, alta y robusta. Y por igual torpe con las dotes sociales. Me lanzó una mirada y desvió los ojos rápidamente.
—Ésta es Andrómaca, mi esposa —dijo Héctor.
La besé en la mejilla.
—¡Te doy mi aprobación, hermanito! Pero sin duda no es de estas tierras.
—No. Es hija del rey Eetión de Cilicia. Estuve allí durante la primavera por orden de nuestro padre y la traje conmigo. No estaba previsto, pero… sucedió —concluyó con un suspiro.
—¿Quién es, Héctor? — preguntó ella por fin tímidamente.
Me sobresaltó la fuerte palmada que mi hermano se propinó en el muslo, presa de irritación.
—¡Oh!, ¿cuándo aprenderé? Es Paris.
Por un momento apareció en los ojos de la joven una expresión que no me agradó. ¡Vaya, la muchacha podía ser un elemento a tener en cuenta una vez disipada la incomodidad y establecida la familiaridad!
—Mi Andrómaca es muy valiente —dijo Héctor, orgulloso, rodeándole la cintura con el brazo—. Abandonó su hogar y su familia para acompañarme a Troya.
—Desde luego —repuse cortésmente.
Y tras estas palabras me despedí de ellos.
No tardé en acostumbrarme a la existencia monótona de la Ciudadela. Mientras el aguanieve repiqueteaba contra las persianas de carey, la lluvia caía torrencial desde lo alto de las murallas o la nieve alfombraba los patios, yo resoplaba y merodeaba entre las mujeres en busca de alguna nueva e interesante, alguna una milésima tan deseable como la más humilde pastora de Ida. Aquélla era una tarea aburrida que no implicaba esfuerzo ni ejercicio saludable. Héctor tenía razón: si no encontraba un modo mejor de mantenerme esbelto que escabulléndome arriba y abajo por pasillos prohibidos, no tardaría en convertirme en un tipo barrigón.
Un día, cuatro meses después de mi retorno, Heleno acudió a mis aposentos y se instaló cómodamente en un mullido asiento junto a la ventana. La jornada era alegre, bastante cálida para variar, y desde mis aposentos se disfrutaba de una excelente perspectiva de toda la ciudad hasta el puerto de Sigeo y la isla de Ténedos.
—Me gustaría tener la influencia que tú ejerces en nuestro padre —dijo Heleno.
—Aún eres muy joven, aunque seas un vastago imperial. La visión llega más tarde en la vida.
Heleno era aún imberbe, hermoso y de cabellos y ojos muy negros, al igual que todos los hijos de Hécuba y, por consiguiente, herederos imperiales. Era gemelo y ocupaba una curiosa posición, se decían cosas muy extrañas de él y de su gemela Casandra. Tenía diecisiete años y su excesiva juventud había impedido que se estableciera una auténtica intimidad entre nosotros. Por añadidura, Casandra y él eran clarividentes. Estaban rodeados de un aura que hacía sentirse incómodos a los demás, incluso a sus hermanos. Aquella característica no era tan señalada en Heleno como en Casandra, aunque desde luego podía alegrarse de ello porque nuestra hermana estaba loca.