—De acuerdo, Licomedes —repuse con un suspiro—. La veré. Pero no me comprometo a nada, ¿comprendido?
El sagrado recinto y el altar de Poseidón —no se trataba de un templo como tal— se encontraban en el extremo más alejado de la isla, el menos fértil y la zona menos habitada, localización algo peculiar para el principal santuario del dios de los mares. Su favor era vital para cualquier isla rodeada por todas partes de sus acuáticos dominios. Su talante y su gracia decidían si prevalecería la prosperidad o la hambruna, no en vano era el causante de los temblores de la tierra. Yo mismo había sido testigo de los frutos de su ira: ciudades enteras habían quedado arrasadas como el oro laminado bajo el martillo del herrero. Poseidón se irritaba fácilmente y se sentía muy celoso de su prestigio. Me constaba que Creta se había desmoronado en dos ocasiones a efectos de su venganza, cuando sus reyes, tan henchidos de su propia importancia, habían olvidado cuánto le debían. Y lo mismo había sucedido con Thera.
Si se rumoreaba que la mujer que Licomedes deseaba que yo viera era descendiente de Nereo, que había reinado en los mares cuando Cronos gobernaba el mundo desde el Olimpo, comprendía que los oráculos exigieran la retirada de sus funciones. Zeus y sus hermanos no tenían tiempo para los antiguos dioses a quienes habían derrocado. En realidad, ¿quién perdona fácilmente a un padre que lo devora?
Me presenté solo y a pie en el recinto, con sencillas ropas de caza y arrastrando mi ofrenda con una cuerda. Deseaba que ella me considerara un ser vulgar, que no supiera que se encontraba ante el gran rey de Tesalia. El altar estaba instalado sobre un enorme promontorio que dominaba una pequeña cueva. Me abrí camino con sigilo entre el sagrado bosquecillo que se encontraba delante, aturdido por el silencio y la densa y asfixiante santidad del lugar. Incluso el rumor del mar se amortiguaba en mis oídos, aunque las olas llegaban lentamente y se estrellaban en blancas burbujas contra las rocas de la accidentada base del precipicio. El fuego eterno ardía ante el sencillo altar en un trípode de oro. Me acerqué a él, me detuve y atraje mi ofrenda a mi lado.
La mujer salió a la luz del sol casi de mala gana, como si prefiriese morar en una fría y líquida filtración del día. La miré fascinado. Era menuda, esbelta y delicada y, sin embargo, poseía cierta calidad que no era femenina. En lugar del atavío habitual, con sus adornos y bordados, llevaba una sencilla túnica de fino y transparente lino egipcio, tras el que se percibía con claridad el color de su piel pálida y azulada, aunque confusa porque el tejido estaba teñido de modo inexperto. Sus labios eran gruesos pero tenuemente rosados, sus ojos, cambiantes de color, exhibían todos los matices y tonalidades del mar -grises, azules, verdes, incluso morados como el vino- y no se pintaba el rostro, sólo una tenue línea negra contorneaba sus ojos y se extendía hacia arriba de modo que le confería un aspecto algo siniestro. Sus cabellos eran incoloros, de un blanco ceniciento, con un brillo que casi parecía azulado entre la oscuridad del recinto.
Me adelanté y le tendí mi ofrenda.
—Señora, soy un visitante de tu isla y he venido a ofrecer un sacrificio al padre Poseidón.
Con una señal de asentimiento cogió la cuerda que le tendía y a continuación examinó el blanco ternero con mirada experta.
—El padre Poseidón se sentirá complacido. Hace tiempo que no veía un animal tan espléndido.
—Puesto que los caballos y los terneros son sagrados para él, me pareció adecuado ofrecerle lo que más le agrada, señora.
Ella miró con fijeza la llama del altar.
—El tiempo no es oportuno para realizar un sacrificio. Lo ofreceré más tarde —dijo.
—Como gustes, señora —repuse.
Y me volví dispuesto a marcharme.
—Aguarda.
—¿Qué deseas, señora?
—¿Quién debo decirle que se lo ofrece?
—Peleo, rey de Yolco y gran soberano de Tesalia.
Sus ojos mudaron rápidamente del azul claro al gris oscuro.
—No eres un hombre vulgar. Tu padre era Eaco y su padre el propio Zeus. Tu hermano Telamón reina en Salamina y eres de casta real.
—Sí —repuse sonriente—, soy hijo de Eaco y hermano de Telamón. En cuanto a mi antepasado… no tengo idea. Aunque dudo que fuese el rey de los dioses. Tal vez se tratara de algún bandido que se encaprichó de mi abuela.
—La impiedad conduce al castigo divino, rey Peleo —repuso en tono mesurado.
—No creo comportarme como un impío, señora. Rindo culto y ofrendas a los dioses con fe absoluta.
—Sin embargo, niegas que Zeus sea antepasado tuyo.
—Tales historias suelen contarse para ensalzar los derechos de un hombre al trono, como sin duda sucedió en el caso de mi padre Eaco, señora.
La mujer acarició el hocico del blanco ternero con aire distraído.
—Debes de alojarte en palacio. ¿Por qué el rey Licomedes te ha dejado venir solo y sin anunciarte?
—Porque así lo he querido, señora.
Ató el animal a una anilla de una columna y siguió dándome la espalda.
—¿Quién acepta mi ofrenda, señora?
Me miró por encima del hombro con ojos de un gris frío y neutro.
—Soy Tetis, hija de Nereo, y no por meras habladurías, rey Peleo. Mi padre es un gran dios.
Había llegado el momento de irse. Le di las gracias y me marché.
Pero no llegué muy lejos. Me deslicé sendero abajo hasta la cueva procurando no ser visto desde el santuario, oculté mi lanza y mi espada tras una roca y me tendí sobre la arena cálida y amarilla protegido por el saliente de una roca. Tetis, Tetis… Sin duda reflejaba la esencia marina. Comprobé que incluso yo mismo deseaba creer que era hija de un dios, porque había mirado profundamente aquellos ojos camaleónicos y había encontrado en ellos todas las tormentas y calmas que afectan al mar, el eco de un indescriptible fuego helado. Y deseaba que fuese mi esposa.
También ella se había interesado por mí: mis años y mi larga experiencia así me lo hacían creer. El quid de la cuestión era cuan intensa sería la atracción en ella; por mi parte sentía una premonición derrotista. Tetis no se casaría conmigo como no lo había hecho con otros excelentes partidos que la habían cortejado. Pese a no ser misógino, las mujeres sólo me habían importado para satisfacer los deseos que hasta los grandes dioses experimentan con igual intensidad que los humanos. A veces me acostaba con alguna mujer de la casa, pero hasta aquel momento no había amado a nadie. Lo supiera ella o no, Tetis me pertenecía. Y como yo había abrazado la Nueva Religión en todos sus aspectos, no tendría otras esposas que rivalizaran con ella. Sería mi única consorte.
El sol caía sobre mi espalda con creciente intensidad. Llegaba el mediodía. Me despojé de mi traje de caza para que los cálidos rayos de Helio penetrasen en mi piel. Pero no podía yacer tranquilo, tuve que sentarme y miré irritado al mar increpándolo por aquel nuevo problema. Luego cerré los ojos y me arrodillé.
—¡Sé propicio conmigo, padre Zeus! —exclamé—. Sólo en mis mayores necesidades y aprietos te he rogado como quien busca el auxilio de su antepasado. Pero ahora así lo hago, apelo a tu parte más amable y benéfica. Nunca has dejado de escucharme porque nunca te he agobiado con trivialidades. ¡Ayúdame ahora! ¡Te lo ruego! ¡Dame a Tetis como me diste Yolco y a los mirmidones, al igual que has puesto toda Tesalia en mis manos! ¡Dame una reina apropiada para que ocupe el trono mirmidón e hijos poderosos que ocupen mi puesto cuando yo falte!
Permanecí largo rato arrodillado y con los ojos cerrados y al levantarme descubrí que nada había cambiado. Pero era de esperar: los dioses no obran milagros para inculcar la fe en los corazones humanos. Entonces la descubrí. El viento agitaba su tenue túnica hacia atrás como un estandarte, sus cabellos brillaban como cristales al sol y levantaba el rostro con expresión absorta. A su lado se encontraba el blanco ternero y en la diestra sostenía una daga. El animal avanzaba tranquilo hacia su sino, incluso se instaló ante sus piernas cuando ella se arrodilló al borde de las rompientes olas y no se revolvió ni gimió cuando lo degolló y lo sostuvo mientras brillantes regueros de color escarlata recorrían los muslos y los desnudos y blancos brazos de la mujer. Las aguas que la rodeaban se volvieron rojas mientras las cambiantes corrientes absorbían la sangre del animal en su propia sustancia y la consumían.
Ella no me había visto, ni me vio al adentrarse en las olas arrastrando el cadáver del animal hasta que se halló a suficiente profundidad para colgárselo del cuello y seguir su marcha. A cierta distancia de la playa se encogió de hombros para soltar su carga, que se hundió al punto en las aguas. Una roca grande y lisa sobresalía del mar; llegó hasta ella, la escaló y su silueta se recortó contra el claro cielo. Entonces se tendió de espaldas, apoyó la cabeza en los brazos cruzados y pareció adormecerse.
Un ritual extravagante, no tolerado por la Nueva Religión. Tetis había aceptado mi ofrenda en nombre de Poseidón, pero la había sacrificado a Nereo. ¡Aquello era un sacrilegio! ¡Y se trataba de la gran sacerdotisa de Poseidón! ¡Ah, Licomedes, no te equivocabas! ¡En ella se esconde el germen de la destrucción de Esciro! No le entrega al dios de los mares lo que le corresponde ni lo respeta como causante de los temblores de tierra.
El aire era denso y tranquilo y las aguas, límpidas. Pero cuando me adentré en las olas temblaba como si sufriera escalofríos. El mar no tenía la facultad de refrescarme mientras nadaba. Afrodita había clavado en mí sus afiladas uñas hasta herirme en los mismos huesos. Tetis era mía. La conseguiría y salvaría al pobre Licomedes y su isla.
Al llegar a la roca me así a un saliente lateral y me aupé con un esfuerzo que hizo crujir mis músculos. Me incliné sobre ella y súbitamente comprendió que estaba más próximo que el palacio sobre la ciudad de Esciro. Pero no dormía: sus ojos, de un verde suave y soñador, estaban abiertos. Se apartó a un lado y me miró con negra ira.
—¡No me toques! —jadeó—. ¡Ningún hombre se atreve a tocarme! ¡Me he entregado al dios!
La así bruscamente por el tobillo.
—Tus votos al dios no son permanentes, Tetis. Estás en libertad de contraer matrimonio. Y te casarás conmigo.
—¡Pertenezco al dios!
—En tal caso, ¿a qué dios? ¿Te expresas en nombre de uno y ofreces sacrificios a otro? Me perteneces y lo desafiaré todo. Si el dios… ¡el que sea!, exige mi muerte por ello, la aceptaré sin protestas.
Trató de deslizarse hasta el mar desde la roca mascullando entre angustiada y presa del pánico. Pero yo fui más rápido, la así por la pierna y la arrastré hacia mí mientras la mujer arañaba la arenosa superficie haciendo rechinar sus uñas. Le cogí la muñeca y le solté el tobillo obligándola a ponerse en pie.
Tetis se revolvió contra mí como diez gatos monteses, toda dientes y uñas, atacándome con mordiscos y patadas en silencio mientras yo la aferraba entre mis brazos. Se escabulló en varias ocasiones pero otras tantas volví a capturarla, ambos cubiertos de sangre. Yo tenía el hombro arañado, ella el labio partido y mechones de cabellos de ambos volaban entre el viento. No hubo violación, tampoco yo pretendía llevarla a cabo; era una simple pugna de fuerzas, hombre contra mujer, la Nueva Religión contra la Antigua, que concluyó como suelen hacerlo tales enfrentamientos: con la victoria masculina.
Nos desplomamos en la roca con un impacto que la dejó sin aliento. Su cuerpo había quedado debajo del mío y la sujetaba por los hombros. La miré al rostro.
—La lucha ha concluido, te he vencido.
Ladeó la cabeza con labios temblorosos.
—Eres tú, lo supe desde el momento en que entraste en el santuario. Cuando fui consagrada a su servicio, el dios me dijo que llegaría un hombre por mar, un hombre del cielo que disiparía el océano de mi mente y me haría su reina. —Suspiró—. Así sea.
Instalé a Tetis en el trono de Yolco entre honores y pompa y al cabo de un año de vida en común ella se quedó embarazada, la dicha definitiva de nuestra unión. Fuimos más felices que nunca durante aquellas largas lunas en que esperábamos a nuestro hijo. Ninguno de los dos pensábamos en la posibilidad de que fuese una niña.
Aresuna, mi propia niñera, fue designada como principal comadrona, de modo que cuando Tetis comenzó con los esfuerzos del parto me sentí profundamente impotente: la vieja ejerció su autoridad y me envió al otro extremo de mi palacio. Durante todo un circuito del carro de Febo permanecí solo, sin hacer caso de los sirvientes que me rogaban que comiera o bebiera, aguardando incansable. Hasta que, entrada la noche, Aresuna acudió a mi encuentro. No se había molestado en cambiarse la túnica de comadrona e iba manchada de sangre. Se acurrucó junto a mí, marchita y angustiada, con el arrugado rostro contraído por el dolor. Sus ojos hundidos en las negras cuencas vertían amargo llanto.
—Era un niño, señor, pero ni siquiera ha respirado. La reina está bien, ha perdido sangre y está muy cansada, pero su vida no corre peligro.
Unió las manos en expresión suplicante.
—¡Te juro que no he hecho nada malo, señor! ¡Era un niño hermoso, espléndido! ¡Ha sido voluntad de la diosa!
No pude soportar que viera mi rostro a la luz de la lámpara. Le di la espalda y me alejé tan afligido que no podía llorar.
Transcurrieron varios días hasta que cobré ánimos para ver a Tetis. Cuando por fin entré en su habitación me sorprendió encontrarla sentada en su gran lecho, con aire saludable y satisfecho. Formuló todas las expresiones correctas acompañadas de palabras que expresaban su pesar, pero comprendí que no eran sinceras. ¡La mujer se sentía complacida!
—¡Nuestro hijo ha muerto, mujer! —exclamé—. ¿Cómo puedes soportarlo? ¡Jamás conocerá el significado de la vida! ¡Nunca ocupará mi lugar en el trono! ¡Lo has llevado nueve meses en tu seno… para nada!
Me dio unos golpecitos en la mano con aire condescendiente.
—¡Oh, queridísimo Peleo, no te aflijas! Nuestro hijo no disfruta de existencia mortal, ¿pero has olvidado que soy una diosa? Puesto que no ha llegado a respirar aire terreno le pedí a mi padre que le concediese vida eterna, a lo que él accedió gustoso. ¡Nuestro hijo vive en el Olimpo! ¡Come y bebe con los otros dioses, Peleo! Nunca reinará en Yolco, pero disfruta de algo inalcanzable para cualquier ser mortal. Al morir, jamás hallará la muerte.
Mi asombro se trocó en repulsión. La miré y me pregunté cómo había llegado a arraigar de tal modo en ella aquella historia de la divinidad. Era tan mortal como yo y su hijo lo había sido como nosotros. Entonces advertí su mirada plena de confianza y me sentí incapaz de decirle lo que deseaba. Si creer semejante absurdo extinguía su pena, que así fuera. Vivir con Tetis me había enseñado que ella no pensaba ni se comportaba como todas las mujeres. De modo que acaricié sus cabellos y me marché.