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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

La Casa Corrino (7 page)

BOOK: La Casa Corrino
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Faroula sonrió. Su piel dorada brillaba bajo la luz. Le despojó del destiltraje, ahora inservible, después de que los hombres de seguridad del emperador lo hubieran desmontado. Aplicó emplastos a la piel desnuda de sus pies.

Liet exhaló un largo suspiro. Tenía mucho que hacer, muchos asuntos que hablar con los fremen, pero de momento los dejó de lado. Hasta un hombre que había estado ante el Trono del León Dorado podía descubrir que había cosas más importantes. Mientras escudriñaba los ojos enigmáticos de su esposa, Liet se sintió por fin en casa desde que había bajado de la lanzadera de la Cofradía en Carthag.

—Háblame de las maravillas de Kaitain, amor mío —dijo su mujer, con expresión de arrobo—. Háblame de las cosas hermosas que has visto.

—He visto muchas cosas, sí —contestó Liet—, pero créeme cuando te digo esto, Faroula. —Acarició su mejilla con los dedos—. No he visto nada en todo el universo más bello que tú.

9

El destino del Universo Conocido depende de decisiones eficaces, que solo pueden tomarse teniendo una información completa.

Docente G
LAX
O
THN
, de la Casa Taligari,
Libro de texto infantil sobre liderazgo
, recomendable para adultos

El santasanctórum de Leto, una de las estancias menos lujosas del castillo de Caladan, era un lugar donde un líder no podía distraerse con frivolidades cuando meditaba sobre los intereses comerciales de la Casa Atreides.

Las paredes de piedra sin ventanas carecían de tapices. Los globos luminosos no tenían adornos. Del fuego de la chimenea emanaba un olor dulce y resinoso, que repelía la humedad del aire frío y salado.

Llevaba horas sentado ante su estropeado escritorio de teaco. Sobre él descansaba un ominoso cilindro de mensaje, como una bomba de relojería. Ya había leído el informe que sus espías le habían traído.

¿De veras creían los tleilaxu que podrían mantener en secreto sus crímenes? ¿O solo confiaban en terminar su despreciable profanación y alejarse del Memorial de Guerra de Senasar antes de que Leto pudiera reaccionar? El primer magistrado de Beakkal tenía que haber sido consciente de la ofensa que iba a causar a la Casa Atreides. ¿Tal vez los tleilaxu le habían ofrecido un soborno tan cuantioso que no había podido negarse?

Todo el Imperio parecía creer que las recientes tragedias le habían destrozado, apagado su llama. Contempló el anillo con el sello ducal que llevaba en el dedo. Leto nunca había esperado asumir el liderazgo a la edad de quince años. Ahora, transcurridos veintiún años, experimentaba la sensación de haber usado el pesado anillo durante siglos.

Sobre el escritorio había una mariposa dentro de un estuche de cristalplaz, con las alas dobladas en un ángulo extraño. Años antes, distraído por un documento que estaba examinando, Leto había aplastado sin querer al insecto. Ahora, lo conservaba en un lugar donde siempre pudiera verlo, y recordar así las consecuencias de sus actos como duque.

La profanación tleilaxu de los caídos en una guerra, cometida con el conocimiento del primer magistrado, no podía ser permitida…, ni perdonada.

Duncan Idaho, vestido de militar, llamó a la puerta de madera entornada.

—¿Me has llamado, Leto?

Alto y orgulloso, el maestro espadachín exhibía cierto aire de superioridad desde su regreso de Ginaz. Se había ganado el derecho a tener confianza en sí mismo durante los ocho años de riguroso adiestramiento como maestro espadachín.

—Duncan, ahora valoro tus consejos más que nunca. —Leto se levantó—. Afronto una dura decisión, y he de hablar de estrategia contigo, ahora que Thufir y Gurney han ido a Ix.

El joven sonrió, ansioso por aprovechar la oportunidad de demostrar sus conocimientos militares.

—¿Estamos preparados para planear nuestro siguiente movimiento en Ix?

—Se trata de otro asunto. —Leto alzó el cilindro, y después suspiró—. Como duque, he descubierto que siempre hay «otro asunto».

Jessica apareció en silencio en el umbral. Aunque podía escuchar conversaciones sin que nadie lo supiera, se colocó al lado del maestro espadachín.

—¿Puedo escuchar yo también vuestras preocupaciones, mi duque? —preguntó con audacia.

Por lo general, Leto no habría permitido que una concubina participara en sesiones de estrategia, pero Jessica había tenido un entrenamiento extraordinario, y valoraba sus opiniones. Ella le había entregado su energía y su amor en los momentos más desesperados, y prefería tenerla a su lado.

Leto explicó que los equipos de excavación tleilaxu habían instalado un gran campamento en Beakkal. Zigurats de piedra, casi ocultos por la vegetación, señalaban los lugares donde las tropas Atreides habían luchado junto con las fuerzas de la Casa Vernius para rescatar el planeta de las garras de una flotilla pirata. Entre los caídos en la guerra se contaban miles de soldados, así como los patriarcas de ambas Casas.

Leto habló con voz preocupada y ronca.

—Los equipos de excavación tleilaxu están exhumando los cadáveres de nuestros antepasados, con la excusa de que desean «estudiar los historiales genéticos».

Duncan dio un puñetazo en la pared.

—Hemos de impedirlo, por la sangre de Jool-Noret.

Jessica se mordió el labio inferior.

—Es evidente lo que quieren, mi duque. No entiendo el proceso por completo, pero es posible que, incluso con cadáveres momificados durante siglos, los tleilaxu puedan cultivar gholas a partir de células muertas. Quizá puedan reproducir una línea genética Atreides o Vernius perdida.

Leto contempló la mariposa.

—Para eso querían el cadáver de Victor, y el de Rhombur. —Exacto.

—Si he de ceñirme al protocolo, tendré que viajar a Kaitain y presentar una protesta oficial ante el Landsraad. Puede que se formen comités de investigación, y que a la larga, Beakkal y los tleilaxu reciban su castigo.

—¡Para entonces, será demasiado tarde! —exclamó Duncan, alarmado.

—La Casa Atreides no tolera los insultos. Un tronco cayó en la chimenea, y el ruido sobresaltó a los tres. —Por eso he decidido llevar a cabo una acción más radical. Jessica intentó razonar.

—¿Sería posible enviar a nuestras tropas a exhumar los demás cadáveres antes de que lo hagan los tleilaxu?

—No sería suficiente —dijo Leto—. Si nos dejamos uno solo, nuestros esfuerzos habrán sido en vano. No, hemos de eliminar la tentación, acabar con el problema de una vez y enviar un mensaje claro. Quienes piensan que el duque Atreides se ha ablandado, descubrirán todo lo contrario.

Leto echó un vistazo a los documentos que resumían su poderío militar, las armas y naves de guerra disponibles, incluso los ingenios atómicos de la familia.

—Thufir no está aquí, de modo que vas a tener la oportunidad de demostrar tu valía, Duncan. Hemos de dar una lección que no pueda ser interpretada de otra forma. Sin previo aviso. Sin compasión. Sin ambigüedades.

—Estaré encantado de dirigir esa misión, mi duque.

10

En este universo no existe nada semejante a un lugar seguro o un camino seguro. El peligro acecha en cada senda.

Aforismo zensunni

Sobre la noche de Ix, una lanzadera de carga salió de la bodega de un crucero en órbita. Desde el terreno deshabitado, un puesto de observación Sardaukar oculto vio la estela anaranjada de la nave, que descendía hacia la red detectora. La lanzadera se dirigió hacia el cañón del puerto de entrada, el punto de acceso a la capital subterránea.

Los observadores Sardaukar no repararon en una segunda nave, mucho más pequeña, que seguía la estela de la primera. Un módulo de combate Atreides. Gracias a un generoso soborno, el crucero contaba con un transmisor de señales camufladas, el cual engañaba a los rastreadores de la superficie, de forma que la nave negra, con todas las luces apagadas, podía desplazarse sin ser detectada, el tiempo suficiente para que Gurney Halleck y Thufir Hawat entraran clandestinamente en el mundo subterráneo.

Gurney manejaba los controles de la nave sin alas. Se alejó de la lanzadera y voló a baja altura sobre el escarpado paisaje del norte. Los instrumentos susurraban datos en sus auriculares, y le indicaban cómo evitar las plataformas de aterrizaje custodiadas.

Gurney utilizaba las osadas tácticas aprendidas en la banda de contrabandistas de Dominic Vernius. Cuando transportaba cargas de contrabando, había aprendido a eludir las patrullas de seguridad Corrino, y ahora se mantenía bajo el nivel de detección de la red de seguridad tleilaxu.

Mientras el módulo atravesaba la atmósfera, Thufir, sumido en estado mentat, sopesaba posibilidades. Había grabado en su mente todas las salidas de emergencia y rutas secretas que Rhombur había conseguido recordar, pero las preocupaciones humanas interferían en su concentración.

Aunque Leto nunca le había criticado por lo que habría podido ser interpretado como fallos de seguridad (la muerte del duque Paulus en la plaza de toros, el desastre del dirigible), Thufir había redoblado sus esfuerzos, utilizado todas las capacidades de su arsenal personal y añadido algunas más.

Gurney y él tenían que infiltrarse en las ciudades sometidas de Ix, detectar los puntos débiles y preparar una acción militar. Después de las recientes tragedias, el duque Leto ya no temía mancharse las manos de sangre. Cuando Leto decidiera que había llegado el momento, la Casa Atreides atacaría, y atacaría sin piedad.

C’tair Pilru, un combatiente de la resistencia con el que llevaban mucho tiempo en contacto, se había negado a renunciar a sus atentados en Ix, pese a los golpes asestados por los invasores. Con la ayuda de materiales robados, había fabricado bombas y otras armas, y durante un tiempo había recibido ayuda secreta del príncipe Rhombur, hasta que el contacto se había perdido.

Thufir confiaba en que aquella noche podrían localizar a C’tair, si disponían del tiempo suficiente. Gurney y él, basándose en escasas probabilidades y un lugar de encuentro conveniente, habían intentado enviar mensajes al subsuelo. Utilizando un antiguo código militar Vernius que solo C’tair podía conocer, proporcionado por Rhombur, el guerrero mentat había propuesto una posible cita en la red de rutas y estancias secretas. Sin embargo, los infiltrados no habían recibido confirmación… Volaban a ciegas, guiados tan solo por la esperanza y la determinación.

Thufir miró por las ventanillas del módulo para serenarse, mientras pensaba en cómo podrían localizar a los luchadores por la libertad ixianos. Aunque no era una parte constituyente de ningún análisis mentat, temía que dependerían de… la suerte.

C’tair Pilru, acurrucado en un almacén polvoriento situado en los niveles superiores de lo que había sido el Gran Palacio, albergaba también sus dudas. Había recibido el mensaje, lo había descodificado…, y no dio crédito a sus ojos. Había mantenido durante años y años su guerra de guerrillas, no solo gracias a las victorias y a la esperanza, sino también a una fiera determinación. Luchar contra los tleilaxu era toda su vida, y no sabía quién sería o qué haría si la lucha terminaba algún día.

Había sobrevivido durante tanto tiempo gracias a no confiar en nadie. Cambiaba de identidad, se trasladaba de un sitio a otro, asestaba sus golpes y huía, sembrando la confusión y la furia entre los invasores y sus perros de presa Sardaukar.

Su ejercicio mental favorito era recrear en su mente la antigua ciudad, los pasos elevados y calles que comunicaban los edificios en forma de estalactita. Incluso recordaba cómo era la gente, alegre y decidida, antes de la invasión tleilaxu.

Pero ahora, todo se confundía en su memoria.
Había pasado mucho tiempo.

Un rato antes había encontrado el comunicado (¿un truco?) de los representantes del príncipe Rhombur Vernius. C’tair había estado en peligro toda su vida, y ahora tenía que correr el riesgo. Sabía que, mientras Rhombur viviera, el príncipe nunca abandonaría a su pueblo.

En la fría oscuridad del almacén, mientras esperaba y esperaba, C’tair se preguntó si estaba perdiendo el contacto con la realidad…, sobre todo ahora que conocía el terrible destino de Miral Alechem, su amante y camarada, quien habría sido su esposa en circunstancias diferentes. Pero los repugnantes invasores la habían capturado, utilizado su cuerpo para misteriosos y horribles experimentos. Se resistía a imaginar a Miral tal como la había visto por última vez, una abominación, una forma muerta cerebralmente, colgada de un gancho y convertida en una atroz fábrica biológica.

Maldecía a los tleilaxu por sus crueldades cada vez que respiraba. Cerró con fuerza los ojos, controló la respiración y recordó los grandes ojos de Miral, su cara enjuta y atractiva, su cabello corto.

Lo invadía la rabia, la culpa por haber sobrevivido y una desesperación casi suicida. Se había obcecado en una cruzada fanática, pero si era cierto que el príncipe Rhombur había enviado hombres en su ayuda, quizá la pesadilla terminaría pronto…

De pronto, un zumbido de maquinaria le impulsó a refugiarse en las sombras más profundas. Oyó arañazos, alguien que manipulaba en una cerradura, y después, la puerta de un ascensor autoguiado se abrió y apareció la silueta de dos figuras. Aún no le habían visto. Todavía podía huir, o matarles. Pero eran demasiado altos para ser tleilaxu, y no se movían como Sardaukar.

El hombre de mayor edad parecía un hilo shiga. Tenía el rostro curtido y los labios manchados de safo de un mentat. Su compañero, rubio y corpulento, con una llamativa cicatriz en la cara, guardó en el bolsillo unas herramientas. El mentat fue el primero en salir del ascensor. Desprendía confianza en sí mismo, pero mezclada con cautela.

—Hemos venido de Caladan.

C’tair no se movió. Su corazón se aceleró. Quizá era una trampa, pero ya había ido demasiado lejos. Tenía que averiguar la verdad. Sus dedos acariciaron la empuñadura de un cuchillo que ocultaba en el bolsillo.

—Estoy aquí.

C’tair salió de las sombras, y los dos hombres le miraron, mientras sus ojos se acostumbraban a la escasa luz.

—Somos amigos de tu príncipe. Ya no estás solo —dijo el hombre de la cicatriz.

El trío se encontró en el centro del almacén. Se movían con cautela, como si pisaran cristales rotos. Se estrecharon la mano con el semi apretón del Imperio, y se presentaron con torpeza. Los recién llegados le contaron lo ocurrido a Rhombur.

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