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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

La casa de los amores imposibles (34 page)

BOOK: La casa de los amores imposibles
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—Hasta pronto. —Sonrió.

Olvido permaneció en la puerta contemplando cómo las sombras se lo tragaban.

Hasta que el cielo se quedó seco, una semana después, Ezequiel Montes se entregó a la lectura de la Biblia. Rememoró la historia del paraíso en el Génesis y, a la luz de una vela, la peregrinación del pueblo de Dios por el desierto cuando la noche se le echaba encima y lo encontraba sin sueño, estancado en el cabello de una mujer. Ella subió a la majada el día que escampó. Era muy temprano, en el horizonte aún podían distinguirse los arañazos de la aurora. Santiago se había quedado a dormir en la iglesia para ayudar al padre Rafael, cuya enfermedad de incontinencia se había agravado en los últimos años, así que no tuvo que esperar a que se marchara al colegio. Alertaron de su llegada los ladridos de los mastines que la salieron a recibir meneando la cola. Llevaba un libro bajo el brazo, las
Leyendas
de Bécquer. Ezequiel Montes estaba ordeñando las ovejas, sin afeitar, y con la camisa por fuera del pantalón. Al verla, volcó sin querer el cuenco con la leche.

—He madrugado mucho, pero hace un día tan bueno que apenas me desperté sentí ganas de pasear —le dijo ella.

—Aquí siempre será bien recibida, venga a la hora que venga. —El pastor se pasó una mano por el rostro, preocupado por la barba que lo ensombrecía, y se apresuró a meterse la camisa dentro del pantalón.

—Le traje un libro, por si le apetecía intentar leerlo.

—Ah… se lo agradezco. ¿Ya desayunó?

—Un poco de fruta.

—Entonces le daré una rebanada de pan tostado con queso y una taza de leche. Está recién ordeñada.

Desayunaron sentados en unas banquetas junto a la puerta del refugio. Aunque ella quiso ayudarle a tostar el pan y cortar el queso, Ezequiel insistió en ocuparse de todo. El interior del refugio olía a hombre solitario, el catre permanecía revuelto, y los cacharros de la cena desparramados y sucios en la mesita cercana al hogar. Después del desayuno, charlaron un rato sobre los cazadores que habían comenzado a llegar al pueblo, sobre la enfermedad que estaba desintegrando los riñones del cura a pesar de su fortaleza y sobre el campeonato de dominó que se celebraba en la taberna dentro de unas semanas, y al que Ezequiel pensaba apuntarse, pues desde que su padre le enseñó a jugar siendo aún muy niño, se había convertido en una de sus pasiones.

—Si quiere podemos echar una partida. Yo a veces juego con mi nieto —le propuso ella.

—¿Por qué no me lee unas páginas del libro que ha traído?

—¿No le apetece a usted intentarlo? Quizá pueda ayudarle.

Olvido le entregó el libro que había permanecido sobre sus muslos, pero en vez de leerlo, Ezequiel Montes acarició las tapas como si en ellas se ocultara la suavidad de la mujer que le sonreía expectante. Si en otras ocasiones las letras impresas le habían parecido hormigas caminando de línea en línea, ante la proximidad de Olvido las hormigas se unieron convirtiéndose en una melena que caía sobre una espalda desnuda. Se turbó, le temblaron los labios y recitó en su memoria un versículo del Génesis: «Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta se llamará varona porque del varón ha sido tomada».

—Yo se lo leeré esta vez.

—No, por favor, en otro momento. Ahora no podría prestarle atención —le rogó dejando el libro sobre la hierba.

—¿Qué le ocurre?

Sintió en su mano la mano de Ezequiel y luego una bocanada de ojos verdes. Se besaron, primero lentamente, después a chorros como si quisieran que aquellos besos les duraran hasta cuando estuvieran dormidos, hasta cuando estuvieran muertos. Se abrazaron y cayeron de rodillas como dos penitentes. Los besos se les escurrían por la ropa, por la camisa de él, por el jersey de ella, se les escurrían por la falda y por el pantalón, y se desmoronaban sobre los prados formando un río en cuyas riberas crujían campanillas, abrevaban las ovejas, saltaban las ranas, y en cuyas aguas el sol se desmembraba en látigos de espejos. No respiraban oxígeno, respiraban labios. No se tocaban como si ya se hubieran encontrado, se tocaban como si se hallaran a miles de kilómetros. Perdieron el equilibrio, y rodaron prado abajo sin soltarse. Los mastines ladraban a su alrededor, pero continuaron besándose, rebozándose en el río de los besos hasta que a Olvido se le quebró el aliento. Se puso en pie, se sacudió la falda, y huyó de sus propios besos, como una adolescente, en dirección al pinar, mientras Ezequiel sentía que le reventaban los testículos y su esperma se convertía en copos de nieve.

Cuando llegó a la plaza del pueblo, creyó que el corazón se le escapaba del pecho. Frunció la arruga de en medio de sus cejas y subió la cuesta del cementerio. El sepulturero arrancaba las malas hierbas de entre las lápidas para que las raíces no arañaran a los muertos, y la vio pasar con la tez pálida y un jadeo que rivalizaba con los graznidos de las urracas.

—¿Le pasa algo, mujer? —gritó.

No contestó; siguió andando entre hileras de cruces y coronas polvorientas hasta la parte vieja del cementerio donde se hallaba la tumba de Esteban. Desde que se ocupó de criar a Santiago había dejado de esconderse en la cripta, pero continuó yendo todas las semanas durante las horas de visita. También rezaba ante la tumba de su hija, le limpiaba la lápida y le ponía flores.

MARGARITA LAGUNA, DESCANE EN PAZ
. Leyó el epitafio y se santiguó antes de arrodillarse sobre la tumba de Esteban. Cogió unos puñados de tierra y los apretó en las manos. Luego las abrió, y se acercó la tierra a los labios. Las urracas la oyeron cómo le daba explicaciones, cómo la besaba con la delicadeza de la eternidad, cómo lloraba sobre ella hasta que se extendió por el camposanto un perfume de lluvia. Olvido se echó sobre la tumba y cerró los ojos.

A la mañana siguiente, desde la ventana de la cocina, vislumbró la silueta de Ezequiel Montes rondando la verja del jardín. Deambulaba entre la herrumbre como un aparecido que aún conserva la robustez de los vivos. Ella se afanó en limpiar las pepitas de unos pimientos, en dorar una cebolla, en descuartizar un pollo, hasta que la silueta de Ezequiel desapareció. Comió sola en la cocina mirando por la ventana, prometiéndose que si él regresaba iría a su encuentro. No tomó postre. Tan sólo le cabía ya en el estómago el recuerdo de lo que había ocurrido entre ellos el día anterior. Se limpió los labios húmedos de la grasa del pollo frito, se puso un chal sobre los hombros, las botas para ir al campo y se marchó.

Le encontró sentado en una roca del prado que descendía desde el refugio hasta la cañada. Sujetaba el libro de Bécquer como si fuera un objeto inútil. Hacía una tarde espléndida de principios de octubre.

—Temía que no volvieras —le dijo el pastor poniéndose en pie.

—Yo también —respondió ella buscando su mirada, sus brazos, su boca.

Un águila sobrevoló el cielo limpio, el libro de Bécquer quedó hundido en la hierba, y sobre las tapas fluyó el río de sus besos. Luego se dirigieron al refugio. Aún quedaban en el hogar los rescoldos de los leños que habían calentado el insomnio de Ezequiel la noche anterior. Se besaron apoyados en las paredes, se desnudaron en el catre revuelto que crujía bajo el peso del amor, bajo el peso de los cuerpos también revueltos, y el olor a hombre solitario abandonó el refugio.

18

E
l pueblo castellano no estaba preparado para la desgracia de Santiago Laguna. Sus habitantes lo habían visto crecer subido en la tarima del altar de la iglesia entonando Glorias y Ave Marías con una voz angelical, que si bien había perdido pureza y ganado gravedad con la llegada de la adolescencia, continuaba alborotándoles el corazón de fe y ensartándoles el vello de los brazos en las ropas dominicales. (Incluso algunos lo recordaban tendido en su cuna, dormido como un bendito, mientras Manuela Laguna le montaba los genitales masculinos en un palo para atestiguar lo excepcional de su nacimiento). Se habían acostumbrado a escucharlo recitando fragmentos de evangelios o poemas de santos a través de sus aparatos de radio, con las manos grasientas del tocino de la merienda o con un bigote de café con leche. Nadie como él declamaba los horarios de misas, los horarios de las catequesis, los horarios de las convivencias en el fluir de las ondas. «Con qué claridad lo cuenta el niño —decían—, y con no sé qué alegría y convencimiento». Se habían acostumbrado a sus versos de madreselvas, geranios y dondiegos de los sábados por la mañana. Las niñas chupaban piruletas pensando en pétalos de flores, las muchachas confundían las agujas con ramas invernales que esperaban el regreso de un amor incierto, las ancianas reverdecían preparando potajes. Hasta se habían acostumbrado a su belleza; la habían hecho suya para convertirla en un orgullo del pueblo. «Lástima que en la comarca sólo se celebren concursos para elegir a los terneros más hermosos. Si los hubiera de chiquillos, con el Santiago los ganábamos todos», se comentaba en la tarde, en las hileras de viejas cuando lo veían pasar, sonriéndolas, por las callejuelas. Ya no importaba que esa belleza fuera la de Olvido, que había entregado al pueblo recetas de cocina con las que se aplacaba la añoranza de los muertos; ya no importaba que, tras el nombre de apóstol, el muchacho arrastrara un apellido manchado por una maldición. Sin duda, había nacido para acabar con ella, para aplastarla con sus dotes prodigiosas. Así lo proclamaba el padre Rafael, que lo quería como a un hijo.

Pero tras descubrir aquel domingo de octubre cómo se miraban su abuela y Ezequiel Montes, los Glorias y los Ave Marías se cubrieron de un manto de pesadumbre y rabia que enturbió el gozo de Dios en los corazones de los feligreses. La llaga de aflicción que padecía el muchacho, y que fue inflamándose con tardes de festivos en las que Ezequiel Montes tomaba café de puchero y bollos de canela en el salón de la casona roja, sentado entre él y Olvido, afectó también a sus recitaciones y poemas. Leía los evangelios con desgana, como si se tratara de un simple libro de instrucciones; los versículos de san Mateo se los atribuía a san Lucas, y los de éste a un evangelista inexistente. Recitaba los poemas de santos a trompicones y con la entonación de un moribundo, y se equivocaba constantemente en los horarios de misas, catequesis y convivencias de jubilados. Las meriendas del pueblo se hicieron aburridas, se quedó vacilante la taza de café con leche, defraudada la loncha de tocino; los ancianos acudieron a la iglesia a la hora de la catequesis de la primera comunión, y los niños, ilusionados con la galleta sagrada, a unas charlas para sobrellevar cristianamente la viudedad. Los poemas que escribía para el programa de los sábados por la mañana abandonaron la nostalgia de la naturaleza y se impregnaron de elegías a tiempos pasados, de traidores toscos que robaban los amores y morían envenenados con láudano y fertilizante de rosas. El padre Rafael empezó a hacer lo que no había hecho nunca, censurarle poemas, hasta que no quedó nada que leer, no quedó más que unos labios crispados frente a la soledad de un micrófono. El cura, con toda la congoja de su amor y de su incontinencia urinaria, acabó por comprar una colección mastodóntica de música religiosa para apartarlo de las ondas, hasta que se curara de la enfermedad que lo consumía, y que él achacaba a un ataque furibundo de adolescencia.

Octubre se desmadejaba en los montes, en los campos de labranza, en los pinares. Comenzaron las noches a oler a niebla, a llevarse en el viento tapices de hojas secas y a ponerse los campos duros con las primeras heladas.

Los traidores que habían invadido los poemas de Santiago aparecieron también en los cuentos de Manuela Laguna. En el salón de la casona roja, cuando la noche se espesaba después de cenar y el cuadro de Pierre Lesac, colgado frente a la chimenea, enrojecía de sombras, el océano Atlántico se agitaba más bravo que nunca entre Olvido y Santiago, las goletas se hacían pedazos, las olas les encharcaban los ojos, y aquellos traidores que había inventado el muchacho eran los causantes de todas las desgracias, de todos los lamentos de los marineros, de todas las pérdidas del mundo, como si ellos fueran capaces hasta de dominar la naturaleza. Cuando Santiago guardaba silencio esperando a que su abuela contara el final, se le tensaban las mejillas con unas arrugas tristes; sin embargo, Olvido no hacía caso a los traidores, y los trataba como si no existieran. Nada ha cambiado ni podrá cambiar entre nosotros, pretendía decirle a su nieto mientras narraba el final del cuento tal y como se lo había contado su madre hacía muchos años.

Santiago enfermó y dejó de asistir al colegio. Por las mañanas vomitaba las cenas que había cocinado junto a su abuela, ya sin risas y juegos, cenas de calabazas silenciosas, de atunes afligidos y patatas amargas, cenas aderezadas con una misma pregunta, «¿Es tu novio?», y con una misma respuesta, «De momento sólo es un buen amigo». Pero ella mentía, aunque fuera para no herirlo, para que se acostumbrara poco a poco a que Ezequiel Montes rondara la cercanía de sus vidas.

Él se daba cuenta de aquella mentira. A Olvido le brillaban los ojos cuando hablaba del pastor, y antes sólo le brillaban cuando se refería a él. Se enredaba en las sábanas aquejado de unos retortijones de estómago que lo embargaban de felicidad: mientras permaneciera en casa, su abuela no podría ir a encontrarse con Ezequiel en la majada, no podría ir a pasear por el bosque que siempre les había pertenecido sólo a ellos. Olvido le subía una manzanilla al dormitorio, se la daba a cucharadas, le besaba la frente al terminar, y él se mostraba satisfecho como en los días en que nadie se interponía en sus miradas. ¿Acaso no sabía Ezequiel Montes que él era el elegido para salvar a la familia? ¿Acaso no sabía Ezequiel Montes a quién se enfrentaba?

Su abuela había tenido algún pretendiente más desde que el programa de cocina le había abierto las puertas de la vida social. El sabía que el Agustino, el viudo de la tienda de telas, la invitó un día al cine de verano, y que ella se excusó diciéndole que iba a acompañarla su nieto, y luego el Agustino, apurando un chato de tinto en una esquina de la plaza, rabiaba al verlos riéndose con la película y agarrados del brazo para protegerse del relente de las estrellas. También había sido testigo de cómo el hijo del abogado, que sucedió a su padre en el negocio cuando falleció de cáncer de próstata, intentaba acariciar la mano de Olvido mientras le indicaba dónde debía firmar un documento; cuando ella se aproximaba al papel empuñando la pluma, él la esperaba con la espada ruin de sus dedos, pero no era combate de guerra lo que éstos pretendían sino de amor, y ella lo sabía, pensaba enfebrecido Santiago, y apartaba la mano disimuladamente, y se marchaba de aquel despacho acariciando la del nieto, apretándola para hacerle partícipe de lo que había ocurrido.

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