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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (17 page)

BOOK: La casa de Riverton
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—Es cierto, por más que no quieras verlo. Toda su vida ha estado dominado por la abuela. Se casó con una mujer que no lo toleraba. Fracasa en todos los negocios que emprende…

—David —repitió Hannah. Yo percibí su indignación. Ella miró a Emmeline; comprobó aliviada que no podía oírlos.

—No tienes lealtad. Deberías sentirte avergonzado.

David miró a Hannah a los ojos y bajó la voz.

—No permitiré que me haga víctima de su resentimiento. Es lamentable.

—¿De qué estáis hablando? —interrumpió la voz de Emmeline, acercándose con un puñado de almendras garrapiñadas—. ¿No estaréis peleándoos, verdad? —preguntó frunciendo el ceño.

—No, por supuesto —respondió David, sonriendo débilmente mientras su hermana le dirigía una mirada fulminante—. Sólo le estaba diciendo a Hannah que me voy a Francia. A la guerra.

—Qué emocionante —exclamó Emmeline—. ¿Irás tú también, Robbie?

Robbie asintió.

—Debí haberlo adivinado —comentó Hannah.

David la ignoró.

—Alguien tiene que cuidar de este muchacho —declaró mirando a Robbie con una sonrisa—. No puedo permitir que se quede con toda la diversión para él solo.

Mientras hablaba, advertí algo en su mirada. ¿Admiración? ¿Afecto tal vez?

Hannah también debió de notarlo. Apretó los labios. Ya sabía a quién culpar por la traición de David.

—Robbie va a la guerra para huir de su padre —explicó David.

—¿Por qué? —preguntó Emmeline con asombro—. ¿Qué ha hecho?

Robbie se encogió de hombros.

—La lista es larga y me resulta muy penoso enumerarla.

—Podrías darnos una pista —sugirió Emmeline. De repente sus ojos se abrieron como platos—. ¡Ya sé! Te amenazó con borrarte de su testamento.

Robbie lanzó una carcajada seca, desprovista de humor.

—No es eso —afirmó, haciendo girar un carámbano de cristal entre los dedos—. Es precisamente lo contrario.

Emmeline frunció el ceño.

—¿Te amenaza con incluirte en su testamento?

—Pretende que juguemos a ser una familia feliz.

—¿No quieres ser feliz? —preguntó Hannah con frialdad.

—No quiero una familia —afirmó Robbie—. Prefiero estar solo.

Emmeline puso los ojos en blanco.

—No soportaría estar sola, sin Hannah o David, y papá, por supuesto.

—Para la gente como vosotros es distinto —respondió serenamente Robbie—. Tu familia no te ha hecho daño.

—¿Y la tuya sí? —quiso saber Hannah.

Se hizo un silencio, durante el cual todas las miradas, incluida la mía, se dirigieron a Robbie. Contuve el aliento. Ya estaba enterada de lo de su padre. La noche de su imprevista llegada a Riverton, mientras el señor Hamilton y la señora Townsend comenzaban con el aluvión de preparativos para la comida y el alojamiento, Myra me había confiado lo que sabía.

Robbie era hijo de lord Hasting Hunter, un científico a quien se le había concedido el título nobiliario hacía poco tiempo, y que debía su fama y fortuna al descubrimiento de un nuevo tejido que podía fabricarse sin algodón. Había comprado una gran mansión en las afueras de Cambridge, donde uno de los cuartos estaba destinado a realizar sus experimentos, y junto con su esposa se había dedicado a llevar la vida de la aristocracia terrateniente. El chico, según me había informado Myra, era fruto de una relación amorosa de lord Hunter con su criada, una joven española que apenas hablaba inglés. Al abultarse su vientre, se cansó de ella, aunque se había comprometido a no despedirla y a educar al niño a cambio de su silencio. Ese silencio había sido la causa de su locura, que la había llevado finalmente a quitarse la vida. Eso es lo que se decía.

Era una vergüenza, había dicho Myra, suspirando y meneando la cabeza. Una criada maltratada, un niño criado sin padre. ¿Quién no simpatizaría con ellos? De todos modos —había continuado Myra lanzándome una mirada de complicidad—, la Señora no apreciaría a este inesperado huésped. Cada uno debe estar en el lugar que le corresponde.

La intención de sus palabras había sido clara: había títulos y títulos, aquellos que denotaban un linaje, y otros que relucían llamativamente, como un automóvil nuevo. Robbie Hunter era hijo —sin importar que fuera ilegítimo— de un lord que había conseguido recientemente su título. No era lo suficientemente bueno para personas como los Hartford, y en consecuencia, tampoco para nosotros.

—¿Y bien? —insistió Emmeline—. Cuéntanos. ¿Qué es eso tan terrible que ha hecho tu padre?

—¿Qué es esto, la Inquisición? —terció David sonriendo. Luego se dirigió a Robbie—. Te pido disculpas, Hunter. Son un par de entrometidas. No están acostumbradas a recibir visitas.

Emmeline sonrió y le arrojó un montón de papel. Cayó a poca distancia de su objetivo para perderse en la montaña de papeles que se había formado debajo del árbol.

—Está bien —repuso Robbie, irguiéndose y apartando un mechón de sus ojos—. Desde la muerte de mi madre, mi padre me ha reconocido, llamándome a su lado.

—¿Te ha reconocido? —preguntó Emmeline, frunciendo el ceño.

—Y yo no deseo ser reconocido. No por él.

—Pero ¿por qué quiere hacerlo?

—Después de condenarme alegremente a una vida de ignominia, ahora descubre que necesita un heredero. Parece que su nueva esposa no puede darle uno.

Emmeline miró a sus hermanos pidiendo que le tradujeran esas últimas palabras.

—Por eso Robbie se va a la guerra, para ser libre.

—Siento lo de tu madre —murmuró Hannah a regañadientes.

—Oh, sí —coincidió Emmeline, reflejando en su rostro infantil todo un modelo de ensayada simpatía—. Debes de añorarla terriblemente. Yo añoro horrores a nuestra madre, y ni siquiera la conocí —suspiró—. Y ahora vas a la guerra para escapar de la crueldad de tu padre. Parece una novela.

—Un melodrama —precisó Hannah.

—Una historia romántica —concluyó ansiosamente Emmeline. Las velas del paquete que estaba desenvolviendo cayeron en su falda, liberando su aroma de pino y canela—. La abuela dice que todos los hombres tienen el deber de ir a la guerra. Y que los que se quedan en casa son unos vagos y unos bellacos.

Arriba, en la galería, sentí que se me erizaba la piel. Eché un vistazo a Alfred y rápidamente aparté la mirada cuando éste me pilló. Sus mejillas encendidas, su cabeza gacha —como aquel día en el pueblo— indicaban que se reprochaba a sí mismo su actitud. Se puso de pie súbitamente y dejó caer el trapo con el que limpiaba. Cuando me acerqué para alcanzárselo meneó la cabeza, se negó a mirarme y murmuró algo acerca de que el señor Hamilton estaría preguntándose dónde estaba. Lo miré desconsolada mientras bajaba la escalera y salía de la biblioteca sin que los niños Hartford lo advirtieran. Luego maldije mi falta de autocontrol.

Emmeline, que estaba junto al árbol, miró a Hannah.

—La abuela está muy decepcionada con papá. Cree que para él las cosas son fáciles.

—No tiene motivo para estarlo —repuso acaloradamente Hannah—. Y para papá las cosas ciertamente no son fáciles. Él habría estado allí el primero si hubiera podido.

Un pesado silencio se apoderó del salón. Pude sentir mi propia respiración, que la solidaridad con Hannah había acelerado.

—No la tomes conmigo —indicó Emmeline enfurruñada—. No fui yo sino la abuela quien lo dijo.

—Vieja bruja —espetó Hannah con furia—. Papá trata de contribuir a la guerra como puede, igual que todos nosotros.

—A Hannah le gustaría venir con nosotros al frente —explicó David a Robbie—. Ella y papá sencillamente no entienden que la guerra no es un lugar para mujeres y ancianos enfermos de los pulmones.

—Eso es basura —opinó Hannah.

—¿Qué es basura? ¿Qué la guerra no es para mujeres y ancianos o que te gustaría poder combatir?

—Sabes que sería de tanta utilidad como tú. Siempre he sido buena para tomar decisiones estratégicas, tú mismo lo dijiste.

—Esto es real, Hannah —recalcó de pronto David—. Es una guerra: con armas verdaderas, balas verdaderas y enemigos verdaderos. No es una ficción, no es un juego de niños.

Yo seguí respirando agitadamente. Hannah tenía la expresión de quien ha recibido una bofetada.

—No puedes vivir toda la vida en un mundo de fantasía —continuó David—. No puedes pasar el resto de tus días inventando aventuras, escribiendo sobre cosas que en realidad nunca ocurrieron, representando un personaje ficticio.

—¡David! —gritó Emmeline. Luego miró a Robbie y nuevamente a su hermano—. Regla numero uno: El Juego es secreto —recordó, con el labio inferior tembloroso.

David la miró y su expresión se suavizó.

—Tienes razón. Lo siento, Emme.

—Es secreto —susurró ella—, es importante.

—Por supuesto que lo es. Vamos, no te enfades —alegó, acariciando el cabello de Emmeline. Luego se inclinó para mirar dentro de la caja de adornos.

—¡Eh! Mirad a quién he encontrado. Es Mabel.

David sostuvo en alto un ángel de cristal de Núremberg, con alas estriadas, una arrugada túnica dorada y un piadoso rostro de cera.

—Es tu preferido, ¿verdad? ¿Lo pongo en la cúspide?

—¿Puedo hacerlo yo este año? —preguntó Emmeline, secándose los ojos. Aunque seguía disgustada, no quiso dejar pasar la oportunidad.

David miró a Hannah, que fingía inspeccionar la palma de su mano.

—¿Qué dices, Hannah? ¿Alguna objeción?

Hannah le dirigió una mirada directa y gélida.

—Por favor —suplicó Emmeline dando saltos, en medio de un revuelo de enaguas y envoltorios de papel—. Siempre lo habéis hecho vosotros. Nunca me ha tocado a mí. Ya no soy un bebé.

David fingió estar meditándolo.

—¿Cuántos años tienes ahora?

—Once.

—Once…, prácticamente doce.

Emmeline asintió con impaciencia.

—Muy bien —concedió por fin David. Sonrió a Robbie y asintió.

—¿Me das la mano?

Entre los dos acercaron la escalera al árbol y afirmaron la base entre los papeles arrugados que estaban desparramados por el suelo.

—¡Oh! —Emmeline, entre risitas nerviosas, comenzó a trepar, aferrando el ángel con una mano—. Soy como Jack trepando por los tallos de la planta de habichuelas.

Emmeline siguió subiendo y cuando le faltaban dos escalones para llegar al último estiró la mano que sostenía el ángel, tratando de llegar a la cúspide del árbol, que aún estaba fuera de su alcance.

—No me intimidarás —farfulló entre dientes y miró las tres caras que desde abajo la observaban—. Ya casi estoy. Sólo uno más.

—Con cuidado —le advirtió David—. ¿Hay algo en lo que puedas apoyarte?

Emmeline estiró su mano libre y se aferró a una rama del abeto. Luego hizo lo mismo con la otra mano. Muy lentamente, subió el pie izquierdo y lo puso atentamente en el escalón superior.

Contuve el aliento cuando levantó el pie derecho. Sonreía triunfante, estirándose para colocar a Mabel en su trono, cuando súbitamente todos cerramos los ojos. En su cara se reflejó la sorpresa, y luego el pánico, cuando su pie se deslizó y su cuerpo empezó a caer.

Abrí la boca para gritarle que tuviera cuidado pero era demasiado tarde. Con un alarido que me erizó la piel, cayó como una muñeca de trapo en el suelo, un montón de enaguas blancas entre el papel de seda.

Por un instante todo y todos permanecimos quietos y en silencio. Luego sobrevinieron los inevitables ruidos, los movimientos, el pánico, la agitación.

David alzó a Emmeline en brazos.

—¿Emme? ¿Estás bien, Emme? —Luego echó un vistazo al ángel caído. El ala de cristal estaba manchada de sangre—. Oh, Dios. Se ha cortado con esto.

Hannah estaba de rodillas.

—Es la muñeca —advirtió y miró a su alrededor. Sus ojos encontraron a Robbie—. Ve a buscar ayuda.

Bajé de la escalera de la biblioteca, con el corazón galopante.

—Yo iré, señorita —anuncié mientras salía por la puerta.

Corrí por el pasillo, incapaz de borrar de mi mente la imagen del cuerpo inmóvil de Emmeline. Su respiración entrecortada era una acusación. Había caído por mi culpa. Mi cara era lo último que habría esperado ver al llegar a lo alto del árbol. Si no hubiera sido tan impertinente, si no la hubiera sorprendido…

Al llegar a la escalera de servicio me topé con Myra.

—Mira por dónde vas —me reprendió.

—Myra —balbucí casi sin aliento—. Ayuda, se está desangrando.

—No entiendo nada de lo que dices, muchacha —señaló Myra con disgusto—. Deja de farfullar. ¿Quién se desangra?

—La señorita Emmeline. Se ha caído… en la biblioteca… de la escalera. El amo David y Robert Hunter…

—¡Debí haberlo adivinado! —Myra giró sobre sus talones y fue hacia la sala de los sirvientes—. ¡Ese chico! Tenía un presentimiento. Llegar así, sin anunciarse. Sencillamente no está bien.

Traté de explicar que Robbie no había tenido nada que ver con el accidente pero Myra no escuchaba. Bajó las escaleras, entró en la cocina y tomó el botiquín del aparador.

—Sé por experiencia que sujetos con un aspecto como el suyo siempre causan problemas.

—Pero, Myra, no fue su culpa.

—¿No fue su culpa? Sólo ha estado aquí una noche y mira lo que ha ocurrido.

Me di por vencida. No podía defenderlo. Aún no había recuperado el aliento y era improbable que cambiara de idea por lo que yo pudiera decir o hacer.

Myra cogió el alcohol y las vendas y subió velozmente la escalera. Yo me esforzaba por seguir su delgada y eficiente figura, mientras oía el eco de sus zapatos negros en la oscura y estrecha sala. Ella lo haría mejor. Sabía cómo poner las cosas en orden.

Para cuando llegamos a la biblioteca era demasiado tarde.

Emmeline estaba en el centro del salón, con una valiente sonrisa en su lánguido rostro. La flanqueaban sus hermanos. David le acariciaba el brazo sano. Su brazo herido, vendado con una tela blanca —según advertí, cortada de su enagua—, yacía sobre su regazo. Robbie Hunter estaba cerca, pero solo.

—Estoy bien —declaró Emmeline, mirándonos. Luego sus ojos enrojecidos se dirigieron a Robbie—. El señor Hunter se ocupó de todo. Siempre le estaré agradecida.

—Todos nos sentimos agradecidos —confirmó Hannah, mirando a su hermana.

David asintió.

—Verdaderamente impresionante, Hunter. ¿Dónde aprendiste a hacerlo?

—Mi tío es médico. Pensé seguir esa carrera, pero no me gusta la sangre.

David observó los trozos de tela manchados de sangre tirados en el suelo.

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