En septiembre de 1889, Benito Pérez Galdós tomó un tren en Newscastle para realizar un viaje que planeaba desde hacía años: visitar la casa de Shakespeare en Stratford-on-Avon.
La aventura de aquella peregrinación en busca de las huellas de uno de los grandes genios de la literatura universal la incluyó en 1906 en el libro Memoranda.
Este breviario recupera también, a manera de prólogo, el capítulo de sus memorias dedicado a Inglaterra, donde el gran narrador español refleja el especial interés que siempre sintió por la literatura y la organización política de Gran Bretaña, lo que pone que manfiesto su modernidad y curiosidad intelectual, a la vanguardia de la mayoría de los escritores europeos de su época.
Benito Pérez Galdós
La casa de Shakespeare
ePUB v1.0
Crubiera20.03.13
Benito Pérez Galdós, (1906 en
Memoranda
).
Ilustraciones: Manuel Alcorlo
Diseño portada: José S. Carralero
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.1
«N
o olvidaré, maestro mío —escribe Benito Pérez Galdós, dialogando con su ninfa al final de sus Memorias de un desmemoriado—, ni nuestros viajes por países distantes, ni nuestras excursiones a ciudades inmortalizadas por su nombre de inmensa resonancia en la literatura universal. Tengo bien presente nuestra visita a Stratford-on-Avon, patria del más alto ingenio de Inglaterra. No te digo nada de la fecha, porque la ignoro, y en cuanto al asunto, no debes repetirlo ahora, porque ya lo publicaste en un librito que anda por esos mundos y que figura, con otros trabajos tuyos, en un tomo titulado Memoranda…»
La impresión causada por Stratford-on-Avon en el autor de Fortunata y Jacinta debió ser intensa, como lo atestigua que en sus memorias haya dos citas más sobre ese viaje. Aparte de la mencionada y de otra más que sirve de prólogo a este volumen, antes, al comenzar el capítulo titulado «Escapatoria otoñal», dice:
«Desde mi entrevista con la sombra del rey Hamlet
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sentime abandonado de mi memoria, que revoloteaba fuera de mi cerebro jugueteando con el olvido. No estoy seguro de mi derrotero para volver a mi querido Madrid. Es posible que mi amigo y yo regresáramos a orillas del Elba y que en los muelles de Hamburgo nos embarcáramos para Inglaterra. Llegamos a Hull; de ahí fuimos a Newcastle; allí me separé de mi amigo. Sin el auxilio de mi memoria puedo asegurar que fui solo a Edimburgo. Solo fui también a Birmingham, desde donde partí para Stratford-on-Avon, patria del gran dramaturgo inglés y universal. Nada debo decir de Edimburgo ni de Stratford, pues ya lo he dicho en otro lugar».
Galdós visitó la casa de Shakespeare en septiembre de 1889 y sus impresiones sobre aquella excursión fueron publicadas en 1906 dentro del volumen Memoranda, donde también recogía otros sueltos, con una tirada de mil ejemplares a cargo de la editorial Perlado, Páez y Compañía (Sucesores de Hernando), domiciliada en el número 11 de la calle Arenal.
La visita a la cuna de Shakespare la realizó solo, como él mismo recuerda, sin su habitual compañero de viajes y expediciones, Pepe Alcalá Galiano, nieto del político y escritor Antonio Alcalá Galiano que había residido siete años en Gran Bretaña huyendo de las iras de Fernando VII. En la estela de su abuelo, Pepe también vivió largo tiempo en Inglaterra, en donde fue cónsul en Newcastle; e incluso casó con una irlandesa, Mary, de la que el escritor canario destaca su belleza y hospitalidad. Los dos amigos ya habían ido juntos a Inglaterra en 1883, el mismo año que rechazaron la candidatura de Galdós a la Real Academia Española, y a punto estuvieron de acudir hasta el Polo Norte según una carta de Alcalá Galiano fechada el 28 de marzo de 1884: «Si aquí [en Gran Bretaña] sigo este verano, te emplazo para mi viaje septentrional en el que dejaremos nuestras tarjetas sobre el mismísimo Polo Norte. Prepara, pues, la voluntad y el bolsillo».
Admirador de Shakespeare y Dickens y viajero impenitente por Europa, Galdós siempre sintió especial interés por Gran Bretaña, tanto por su literatura como su organización política, lo que una vez más demuestra la modernidad del gran escritor español.
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amino de Inglaterra, me afirmé en la resolución de no demorar mi viaje a Stratford-on-Avon, donde vio la luz el inmenso Shakespeare. Mi fiel amigo Pepe Galiano no podía en aquellos días acompañarme. Nos despedimos en Newcastle, y solito, enterándome de la dirección que debía seguir, me dirigí a Birmingham, que es, como todo el mundo sabe, uno de los grandes emporios industriales de Inglaterra. Como no me guiaba ningún interés industrial ni comercial, poco tiempo me detuve en Birmingham, y tomando otro tren seguí mi ruta hacia el lugar donde la musa británica engendró a Hamlet, Macbeth y otras inmortales criaturas.
Confirmando lo que ha dicho mi ninfa, omito en estas Memorias mis impresiones de Stratford, porque ya lo hice en un libro titulado La patria de Shakespeare
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, y emprendiendo nueva ruta, paso por Oxford, la ciudad universitaria; por Windsor, residencia habitual de los reyes de Inglaterra, y no paro hasta Londres.
Por tercera vez me veo en la metrópoli de la Gran Bretaña; pero ni esta ocasión ni las siguientes me bastarán para contaros mis observaciones en este conglomerado de ciudades populosas. París es grande, metódicamente regular y armónico. Londres es disforme, desproporcionado, sin medida en sus bellezas, como en sus fealdades; compónenlo arrabales magníficos, rincones deliciosos y longitudes desesperantes, como ensueños de pesadilla. Dividiré en tres partes mis relatos londinenses, empezando por el Oeste, que sintentizó en este rótulo: El Parlamento y Westminster. Tarea tengo ya para hoy. Y cuando Dios quiera tendréis la segunda conferencia: San Pablo y la City. El extremo Este y la tercera: Regent’s Park y el Jardín Zoológico, British Museum.
Doy principio a mi tarea descriptiva. Partiendo de la columna de Nelson (Trafalgar Square), paso junto a la estatua ecuestre de Carlos II y entro en Whitehall, avenida espaciosa, formada por varios edificios del Estado. Entre ellos se destaca, a mano izquierda, un palacio de modesta arquitectura y aspecto vulgar; no obstante, tiene gran valor histórico, porque en él fue decapitado el rey Carlos I el 30 de enero de 1649. En medio de la calle se levantó el patíbulo, que fue comunicado con el palacio por uno de los balcones de éste. Víctima de su orgullo y de su desprecio del Parlamento, pereció el segundo de los Estuardos. En el terrible momento de entregar su cuello al verdugo mostró Carlos la dignidad propia de su estirpe y de su acendrado cristianismo. Este acontecimiento, punto culminante de la historia de Inglaterra, marca una ejemplaridad política que reaparece de tarde en tarde en la conciencia de otros pueblos europeos…
Sigo mi camino por la espaciosa vía, en dirección del Támesis, y sin parar mientes en diferentes edificios que a uno y otro lado se ofrecen a mi vista, toda mi atención se clava en una torre corpulenta, elevadísima, de traza robusta dentro del estilo gótico rectangular. En su cuerpo más alto campea el disco de un reloj monumental, que se me antoja el reloj más grande del mundo. Acercándome más, veo la enorme mole del Parlamento, uno de cuyos lienzos se extiende a la largo del Támesis, fundado sobre las corrientes aguas del río. Por la otra parte aparecen otras grandes prolongaciones del mismo edificio, que sirve de asiento y albergue a la institución política más estable y grandiosa de la vieja Inglaterra. En otra ocasión penetré por breves instantes en aquel recinto. En la ocasión que ahora refiero me procuré un pase para visitarlo y recorrerlo detenidamente. ¡Qué inmensidad, qué lujo, qué magnificencia!
Allí reside la verdadera majestad, la soberanía efectiva de la nación. En una parte, la Cámara de los Comunes; en la otra, la de los Pares, y entre ambas, dilatada serie de salones destinados a locutorios, conferencias, bibliotecas, oficinas, comedores, escritorios, habitaciones privadas del presidente y secretarios, que en el régimen inglés son funcionarios permanentes; cuanto conviene, en fin, a la relación entre ambos estamentos y a la complicada máquina del régimen parlamentario de una nación cuya base política es gobierno del pueblo por el pueblo. No quiero meterme en una disquisición prolija sobre el sistema inglés, que es admiración y debiera ser ejemplo de todo el mundo. Para seguir con brevedad mi plan, abandono el Parlamento y me dirijo a un edificio próximo, también monumental y de gótico estilo, en el cual veremos glorificado en forma religiosa lo más espiritual del alma británica…
Ya estamos en la Abadía de Westminster. Siempre que penetro en este templo siéntome como el que asiste a llevar una ofrenda a los dioses o a los mortales que con los dioses se codean. Ni Francia en su Panteón ni nosotros en nuestro Escorial hemos igualado a lo que los ingleses han hecho aquí. Sepulturas de reyes tenemos nosotros. Sepulturas de grandes hombres tiene Francia; pero ni en una ni en otra parte del Continente se ha conseguido, como en Londres, la incineración y glorificación de todas las grandezas de una raza. En las capillas de Westminster encontramos todos los reyes, reinas, príncipes y caballeros que han florecido en este noble suelo. La capilla de Enrique VII es en este concepto interesantísima. También hay reyes santos en esta y otras capillas; pero algunos visitantes rinden culto a los santos de su mayor devoción, no en las capillas, sino en las naves y cruceros de la iglesia. En ésta encontré a Newton, que en la piedra de su sepulcro tiene grabado el famoso binomio, fórmula matemática que dio fama a este varón extraordinario, descubridor de la gravitación universal y del sistema del mundo. La ciencia debe, además, a Newton otras grandiosas conquistas. No lejos de la tumba de Newton vi la de Darwin, creador de la teoría del origen de las especies por la selección natural… En una de las salas del crucero, y en la que lleva el nombre de Rincón de los poetas (Poets’ Corner), nos hallamos ante la brillantísima pléyade de poetas, novelistas, historiadores, críticos, músicos, actores, etc., que en siglos diferentes han brillado en el espacio infinito del arte británico. Los que no tienen sepultura en la Abadía con inscripciones y signos fehacientes están representados por estatuas, bustos, medallones y expresivas leyendas. Resulta un completo cielo, como nos lo pintan y describen las escrituras dogmáticas. Allí están los profetas, apóstoles, mártires, los elegidos, en fin, merecedores de la inmortalidad. Allí podemos rendir culto a los santos que nos merecen más respeto o veneración. Resplandecen en la celestial muchedumbre Macaulay, Thackeray, el compositor Haendel, que los ingleses consideran como suyo, aunque nació en Alemania; Oliverio Goldsmith, Pope, Addison, Chaucer, Thomson, Prior, Campbell, duque de Argyll, Spencer, el afamado comediante Garrick, Milton cuyo solo nombre basta para caracterizarle; Dryden, Ben Jonson y, descollando entre todos, el soberano hacedor de humanidades vivas, Guillermo Shakespeare…