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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La catedral del mar (41 page)

BOOK: La catedral del mar
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—Todavía no —le dijo.

—Pero…

—Todavía no —insistió el oficial—. Mira.

El soldado le señaló a los almogávares. Otro grito tronó desde sus filas:

—¡Despierta, hierro!

Arnau no pudo apartar la mirada de los mercenarios. Pronto, todos ellos gritaban al unísono.

—¡Despierta, hierro! ¡Despierta, hierro!

Empezaron a entrechocar sus lanzas y sus cuchillos hasta que el sonido del metal superó sus propias voces.

—¡Despierta, hierro!

Y el acero empezó a despertar: lanzaba chispas a medida que las armas chocaban y chocaban, entre ellas o contra las rocas. El estruendo sobrecogió a Arnau. Poco a poco, las chispas, centenares de ellas, miles de ellas, rompieron la oscuridad y los almogávares aparecieron rodeados de un halo luminoso.

Arnau se sorprendió a sí mismo golpeando el aire con la ballesta.

—¡Despierta, hierro! —gritaba.

Ya no sudaba, ya no temblaba.

—¡Despierta, hierro!

Miró hacia las murallas; parecía que fueran a derrumbarse bajo los gritos de los almogávares. El suelo retumbaba y el resplandor de las chispas crecía a su alrededor. De repente sonó una trompeta y el griterío se transformó en un aullido estremecedor:

—¡Sant Jordi! ¡Sant Jordi!

—Esta vez sí —le gritó el oficial empujándolo hacia delante, detrás de dos centenares de hombres que se lanzaban ferozmente al asalto.

Arnau corrió hasta apostarse tras las piedras, junto al oficial y un cuerpo de ballesteros, al pie de las murallas. Se concentró en una de las escalas que los almogávares habían apoyado contra la muralla e intentó hacer blanco en las figuras que desde las almenas luchaban por impedir el asalto de los mercenarios, que continuaban aullando como posesos. Y lo hizo. Por dos ocasiones acertó en el cuerpo de los defensores, allí donde sus cotas de malla no los protegían, y los vio desaparecer tras el impacto de las saetas.

Un grupo de asaltantes logró superar los muros de la fortaleza y Arnau notó cómo el oficial, golpeándole el hombro, llamaba su atención para que no disparase más. El ariete no fue necesario. Cuando los almogávares alcanzaron las almenas, las puertas del castillo se abrieron y varios caballeros huyeron a galope tendido para no ser tomados como rehenes. Dos de ellos cayeron bajo las ballestas catalanas; los demás lo consiguieron. Algunos ocupantes, huérfanos de autoridad, se rindieron. Eiximén d'Esparça y sus caballeros accedieron al interior del castillo con sus caballos de guerra y mataron a cuantos seguían oponiéndose a ellos. Después entraron corriendo los hombres de a pie.

Arnau se quedó quieto una vez cruzadas las murallas, con la ballesta colgando de la espalda y el puñal en la mano. Ya no era necesario. El patio del castillo estaba lleno de cadáveres, y quienes no habían caído permanecían arrodillados, desarmados, suplicando entre los caballeros que recorrían el patio con sus largas espadas desenfundadas. Los almogávares se entregaban al saqueo; unos en la torre, otros rebuscando en los cadáveres con una avidez que obligó a Arnau a desviar la mirada. Uno de los almogávares se dirigió a él y le ofreció un puñado de saetas; unas procedentes de disparos errados, muchas manchadas de sangre, otras incluso con trozos de carne adheridos. Arnau dudó. El almogávar, un hombre ya mayor, delgado como las saetas que le ofrecía, se sorprendió; después sonrió mostrando una boca sin dientes y le ofreció las saetas a otro soldado.

—¿Qué haces? —le preguntó este último a Arnau—. ¿Acaso esperas que Eiximén te reponga las saetas? Límpialas —le dijo arrojándolas a sus pies.

En pocas horas todo terminó. Los hombres vivos fueron agrupados y maniatados. Esa noche serían vendidos como esclavos en el campamento que seguía al ejército. Las tropas de Eiximén d'Esparça se pusieron de nuevo en marcha en busca del rey; transportaban sus heridos y dejaban tras de sí a diecisiete catalanes muertos y una fortaleza en llamas que no volvería a ser útil a los seguidores del rey Jaime III.

30

Eiximén d'Esparça y sus hombres alcanzaron al ejército real en las proximidades de la villa de Elna, la Orgullosa, a tan sólo dos leguas de Perpiñán, en cuyas afueras el rey decidió hacer noche y donde recibió la visita de otro obispo, que, de nuevo infructuosamente, trató de mediar en nombre de Jaime de Mallorca.

Aunque el rey no puso objeción a que Eiximén d'Esparça y sus almogávares tomaran el castillo de Bellaguarda, sí trató de impedir que, en el trayecto hasta Elna, otro grupo de caballeros tomara por las armas la torre de Nidoleres. Sin embargo, cuando el rey llegó hasta allí, los caballeros ya la habían asaltado, matado a sus ocupantes e incendiado el lugar.

Por el contrario, nadie osó acercarse a Elna ni molestar a sus habitantes.

El ejército entero se reunió alrededor de los fuegos de campaña y miró las luces de la ciudad. Elna mantenía sus puertas abiertas en claro desafío a los catalanes.

—¿Por qué…? —empezó a preguntar Arnau sentado en torno al fuego.

—¿La Orgullosa? —lo interrumpió uno de los más veteranos.

—Sí. ¿Por qué se la respeta? ¿Por qué no cierra sus puertas?

El veterano miró hacia la ciudad antes de contestar.

—La Orgullosa pesa sobre nuestra conciencia…, la conciencia catalana. Saben que no nos acercaremos. —Calló.

Arnau había aprendido a respetar la forma de ser de los soldados. Sabía que si lo apremiaba, lo miraría con desprecio y ya no hablaría. A todos los veteranos les gustaba deleitarse con sus recuerdos o sus historias, ciertas o falsas, exageradas o no. Mantener la intriga era una de sus manías. Al fin, reinició su discurso:

—En la guerra contra los franceses, cuando Elna nos pertenecía, Pedro el Grande prometió defenderla y mandó un destacamento de caballeros catalanes. Éstos la traicionaron; huyeron por la noche y dejaron la ciudad a merced del enemigo. —El veterano escupió al fuego—. Los franceses profanaron las iglesias, asesinaron a los niños golpeándolos contra las paredes, violaron a las mujeres y ejecutaron a todos los hombres…, menos a uno. La matanza de Elna pesa sobre nuestra conciencia. Ningún catalán osará acercarse a Elna.

Arnau volvió a mirar hacia las puertas abiertas de la Orgullosa. Después observó las diversas agrupaciones que formaban el campamento; siempre había alguien que miraba hacia Elna en silencio.

—¿A quién perdonaron? —preguntó rompiendo sus propias reglas.

El veterano lo escrutó a través de la hoguera.

—A un hombre llamado Bastard de Rosselló. —Arnau volvió a esperar hasta que el hombre decidió proseguir—: Años más tarde, ese soldado guió a las tropas francesas a través del paso de la Maçana para invadir Cataluña.

El ejército durmió a la sombra de la ciudad de Elna.

También lo hicieron, alejados de él, los centenares de personas que lo seguían. Francesca miró a Aledis. ¿Sería aquél el lugar idóneo? La historia de Elna había recorrido tiendas y chamizos, y en el campamento reinaba un silencio poco habitual. Ella misma miró en repetidas ocasiones hacia las puertas abiertas de la Orgullosa. Sí, se encontraban en tierra inhóspita; ningún catalán sería bien recibido en Elna o sus alrededores. Aledis estaba lejos de su casa. Sólo faltaba que, además, se quedase sola.

—Tu Arnau ha muerto —le dijo cuando Aledis atendió a su llamada.

Esta se vino abajo; Francesca la vio empequeñecer dentro del vestido verde. Aledis se llevó las manos al rostro y su llanto rompió aquel extraño silencio.

—¿Có…, cómo ha sido? —preguntó al cabo de un rato.

—Me engañaste —se limitó a contestarle Francesca, fríamente.

Aledis la miró, con los ojos llenos de lágrimas, sollozando, temblando; después bajó la vista.

—Me engañaste —repitió Francesca. Aledis no contestó—. ¿Quieres saber cómo ha sido? Lo mató tu esposo, el verdadero, el maestro curtidor.

¿Pau? ¡Imposible! Aledis levantó la cabeza. Era imposible que aquel viejo…

—Se presentó en el campamento real acusando al tal Arnau de haberte secuestrado —continuó Francesca interrumpiendo los pensamientos de la joven. Quería observar sus reacciones. Arnau le contó que ella temía a su esposo—. El muchacho lo negó y tu esposo lo desafió. —Aledis intentó intervenir; ¿cómo iba Pau a desafiar a nadie?—. Pagó a un oficial para que pelease por él —continuó Francesca obligándola a guardar silencio—. ¿No lo sabías? Cuando alguien es demasiado viejo para luchar, puede pagar a otro para que lo haga por él. Tu Arnau murió defendiendo su honor.

Aledis se desesperó. Francesca la vio temblar. Poco a poco sus piernas cedieron y cayó al suelo, de rodillas frente a ella, pero Francesca no se apiadó.

—Tengo entendido que tu esposo te anda buscando.

Aledis volvió a llevarse las manos al rostro.

—Tendrás que abandonarnos. Antónia te dará tu antigua ropa.

¡Ésa era la mirada que deseaba! ¡Miedo! ¡Pánico!

Las preguntas se agolpaban en la cabeza de Aledis. ¿Qué iba a hacer? ¿Adonde iba a ir? Barcelona estaba en el otro confín del mundo y en todo caso, ¿qué le quedaba allí? ¡Arnau, muerto! El viaje desde Barcelona a Figueras pasó por su mente como un rayo y todo su cuerpo sintió el horror, la humillación, la vergüenza…, el dolor. ¡Y Pau buscándola!

—No… —intentó decir Aledis—, ¡no podría!

—No puedo buscarme problemas —le contestó Francesca con seriedad.

—¡Protegedme! —suplicó—. No tengo adonde ir. No tengo a quién acudir.

Sollozaba. Aledis se quedó de rodillas ante Francesca, sin atreverse a mirarla.

—No podría hacerlo, estás embarazada.

—También era mentira —gritó la muchacha.

Ya había llegado hasta sus piernas. Francesca no se movió.

—¿Qué harías a cambio?

—¡Lo que queráis! —gritó Aledis. Francesca escondió una sonrisa. Ésa era la promesa que esperaba escuchar. ¿Cuántas veces la había obtenido de muchachas como Aledis?—. ¡Lo que queráis! —repitió ésta—. Protegedme, escondedme de mi esposo y haré cuanto deseéis.

—Ya sabes qué somos —insistió la patrona.

¿Y qué más daba? Arnau había muerto. No tenía nada. No le quedaba nada…, salvo un esposo que la lapidaría si la encontraba.

—Escondedme, os lo ruego. Haré lo que queráis —repitió Aledis.

Francesca ordenó que Aledis no se mezclara con los soldados; Arnau era conocido en las filas del ejército.

—Trabajarás escondida —le dijo al día siguiente, cuando se preparaban para partir—. No quisiera que tu esposo… —Aledis asintió antes de que ella terminara la frase—. No debes dejarte ver hasta que termine la guerra. —Aledis volvió a asentir.

Esa misma noche, Francesca mandó recado a Arnau: «Todo arreglado. No volverá a molestarte».

Al día siguiente, en lugar de acudir a Perpiñán, donde se encontraba el rey Jaime de Mallorca, Pedro III decidió proseguir camino en dirección al mar, hacia la villa de Canet, donde Ramón, vizconde del lugar, debería entregarle su castillo en virtud del vasallaje que le juró tras la conquista de Mallorca, cuando el monarca catalán, tras la huida del rey Jaime, lo dejó en libertad después de que rindiera el castillo de Bellver.

Así fue. El vizconde de Canet entregó el castillo al rey Pedro, y el ejército pudo descansar y comer en abundancia gracias a la generosidad de los lugareños, que confiaban en que los catalanes levantasen pronto el campamento para dirigirse a Perpiñán. Asimismo, el rey pudo establecer una cabeza de puente con su armada, a la que inmediatamente aprovisionó.

Establecido en Canet, Pedro III recibió a un nuevo mediador; en este caso se trataba de todo un cardenal, el segundo que intercedía por Jaime de Mallorca. Tampoco le hizo caso, lo despidió y empezó a estudiar con sus consejeros la mejor forma de asediar la ciudad de Perpiñán. Mientras el rey esperaba los suministros por mar y los almacenaba en el castillo de Canet, el ejército catalán estuvo asentado seis días en la villa, durante los cuales se dedicó a tomar los castillos y fortalezas que se encontraban entre Canet y Perpiñán.

La host de Manresa tomó en nombre del rey Pedro el castillo de Santa María de la Mar, otras compañías asaltaron el castillo de Castellarnau Sobirá, y Eiximén d'Esparça, con sus almogávares y otros caballeros, asedió y tomó Castell-Rosselló.

Castell-Rosselló no era un simple puesto fronterizo como Bellaguarda, sino que constituía una de las defensas adelantadas de la capital del condado del Rosellón. Allí se repitieron los gritos de guerra y el entrechocar de lanzas de los almogávares, que en esta ocasión fueron acompañados por los aullidos de algunos centenares de soldados deseosos de entrar en combate. La fortaleza no cayó con tanta facilidad como lo hizo Bellaguarda; la lucha en los muros fue encarnizada y el uso de arietes imprescindible para derribar sus defensas.

Los ballesteros fueron los últimos en traspasar las abiertas defensas del castillo. Aquello no tenía nada que ver con el asalto a Bellaguarda. Soldados y civiles, incluidas las mujeres y los niños, defendían la plaza con su vida. En su interior, Arnau tuvo un encarnizado combate cuerpo a cuerpo.

Dejando a un lado su ballesta, empuñó el cuchillo. Centenares de hombres peleaban a su alrededor. El silbido de una espada lo introdujo en el combate. Instintivamente, se apartó y la espada pasó rozando su costado. Con su mano libre, Arnau agarró la muñeca que manejaba la espada y clavó el puñal. Lo hizo mecánicamente, como le habían enseñado en las inacabables lecciones del oficial de Eiximén d'Esparça. Le habían enseñado a pelear; le habían enseñado cómo se mataba, pero nadie le había enseñado cómo hundir un puñal en el abdomen de un hombre. La cota de malla de su oponente resistió la puñalada y, aunque agarrado por la muñeca, el defensor del castillo volteó la espada con violencia e hirió a Arnau en el hombro.

Fueron unos segundos; los suficientes para darse cuenta de que debía matar.

Arnau apretó el puñal con saña. La hoja traspasó la cota de malla y se hundió en el estómago de su enemigo. La espada perdió fuerza pero siguió volteando peligrosamente. Arnau empujó el puñal hacia arriba. Su mano notó el calor de las entrañas. El cuerpo de su enemigo se izó del suelo, el puñal rajó el abdomen, la espada cayó al suelo y Arnau se encontró con el rostro de su rival sobre el suyo. Aquellos labios se movieron a escasa distancia de su rostro. ¿Quería decirle algo? A pesar del fragor del combate, Arnau escuchó sus estertores. ¿Pensaba en algo? ¿Veía la muerte? Los ojos desorbitados parecieron advertirle y Arnau se volvió en el mismo instante en que otro defensor de Castell-Rosselló se abalanzaba sobre él.

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