Cuando Cipriano Algor regresó a casa en el primer día de la semana de destrucción, más indignado por el vejamen que exhausto por el esfuerzo, traía que contarle a la hija la aventura ridícula de un hombre calcorreando por los campos en busca de un lugar yermo donde pudiese abandonar la cacharrería inútil que transportaba, como si de sus propios excrementos se tratase, Con los pantalones en la mano, decía, así me sentí, dos veces me sorprendieron personas preguntándome qué estaba haciendo ahí, en terreno privado, con una furgoneta abarrotada de loza, tuve que hilvanar una explicación sin sentido, dije que necesitaba tomar una carretera de más allá y había pensado que el camino para llegar era por ahí, que disculpase, por favor, y ya que estamos si le agrada alguna cosa de lo que llevo en la furgoneta tendré mucho gusto en regalársela, uno de ellos no quiso nada, respondió de malos modos que en su casa cosas de ésas ni para los perros, pero al otro le hizo gracia una sopera y se la llevó, Y dónde acabó dejando la loza, Cerca del río, Dónde, Había pensado que en una cueva natural sería lo más adecuado, pero incluso así siempre estaría el inconveniente de que se hallarían a la vista de quien pasase, al descubierto, reconocerían en seguida el producto y al fabricante, y para vergüenza y vejamen ya basta con lo que basta, Personalmente no me siento ni vejada ni avergonzada, Tal vez te sentirías si hubieras estado en mi lugar desde el principio, Es probable, sí, y entonces qué encontró, Precisamente la cueva ideal, Hay cuevas ideales, preguntó Marta, Depende siempre de lo que se quiera meter dentro, imagínate en este caso un agujero grande, más o menos circular, de unos tres metros de profundidad y al que se baja por una pendiente fácil, con árboles y arbustos dentro, visto desde fuera es como una isla verde en medio del campo, en invierno se llena de agua, todavía tiene un charco en el fondo, Está a unos cien metros de la margen del río, También la conoces, preguntó el padre, La conozco, la descubrí cuando tenía diez años, era realmente la cueva ideal, cada vez que entraba allí me parecía que atravesaba una puerta al otro mundo, Ya estaba allí cuando yo tenía tu edad, Y cuando la tenía mi abuelo, Y cuando el mío, Todo acaba perdiéndose, padre, durante tantos años aquella cueva fue sólo una cueva, también una puerta mágica para algunos niños soñadores, y ahora, con la acumulación de escombros, ni una cosa ni otra, Los cascotes no son tantos, mujer, en poco tiempo los cubrirán los zarzales, nadie lo va a notar, Lo ha dejado allí todo, Sí, lo he dejado, Al menos están cerca del pueblo, algún día uno de los muchachos de aquí, si es que todavía frecuentan la cueva ideal, aparece en casa con un plato agrietado, le preguntan dónde lo ha encontrado y va toda la gente corriendo a buscar lo que ahora no quiere, Estamos hechos así, no me extrañaría. Cipriano Algor acabó la taza de café que la hija le había puesto delante al llegar y preguntó, Dio señal de vida el carpintero, No, Tengo que ir a insistirle, Creo que sí, que es lo mejor. El alfarero se levantó, Me voy a lavar, dijo, dio dos pasos, y luego se detuvo, Qué es esto, preguntó, Esto, qué, Esto, señalaba un plato cubierto con una servilleta bordada, Es un bizcocho, Hiciste un bizcocho, No lo hice yo, lo trajeron, es un regalo, De quién, Adivínelo, No estoy de humor para adivinanzas, Mire que ésta es de las fáciles. Cipriano Algor se encogió de hombros como demostrando que se desentendía del asunto, dijo otra vez que se iba a lavar, pero no se resolvió, no dio el paso que le haría salir de la cocina, en su cabeza se trababa un debate entre dos alfareros, uno que argumentaba que es nuestra obligación comportarnos con naturalidad en todas las circunstancias de la vida, que si alguien es amable hasta el punto de traernos a casa un bizcocho cubierto por una servilleta bordada, lo apropiado y normal es preguntar a quién se debe la inesperada generosidad, y, si en respuesta nos proponen que adivinemos, más que sospechoso será fingir que no oímos, estos pequeños juegos de familia y de sociedad no tienen mayor importancia, nadie se va a poner a sacar conclusiones precipitadas por el hecho de que hayamos acertado, sobre todo porque las personas que creen tener motivos para complacernos con un bizcocho nunca podrán ser muchas, a veces sólo una, esto era lo que decía uno de los alfareros, pero el otro respondía que no estaba dispuesto a desempeñar el papel de cómplice en falsas adivinaciones de circo, que tener la certeza de conocer el nombre de la persona que había traído el bizcocho era precisamente la razón por la que no lo diría, y también que, por lo menos en algunos casos, lo peor de las conclusiones no es tanto que sean en ocasiones precipitadas, sino que sean, simplemente, conclusiones. Entonces, no lo quiere adivinar, insistió Marta, sonriendo, y Cipriano Algor, un poco enfadado con la hija y mucho consigo mismo, pero consciente de que la única manera de escapar del agujero donde se había metido con su propio pie sería reconocer el fracaso y dar marcha atrás, dijo, brusco, y envolviéndolo en palabras, un nombre, Fue la viuda, la vecina, Isaura Estudiosa, para agradecer el cántaro. Marta negó con un movimiento lento de cabeza, No se llama Isaura Estudiosa, corrigió, su nombre es Isaura Madruga, Ah, bueno, hizo Cipriano Algor, y pensó que ya no necesitaría preguntarle a la interesada, Entonces cómo es su nombre de soltera, pero en seguida se recordó a sí mismo que, sentado en el banco de piedra al lado del horno y teniendo al perro Encontrado por testigo, había tomado la decisión de dar por írritos y nulos todos los dichos y hechos expresados y acontecidos entre él y la viuda Estudiosa, no olvidemos que las palabras pronunciadas fueron exactamente Se acabó, no se remata de modo tan perentorio un episodio de la vida sentimental para dos días después dar lo dicho por no dicho. El efecto inmediato de estas reflexiones fue que Cipriano Algor adoptara un aire desprendido y superior, y con tal convicción que, sin que la mano le temblase, pudo acercarse y levantar la servilleta, Tiene buen aspecto, dijo. En este momento Marta entendió que era oportuno añadir, En cierta manera es un recuerdo de despedida. La mano bajó despacio, dejó caer delicadamente la servilleta sobre el bizcocho en forma de corona circular, Despedida, oyó Marta preguntar, y respondió, Sí, en caso de que no consiga trabajo aquí, Trabajo, Está repitiendo mis palabras, padre, No soy ningún eco, no estoy repitiendo tus palabras. Marta no hizo caso de la respuesta, Tomamos un café, yo quería encetar el bizcocho pero ella no lo permitió, estuvo aquí más de una hora, conversamos, me contó un poco de su vida, la historia de su boda, no tuvo tiempo para saber si eso era felicidad o si estaba dejando de serlo, las palabras son de ella, no mías, en fin, si no encuentra trabajo vuelve al sitio de donde vino y donde tiene familia, Aquí no hay trabajo para nadie, dijo Cipriano Algor secamente, Es también lo que ella cree, por eso el bizcocho es como la primera mitad de una despedida, Espero no estar en casa en el momento de la segunda, Por qué, preguntó Marta. Cipriano Algor no respondió. Salió de la cocina hacia el dormitorio, se desnudó rápidamente, lanzó de soslayo una mirada al espejo de la cómoda que le mostraba su cuerpo y se metió en el baño. Abrió el grifo. Un poco de agua salada se mezcló con el agua dulce que caía de la ducha.
Con apreciable y tranquilizadora unanimidad sobre el significado de la palabra, los diccionarios definen como ridículo todo cuanto se muestre digno de risa y chanza, todo lo que merezca escarnio, todo lo que sea irrisorio, todo lo que se preste a lo cómico. Para los diccionarios, la circunstancia parece no existir, aunque, obligatoriamente requeridos a explicar en qué consiste, la llamen estado o particularidad que acompaña a un hecho, lo que, entre paréntesis, claramente nos aconseja no separar los hechos de sus circunstancias y no juzgar unos sin ponderar otras. Sea pues ridículo de modo supino este Cipriano Algor que se extenúa bajando la pendiente de la cueva cargando en los brazos la indeseada loza en vez de simplemente lanzarla desde arriba a voleo, reduciéndola in continenti a cascotes, que fue como despreciativamente la clasificó al describirle a la hija los trámites y episodios de la traumática operación de transbordo. No hay, sin embargo, límites para el ridículo. Si algún día, como Marta presumió, un muchacho de la aldea rescata del amontonamiento y se lleva a casa un plato rajado, podremos tener la seguridad de que el inconveniente defecto ya venía del almacén, o quizá, por el inevitable entrechocar de los barros, provocado por las irregularidades de la carretera, se produjera durante el transporte desde el Centro hasta la cueva. Basta ver con qué precauciones baja Cipriano Algor el declive, con qué atención posa en el suelo las diferentes piezas de loza, cómo las coloca hermanas con hermanas, cómo las encaja cuando es posible y aconsejable, bastará ver la irrisoria escena que se ofrece ante nuestros ojos para afirmar que aquí no se ha partido ni un solo plato, ni una taza ha perdido su asa, ninguna tetera se ha quedado sin pico, la loza apilada cubre en filas regulares el recodo de suelo escogido, rodea los troncos de los árboles, se insinúa entre la vegetación baja, como si en algún libro de los grandes estuviese escrito que sólo de esta manera debería quedar ordenada hasta la consumación del tiempo y la improbable resurrección de los restos. Se diría que el comportamiento de Cipriano Algor es absolutamente ridículo, pero aun en este caso sería bueno que no olvidásemos la importancia decisiva del punto de vista, estamos refiriéndonos esta vez a Marcial Gacho que, en su visita a casa el día de descanso, y cumpliendo lo que normalmente se entiende como deberes elementales de solidaridad familiar, no sólo ayudó al suegro en la descarga de la loza, sino que también, sin dar ninguna muestra de extrañeza o de dudosa perplejidad, sin preguntas directas o rodeos, sin miradas irónicas o compasivas, siguió tranquilamente su ejemplo, llegando al extremo de, por iniciativa propia, ajustar un bamboleo peligroso, rectificar un alineamiento defectuoso, reducir una altura excesiva. Por tanto es natural esperar que, en caso de que Marta repita aquella peyorativa y desafortunada palabra que empleó en la conversación con el padre, su propio marido, gracias a la irrecusable autoridad de quien con sus ojos ha visto lo que había que ver, la corrija, No son escombros. Y si ella, a quien venimos conociendo como alguien que de todo necesita explicación y claridad insistiera en que sí señor, que son escombros, que es ése el nombre que desde siempre se ha dado a los detritus y materiales inútiles que se tiran en las hondonadas hasta llenarlas, excluida de esa designación las sobras humanas, que tienen otro nombre, ciertamente Marcial le dirá con su voz seria, No son escombros, yo estuve allí. Ni ridículo, añadiría, si la cuestión se presentase.
Cuando entraron en casa había, cada una en su género, dos novedades de bulto. El carpintero finalmente había entregado las cajas, y Marta leyó en su libro que, en caso de relleno por vía líquida, no es prudente esperar de un molde más de cuarenta copias satisfactorias, Quiere decir, dijo Cipriano Algor, que necesitaremos treinta moldes por lo menos, cinco para cada doscientos muñecos, será mucho trabajo antes y mucho trabajo después y no tengo seguridad de que con nuestra inexperiencia los moldes nos salgan perfectos, Cuándo calcula que habrá retirado toda la loza del almacén del Centro, preguntó Marta, Creo que no llegaré a necesitar la segunda semana entera, tal vez dos o tres días sean suficientes, La segunda semana es ésta, corrigió Marcial, Sí, segunda de las cuatro, pero primera del transporte, la tercera será la segunda de fabricación, explicó Marta, Con tanta confusión de semanas que no y de semanas que sí no me extraña que tú y tu padre andéis algo desnortados, Cada uno de nosotros por nuestras propias razones, yo, por ejemplo, estoy embarazada y todavía no me he acostumbrado a la idea, Y padre, Padre hablará por sí mismo, si quiere, No sufro peor desorientación que la de tener que fabricar mil doscientas figuras de barro y no saber si lo voy a conseguir, cortó Cipriano Algor. Estaban en la alfarería, alineadas en el tablero las seis figuras parecían aquello que dramáticamente eran, seis objetos insignificantes, más grotescos unos que otros por lo que representaban, pero todos iguales en su lancinante inutilidad. Para que el marido pudiese verlos, Marta había retirado los paños mojados que los envolvían, pero casi se arrepentía de haberlo hecho, era como si aquellos obtusos monigotes no mereciesen el trabajo que habían dado, aquel repetido hacer y deshacer, aquel querer y no poder, aquel experimentar y enmendar, no es verdad que sólo las grandes obras de arte sean paridas con sufrimiento y duda, también un simple cuerpo y unos simples miembros de arcilla son capaces de resistir a entregarse a los dedos que los modelan, a los ojos que los interrogan, a la voluntad que los requiere. En otra ocasión pediría que me dieran vacaciones, podría ayudar en algo, dijo Marcial. A pesar de aparentemente completa en su formulación, la frase contenía prolongaciones problemáticas que no necesitaron de enunciado para que Cipriano Algor las percibiera. Lo que Marcial había querido decir, y que, sin haberlo dicho, acabó diciendo, era que, estando a la espera de un ascenso más o menos previsible al escalón de guarda residente, sus superiores no se quedarían satisfechos si se ausentase con vacaciones precisamente a estas alturas, como si la noticia pública de su ascenso en la carrera no pasara de episodio banal, de ordinaria importancia. Esta prolongación, sin embargo, era obvia y ciertamente la menos problemática de cuantas otras más hubiese. La cuestión esencial, involuntariamente subyacente tras las palabras dichas por Marcial, seguía siendo la preocupación por el futuro de la alfarería, por el trabajo que se hacía y por las personas que lo ejecutaban y que, mejor o peor, de él habían vivido hasta ahora. Aquellos seis muñecos eran como seis irónicos e insistentes puntos de interrogación, cada uno queriendo saber de Cipriano Algor si era tan confiado que pensaba disponer, y por cuánto tiempo, querido señor, de las fuerzas necesarias para gobernar solo la alfarería cuando la hija y el yerno se vayan a vivir al Centro, si era tan ingenuo hasta el punto de considerar que podría atender con satisfactoria regularidad los encargos siguientes, en el caso providencial de que fueran hechos, y, en fin, si era suficientemente estúpido para imaginar que de aquí en adelante sus relaciones con el Centro y el jefe del departamento de compras, tanto las comerciales como las personales, serían un continuo y perenne mar de rosas, o, como con incómoda precisión y amargo escepticismo preguntaba el esquimal, Crees tú que me van a querer siempre. Fue en ese momento cuando el recuerdo de Isaura Madruga pasó por la mente de Cipriano Algor, pensó en ella ayudándolo como empleada en el trabajo de la alfarería, acompañándolo al Centro sentada a su lado en la furgoneta, pensó en ella en diversas y cada vez más íntimas y apaciguadoras situaciones, almorzando en la misma mesa, conversando en el banco de piedra, dando de comer al perro Encontrado, recogiendo los frutos del moral, encendiendo el farol que está sobre la puerta, apartando el embozo de las sábanas de la cama, eran sin duda demasiados pensamientos y demasiado arriesgados para quien ni siquiera había querido probar el bizcocho. Claro está que las palabras de Marcial no requerían respuesta, no habían sido más que la verificación de un hecho para todos evidente, lo mismo que decir simplemente Me gustaría ayudaros, pero no es posible, sin embargo, Cipriano Algor creyó que debería dar expresión a una parte de los pensamientos con que ocupó el silencio subsiguiente a lo dicho por Marcial, no de los pensamientos íntimos, que mantiene encerrados en la caja fuerte de su patético orgullo de viejo, sino de aquellos que, de un modo u otro, son comunes a cuantos viven en esta casa, los confiesen o no, y que pueden ser resumidos en poco más de media docena de palabras, qué será lo que nos reserva el día de mañana. Dijo él, Es como si estuviésemos caminando en la oscuridad, el paso siguiente tanto podrá ser para avanzar como para caer, comenzaremos a saber lo que nos espera cuando el primer encargo esté puesto a la venta, a partir de ahí podremos echar cuentas del tiempo que nos van a necesitar, si mucho, si poco, si nada, será como estar deshojando una margarita a ver qué contesta, La vida no es muy diferente a eso, observó Marta, Pues no, pero lo que nos vinimos jugando durante años ahora nos lo jugamos en semanas o en días, de pronto el futuro se ha acortado, si no me equivoco ya he dicho algo parecido a esto. Cipriano Algor hizo una pausa, después añadió encogiéndose de hombros, Prueba de que es la pura verdad, Aquí sólo hay dos caminos, dijo Marta, resoluta e impaciente, o trabajar como hemos hecho hasta ahora, sin darle más vueltas a la cabeza que las necesarias para el buen acabado de la obra, o suspenderlo todo, informar al Centro de que desistimos del encargo y quedarnos a la espera, A la espera de qué, preguntó Marcial, De que te asciendan, de que nos mudemos al Centro, de que padre decida de una vez si se quiere quedar o venir con nosotros, lo que no podemos hacer es seguir en esta especie de sí pero no, que ya dura semanas, Dicho de otra forma, dijo Cipriano Algor, que ni padre muere, ni comemos caldo, Le perdono lo que acaba de decir porque sé lo que pasa dentro de su cabeza, No se enfaden, por favor, pidió Marcial, para mal vivir ya me basta con lo que tengo que aguantar en mi propia familia, Calma, no te preocupes, dijo Cipriano Algor, aunque ante los ojos de alguien pudiera parecerlo, entre tu mujer y yo nunca habría un enfado real, Pues no, pero hay ocasiones en que me dan ganas de pegarle, amenazó Marta sonriendo, y miren que a partir de ahora será peor, tengan los dos mucho cuidado conmigo, según me cuentan las mujeres embarazadas tienen cambios bruscos de humor, tienen caprichos, manías, mimos, ataques de llanto, golpes de mal genio, prepárense para lo que viene, Yo ya estoy resignado, dijo Marcial, y dirigiéndose a Cipriano Algor, Y usted, padre, Yo ya lo estaba desde hace muchos años, desde que ella nació, Finalmente, todo el poder para la mujer, temblad, varones, temblad y temed, exclamó Marta. El alfarero no acompañó esta vez el tono jovial de la hija, antes bien habló serio y sereno como si estuviese recogiendo una a una palabras que se habían quedado atrás, en el lugar donde fueron pensadas y puestas a madurar, no, esas palabras no fueron pensadas, ni tenían que sazonar, emergían en aquel momento de su espíritu como raíces que hubieran subido repentinamente a la superficie del suelo, El trabajo proseguirá normalmente, dijo, satisfaré nuestros compromisos en tanto me sea posible, sin más quejas ni protestas, y cuando Marcial sea ascendido consideraré la situación, Considerará la situación, preguntó Marta, qué quiere eso decir, Vista la imposibilidad de mantener en funcionamiento la alfarería, la cierro y dejo de ser suministrador del Centro, Muy bien, y de qué va a vivir luego, dónde, cómo, con quién, picó Marta, Acompañaré a mi hija y a mi yerno a vivir en el Centro, si todavía me quieren con ellos. La imprevista y terminante declaración de Cipriano Algor tuvo efectos diferentes en la hija y en el yerno. Marcial exclamó, Por fin, y abrazó con fuerza al suegro, No puede imaginar la alegría que me da, dijo, era una espina que traía clavada dentro. Marta miraba al padre, primero con escepticismo, como quien no acaba de creer lo que oye, pero poco a poco el rostro se le fue iluminando de comprensión, era el trabajo servicial de la memoria trayéndole al recuerdo ciertas expresiones populares corrientes, ciertos restos de lecturas clásicas, ciertas imágenes tópicas, es verdad que no recordó todo lo que habría para recordar, por ejemplo, quemar barcos, cortar puentes, cortar por lo sano, cortar derecho, cortar amarras, cortar el mal de raíz, perdido por diez perdido por cien, hombre perdido no quiere consejos, abandonar ante la meta, están verdes no sirven, mejor pájaro en mano que ciento volando, éstas y muchas más, y todas para decir una sola cosa, Lo que no quiero es lo que no puedo, lo que no puedo es lo que no quiero. Marta se aproximó al padre, le pasó la mano por la cara con un gesto demorado y tierno, casi maternal, Será lo mejor, si es eso lo que realmente desea, murmuró, no mostró más satisfacción que la poquísima que palabras tan pobres, tan pedestres, serían capaces de comunicar, pero tenía la seguridad de que el padre iba a comprender que no las escogió por indiferencia, sino por respeto. Cipriano Algor puso la mano sobre los hombros de la hija, después la atrajo hacia sí, le dio un beso en la frente y, en voz baja, pronunció la breve palabra que ella quería oír y leer en los ojos, Gracias. Marcial no preguntó Gracias por qué, aprendió hace mucho tiempo que el territorio donde se movían ese padre y esa hija, más que familiarmente particular, era de algún modo sagrado e inaccesible. No le afectaba un sentimiento de celos, sólo la melancolía de quien se sabe definitivamente excluido, no de este territorio, que nunca podría pertenecerle, sino de un otro en el que, si ellos estuvieran allí o si alguna vez él pudiese estar allí con ellos, encontraría y reconocería, por fin, a su propio padre y a su propia madre. Se descubrió a sí mismo pensando, sin demasiada sorpresa, que, puesto que el suegro había decidido vivir en el Centro, la idea de los padres de vender la casa del pueblo y mudarse con ellos sería irremediablemente abandonada, por mucho que les costase y por mucho que protestasen, en primer lugar porque es una norma inflexible del Centro, determinada e impuesta por las propias estructuras habitacionales internas, no admitir familias numerosas, y en segundo lugar porque, no habiendo existido nunca una relación de entendimiento entre los miembros de estas dos, fácilmente se imagina el infierno en el que se les podría convertir la vida si se viesen reunidas en un mismo reducido espacio. A pesar de ciertas situaciones y de ciertos desahogos que podrían inducir a una opinión contraria, Marcial no merece que lo consideremos un mal hijo, las culpas del desencuentro de sentimientos y voluntades en su familia no son sólo suyas, y sin embargo, demostrándose así una vez más hasta qué punto el alma humana es un pozo infestado de contradicciones, está contento por no tener que vivir en la misma casa que aquellos que le dieron el ser. Ahora que Marta está embarazada, ojalá el ignoto destino no confirme en ella y en él aquella antigua sentencia que severamente reza, Hijo eres, padre serás, como tú hagas, así te harán. Es bien cierto que, de una manera u otra, por una especie de infalible tropismo, la naturaleza profunda de hijo impele a los hijos a buscar padres de sustitución siempre que, por buenos o malos motivos, por justas e injustas razones, no puedan, no quieran o no sepan reconocerse en los propios. Verdaderamente, a pesar de todos sus defectos, la vida ama el equilibrio, si mandara sólo ella haría que el color oro estuviera permanentemente sobre el color azul, que todo lo cóncavo tuviese su convexo, que no sucediese ninguna despedida sin llegada, que la palabra, el gesto y la mirada se comportaran como gemelos inseparables que en todas las circunstancias dijeran lo mismo. Siguiendo vías para cuyo desarrollo pormenorizado no nos reconocemos ni aptos ni idóneos, pero de cuya existencia e intrínseca virtud comunicativa tenemos absoluta certeza, tanto como de las nuestras propias, fue el conjunto de observaciones que acaban de ser expendidas lo que hizo nacer en Marcial Gacho una idea, en seguida transmitida al suegro con el filial alborozo que se adivina, Es posible traer lo que queda de loza de una sola vez, anunció, Ni siquiera sabes cuánta queda, pienso que todavía unas cuantas furgonetas, objetó Cipriano Algor, No hablo de furgonetas, lo que digo es que la loza no será tanta que un camión vulgar no pueda resolver el asunto en una sola carga, Y de dónde vamos a sacar ese precioso camión, preguntó Marta, Lo alquilamos, Será muy caro, no tendré dinero suficiente, dijo el alfarero, pero la esperanza ya le hacía temblar la voz, Un día bastará para este trabajo, si juntamos nuestro dinero, el nuestro y el suyo, estoy seguro de que lo conseguiremos, y además siendo yo guarda interno, tal vez me hagan un descuento, no perdemos nada intentándolo, Sólo un hombre para la carga y descarga, no sé si seré capaz, apenas puedo ya con los brazos y las piernas, No estará solo, iré con usted, dijo Marcial, Eso no, pueden reconocerte, y sería malo para ti, No creo que haya peligro, sólo he ido una vez al departamento de compras, si llevo gafas oscuras y una boina en la cabeza puedo ser cualquier persona, La idea es buena, muy buena, dijo Marta, podríamos lanzarnos ya a la fabricación de muñecos, Eso es lo que pienso, dijo Marcial, También yo, confesó Cipriano Algor. Se quedaron mirándose, callados, sonrientes, hasta que el alfarero preguntó, Cuándo, Mañana mismo, respondió Marcial, aprovecharemos mi libranza, sólo habrá otra ocasión de aquí a diez días, y entonces no valdrá la pena, Mañana, repitió Cipriano Algor, eso quiere decir que ya podríamos comenzar a trabajar de lleno, Así es, dijo Marcial, y ganar casi dos semanas, Me has dado un alma nueva, dijo el alfarero, después preguntó, Cómo lo haremos, aquí en
el pueblo no creo que haya camiones para alquilar, Lo alquilamos en la ciudad, saldremos por la mañana para tener tiempo de elegir el mejor precio posible, Comprendo que así convenga, dijo Marta, pero creo que deberías almorzar con tus padres, la última vez no fuiste y ellos estarán disgustados. Marcial se crispó, No me apetece, y además, se volvió hacia el suegro y preguntó, A qué hora tiene que comparecer en el almacén, A las cuatro, Ahí está, almorzar con mis padres, ir luego a la ciudad, todo el camino hasta allí, alquilar el camión y estar a las cuatro para recoger la loza, no da tiempo, Les dices que tienes necesidad absoluta de almorzar más temprano, Incluso así no va a dar tiempo, y encima no me apetece, iré el próximo permiso, Por lo menos telefonea a tu madre, La llamaré, pero no te extrañe que vuelva a preguntarme cuándo nos mudamos. Cipriano Algor dejó a la hija y al yerno discutiendo la grave cuestión del almuerzo familiar de los Gachos y se aproximó al tablero donde estaban las seis figuras. Con extremo cuidado les retiró los paños mojados, las observó con atención, una a una, necesitaban sólo de algunos ligeros retoques en las cabezas y en los rostros, partes del cuerpo que, siendo las figuras de pequeño tamaño, poco más de un palmo de altura, inevitablemente tendrían que resentirse de la presión de las telas, Marta se encargará de ponerlas como nuevas, después quedarán destapadas, al descubierto, para que pierdan la humedad antes de meterlas en el horno. Por el cuerpo dolorido de Cipriano Algor pasó un estremecimiento de placer, se sentía como si estuviese principiando el trabajo más difícil y delicado de su vida de alfarero, la aventurada cochura de una pieza de altísimo valor estético modelada por un gran artista a quien no le importa rebajar su genio hasta las precarias condiciones de este lugar humilde, y que no podría admitir, de la pieza se habla, mas también del artista, las consecuencias ruinosas que resultarían de la variación de un grado de calor, ya sea por exceso ya sea por defecto. De lo que realmente aquí se trata, sin grandezas ni dramas, es de llevar al horno y cocer media docena de figurillas insignificantes para que generen, cada una de ellas, doscientas insignificantes copias, habrá quien diga que todos nacemos con el destino trazado, pero lo que está a la vista es que sólo algunos vinieron a este mundo para hacer del barro adanes y evas o multiplicar los panes y los peces. Marta y Marcial habían salido de la alfarería, ella para preparar la cena, él para profundizar las relaciones iniciadas con el perro Encontrado, quien, aunque todavía renitente a aceptar sin protesta la presencia de un uniforme en la familia, parece dispuesto a asumir una postura de tácita condescendencia siempre que el dicho uniforme sea sustituido, nada más llegar, por cualquier vestimenta de corte civil, moderna o antigua, nueva o vieja, limpia o sucia, da lo mismo. Cipriano Algor está ahora solo en la alfarería. Probó distraídamente la solidez de una caja, mudó de sitio, sin necesidad, un saco de yeso, y, como si apenas el azar, y no la voluntad, le hubiese guiado los pasos, se encontró delante de las figuras que había modelado, el hombre, la mujer. En pocos segundos el hombre quedó transformado en un montón informe de barro. Quizá la mujer hubiese sobrevivido si en los oídos de Cipriano Algor no sonase ya la pregunta que Marta le haría mañana, Por qué, por qué el hombre y no la mujer, por qué uno y no los dos. El barro de la mujer se amasó sobre el barro del hombre, son otra vez un barro solo.