La caverna de las ideas (31 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La caverna de las ideas
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—Así pues, me propuse, sencillamente, impedir que
dejaras de razonar
. Es muy sencillo engañar a la razón alimentándola con razones: vosotros lo hacéis todos los días en los tribunales, la Asamblea, la Academia… Lo cierto es, Heracles, que me diste ocasión para disfrutar…

—Y disfrutaste mutilando a Eunío y Antiso.

Los ecos de la estrepitosa risotada de Crántor parecieron colgar de las paredes de la cueva y refulgir, dorados, en las esquinas.

—Pero ¿todavía no lo has entendido? ¡Fabriqué problemas
falsos
para ti! Ni Eunío ni Antiso fueron asesinados: tan sólo accedieron a sacrificarse antes de tiempo. Al fin y al cabo, su turno les llegaría, tarde o temprano. Tu investigación sólo logró apresurar la decisión de ambos…

—¿Cuándo reclutasteis a esos pobres adolescentes?

Crántor negó con la cabeza, sonriendo.

—¡Nosotros nunca «reclutamos», Heracles! La gente oye hablar en secreto de nuestra religión y quiere conocerla… En este caso particular, Etis, la madre de Trámaco, supo de nuestra existencia en Eleusis poco después de que su marido fuera ejecutado… Asistió a las reuniones clandestinas en la caverna y en los bosques y participó en los primeros rituales que mis compañeros realizaron en el Ática. Luego, cuando sus hijos crecieron, los hizo adeptos de nuestra fe. Pero, como mujer inteligente que siempre ha sido, no quería que Trámaco le reprochara no haberle dado la oportunidad de elegir por sí mismo, de modo que no descuidó su educación: le aconsejó que ingresara en la escuela filosófica de Platón y aprendiera todo lo que la razón puede enseñarnos, para que, al alcanzar la mayoría de edad, supiera elegir entre un camino y otro… Y Trámaco nos escogió a nosotros. No sólo eso: consiguió que Antiso y Eunío, sus amigos de la Academia, participaran también en los ritos. Ambos procedían de rancias familias atenienses, y no necesitaron muchas palabras para dejarse convencer… Además, Antiso conocía a Menecmo, que, por feliz casualidad, también era miembro de nuestra hermandad. La «escuela» de Menecmo fue, para ellos, mucho más productiva que la de Platón: aprendieron el goce de los cuerpos, el misterio del arte, el placer del éxtasis, el entusiasmo de los dioses…

Crántor había estado hablando sin mirar a Heracles, sus ojos fijos en un punto inconcreto de la creciente oscuridad. En aquel momento, se volvió repentinamente hacia el Descifrador y añadió, siempre risueño:

—¡No existían los celos entre ellos! Esa fue una idea
tuya
que a nosotros nos agradó utilizar para desviar tu atención hacia Menecmo, que deseaba ser sacrificado con prontitud, al igual que Antiso y Eunío, con el fin de poder engañarte. No fue difícil improvisar un plan con los tres… Durante un hermoso ritual, Eunío se acuchilló en el taller de Menecmo. Después lo disfrazamos de mujer con un peplo
erróneamente
destrozado para que tú pensaras justo lo que pensaste: que alguien lo había matado. Antiso hizo lo propio cuando le llegó su turno. Yo intentaba por todos los medios que siguieras creyendo que
eran asesinatos
, ¿comprendes? Y, para ello, nada mejor que simular
falsos
suicidios. Tú te encargarías, más tarde, de inventarte el crimen y descubrir al criminal —y, abriendo los brazos, Crántor elevó la voz para añadir—: ¡He aquí la fragilidad de tu omnipotente Razón, Heracles Póntor: tan fácilmente imagina los problemas que ella misma cree solucionar!…

—¿Y Eumarco? ¿También bebió
kyon
?

—Naturalmente. Ese pobre esclavo pedagogo tenía muchos deseos de liberar sus viejos impulsos… Se destrozó con sus propias manos. A propósito, tú ya sospechabas que usábamos una droga… ¿Por qué?

—Lo percibí en el aliento de Antiso y Eumarco, y después en el de Pónsica… Y por cierto, Crántor, aclárame esta duda: ¿mi esclava ya era de vosotros antes de que todo esto comenzara?

A pesar de la penumbra de la gruta, la expresión del rostro de Heracles debió de hacerse bien patente, porque Crántor, de improviso, enarcó las cejas y replicó, mirándole a los ojos:

—¡No me digas que te sorprende!… ¡Oh, por Zeus y Afrodita, Heracles! ¿Crees que hubiera sido necesario insistirle mucho?

Su tono de voz reflejaba cierta compasión. Se acercó a su desfallecido prisionero y añadió:

—¡Oh, amigo mío, intenta, por una sola vez, ver las cosas tal como son, y no como tu razón te las muestra!… Esa pobre muchacha, mutilada cuando era niña y obligada, bajo tu mandato, a soportar la humillación de una máscara perenne… ¿necesitaba que alguien la convenciera de que liberase su
rabia
?. ¡Heracles, Heracles!… ¿Desde cuándo te rodeas de
máscaras
para no contemplar la desnudez de los seres humanos?…

Hizo una pausa y encogió sus enormes hombros.

—Lo cierto es que Pónsica nos conoció poco después de que la compraras —y frunciendo el ceño con expresión de disgusto, concluyó—: Debió matarte cuando se lo ordené, y así nos hubiéramos ahorrado muchas molestias…

—Supongo que lo de Yasintra también fue idea tuya.

—Así es. Se me ocurrió cuando nos enteramos de que habías hablado con ella. Yasintra no pertenece a nuestra religión, pero la manteníamos vigilada y amenazada desde que supimos que Trámaco, que deseaba convertirla a nuestra fe, le había revelado parte de nuestros secretos… Introducirla en tu casa me fue doblemente útil: por un lado ayudó a distraerte y confundirte; por otro… Digamos que cumplió una misión didáctica: mostrarte con un ejemplo práctico que el placer del cuerpo, ante el que tan indiferente te crees, es muy superior al deseo de vivir…

—Gran lección la tuya, por Atenea —ironizó Heracles—. Pero dime, Crántor, al menos para hacerme reír: ¿en esto has empleado el tiempo que estuviste fuera de Atenas? ¿En inventar trucos para proteger a esta secta de locos?

—Durante varios años estuve viajando, como te dije —replicó Crántor con tranquilidad—. Pero regresé a Grecia mucho antes de lo que supones y viajé por Tracia y Macedonia. Fue entonces cuando entré en contacto con la secta… Se la denomina de varias maneras, pero su nombre más común es Lykaion. Me sorprendió tanto encontrar en tierra de griegos unas ideas tan salvajes, que, de inmediato, me hice un buen adepto… Cerbero… Cerbero, basta, deja ya de ladrar… Y te aseguro que no somos una secta de locos, Heracles. No hacemos daño a nadie, salvo cuando está en peligro nuestra propia seguridad: realizamos rituales en los bosques y bebemos
kyon
. Nos entregamos por completo a una fuerza inmemorial que ahora se llama Dioniso, pero que no es un dios ni puede ser representado en imágenes ni expresado con palabras… ¿Qué es?… ¡Nosotros mismos lo ignoramos!… Sólo sabemos que yace en lo más profundo del hombre y provoca la rabia, el deseo, el dolor y el goce. Tal es el poder que honramos, Heracles, y a él nos sacrificamos. ¿Te sorprende?… Las guerras también exigen muchos sacrificios, y nadie se sorprende por ello. ¡La diferencia estriba en que nosotros elegimos cuándo, cómo y por qué nos sacrificamos!

Revolvió furiosamente el líquido de la escudilla y prosiguió:

—El origen de nuestra hermandad es tracio, aunque ahora impera sobre todo en Macedonia… ¿Sabías que Eurípides, el célebre poeta, perteneció a ella en sus últimos años?

Enarcó las cejas en dirección a Heracles, esperando, sin duda, que aquella revelación lo sorprendiera de algún modo, pero el Descifrador lo miraba impasible.

—¡Sí, el mismo Eurípides!… Conoció nuestra religión y se acogió a ella. Bebió
kyon
y fue destrozado por sus hermanos sectarios… Ya sabes que la leyenda afirma que murió despedazado por unos perros… pero ésa es la manera simbólica de describir el sacrificio en Lykaion… ¡Y Heráclito, el filósofo de Efeso que opinaba que la violencia y la discordia no sólo son necesarias sino deseables para los hombres, y del que igualmente se dice que fue devorado por una jauría de perros, también perteneció a nuestro grupo!

—Menecmo los mencionó a ambos —asintió Heracles.

—De hecho, fueron grandes hermanos de Lykaion.

Y, como si se le hubiera ocurrido una idea repentina o algún tema colateral de conversación, Crántor añadió:

—El caso de Eurípides fue curioso… Toda su vida se había mantenido apartado, artística e intelectualmente, de la naturaleza instintiva del hombre con su teatro racionalista e insípido, y en su vejez, durante su voluntario exilio en la corte del rey Arquelao de Macedonia, desengañado por la hipocresía de su patria ateniense, entró en contacto con Lykaion… Por aquella época, nuestra hermandad no había llegado aún al Ática, pero se hallaba floreciente en las regiones del norte. En la corte de Arquelao, Eurípides contempló los principales ritos de Lykaion y quedó transformado. Escribió, entonces, una obra distinta a todas las previas, la tragedia con la que quiso saldar sus deudas con el primitivo arte teatral, que pertenece a Dioniso:
Bacantes
, una exaltación de la furia, la danza y el placer orgiástico… Los poetas todavía se preguntan cómo es posible que el viejo maestro creara algo así al final de sus días… ¡Y desconocen que fue la obra más sincera que hizo!
[134]

—La droga os enloquece —dijo Heracles con voz fatigada—. Nadie en su sano juicio desearía ser mutilado por otros…

—Oh, ¿de veras crees que es el
kyon
tan sólo? —Crántor contempló el humeante líquido dorado que se agitaba en la escudilla, de cuyo borde colgaban minúsculas gotas—. Yo creo que es algo que hay dentro de nosotros, y me refiero a todos los hombres. El
kyon
nos permite sentirlo, sí, pero… —se golpeó suavemente el pecho—. Está aquí, Heracles. Y en ti también. No se puede traducir en palabras. No se puede filosofar sobre ello. Es algo absurdo, si quieres, irracional, enloquecedor… pero
real
. ¡Este es el secreto que vamos a enseñar a los hombres!

Se acercó a Heracles y la inmensa sombra de su rostro se partió en una amplia sonrisa.

—En cualquier caso, ya sabes que no me gusta discutir… Si es el
kyon
o no lo es, pronto lo comprobaremos…, ¿no?

Heracles tensó las cuerdas que colgaban de los clavos de oro. Se sentía débil y entumecido, pero no creía que la droga le hubiese hecho ningún efecto. Alzó los ojos hacia el rocoso semblante de Crántor y dijo:

—Estás equivocado, Crántor. Este no es el secreto que la Humanidad querrá conocer. No creo en las profecías ni en los oráculos, pero si hubiera de profetizar algo, te diría que Atenas será la cuna de un nuevo hombre… Un hombre que luchará con sus ojos e inteligencia, no con sus manos, y, al traducir los textos de sus antepasados, aprenderá de ellos…

Crántor lo escuchaba con los ojos muy abiertos, como si estuviera a punto de lanzar una carcajada.

—La única violencia que profetizo es la imaginaria —prosiguió Heracles—: Hombres y mujeres podrán leer y escribir, y se formarán gremios de sabios traductores que editarán y descifrarán las obras de los que ahora son nuestros contemporáneos. Y, al traducir lo que otros dejaron por escrito, sabrán cómo fue el mundo cuando la razón no gobernaba… Ni tú ni yo lo veremos, Crántor, pero el hombre avanza hacia la Razón, no hacia el Instinto…
[135]

—No —dijo Crántor sonriendo—. Tú eres quien está equivocado…

Su mirada, muy extraña, no parecía dirigirse a Heracles sino a alguien que se hallara detrás, incrustado en la roca de la caverna, o quizá bajo sus pies, en alguna invisible profundidad, aunque de esto Heracles no pudiera estar seguro debido a la creciente penumbra.

Crántor, en realidad, te miraba a ti.
[136]

Y dijo:

—Esos traductores que has profetizado no descubrirán nada, porque no existirán, Heracles. Las filosofías nunca lograrán triunfar sobre los instintos —elevando la voz, prosiguió—: Hércules aparenta derrotar a los monstruos, pero entre líneas, en los textos, en los bellos discursos, en los razonamientos lógicos, en los pensamientos de los hombres,
alza su múltiple cabeza la Hidra, ruge el horrendo león y hacen resonar sus cascos de bronce las yeguas antropófagas
. Nuestra naturaleza no es
[137]

—Nuestra naturaleza no es un texto en el que un traductor pueda encontrar una clave final, Heracles, ni siquiera un conjunto de ideas invisibles. De nada sirve, pues, derrotar a los monstruos, porque acechan
dentro de ti
. El
kyon
los despertará pronto. ¿No los sientes ya removerse en tus entrañas?

Heracles iba a responder cualquier ironía cuando, de improviso, escuchó un gemido en la oscuridad, más allá del trípode del brasero, proveniente de los bultos que se hallaban junto a la pared de la antorcha. Aunque no lograba distinguirlo, reconoció la voz del hombre que gemía.

—¡Diágoras!… —dijo—. ¿Qué le habéis hecho?

—Nada que no se haya hecho él a sí mismo —replicó Crántor—. Bebió
kyon
… ¡y te aseguro que a todos nos sorprendió la rapidez con que le hizo efecto!

Y, elevando la voz, añadió, en tono burlón:

—¡Oh, el noble filósofo platónico! ¡Oh, el gran idealista! ¡Qué furia albergaba contra sí mismo, por Zeus!…

Cerbero —una mancha pálida que zigzagueaba por el suelo— coreó, iracundo, las exclamaciones de su amo. Los ladridos formaban trenzas de ecos. Crántor se agachó y lo acarició con ademanes cariñosos.

—No, no… Calma, Cerbero… No es nada…

Aprovechando la oportunidad, Heracles propinó un fuerte tirón a la cuerda que colgaba del dorado clavo derecho. Éste cedió un poco. Animado, volvió a tirar, y el clavo salió por completo, sin ruido. Crántor continuaba distraído con el perro. Ahora era cuestión de ser rápido. Pero cuando quiso mover la mano libre para desatar la otra, comprobó que sus dedos no le obedecían: se hallaban gélidos, recorridos de un extremo a otro por un ejército de diminutas serpientes que habían procreado bajo su piel. Entonces tiró con todas sus fuerzas del clavo izquierdo.

En el instante en que este último cedía, Crántor se volvió hacia él.

Heracles Póntor era un hombre grueso, de baja estatura. En aquel momento, además, sus doloridos brazos colgaban inermes a ambos lados del cuerpo como herramientas rotas. De inmediato supo que su única posibilidad consistía en poder utilizar algún objeto a guisa de arma. Sus ojos ya habían elegido el mango del atizador que sobresalía de las brasas, pero se hallaba demasiado lejos, y Crántor —que se aproximaba impetuoso— le bloquearía el paso. De modo que, en ese latido o parpadeo en que el tiempo no transcurre y el pensamiento no gobierna, el Descifrador intuyó —sin llegar siquiera a verlo— que de los extremos de las cuerdas que aún ataban sus muñecas seguían colgando los clavos de oro. Cuando la sombra de Crántor se hizo tan grande que todo su cuerpo desapareció bajo ella, Heracles levantó el brazo derecho con rapidez y describió en el aire un rápido y violento semicírculo.

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